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Travesía I

¿Dónde empieza Hollywood?

El talante teleológico-positivista de algunos historiadores podría, tal vez, sentirse afectado por la fecha de arranque elegida (1901) para enhebrar las siguientes reflexiones. Viene a colación aquí evocar una divertida escena de Jonás, que cumplirá 25 años en el año 2000 (Alain Tanner, 1976) donde un profesor universitario en su primer día de clase sacaba, para pasmo de sus alumnos, una ristra de embutidos de la cartera y, tras asestar en ella un certero golpe con el hacha de carnicero que había aparecido, como por arte de magia, en su mano derecha exclamaba: “¡La Historia es como una morcilla!”: una manera gráfica de decir que hacemos significar esa rama del saber según el corte que le apliquemos. Dicho corte no es, en este caso, arbitrario.

El artificio, históricamente datado, que se ha dado en llamar cine de Hollywood, fundamenta sus técnicas persuasivas en la preocupación formal básica de narrar una historia comprensible y sin ambigüedades.1 Para ello “la mayoría de los modelos de desarrollo argumental se basan en gran medida en la manera en que las causas y los efectos provocan un cambio en la situación de un personaje”.2 Es, por tanto, de ese dispositivo del que pretendo hablar y cuya existencia es constatable antes de que la Nestor Company asentara sus lares en aquel barrio de Los Angeles desde octubre de 1911 a abril de 1912, fusionándose —al tiempo que el Titanic se hundía— junto a otros pequeños estudios en lo que acabaría siendo el conglomerado Universal Pictures. Diez años antes, en febrero de 1901, Edwin S. Porter rueda The Finish of Bridget McKeen inspirándose, a su vez, en un film Biograph de junio de 1900 (How Bridget Made the Fire) donde también un ama de casa saltaba en pedazos al explotarle la cocina de petróleo. Porter hace una segunda toma de la tumba de Bridget en la que se inscribe, como epitafio, la circunstancia de su muerte por la acción del keroseno inflamado en la toma anterior. El luctuoso suceso debió encontrar el favor del público en los nacientes nickelodeons porque, en abril de ese mismo año, Porter recrea el mismo tópico argumental en otro film cuya acción describe Noël Burch en estos términos:

Citemos también una pequeña obra maestra de humor negro de Porter, Another Job for the Undertaker, donde el paleto de turno penetra en una habitación de hotel y, al no saber leer, ignora orgullosamente un gran cartel que le recomienda “no soplar el mechero de gas” que ilumina la habitación; por tanto, sopla, se acuesta…y el plano siguiente es un stock shot que muestra un cortejo fúnebre.3

Las relaciones de causalidad están, pues, en la base de la institución hollywoodiense y la preceden históricamente en el tiempo. Si en Porter asistimos al devenir cadáver de Bridget McKeen, en Scorsese (2011) vemos al pequeño Hugo convertirse en mago y continuador de la magia de Georges Méliès. Es como si Hollywood diese las gracias en este film al gran hacedor de efectos especiales cinematográficos cuyas intuiciones en el uso de la continuidad narrativa entre las imágenes de Viaje a la luna (1902) tanto influyeron en el cineasta de Connellsville.

Espejos y trampantojos

Ettore Scola afirma que el cine es un espejo pintado. Le he pedido prestada esta metafórica expresión aplicándola al cine de Hollywood porque es en él donde mejor se concilian los dos elementos que la componen. La llamada Meca del Cine parecería así alinearse con Stendhal cuando decía que la novela era un espejo que se paseaba a lo largo del camino:

El cine de Hollywood se ve a sí mismo como constreñido por reglas que establecen límites rigurosos a la innovación individual: que narrar una historia es la preocupación formal básica…; que el cine de Hollywood pretende ser “realista” tanto en el sentido aristotélico (fidelidad a lo probable) como en el naturalista (fidelidad al hecho histórico); que el cine de Hollywood intenta disimular su artificio por medio de técnicas de continuidad y una narrativa “invisible”; que la película debe ser comprensible y no debe presentar ambigüedades.4

Dicho de otra forma: el clasicismo hollywoodiense sería en todo asimilable a la economía del lenguaje clásico tal y como la define Barthes: la abstracción de las palabras en provecho de las relaciones que éstas instauran.5 Y, hablando de palabras, el lector atento ya habrá percibido que, de forma deliberada, en el segundo párrafo de este texto aparece la palabra artificio. La transparencia enunciativa del clasicismo se consigue mediante una manipulación de las imágenes reveladora de un alto grado de complejidad. El trabajo del crítico debe plantearse la descripción de esas operaciones de sentido mediante las cuales el ojo del espectador se desliza por una pantalla donde dichas imágenes parecen transitar como lo hacen en la realidad: un perfecto isomorfismo entre objeto y expresión que se disfraza con el código, siempre equívoco, de lo natural.

