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14/02/2008
«Medio kilo de pan, dos cebollas, un morrón rojo».
«Medio kilo de pan, dos cebollas, un morrón rojo».
«Medio kilo de pan, dos cebollas, un morrón rojo».
No, no creo que sea tan difícil. No puedo equivocarme. No le voy a fallar a mamá.
No es la primera vez que hago las compras, pero sí la primera vez que las hago sin anotar. Creo que ya estoy grande para eso. No puedo equivocarme si voy repitiendo durante todo el camino lo que tengo que comprar.
—Hola, Perrito…, muy bien, Perrito. No, no me pases la lengua.
Él es Manchas, pero yo siempre lo llamo Perrito. Siempre lo dejan suelto. Es un perro mestizo muy juguetón. Nos conocemos bastante bien desde hace dos años. No, no estoy loco. Obvio que el perro no me contesta; sería muy divertido, pero no lo hace. A los perros hay que hablarles y yo lo hago. Aunque no con todos. Manchas es el perro de mi mejor amigo, Alejandro.
El almacén de don Tito no está tan lejos, solo a tres cuadras de mi casa. Dos cuadras derecho, luego cruzo la calle y doblo en la esquina.
¡Listo! No fue tan difícil. No lo anoté y aún lo recuerdo.
A don Tito se le dibuja una sonrisa al verme y exclama con alegría:
—Juan, ¡otra vez aquí! Dios mío, este chico… ¿Por qué no te anotás?
—Esta vez es la última. No me voy a olvidar de nada —digo serio y firme.
El almacén de don Tito es el más grande del barrio, el más querido del pueblo. Setenta años…, me pregunto cómo será mi vida a esa edad. Cómo serán mis arrugas. En fin, no puedo distraerme. La verdad es que hoy ya es el tercer intento de comprar sin anotar y siempre me olvido algo. Perrito siempre me distrae. Ahora ya solo me quedan tres cosas. Espero que sea la última.
—¡Juan! Y bien, ¿qué vas a llevar?
—Ah, sí, perdón. Bueno, deme medio kilo de pan.
—Enseguida…, aquí tienes, panecillos de los más ricos.
¡Ja! Qué simpático. Pero ¡cuánta razón!, el pan de don Tito es en verdad muy rico.
—¡Juan! ¿Algo más?
—Sí, sí, dos cebollas.
—Marchen dos cebollas… ¿Algo más?
—Una zanahoria roja… ¡No!, una zanahoria grande.
—Muy bien…, son diez pesos.
Perfecto. Don Tito me da todo lo que le compré y yo le pago con un billete. Ahora puedo volver. ¡Ahora sí!
—Hasta mañana, don.
—Juan, no te vayas. Tengo algo que preguntarte —dice casi susurrando.
Don Tito me llama en voz baja y mirando hacia ambos lados para asegurarse de que nadie lo oiga. Quiere decirme algo o quizás solo darme algunos caramelos, siempre lo hace. Me acerco a él, pero muy despacio. Su tono es muy distinto al de todos los días. Parece tener intenciones de contarme un secreto. Su cara de sospecha me intriga demasiado.
—Juan, ¿tu papá está en tu casa?
—No, todavía no llegó. ¿Por qué pregunta?
Me está asustando. Apenas pude oír su voz. Luego de preguntar por mi papá, él sale de atrás del mostrador y se acerca aun mucho más a mí. Se agacha y, con una mano, me sujeta la ropa. Me entrega un papel que tenía en su otra mano y me habla al oído.
—Quiero que le des esto a tu mamá… Shhh…, no digas nada. Solo dile a tu mamá que no dude en llamarme. Puedo llegar más rápido que cualquiera. Tenemos que ponerle un fin…, ¡corre!
¿Corre? Esa palabra parece haber activado un interruptor en mí. Comienzo a correr lo más rápido posible. De hecho, aún sigo corriendo. Quiero llegar rápido a casa y darle el mensaje a mi mamá. Increíble, ese viejo sí que sabe asustar niños. Al menos, correr hizo que llegara más rápido a mi casa. Ya solo estoy a unos metros y...
—Perrito, ¡no!... ¡Ay! ¡Uy!... ¡Ay, Perrito!
Mi rodilla…
Mi mano…
¡El pan!
Todo el pan en el suelo. No pude ver al perro de mi amigo cuando se atravesó en el camino.
—Perrito, vaya para su casa, vamos.
