Читать книгу Hollywood - Juan Miguel Company-Ramon - Страница 10
ОглавлениеInstancias de la letra en la imagen:
para una genealogía de la narración cinematográfica
Dice la historia que fue Antoine Lumière, padre de Auguste y Louis, quien se encargó de disuadir a Georges Méliès cuando éste, tras haber asistido a la primera sesión del Cinematógrafo, quiso comprar, por 10.000 francos, el artilugio por ellos inventado con el fin de utilizarlo en sus sesiones del teatro de magia Robert Houdin. Aquel industrial y buen padre de familia se encaró con el famoso prestidigitador y le razonó que el instrumento de sus hijos podía ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica pero no tenía ningún porvenir comercial.1 El fabricante de placas fotográficas de Lyon entendía, pues, que “el santo aparato”, como lo denominaría Lillian Gish en sus memorias, era uno más de los juguetes ópticos del XIX, máquinas de imágenes hechas para engañar al ojo cuyo destino era ocupar un lugar pasajero en el cuarto y la atención de los niños. El teleologismo de algunas historias del cine ha consagrado este momento de la noche del 28 de diciembre de 1895 como mítico relato de los balbucientes orígenes de un arte que aún no tenía conciencia alguna de serlo.
Linda Arvidson cuenta en sus memorias de 1925, evocadoramente tituladas When the Movies Were Young, la resolución de una también mítica discusión entre su marido, D.W Griffith, y los directivos de la Biograph cuando les propuso adaptar al cine el poema narrativo Enoch Arden de Tennyson montando, por corte directo, un primer plano de la infeliz protagonista que lamenta la desaparición de su marido con otro de éste, náufrago en una isla desierta muy lejos de su hogar:
“¿Cómo se puede exponer el asunto dando semejantes saltos? ¡Nadie entenderán nada!”. “¿Sí?”, responde Griffith. “¿Acaso Dickens no escribe así?”. “Sí, pero Dickens es Dickens: él escribe novelas y eso es completamente distinto”. “La diferencia no es tan grande… yo hago novelas en cuadros”, concluyó Griffith.2
Sabemos de qué manera rentabiliza S.M. Eisenstein esta anécdota a la hora de establecer el montaje como principio básico unificador de la obra cinematográfica. Pero me interesa más aquí destacar su carácter legitimador. Tal parece que el infantilismo de las vistas animadas de los Lumière —una cosa de poco fundamento y permanencia para su padre— había alcanzado su mayoría de edad al tomar como modelo la novela victoriana decimonónica: un canon cultural respetable y digno de ser frecuentado si la invención científico-técnica quería revestirse con los afeites y paramentos del arte. Sin embargo, una reflexión en profundidad nos demostraría hasta qué punto la novela no es el único punto de partida para que la narración cinematográfica cristalice como tal.
La Historia de la historia
Los acontecimientos de la guerra de Cuba (1898) proporcionaron al naciente espectáculo cinematográfico toda una cantera temática de eventos y, cómo no, la posibilidad de incidir en la opinión pública enfervorizando sus sentimientos patrióticos. El magnate de la prensa amarilla William Randolph Hearst había respondido a su corresponsal enviado a la isla caribeña (y que le informaba de la inexistencia de conflicto armado alguno) con un telegrama justamente celebrado por los historiadores del periodismo: “Ponga usted las fotos, que yo pondré la guerra”. Hearst era consciente de los poderes de la prensa gráfica y Edwin S. Porter también creía en la capacidad de convicción del cine a la hora de manipular las emociones del público: al finalizar la sesiones dedicadas a los eventos cubanos — un espectáculo híbrido formado por imágenes fijas de linterna mágica y vistas cinematográficas del embarque de tropas en el puerto— con una toma del cambio de banderas en el Castillo del Morro, la sustitución de la enseña española por la norteamericana, recreada en estudio con un forillo pintado como fondo del plano, era siempre recibida con vítores por parte de los espectadores en la sala. La recreación del evento histórico real, que había tenido lugar el uno de enero de 1899, daba así carta de naturaleza a la película de propaganda patriótica. Los pases del espectáculo se multiplicaban en los music-halls de Nueva York para júbilo de los empresarios deseosos de obtener ganancias con el nuevo invento.