A mediados del pasado siglo, André Bazin hablaba de una suerte de epifanía de la realidad a la que, de alguna forma, tendería el cine desde sus inicios. La profundidad de campo, unida a la utilización del plano-secuencia en Ciudadano Kane, supondría la quintaesencia de la modernidad: Welles, al prescindir del montaje, dejaba elegir (¡democráticamente!) al espectador dónde centrar su mirada en el interior de la imagen.

De esta suerte, el intento de suicidio de Susan Alexander en el film vendría dado por la dialéctica causa-efecto establecida entre el frasco de somníferos, el vaso y la cuchara del primer término del encuadre con el fondo del mismo donde Kane fuerza la puerta de acceso a la habitación. El hecho de que el plano se rodara mediante el procedimiento de la doble exposición, le hace decir a Robert L. Carringer: “La teoría de Bazin es válida, pero la premisa sobre la que se sustenta es errónea: el plano revela a Welles no como un fotógrafo realista sino como un maestro del ilusionismo”.6


El truco que Méliès descubre a comienzos del siglo XX consiste, básicamente en hacer coexistir, en el interior del mismo plano, dos tomas impresionadas en momentos diferentes. El largo uso que el cine institucional ha hecho de él lo convierte, sin duda, en el artificio más específico de dicho cine. Cuando vemos El curioso caso de Benjamin Button nos cuesta pensar que todo el trabajo actoral de Brad Pitt en el film tuvo que hacerse en post-producción, insertando su cabeza de anciano en el lugar, marcado previamente en azul, del cuerpo de un enano que asimilábamos al de Benjamin niño. En unas declaraciones a la prensa acerca de Gravity, Sandra Bullock recordaba las dificultades de un rodaje en el que la mantenían suspendida en el aire mediante unos cables ante la pantalla verde del matte painting; cables que luego serían invisibilizados al agregarse digitalmente en dicha pantalla las imágenes del globo terráqueo y de la estación espacial.

El borrado del efecto en provecho de una homogeneidad —de una continuidad— de las imágenes en movimiento era el horizonte que contemplaban tanto Georges Méliès como Orson Welles, David Fincher y Alfonso Cuarón. El efecto de realidad —y tanto da si ésta transmite un intento de suicidio como el silencio pascaliano de los espacios infinitos— resulta imprescindible historizarlo para dar cuenta cabal de mi propia mirada como crítico.

Del reflejo al proceso

Un espejo pintado es, en definitiva, un espejo manipulado y hablar de esas manipulaciones es, entre otras cosas, el objetivo final de las páginas que siguen. La crítica impresionista se enzarza en interminables glosas temáticas de los films para, al final, concluir con un taxativo juicio de valor que ensalza o condena la película supuestamente analizada o, por el contrario, no se pronuncia al respecto, refugiándose en una suerte de impasible asepsia comunicativa donde el lector nunca sabe algo tan elemental como si la película ha gustado o disgustado al crítico. Para dichos cronistas el film siempre ilustrará la metáfora stendhaliana del espejo paseado a lo largo del camino ante el cual advienen epifánicamente, por simple y pasivo reflejo mimético, los contenidos de un real socializado ubicable en su exterioridad. No voy a insistir mucho en el carácter idealista de tal postura que se centra en la obra como enunciado unívoco y absoluto procedente de un autor más o menos inspirado. De la consideración del film como texto se desprende un punto de vista operativo sobre el mismo que, partiendo de sus específicos sistemas enunciativos, nos revele las articulaciones concretas de su discursividad ideológica. Decir texto es decir, también, tejido diferenciado de relaciones: una estrategia mediante la cual nos aproximamos a esa materialidad de la forma que para Eisenstein es la base estructural misma del arte cinematográfico y plantea un nuevo punto de vista sobre la mimesis clásica entendida como representación de la forma externa del objeto. Según el realizador soviético en La huelga (1924), su primer largometraje, se operaba una auténtica victoria ideológica en el dominio de la forma, no tanto ya centrada en el simple reflejo de unos contenidos revolucionarios, sino en un procedimiento formal correctamente determinado sobre el material histórico que le servía de base. Este desplazamiento epistemológico (del reflejo al proceso) está en la base de las operaciones de análisis textual que en este libro se ofrecen al lector.

El origen de todo ello se encuentra en el texto colectivo que la redacción de Cahiers du Cinéma publicó en el verano de 1970,7 un auténtico manifiesto de referencia obligada para algunos miembros de mi generación que, por aquel entonces, empezábamos a ejercer la crítica cinematográfica. Texto de intervención en torno al productivo debate sobre las relaciones film-ideología que, a la sazón, estaba conmoviendo a diferentes frentes intelectuales (y políticos) desde plataformas tales como Tel Quel, Cinéthique, La Nouvelle Critique y el propio Cahiers, en él se refutaba, implícitamente, la tesis mantenida por Gérard Leblanc unos meses antes (febrero de 1970) en las páginas del número 6 de Cinéthique donde, en síntesis, se decía que por el mero hecho de haber aceptado rodar Citizen Kane en el seno de una Major Company como la R.K.O., el film de Welles reproducía, bajo la máscara del autor-demiurgo, los principios ideológicos sustentadores del capitalismo norteamericano:

No hemos analizado nada si nos conformamos con decir que cada film hollywoodiense confirma y repercute la ideología del capitalismo americano: son las articulaciones precisas (y raramente semejantes de una película a otra) del film y de la ideología lo que es necesario estudiar.8

Crónica de una querella

Emilio Garroni postulaba, en 1972, que la tarea esencial de la semiótica era describir operaciones de sentido.9 Los primeros textos en cuya escritura empiezo a reconocerme durante los años 1975-1980 tratan de encontrar esas articulaciones precisas entre film e ideología subyacentes en el programa teórico del texto de Cahiers. Otra suerte de manifiesto colectivo —redactado en once puntos y cuatro addendas— aparece en el número 9-10 de Cinéthique en 1971. El debate teórico sobre la impresión de realidad en el cine (partiendo de la Revue Internationale de Filmologie y los primeros trabajos de Metz) se complementa aquí con una reflexión histórica sobre las directrices políticas de la actividad artística en la Unión Soviética, de Lenin a Stalin. El texto ocupa la mayor parte de la revista (70 de sus 96 páginas) y se complementa con una entrevista a Julia Kristeva (“Cinéma. Pratique analytique, pratique révolutionnaire”) donde ésta considera las artes (y, entre ellas, el cine) como prácticas significantes en tanto lugares de la contradicción histórica y participación en la historia social, sin caer en reduccionismos ideológicos y en la doble alienación de la subjetividad y el esteticismo narcisista:

Situado en el materialismo histórico y al mismo tiempo en el materialismo dialéctico, el concepto de práctica significante aclara el hecho de que toda práctica social de función ideológica es significante, que las condiciones de la significancia son condiciones sociales y, a la inversa, las condiciones y las funciones sociales (ideológicas) tienen como otra escena la producción de la significancia. De esta forma el materialismo histórico se abre a aquello que omite cuando se dogmatiza, a saber: la lógica dialéctica.10

Dice Kristeva al principio de la entrevista que, así como el materialismo histórico ha definido la ideología como una instancia determinada por la economía, no existe una teoría marxista de las ideologías más allá de la intuición de Friedrich Engels que la entiende como una falsa consciencia, un discurso legitimador del poder donde se naturaliza la estructura de clases. Por ello saluda con alborozo el importante trabajo de Louis Althusser de reciente publicación (junio 1970) en el nº 151 de La Pensée: “Idéologie et appareils idéologiques d’État (Notes pour une recherche)”. La definición que en él se da de ideología como “representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia”,11 fue clave para marcar el punto de inflexión en la crítica cinematográfica marxista y permitir, en sus propios términos, una hibridación, hasta entonces no prevista, entre marxismo y psicoanálisis freudo-lacaniano. Bien es verdad que, en esa aprehensión materialista de la forma, muchos caímos en simplificaciones escolares según las cuales el compromiso revolucionario del film se medía por el mayor grado de deconstrucción de sus efectos de puesta en escena. Y la imagen-fetiche del procedimiento era, cómo no, la de Eve Democracy (Anne Wiazemsky) de One+One (Jean-Luc Godard, 1968) alzada por la grúa donde estaba ubicada la cámara entre una bandera roja y una negra, volando por encima de la playa británica de Cambert Sands. Antoine de Baecque, en su monumental biografía del cineasta, no duda en titular el capítulo sobre el film “Sous les Stones, la plage”12 jugando con el significante del grupo musical protagonista del film y el más célebre slogan del Mayo francés. La parodia final del rodaje de una película concluía con el asesinato de la democracia occidental a manos de la guerrilla del Black Panther Party, “la alegoría blanca víctima del poder negro”.13

En los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo se libra, pues, una batalla que escinde en varios frentes el campo de la crítica cinematográfica francesa. El debate en torno a la impresión de realidad en cine radicaliza las posiciones ideológico-políticas de los contendientes. La serie de artículos que, bajo el título genérico de “Cinéma et idéologie” Jean-Patrick Lebel publica en cuatro números de La Nouvelle Critique a lo largo de 197014 será, a su vez, debatida por otra titulada “Technique et idéologie” que Cahiers empieza a publicar en 1971. Pese a su carácter inconcluso —el último texto aparece en el número 241 de la revista (septiembre-octubre 1972) con la incumplida promesa de su nota final: À suivre— constituye el único intento que conozco de sentar las bases para una historia del cine desde las categorías del materialismo dialéctico. La distancia ideológico-política con Lebel— La Nouvelle Critique representaba en la época los intereses del Partido Comunista Francés en el ámbito de la cultura —se pondrá de manifiesto en octubre de 1971 cuando la parte más influyente de la revista dé un giro hacia el marxismo-leninismo de inspiración maoísta.15