Solo espero que mamá no se dé cuenta de que todo el pan acaba de tocar el suelo. Por suerte, la bolsa no sufrió daños. Recojo todo el pan y pienso que es mejor no seguir corriendo. No podría aunque quisiera.
Llego a casa y busco a mi mamá. Tengo que entregarle todo lo que le compré. Y el papel, claro. Por poco creyeron que me iba a olvidar. Mamá está en su cuarto. Ingreso sin golpear la puerta y puedo ver cómo rápidamente seca sus lágrimas. Estaba llorando. Me acerco a ella dando pequeños pasos y le pregunto por qué llora. No responde, no me dice nada. Insisto.
—Aún te duele, ¿cierto? Vi cómo te golpeó el otro día. ¿Es por mi culpa?... Yo solo hice lo que vos me dijiste. ¿Nunca me va a perdonar?... Mami...
—No, hijo. No es por tu culpa. No lo es.
Mi mamá ya no puede ocultar sus lágrimas. Sigue llorando e intento calmarla.
—Mirá, mami, ahora ya no me olvidé de nada. Tengo todo: cebolla, pan y zanahoria.
Como si le hubiera contado un chiste, ella comienza a reír. Yo no entiendo de qué se ríe, pero ya empieza a fastidiarme. Ella lo nota en mi rostro y me dice, tratando de estar seria:
—Ay, Juan, me hacés reír, hijo. No era zanahoria…, era morrón. No importa, ya está. Usaré zanahorias.
—Casi se me olvida: don Tito me dio este papel. Dijo que no dudes en llamarlo.
Nuevamente mi mamá se pone seria, agarra el papel, lo guarda y me agradece.
Ambos salimos de la habitación y nos dirigimos al living. Mamá observa la hora en su celular y luego me mira.
—Tu papá ya tendría que estar acá —me dice preocupada. Luego se dirige a la cocina y comienza a preparar la cena.
Mientras mamá cocina, yo juego a los videojuegos. Las horas pasan y yo sigo jugando. La comida ya está casi lista y mi papá aún no llega. Resignada después de hacer varios intentos para comunicarse con él, mi mamá comienza a poner la mesa. Yo sigo jugando, sé que esta paz no durará mucho tiempo.
Al fin llega mi padre. Grita y golpea la puerta. Mi mamá no tarda demasiado en abrir. ¿Para qué? Otro día más que no llega de buen humor. Él nunca saluda cuando llega a estas horas. Grita, insulta, mira con desprecio la comida que preparó mi mamá. No importa qué cocine, él siempre le pide otra cosa. Desde el living puedo verlo en la cocina, aún sigue con su uniforme y el arma en la cintura. Le gusta sentirse poderoso. Golpear a mamá lo hace más fuerte. Al menos, eso es lo que él cree. Cada golpe que le da a mi mamá es un paso más que se aleja de mí. Mientras sigo jugando con los videojuegos, puedo escuchar cómo mi mamá le recrimina la hora a la que llegó. Él solo le pide que cocine otra cosa.
—Si te llamo tantas veces y te dejo mensajes no es porque te quiera en la casa, sino porque me preocupa que te haya pasado algo —le dice mi madre.
Él le escupe el rostro y le grita:
—¡Si me llamás y me dejás mensajes es para saber a qué hora llego y poder pasar más tiempo con el otro!
—No sabés lo que decís... ¡Borracho!
—¡PUTA!
Mi mamá no lo tolera, esta vez no. Al instante, le da una cachetada y sigue la pelea.
—¿Para qué te quedaste? ¿Por qué no te vas? —le dice ella.
Mi papá aguanta la cachetada, pero la pelea acaba de comenzar. Puedo ver cómo la sujeta del cuello y le dice, en voz baja, acercándose a su oído:
—¿Para qué? ¿Para que ustedes dos se queden con la casa?
Desde el living, puedo ver y escuchar. Mi papá comienza a golpearla y, aunque ella intenta defenderse, nada puede hacer. Yo tampoco hago nada. Subo el volumen del televisor para ya no escuchar sus gritos, sus golpes. Estoy acostumbrado, no es la primera vez y sé que no será la última.
«Hoy puede ser la última».
Esa voz en mi cabeza. La ignoro, subo aun más el volumen y eso hace que mi padre se moleste.
—¡Juan! ¡Bajá eso ya! —grita desde la cocina.
«No, Juan. Hoy se termina».
—¡Te dije que bajes esa mierda! —vuelve a gritar en un tono más elevado.