Charles Musser cuenta en su libro3 que la imaginería de los films sobre la guerra de Cuba se nutría tanto de las fotos como de las viñetas satíricas publicadas por la prensa gráfica de la época. En dos de ellas, el dibujante recreaba la figura de cierto mandatario militar que departía galantemente con las damas de un salón de Washington mientras sus hombres morían en la batalla. Para llevar esto a la pantalla, Porter se encuentra con un problema espacio-temporal de envergadura: cómo hacer que el espectador experimentara la sucesión fílmica de dos acontecimientos con plena conciencia de la simultaneidad de los mismos. El problema no halla una formulación correcta: el paralelismo de las dos acciones (A y B) no se hace inteligible al espectador que sí vibraría, en cambio, diez años después, cuando D. W. Griffith contara la historia del rescate in extremis de una madre de familia y sus hijas asediadas por unos ladrones en The Lonely Villa (1909). A diferencia de Porter, Griffith comprendió cabalmente que la empatía del espectador con la acción de rescate pasaba tanto por la alternancia (ABA y no sólo AB) de dos puntos de vista opuestos como por la dilatación temporal de las tomas referidas al ataque con respecto a las de la carreta salvadora avanzando hacia la cámara (hacia nosotros, espectadores). Si en la película de Porter las imágenes del salón de té se hubieran alternado con las de la batalla, la dilucidación de los hechos no habría recaído en la figura de un explicador a pie de pantalla —y, por tanto, fuera de la narración— sino que sería el propio espectador quien estableciera un inferencia correcta de los mismos.
Tal vez el principal rasgo diferenciador de Porter y Griffith sea el paso de este último por la experiencia del melodrama teatral (como autor y actor) y la conciencia de que una información dirigida al espectador y que el protagonista ignora proporciona a dicho espectador una emoción suplementaria sobre las vicisitudes de la trama argumental: cuando el villano avanza hacia el proscenio teatral y hace partícipe al público de las artimañas que va a urdir para quedarse con la herencia de la pobre huerfanita mientras ésta juega en la escena con sus muñecas, ajena a todo, la reacción natural del público será la de informarla de aquello que se le avecina, penosa imposibilidad impuesta por el propio código genérico del melodrama.4
Unipuntualidad / pluripuntualidad
Los orígenes de la narración cinematográfica deben, pues, ser contemplados desde la doble perspectiva de la enunciación y la focalización. El doble punto de vista ladrones —víctimas articula la dinámica del montaje en The Lonely Villa y la clausura del relato vendrá dada por el triunfo de estas últimas sobre los perturbadores del orden: el grupo familiar se reconstruye en el plano final del film ubicándose en el centro del encuadre. El acto narrativo se manifiesta como tal estableciendo relaciones causa-efecto entre una toma y otra. Tal sucede en The Finish of Bridget McKeen (1901) donde dichas relaciones se estructuran en la mostración de una actividad doméstica en la que un ama de casa prende la llama de una cocina de queroseno que estalla proyectándola hacia el techo en medio de una gran humareda donde vemos caer diferentes fragmentos de su cuerpo. Desde el punto de vista mostrativo el film debería, simplemente, acabar aquí. La narración que sobre tal mostración se articula (como dice Paul Ricoeur) precisa de un segundo plano, encadenado sobre el anterior para darnos cuenta del nombre de la protagonista, inscrito en la lápida de su tumba (“Here lies the remains of Bridget McKeen…”) y de las traumáticas circunstancias de su deceso (…who started a fire with kerosine” ). La inscripción diegética del explicador en el interior de la toma establece así un perfecto cierre narrativo de la acción descrita.
Se diría, pues, que el narrador filmográfico nos hace viajar en el tiempo y en el espacio dentro del resquicio producido por la yuxtaposición entre dos planos. Que esto nos resulte fácil de entender en la actualidad no quiere decir, en modo alguno, que también lo fuera en el cine de los orígenes donde la consideración del film como obra unitaria, hecha de elementos discontinuos producidos por un narrador con voluntad de contar algo mediante las imágenes, tuvo que librarse, de hecho, en los tribunales y por medio de sentencias judiciales. En la batalla por la utilización de imágenes sometidas al copyright, la Edison Manufacturing Company se enfrenta a la compañía independiente Biograph, tomando partido por un modelo primitivo de cine que pretendía impedir, desde el ámbito legal, la posibilidad misma de que la reciente invención de los Lumière pudiese contar una historia. Es un momento particularmente apasionante donde, como dice Foucault,5 la historia de los dominios de saber en relación con las prácticas sociales hace nacer una forma totalmente nueva de sujeto de conocimiento: la verdad misma de la narración cinematográfica tiene, también, una historia.