En tan frondoso contexto, la publicación en el número 122 de Positif (diciembre 1970) del largo artículo (pp. 7-26) de Robert Benayoun “Les enfants du paradigme” es todo un síntoma de hasta qué punto los nuevos vientos teóricos podían sacudir los cimientos, al parecer inamovibles, del edificio crítico establecido. Excelente escritor, Benayoun elabora un texto donde su brillantez estilística no logra, empero, disimular la indigencia del razonamiento: entre insultos, ironías y desacreditaciones sumarias, el artículo puede ilustrar a la perfección lo dicho por Garroni en la ya mencionada introducción a su Proyecto de semiótica:

En suma, la crónica reciente parece llevarnos a una coincidencia interesante: la de que la desconfianza hacia el enfoque semiótico, de hecho va acompañada de la desconfianza hacia lo que no es obvio, hacia todo lo que no puede ser reducido a una fruición automática y simplista, a una dimensión de tradicional “buen sentido” —al menos en lo que se refiere a las condiciones formales de la fruición. Llegados a este punto, nos preguntamos si realmente es necesario distinguir la doble desconfianza de los “revolucionarios” más cándidos e intransigentes, que a pesar de todo son dignos de respeto, de la de aquellos otros reaccionarios o “revolucionarios” anticuados, que se hace pasar bajo la cubierta de la “comunicabilidad” o de la “popularidad” de la obra de arte, y en particular del cine, nociones fetiches a las que siempre va unida la burla más descarada hacia las teorizaciones e instrumentaciones semióticas. (20)

Ciertamente, la muy crispada confrontación que la crítica semiótica mantuvo entre nosotros con los detentadores de cierto impresionismo basado en la glosa del film y la valoración temática de contenidos no dio lugar a tales, sutiles distinciones. Y las posiciones ideológicas de la izquierda oficial tendían al ensimismamiento del comisariado cultural estalinista, siempre en actitud defensiva por si alguien quería robarle ciertas intangibles esencias “revolucionarias”. Nunca se creyó ni se entendió bien que los instrumentos utilizados por la nueva crítica supusieran una forma eficaz de hacer frente a la represión. Aferrarse a que la contradicción principal era siempre el franquismo legitimaba las actitudes intolerantes y simplistas. El problema de fondo seguía siendo político.

Enfrentamientos y expulsiones

Evocar aquí el nacimiento y posterior desarrollo de nuevas prácticas críticas en el terreno de la reflexión cinematográfica durante los últimos años del franquismo supone hacer el sumario de un itinerario de exclusiones y rechazos. Doy cuenta, pues, de las fuentes de donde mana mi propia escritura en este terreno como el que vuelve a sus orígenes identitarios. Tal y como ahora lo recuerdo, al principio de todo están los artículos de cine, escondidos entre las páginas de la madrileña revista literaria Ínsula, que Julio Pérez Perucha publica desde octubre de 1970 a agosto de 1974. Se detectan aquí las bases de una aproximación materialista de clase al hecho cinematográfico, en toda su amplitud productiva y significante. Eran textos de una gran densidad conceptual, alejados por igual tanto del descriptivismo impresionista dominante como de las estrictas valoraciones temáticas de los films.

La exclusión de la firma de Pérez Perucha de Ínsula antecede, en unos meses a la mía propia y de Vicente Hernández Esteve (“Pau Esteve”) (1951-2008) de la valenciana Cartelera Turia. Al colega madrileño, la dirección de la revista le reprochaba la longitud y el carácter excesivamente técnico de sus escritos y le exigía reducirlos a la extensión de una gacetilla, en la mejor tradición periodística al uso que asimila dicho formato a la escueta descripción de contenidos. Los míos y los de Pau parecían atentar contra cierta doxa ideológico-política de la izquierda oficial, nunca bien explicitada como tal. Aunque la acusación de formalismo —tan letal, como se sabe, en los procesos de Moscú de los años 1936-38— no llegó a pronunciarse, el nombre de Stalin sí salió a relucir a la hora de expulsarnos del semanario en diciembre de 1974. No mejor suerte corrió el colectivo crítico Marta Hernández que, junto a Javier Maqua, tuvo una presencia efímera y lagunar con su sección “Los mecanismos comunicativos del cine de todos los días” en la madrileña revista Comunicación XXI por los mismos años. Tanto en el caso de este colectivo como en el de F. Creixells en las revistas barcelonesas Destino y Telexpress que agrupó, entre otros, a Félix Fanés, Gustavo Hernández y Ramón Herreros, se movió Pérez Perucha. Su capacidad aglutinadora y de convocatoria le llevó a hablar de la existencia de un Nuevo Frente Crítico que debería emprender la tarea de escribir una Historia del Cine Español donde se aunara tanto el análisis semiótico-textual de los films como el de su específico sistema de producción. Obstáculos editoriales y de todo tipo hicieron que el proyecto nunca se llevara a término. El último episodio de esta cadena de exclusiones lo vivimos Julio Pérez Perucha, actual Presidente de la Asociación Española de Historiadores del Cine y yo cuando la guía del ocio valenciana Qué y Dónde prescindió de nosotros, tras haber sido los titulares de la sección de crítica cinematográfica durante el año 1977-78. Si bien nuestros textos se inscribían en los límites espaciales de la gacetilla (un par de folios por reseña) los contenidos eran analíticos y no descriptivos, totalmente ajenos a los rumbos dominantes de la banalidad que parece regir, necesariamente, en este tipo de publicaciones. La nuestra fue una experiencia singular que aún hoy seguimos evocando positivamente en el tiempo que ésta duró.