Luego de escuchar su grito, puedo ver cómo rápidamente se acerca a mí y me da un golpe. Los mismos golpes que me viene dando desde hace dos años. Intento contestarle, pero, otra vez, esa voz en mi cabeza: «No, Juan, paciencia».
Alejandro, mi amigo. ¿Qué quiere que haga? Siempre está conmigo, siempre está en mi mente.
Mi padre vuelve a la cocina y sigue golpeando a mi mamá.
«Ahora, Juan».
No deja de golpearla, su puño se hunde en su rostro.
«Ahora…, es ahora».
Un charco de sangre se forma en la cocina; mi padre no deja de golpearla. La sangre salpica mi cara, él no se detiene.
«Juan…, hoy tiene que terminar».
Ya no lo soporto, no puedo aguantar más.
—¡Ya basta!
Corro del living a la cocina y le doy un fuerte empujón a mi padre. Al caer él, también cayó su arma y no dudo en agarrarla. Mi cabeza está a punto de estallar.
Hoy se termina.
—Perdón, pa...
Sin vacilar, doy tres disparos en su pecho. Fue hermoso, fue placentero. Mi madre no dice nada, yo me acerco a ella y le entrego el arma. Sin emitir palabra, camino hacia el living y vuelvo a jugar con mis juegos. Hoy terminé algo que dejé que durara demasiado tiempo. Pero la voz en mi cabeza no siente lo mismo…
«Lo hicimos…, hoy comienza un nuevo día, hoy nace un nuevo Juan».
La policía no tardó en llegar. Todo es un desastre, hay sangre por todos lados. Mi mamá sigue arrodillada con el arma en su mano, no deja de llorar. Los oficiales comienzan a llamar y a golpear la puerta. Al no recibir respuesta de nuestra parte, uno de ellos la abre de una patada. Al ingresar, no pueden creer la escena: un hombre uniformado en el suelo, bañado en sangre; una mujer con el rostro desfigurado, arrodillada, temblando y con un arma en la mano, y un niño de diez años jugando videojuegos. Uno de los oficiales se acerca a mi mamá y se asegura de que esté bien. Cuidadosamente le quita el arma y le dice que recibieron un llamado al 911 por parte de los vecinos, que escucharon gritos y disparos. Luego tres de ellos se acercan a mí, uno me quita el joystick de la mano y otro me levanta en sus brazos para llevarme al patrullero. Quisiera decirles algo, pero no me salen palabras.
«La verdad, Juan, digamos la verdad».
«No, Alejandro. No ahora. No puedo decir que maté a mi propio padre».
«¿Maté? No…, ¡matamos!».
No voy a decir nada. Sin importar lo que me diga Alejandro, no voy a decir nada hasta no hablar con mi mamá.
—Juan, Juan, despertate.
—Mami, ¿dónde estamos?
—Llegamos a la comisaría, hijo. Te quedaste dormido. Vamos, bajá del auto.
Mi madre ya no tiene sangre en su rostro, aunque sí tiene ambos ojos hinchados, igual que su boca, y el labio partido. Los médicos ya la revisaron. No sé cuánto tiempo estuve dormido en el patrullero.
Ahora viene la parte en la que el policía nos interroga, lo vi en varias películas. Bajamos del patrullero e ingresamos a la comisaría. Ahí dentro, nos dejan sentados en una sala hasta que llega el comisario. Mi mamá espera a que los oficiales se alejen y, muy despacito en el oído, me dice:
—Gracias, Juan. No digas nada. Yo me hago cargo de todo.
«No la dejes, Juan. Que no nos quite el crédito».
Mi mamá quiere hacerse responsable de la muerte de mi padre. Yo sé que quiere saldar una deuda que tiene conmigo por aquella vez en que me hizo mentirle a mi papá para que no descubriera que alguien había entrado a la casa (mi papá lo había visto y jamás me perdonó esa mentira). Fue hace dos años la primera vez que me golpeó. Desde aquel día, nunca dejó de golpearme, nunca volvió a ser el mismo. Ese día fue especial. No solo por el cambio de mi papá. Ese día conocí a Alejandro, mi amigo. Él me sigue a todos lados. A veces, se oculta; otras veces, aparece en el momento justo. Desde entonces, las decisiones las tomamos juntos. Y aunque a veces no esté de acuerdo con lo que él me pide, sé que tarde o temprano…
«Se hará de todos modos».
2
5 años después (18/03/2013)
—Juan Acevedo, quince años…, policía —digo mirando a la profesora de Literatura.