La distinción entre lo unipuntual (“the view”) y lo pluripuntual (“several views”) pertenece, en su origen, a los abogados de Edison que defendían la noción de film como simple amalgama o agregado de escenas discontinuas, cada una de ellas sometida a copyright. De esta suerte, “Edison y sus mandatarios toman partido por un cine de lo discontinuo, en forma de tableaux, un cine de mostración más que de narración”.6 La compañía Biograph defiende la tesis contraria: un film, pese a la multiplicidad de planos (pluripuntualidad) es una sola y única entidad sometida a un único copyright, similar al que cubriera legalmente a una simple fotografía. Se puede entender, al respecto, la esquizofrenia en la que debió vivir Edwin S. Porter, obligado a declarar en los tribunales a favor de los intereses económicos de su patrón mientras que su práctica como cineasta estaba en la línea que defendían los enemigos legales de éste. El reconocimiento del narrador filmográfico legitima dicha instancia y la sentencia del juez Lanning lo hace equivaler, para asombro de Gaudreault, al narrador escritural propio de una novela.
Ya que una serie de imágenes de un objeto en movimiento tomadas por medio de una cámara que pivota sobre su eje puede ser registrada en el copyright como una sola y única fotografía, no soy capaz de ver por qué una serie de imágenes que contaran una sola y única historia, como ocurre en el caso del film del querellante, no podría, ella también, ser registrada en el copyright a título de simple fotografía, incluso si la cámara ha sido ubicada en emplazamientos diferentes.[…] Bien es verdad que esta historia comprende una serie de escenas diferentes. Pero nadie ha supuesto jamás que una historia contada mediante palabras escritas no pudiese ser registrada en el copyright simplemente porque, en el desarrollo de la acción, el lector se viese transportado de una escena a otra.7
Los pormenorizados dictámenes de Lanning sientan jurisprudencia a la hora de delimitar el marco en el que la narración cinematográfica se inscribe, en un momento histórico (1904-1905) donde ésta todavía no es del todo autosuficiente y requiere la presencia de un explicador a pie de pantalla. En la primavera de 1904, el público que visita la Exposición Universal de Saint Louis puede, al mismo tiempo que degusta los primeros hot-dogs, asistir a las proyecciones cinematográficas de los Hale’s Tours, una suerte de barracones de feria decorados como si de vagones de ferrocarril se tratase, en donde los espectadores “viajaban” ante una pantalla en la que podían ver imágenes impresionadas desde la delantera de una locomotora en marcha. Los efectos de sonido —silbidos, campanillazos, traqueteo— unidos al movimiento del supuesto vagón contribuían a crear esa ilusión del viaje inmóvil por la que el espectador había pagado la entrada. Todavía estamos lejos de la especialización de los nickelodeons, salas de cine donde se podía gozar exclusivamente de la proyección de films previo pago de cinco centavos en taquilla. Será en torno a 1910 cuando se produzca, según Noël Burch,8 ese proceso de centrado/envolvimiento del sujeto espectador que haga prescindible la figura del explicador.
Prendimiento de la mirada
Todo enunciado narrativo —o secuencia narrativa minimal— se elabora, según Todorov,9 sobre una relación de sucesión entre unidades en relación de transformación. Sucesión y transformación serían, pues, las condiciones necesarias para que un enunciado adquiera atributos narrativos y se convierta en relato. Para ello se requiere la presencia de un narrador, de un sujeto de la enunciación que ejerza su poder en el enunciado. Y, desde el principio del cine, nunca existió (salvo en la cabeza de Antoine Lumière) la concepción de la cámara como mero instrumento registrador de imágenes. En las primeras películas de los Lumière, el papel de los figurantes que por ellas desfilan es absolutamente determinante: desde los obreros que salen por la puerta de la fábrica al abrirse las puertas —sólo volverán a cerrarse cuando se extinga el flujo humano, consecuencia de su apertura— hasta los obreros, dirigidos por el propio Louis Lumière (capataz y realizador cinematográfico al tiempo) en las tareas de la demolición de un muro, pasando por los movimientos aleatorios de la multitud que desciende de un tren, el estatuto de la figuración se nos antoja decisivo a la hora de establecer el comienzo y el cierre del relato. La inscripción del punto de vista del narrador y sus funciones en la imagen debe ser analizada y contextualizada en el mismo ámbito de la pregunta inicial formulada por Gaudreault al comienzo de su libro: ¿Quién habla en un film? y que precede siempre a la de ¿quién ve?