El arco temporal que abarca la revista Contracampo en sus cuarenta y dos números publicados entre abril de 1979 y el otoño de 1987 supuso, para mí, la posibilidad de integrarme en un equipo donde se recogían y canalizaban operativamente algunos de los planteamientos básicos del debate que aquí he tratado de sintetizar. Su director, Francisco Llinás (1945-2011) —que había formado parte de la redacción de Nuestro Cine en su última etapa, integrándose posteriormente en el colectivo Marta Hernández— dio vía libre, tanto a estudios del “hecho cinematográfico a partir del análisis de sus elementos materiales (el propio film, la industria, etc.)” (vid. editorial del primer número) como a estudios sobre el Aparato Cinematográfico Español donde se valoraban las propuestas formales y discursivas radicales de algunos cineastas emergentes —Paulino Viota (Con uñas y dientes, 1977), Manuel Gutiérrez Aragón (El corazón del bosque, 1979)— frente al autoral y obsoleto academicismo de Carlos Saura (Mamá cumple cien años, 1979). Asier Aranzubia Cob en su introducción a la antología de textos de la revista16 ha sabido ver, por ejemplo, cómo la atención en ella prestada al cine pornográfico sirve “…para demostrar, en suma, algo tan obvio— pero a juzgar por el grueso de las críticas de entonces (y algunas de las de ahora) no del todo asumido por la crítica española-, algo tan obvio, decía, como que el sentido último de los films no reside en el argumento”.17 En mi artículo “El dispositivo pornográfico: bases para un análisis” publicado en el número cinco de la revista (septiembre 1979), intenté demostrar dicha obviedad. Acierta también Aranzubia a la hora de explicitar cuál es el gesto analítico configurador de los textos de Contracampo:

En abierta pugna con esa cada vez más abundante pléyade de cinéfilos empeñados en “convertir a cierto cine clásico en una auténtica iglesia, con sus profetas, sus herejes, sus anatemas y sus dogmas” (núm. 23, p. 10), la redacción de Contracampo se enfrenta a los textos concretos tratando en todo momento de ir un poco más allá de esos “análisis temáticos de enunciados” (núm. 23, p. 60) que se prodigan por doquier y que, a fin de cuentas, poco o nada dicen de la película en cuestión. De lo que se trata es, simple y llanamente, de interrogar a las películas sin los anteojos del cliché, tratando además de aplicar —en algunos casos (esto suele depender del crítico) y en la medida de lo posible (sin forzar demasiado los textos)— ese nuevo instrumental metodológico que, como ya apunté en su momento, encuentra en la semiótica su principal fuente de abastecimiento conceptual.18

Que dicho gesto tiene una, también obvia, dimensión política de izquierda lo demuestra la transcripción de la mesa redonda donde se estudiaba el intento de golpe de Estado del teniente coronel Tejero como fenómeno mediático publicada en el número 20 de la revista (marzo 1981). El análisis llevado a cabo por Gonzalo Abril, Francisco Llinás, Jesús González Requena, Bernabé Sarabia y José Luis Téllez de la retransmisión televisiva de la irrupción de Tejero y sus doscientos guardias civiles en las Cortes sigue siendo en la actualidad un modelo de cómo la perspectiva política, al decir de Jameson, es el horizonte absoluto de todas las lecturas y todas las interpretaciones.

Es en el siguiente número de la revista, en un breve texto de presentación del díptico dedicado a analizar dos penúltimas películas —Hardly Working (Jerry Lewis, 1980) y Fedora (Billy Wilder, 1977)— titulado “El retorno de los clásicos” donde Francisco Llinás hace, con las palabras más bellas y contundentes que jamás escribiera, un lúcido diagnóstico del panorama mediático de comienzos de los ochenta que sigue siendo, por desgracia, aplicable al momento actual19:

Los que hacemos Contracampo tenemos la honra de pertenecer a aquella generación que, nacida bajo el fascismo, fue amamantada a sus pechos y hubo de combatirlo en su propio lar y guarida; ser antifascista fue así un modo de descubrirnos y conocernos y aprender nuestras limitaciones a través de nuestra propia derrota. Pero el nuestro fue un fascismo de estatuas y basílicas, de granito y cañones. Las gentes que nos sucedan habrán de enfrentarse —si gustan de ello— a otro fascismo más difícil, hecho de histeria e institucionalización cotidiana de lo banal. Los que ahora pasamos la treintena somos los últimos testigos de la agonía de un mundo en que aún existieron la belleza y el rigor. Hoy, cuando el poder es más feroz que nunca, pues la derecha asume la crispada carátula de la trivialidad, cuando la nadería y el mero gesto yermo se bautizan como democracia, apostar por el arte, por la antigua hermosura trabajada y compleja, es sin duda entonar un himno de batalla. El antiguo relato es ya imposible; el verso subversivo. Reclamar hoy el rigor en el arte es como otrora exigir justicia al Tribunal de Orden Público. Cuando la consigna del presente parece ser el “viva la bagatela” de los modernistas, el fascismo transmuta su apariencia en la risa feroz de lo ramplón y el rubio desteñido de los Ángeles de Charlie.