—Policía… ¿Y alguna carrera o profesión que quisieras estudiar? —pregunta ella al instante, al mismo tiempo que un gran bollo de papel impacta en mi cabeza.
—¡Damián! Te vimos todos. Tratemos de no distraernos, por favor —suplica la profesora.
Luego de esa situación tan extraña en la que Damián me tira un bollo de papel y la profesora Verónica no toma en serio mi futura profesión, simplemente me quedo observándola. No necesito darle explicaciones a toda la clase de qué es lo que quiero hacer con mi vida. Y, en este caso, le agradezco a Damián por distraer a la profesora. De todas maneras, ya me lo cruzaré en algún recreo o a la salida de la escuela. Damián tiene mi edad, quiere ser contador. Aún no nos conocemos; aunque no necesito conocerlo, ya comprobé que es un tonto. No por tirarme un bollo de papel, sino por tirarle un bollo de papel a alguien que no conoce y no sabe cómo puede reaccionar. Pobrecito.
La profesora quiere conocernos, nos pide que digamos en voz alta nuestro nombre, edad y qué nos gustaría seguir estudiando al terminar la secundaria. Apenas comenzamos el primer año, pero ella quiere motivarnos, quiere que cursemos el año pensando en nuestro futuro: sería una buena manera de no distraernos y de tomarnos en serio el secundario. Así continúa el resto y, una vez que ya todos se presentaron, comienzan a formarse los grupos. Muchos ya se conocen, hicieron la primaria en esta misma escuela. Yo vengo de una escuela distinta. Según me dijo mi mamá, era un bien para mí cambiarme. Dice que no logré adaptarme ni hacer amigos. No creo que ahora vaya a ser diferente.
Pasaron las dos primeras horas y, al fin, escucho el timbre del recreo. Todos comenzamos a salir. Soy el último, pero antes de cruzar la puerta del aula, la profesora me llama:
—Juan, ¿podés quedarte un minuto?
—Sí, ¿hice algo malo?
—No, es solo que me interesa tu futuro. Al igual que el futuro de todos. Nada, solo quiero que sepas que podés hablar conmigo, confiar en mí. Hay muchas carreras que podés estudiar.
—Yo quiero ser policía.
—Sé quién es tu mamá y a qué se dedicaba tu padre, ese desgraciado que…
—¿Usted lo conoció? —la interrumpo.
—No, pero…
—Entonces, no opine —la vuelvo a interrumpir.
La profesora de Literatura demostró en poco tiempo ser muy entrometida. Y también en poco tiempo, ambos nos conocimos y no nos agradamos mucho que digamos. Ella no me cae bien porque habla de más, se mete en temas en los que nadie le pidió opinión, se cree superior a un oficial de la policía; y yo a ella porque demuestro seguridad, soy frontal y poco simpático. Sorprendida por mi tono y mi forma de hablar, no se anima a seguir discutiendo. Solo me dice que hablaremos más adelante y me deja salir al patio. El recreo solo dura cinco minutos; en cinco minutos tengo algo muy importante que hacer.
Una vez en el patio, puedo ver a todos mis compañeros. Hay varios de los que ya me acuerdo sus nombres, principalmente Damián, el chico que me tiró el bollo de papel. Pero no es el único que llamó mi atención. Va a ser muy difícil que me olvide de Karina, futura escritora, según ella. Entre todas mis compañeras, Karina es diferente. No sé si es la más bonita, pero sí puedo asegurar que es la más llamativa. Ella tiene diecisiete años, dos más que la mayoría. Comenzó tarde el primario y además repitió un año. Aparenta ser la más rebelde, la más atrevida. Viste minifalda a cuadros, medias negras, un top escotado y demasiado corto (para mostrar el piercing de su ombligo), y una blusa con botones que usa para taparse cuando está en el salón. Ella también está sola, todos le son indiferentes. Por otro lado, también puedo recordar un pequeño grupo de cuatro chicas que se armó al fondo del aula: Carla, Romina, Vanesa y Silvana. Las únicas que rieron cuando Damián me arrojó el bollo, por culpa del que, por cierto, aún siento dolor.
El recreo va a terminar, tengo que apurarme. Me dirijo al baño y, en el camino, me interceptan dos compañeros, Pablo y Luis, que aparentan ser los más inteligentes del curso.
—Compañero, te dio bastante fuerte, ¿cierto? —pregunta Pablo.
—No es nada —digo sonriendo—. ¿Conocen el dicho «Ojo por ojo…»?