La construcción del punto de vista narrativo y del personaje que rige la acción supone plantearse el problema de la identificación espectatorial. Basándose en paradigmas de la psicología cognitiva, Raymond Bellour ha sabido discernirlo muy bien en un reciente libro10: para el teórico francés, la instancia de la empatía, en tanto ubicación imaginaria del espectador en el lugar del otro, desplaza a las categorías de la simpatía o antipatía que podamos experimentar hacia el personaje en tanto espectadores. Por ser inconsciente, la imitación afectiva empática puede entrar en contradicción con la moral de la historia. Bellour utiliza como ejemplo la caída del villano desde lo alto de la estatua de la Libertad en Sabotaje (“Saboteur”, Alfred Hitchcock, 1942) al desgarrarse la chaqueta con la que lo sujeta el héroe positivo. En la filmografía del perverso británico hay ejemplos más pregnantes: cuando Norman Bates en Psicosis (“Psycho”, 1960) hunde el coche de Marion Crane (con su cadáver dentro) en el pantano, el espectador sufre con él ese momento inefable en el que el coche parece reflotar en el agua y no termina de hundirse del todo. En la primera visión del film, un espectador no advertido sólo sabe, en ese momento, que Norman encubre el sangriento crimen de su enloquecida madre.11
Apuntábamos más arriba que nuestra identificación con la familia asaltada de The Lonely Villa era pareja a nuestro rechazo de la banda de ladrones: el film es de 1909, una fecha en la que Griffith ya controla plenamente la efectividad del estilema “salvación en el último minuto”, de tan perdurables efectos en el cine de Hollywood. Pero antes de que empezara su carrera, en el verano de 1908, su cámara habitual, Billy Bitzer, paralelamente al desarrollo de los Hale’s Tours, había experimentado con algunos procedimientos que, si bien no del todo asumidos, plantean ciertos efectos de punto de vista dignos de ser señalados.
Centremos nuestra atención en un film de 1906: El atraco al expreso de las montañas rocosas (“The Hold-up of the Rocky Mountain Express”).
1. El plano inicial del film muestra una estación de ferrocarril y un viajero que llega corriendo hacia el emplazamiento de la cámara que realiza una panorámica horizontal de izquierda a derecha para encuadrarlo. Su incorporación al tren va seguida de un travelling hacia delante marcando el inicio del viaje.
2. Cuatro tomas correlativas al movimiento de la locomotora —y la cámara a ella incorporada— nos introducen en una exploración en profundidad del paisaje, cada vez más boscoso y agreste.
3. Un obstáculo (tronco de árbol caído) en la vía intercepta la trayectoria del tren —y nuestra mirada— haciendo, consecuentemente, que el travelling frontal se detenga. Cuando maquinista y fogonero desciendan de la locomotora para desembarazar la vía del obstáculo, aparecen los bandidos.
4. Los bandidos, tras saquear a los viajeros, huyen con el botín en un carricoche ferroviario accionado manualmente por palancas. Un coche de caballos se desliza por el camino paralelo a la vía férrea. Las trayectorias de ambos vehículos confluirán, finalmente, siendo los bandidos apresados. Toda la peripecia ha sido seguida por el canónico travelling frontal, desde la delantera de la locomotora.
Conscientemente he eliminado de esta relación de planos del film aquellos que corresponden al interior del vagón y a la irrupción en él de los bandidos. Un decorado de tela pintada ante el que gesticulan los actores, en actitud de estricta frontalidad a la cámara, rompe tanto con la fascinante exploración de la profundidad del paisaje como con ese conato de punto de vista, asumible inconscientemente por el espectador, representado por el anónimo individuo del comienzo, cuya presencia se diluye entre los viajeros del vagón. Nada sabremos ya de él; tan sólo nos quedará su mirada como resto excedentario, esa función escópica central en el prendimiento deseante del sujeto, aquí traducible en una rentabilización dramática del espacio —la asombrosa, milimetrada persecución final— captada diegéticamente en su duración perceptiva. Reconvertir la mirada en su función topológica, donde alguien observa algo desde un determinado lugar, supondría un notorio avance en los mecanismos de formalización de un cine que intenta articular una narración desde el estatuto mostrativo de sus imágenes.