Comprenderá el lector a estas alturas que reivindiquemos hasta la agonía ciertas películas que, como Fedora, de Billy Wilder, o Trabajando duro (que tal es su verdadero y harto significativo título), de Jerry Lewis,20 son los últimos ejemplos de un arte hoy bien difícil, frontalmente enfrentado con la estulticia obligatoria y estatal que se nos impone en las pantallas y las comisarías.

Pues no vale negarlo: el cine clásico fue esencialmente un arte liberal y demócrata, el arte de un parlamentarismo en que, aun coexistiendo posiciones políticas y estéticas encontradas, podía —con sus limitaciones— respirarse un perfume constitucional y librepensador. De ahí que, en la situación de fascismo general y ubicuo que se atraviesa, películas como éstas sean productos incómodos y difíciles, indigeribles para gacetilleros y públicos afectos al gusto dominante. Jerry Lewis fue condenado a diez años de silencio hasta realizar esta pieza maestra, cuya escasa acogida le augura —nos tememos— un nuevo período de mutismo. Por su parte, Fedora es una producción alemana, condición que nos exime de todo comentario acerca de su viabilidad en la industria yanki. Ambas obras aparecen así como verdaderos monumentos de resistencia, ante los que no podemos por menos de expresar nuestra admiración y solidaridad más estentóreas.

Más de treinta años después, en el contexto histórico de la época que nos ha tocado vivir, las palabras de Llinás encuentran adecuada prolongación en el libro de Antonio Méndez Rubio La desaparición del exterior. Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad (Zaragoza, Ed. Eclipsados, 2012) donde el autor hace una llamada a la “urgencia de la crítica y la lucha (en la teoría y la práctica) no como una lucha contra las supuestas perversiones de la democracia sino, más bien, contra una renovada y legalizada forma de fascismo histórico” (p. 23). Ya en el propio título del libro se alude justamente al “gaseado letal y legal” (p. 25) de las conciencias característico de nuestros días.

Hoy

Por seguir aplicando la conceptualización de Llinás al momento actual, hoy los políticos gobernantes me parecen de una aflictiva banalidad en su intento de mantener una máscara incólume que disimule sus verdaderos intereses: nutrir el insaciable apetito de la economía de mercado a partir de posiciones neoliberales. Desde el poder se fomenta esa sociedad de la ignorancia y de la “infoxicación” como tan lúcidamente describe Antoni Brey, en afortunado neologismo, nuestro mundo hiperconectado.21 Se me antoja que el relativismo postmoderno en el que andamos sumidos y según el cual la lectura de un film empieza y acaba exclusivamente en su mera fruición de espectáculo obtura, entre otras cosas, la posibilidad de pensar por uno mismo, haciéndonos asentir a una lógica del mercado cuyo destino final nos obliga a adoptar, en el mejor de los casos, la moral del sometido, del esclavo ante el discurso de un amo que le arrebata todo, empezando por su saber. Para pensar la ética es necesario hacerlo desde la filología, decía Nietzsche en La genealogía de la moral (1887). Discernir el actual plebeyismo democrático, cuestionado por el filósofo en su obra, sería reafirmar una determinada noción de valor materializada en un gesto crítico que fuera más allá del consumo indiscriminado de mercaderías audiovisuales.22

Cabe preguntarse, pues, cuál sería el tipo de crítica que debemos esgrimir frente a tal máquina de cosas. Hago mías aquí las palabras de Manuel Asensi en su último libro donde postula una crítica que ejerciera un sistemático sabotaje de los discursos hegemónicos:

El concepto de “critica” que propongo…tiene que ver con la crítica como desacuerdo y disidencia, con esa virtud que consiste, según Foucault, en “el arte de no ser gobernado o incluso el arte de no ser gobernado de esa forma y a ese precio”…una práctica definida…una virtud que consiste en no ser obediente de forma acrítica a la autoridad (Foucault), a una práctica material (Adorno), a un entrelazamiento del trabajo teórico y el proceso vital de una sociedad (Horkheimer)… la crítica solo podrá manifestar una verdadera resistencia a la autoridad represiva cuando se haga cargo de los modos “discursivos” que conforman nuestra manera de percibir el mundo.23

En otro momento de su libro, Asensi plantea que “la crítica como sabotaje adopta el punto de vista del subalterno”.24 No podía ser de otro modo en un mundo como el nuestro, donde la omnipresencia del mercado y sus valores sirve para enmascarar la salvaje opresión del capitalismo y sus estrategias sobre los ciudadanos de a pie.