El cine narrativo hoy
Los bandidos son arrestados; el orden se restablece: tal parece ser la doxa misma del relato. Las desestabilizadoras turbulencias de la historia deben encontrar un equilibrio final que las subsuma. El desgarro entre deseo y ley está en la base misma de toda narración: cuando ésta acabe, se habrán realizado todas las expectativas abiertas en su comienzo. El cine que vemos habitualmente exhibe, de forma cansina y repetitiva, ficciones que no son capaces de transmitir la experiencia de la adquisición de un saber sobre la historia y, por lo tanto, nacen ya muertas. Quizá una forma legítima de poner en crisis la narración cinematográfica fuese, como decía Barthes, suspender el sentido de su final, relanzarlo al espectador como un interrogante. En un episodio de los Teleñecos, Jim Henson ironizaba sobre los programas narrativos de los cuentos infantiles haciendo que el Conde Draco, narrador y protagonista a la vez de la historia, no pudiese romper el hechizo que obligaba a dormir eternamente a una oronda condesa denominada “la bella roncante” y se quedase, tan feliz, a su lado contabilizando sus ronquidos. Christopher Nolan interrumpe el plano final de Origen (“Inception”, 2010) —la peonza metálica girando que representa el tótem particular de Mal, su proyección en el sueño de Cobb— mediante un corte neto en negro que deja en suspenso el cese de ese giro: el duelo de Cobb semeja no haberse cerrado todavía; al igual que el soñador de “Las ruinas circulares” (Jorge Luis Borges, 1942) puede estar, a su vez, siendo soñado por otro.
Los ajustes de cuentas de Chistopher Nolan con los paradigmas genealógicos de la narración cinematográfica se remontan ya a la época de Memento (2000) donde las relaciones causa-efecto del montaje clásico estaban subvertidas en un relato cuya progresión dramática iba al revés. En Origen es el entrelazado de acciones en paralelo, dadas por montaje alterno, el que alcanza límites insospechados, como ya veremos en el análisis del film que se encuentra en la tercera parte de este libro.
1 Así recordaba Méliès, en 1937, las palabras de Antoine Lumière: “Algún día me agradecerá, joven, me dijo, que hoy me niegue a venderle nuestro Cinematógrafo. Es un aparato científico, destinado sobre todo a los médicos, cirujanos, pintores y escultores para el estudio y el análisis del movimiento. Como espectáculo, este aparato sólo tendrá un éxito momentáneo debido a la curiosidad, que puede que dure seis meses, a lo sumo un año, pero nada más. Si se empeña en utilizarlo para fines de diversión, perderá en ello su fortuna” (citado por Laurent Mannoni, “Georges Méliès, alquimista de la luz” en el catálogo de la exposición Georges Méliès. La magia del cine, Obra Social “la Caixa”, Barcelona, 2013, p. 88. Trad. de Mercè Bolló).
2 Gabriel Ramírez, El cine de Griffith, México, Ediciones Era, 1972, p. 26.
3 Before the Nickelodeon: Edwin S. Porter and the Edison Manufacturing Company, University of California Press, 1991.
4Vid. la descripción de los dos circuitos informativos en el melodrama teatral: de los personajes entre sí y de éstos hacia el público, en Julia Przybos, L’Entreprise mélodramatique, París, José Corti, 1987.
5 Vid. La verdad y las formas jurídicas, p. 14. Barcelona, Gedisa, 1980. Trad. Enrique Lynch.
6 André Gaudreault, Du littéraire au filmique. Système du récit, París, Méridiens Klincksieck, 1988, p. 144. La traducción es mía.
7 André Gaudreault, op.cit., p. 145.
8 Vid. El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra, 1986. Trad. Francisco Llinás.
9 Tzvetan Todorov, Les genres du discours, París, Seuil, 1978.
10 Le corps du cinéma. Hypnoses, émotions, animalités, París, P.O.L., 2009, p. 207. Trad. Julián Mateo Ballorca, El cuerpo del cine. Hipnosis, emociones, animalidades. Asociación Shangrila Textos Aparte, col. Contracampo Libros 5. Santander, 2013.
11 El par simpatía/antipatía puede dar lugar a deslizamientos morales inusitados. En Ciudadano Kane (“Citizen Kane”, Orson Welles, 1941) nos resulta más atractivo el poderoso y tiránico protagonista que el pusilánime Leland encarnado por Joseph Cotten, ejemplo intachable de rectitud y honestidad.