Por uno de esos avatares académicos del mundo universitario, durante la redacción de este prólogo ha caído en mis manos una tesis doctoral que prolonga y amplía, con nuevos instrumentos, las inquietudes que están en el origen, más de cuarenta años atrás, de mi práctica crítica.25 La tesis explora en detalle la relación que se establece entre el discurso del poder y la emergencia de lo reprimido en el cine de terror, analizando la dimensión ideológica de dicho cine en un momento histórico que va desde el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York al estallido de la actual crisis financiera. En el extremo opuesto del impresionismo crítico y el relativismo postmoderno, caballos de batalla del neoliberalismo más reaccionario y conformista, el autor toma partido por una estrategia textual deconstructora donde, parafraseando a Gramsci, el viejo mundo muere pero el mundo nuevo sigue sin nacer y, durante este claroscuro, surgen los monstruos. El correlato que el filósofo marxista de Cagliari establecía entre monstruosidad y fascismo es perfectamente homologable con la situación política actual donde la dictadura económica de los mercados enmascara las diferencias de clase y la superficialiad cinematográfica y massmediática es la mejor adormidera para los oprimidos. Pérez Ochando manifiesta una singular agudeza a la hora de definir cuál es el papel de la crítica en el momento actual:

A menudo escuchamos apologías de la cultura tan torpes como sonrojantes. El arte y la cultura, se nos dice, nos aportan una experiencia casi trascendente, nos hacen humanos, nos distinguen de los animales. Sin embargo, hay arte más allá del aura o de la fe, el arte que conforma nuestra cotidianeidad, la cultura en la que basamos nuestro día a día. El verdadero objetivo de la hegemonía ideológica no es sino controlar esa cultura y no le importa, para lograrlo, comprar periódicos, privatizar televisiones, encarecer el cine, cerrar los museos, cobrar en las bibliotecas, analfabetizar las escuelas, desnutrir la investigación, burocratizar las universidades, destruir, en definitiva, cualquier lugar de resistencia a la hegemonía cultural. Todavía necesitamos un arte nuevo, una nueva forma de concebir las relaciones entre nosotros y con nuestro entorno, nuevos mitos que reemplacen a los que se han adueñado de nuestra imaginación; pero antes debemos comprender cómo funciona y qué nos dice esa cultura en la que vivimos todavía. Es aquí donde la labor crítica e interpretativa juega su papel más importante.26

Quizá la ultima ratio del discurso de Pérez Ochando sea desentrañar, en todas sus connotaciones aquella viñeta de El Roto, también testigo esclarecido de nuestro tiempo, donde, a través de la megafonía de la sala de espera de un aeropuerto, alguien se dirigía así a los viajeros: “Por su propia seguridad, permanezcan asustados”. El horizonte cognoscitivo del trabajo es demostrar de qué manera el cine de terror puede ayudarnos a comprender mejor nuestros miedos y el lugar histórico y psicológico del que proceden.

El empeño de este prólogo ha sido dar cuenta de los orígenes históricos y epistemológicos de mi práctica como crítico cinematográfico y de cómo dicha práctica se inserta en el cuadro general de renovación de la crítica en los últimos años del franquismo y cuya cartografía he intentado diseñar en el epígrafe anterior. Es un pórtico que se abre a algunos ejemplos de esa práctica. He querido ofrecer una suerte de lectura circular de los catorce textos que constituyen el corpus del libro, de forma que el primero (“Instancias de la letra en la imagen”) de la primera sección remita al último de la tercera (“El corazón del cine”) y viceversa, en un trayecto de ida y vuelta: de los orígenes de la narración cinematográfica (Porter y Griffith) a la figura de uno de sus artífices (Méliès) homenajeado por la industria que él contribuyó a crear y fue la causa de su ruina. En el medio se encuentran dos reflexiones en torno al cine de géneros, quizá la imagen más reconocible del Hollywood clásico: el melodrama y el fantástico. La segunda travesía ofrece, a modo de epílogo, mi propia determinación subjetiva ante el cine y cómo respondo, mediante la escritura, ante las formas con las que éste me interpela valiéndome del saber, teórico y práctico, que el psicoanálisis otorga. Si de ahí se desprende o no una cierta verdad del sujeto histórico que soy, eso queda a juicio del lector.

Valencia, 27 octubre 2013

1 David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson, El cine clásico de Hollywood. Estilo cinematográfico y modo de producción hasta 1960, Barcelona, Paidós, 1997, p. 3. Trad. Eduardo Iriarte y Josetxo Cerdán.

2 David Bordwell y Kristin Thompson, El arte cinematográfico. Una introducción, Barcelona, Paidós, 1995, p. 73. Trad. Yolanda Fontal Rueda.

3 El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra, 1987, p. 129. Trad. Francisco Llinás.

4 David Bordwell et alt., El cine clásico de Hollywood, p. 3.

5 Roland Barthes, El grado cero de la escritura seguido de nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973, p. 49. Trad. de Nicolás Rosa.

6 Robert L. Carringer, Cómo se hizo Ciudadano Kane, Barcelona, Ultramar, 1987, p. 103. Trad. Juan Conejo.

7Young Mr. Lincoln de John Ford”, Cahiers du Cinéma, nº 223, París, agosto-septiembre 1970, pp. 29-47.

8 Ibid., p. 31. La traducción es mía.

9 E. Garroni, Proyecto de semiótica, Barcelona, Gustavo Gili, 1975. Trad. castellana de Francisco Serra Cantarell. En su introducción (“Algunas justificaciones no técnicas de un enfoque semiótico”) el autor, en forma muy didáctica, clarificaba las intenciones de su libro a partir de los conceptos de comunicabilidad y popularidad, identificando antivanguardismo con antisemioticismo y la tradición de una crítica cuyo único horizonte fuese la fruición inmediata/ intuitiva de la obra de arte. El texto fue lectura obligada durante varios cursos académicos en la asignatura Crítica Literaria II, común a los estudiantes de todas las filologías, que el profesor Vicente Hernández Esteve y yo impartíamos en la Facultat de Filologia de la Universitat de València.

10 Cinéthique, nº 9-10, Paris, s.f., p. 74. La traducción es mía, las cursivas de la autora.

11 Cito por la traducción de Albert Rois i Qui en Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos del Estado (Notas para una investigación)”, Escritos, Barcelona, Laia, 1974, p. 144.

12 Antoine de Baecque, Godard. Biographie, Paris, Bernard Grasset, 2010, p. 432.

13 Ibid., p. 435.

14 Reunidos en libro con ese mismo título al año siguiente, la traducción argentina de Julio Crespo (Cine e ideología, Buenos Aires, Granica, 1973) circuló ampliamente entre nosotros.

15 El lector que desee obtener una detallada información sobre estos aspectos debe consultar el capítulo “Communisme, telquélisme, maoïsme, ou l’empreinte des passions politiques” en el tomo II de la obra de Antoine de Baecque Les Cahiers du cinéma. Histoire d’une revue, pp. 238-247, publicada por la editorial de la revista en 1991.Los artículos de Comolli se encuentran en el libro Cine contra espectáculo seguido de Técnica e ideología (1971-1972), Buenos Aires, Manantial, 2010. Trad. Horacio Pons.

16 Jenaro Talens y Santos Zunzunegui, eds, Contracampo. Ensayos sobre teoría e historia del cine, Madrid, Cátedra, 2007.

17 Op. cit., p. 34.

18 Ibid., p. 33.

19 Este texto no aparece en la antología de Cátedra, pero sí los artículos que componían el díptico: el de Fedora (“La muerte de lo mismo”), redactado por Jesús González Requena y el de Hardly Working (“Más dura será la caída), a cargo del propio Llinás. Siempre que evoco en mi memoria a Paco, recuerdo estas palabras y su inserción aquí tiene el carácter del homenaje póstumo que no pude (ni supe) expresar en su momento.

20 El film se estrenó en España con el título de Dale fuerte, Jerry.

21 Antoni Brey, Daniel Inneranity y Gonçal Mayo, La sociedad de la ignorancia y otros ensayos, Zero Factory, Barcelona, 2009. Prólogo de Eudald Carbonell.

22 Viene aquí a cuento evocar una anécdota acontecida en el coloquio que sucedió a la proyección de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) en un ciclo que programé en el Museo Nacional de la Ciencia y la Tecnología (MNCT) de Madrid en 2006, con motivo de la celebración del 150 aniversario del nacimiento de Freud. Estaban presentes en la sala Julio Pérez Perucha y el psicoanalista y pensador lacaniano Jorge Alemán. Un joven espectador nos increpó desde su butaca: ¿por qué le dábamos tantas vueltas a una película cuya única razón de ser era la de entretener un par de horas a la audiencia, sin mayores pretensiones ni alharacas y que, en ese sentido, cualquier cosa que se dijera sobre la película podía pasar por buena en su inanidad? Después de unos minutos de silencio, el actual director de la AEHC se le quedó mirando, circunspecto, y le espetó: “No sabía que estuvieras a favor de la ablación del clítoris”. La cara que puso el joven se ha quedado impresionada en mi retina para siempre. Los excesos de la pasión por la ignorancia pueden llevar al esclavo hegeliano a ser carne de cañón del fascismo.

23 Manuel Asensi, Crítica y sabotaje, Barcelona, Anthropos, 2011, pp. 10-11.

24 Ibid., p. 83.

25 Luis Pérez Ochando, La ideología del miedo: el cine de terror estadounidense, 2001-2011. Tesis doctoral inédita. Universitat de València, 2013.

26 Op. cit., p. 112.

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