—No le hagas caso, es un estúpido… Nada, si estás solo y piden trabajos grupales, venite con nosotros —dice Luis.
—Por el momento, estoy bien así. Ahora me interesa más buscar a Damián.
Esos dos me quitaron un tiempo muy valioso. Los dejo hablando solos y sigo caminando hacia el baño. Sé que Damián tiene que estar ahí.
Estoy por ingresar al baño y me chocan Lucas, Erick y Arturo, amigos de Damián. Puedo ver cómo ríen, pero no es algo de lo que me tenga que preocupar. Cometieron el error de dejarlo solo. Además, todo tiene que pasar a su debido tiempo. Los ignoro y finalmente puedo ingresar…, al fin puedo verlo. Está orinando en el mingitorio. ¡Genial!
Sin darle tiempo a nada, me abalanzo hacia él con mi rodilla a la altura de su cintura, ejerciendo fuerza con todo el peso de mi cuerpo. Coloco una mano en su nuca y la otra en su cabeza.
—Gritás y te juro que te van a tener que venir a sacar con sopapa de adentro del mingitorio —digo mientras, con ambas manos, presiono su cabeza contra la pared.
Él apenas puede hablar, pero con mucho esfuerzo alcanza a decir:
—¿Qué querés? ¡Soltame! No puedo respirar.
«Más fuerte, Juan».
Esa voz, justo ahora.
«No…, puedo manejarme solo. Dejame».
«Decile tu nombre y que no lo olvide nunca».
Damián ya no tiene fuerzas, se agotó demasiado rápido al intentar zafarse. Se quedó sin aire y su nariz, presionada contra el azulejo del baño, comienza a sangrar. Yo podría estar así todo el día. Mis brazos son fuertes. Hago caso a la voz en mi cabeza y presiono con mucha más fuerza que al principio.
—¡Aggg! ¡Soy Juan Acevedo! ¡No lo olvides!
Lo suelto cuando suena el timbre. El recreo finalizó y finalizó también lo que él creyó que iba a ser un chiste durante todo el año.
Volvemos al salón todos, menos Damián. Pasan veinte minutos hasta que la puerta se abre, dándole paso a él. Todos ríen al verlo con un tapón de algodón en la nariz y su pantalón mojado con pis. Su imagen es tan graciosa que incluso hace reír a Karina. Ella nota que la observo y se pone seria de inmediato. Le guiño un ojo y ella sonríe. La clase continúa.
Al salir de la escuela, decido volver a mi casa caminando: cuarenta cuadras todos los días sirven para estar en forma. El clima está agradable y es relajante sentir el crujido de las hojas secas que el otoño se encarga de repartir sobre la vereda. Todo está tranquilo hasta que comienzo a escuchar a una chica gritando mi nombre.
—¡Juan!... Juan, esperame.
¡Karina! No pude escucharla antes, pero me siguió por una cuadra. Quiere caminar junto a mí, quiere conocerme.
—Vas caminando, podemos ir juntos, yo también vivo hacia allá —dice ella con total confianza mientras coloca su mano encima de mi hombro. Es apenas un poco más alta que yo. Tenía una duda y no tardó en preguntar—: ¿Fuiste vos, Juan? Vos le pegaste a ese chico porque te arrojó un bollo de papel —dice riendo.
El hecho de que alguien ría y yo no me hace creer que se ríe de mí, lo cual no me causa gracia. Quito su mano de mi hombro y le contesto:
—¿Y eso te causa gracia? Porque a mí no.
—¡Uy, qué malote! Tranqui, me río de ese chico, no de vos.
Seguimos caminando, sin hablar, durante una cuadra más. Comienzo a sentirme un poco incómodo al no saber qué decirle. Justo cuando se me está por ocurrir algo, escucho unos bocinazos y al conductor, que grita mi nombre. Sé quién es, pero lo ignoro. Sigo caminando, pero Karina, al notar la situación, se detiene y me pregunta:
—¿Lo conocés? Creo que te grita a vos.
—Sí, lo conozco, es el remisero de mi mamá.
—¿No te dejan volver solo? —pregunta ella.
Quiero responderle, pero el remisero coloca el auto lo más cerca mío posible y baja la ventanilla solo para fastidiar.
—Juan, subite al auto, dale. Sabés que tu mamá no te deja volver caminando.
Al escucharlo, tapo mi cara con mis manos y muerdo mis labios. Karina no puede evitar comenzar a reír.
—¿Y ahora qué te causa gracia? —le pregunto ya muy irritado.
Ella responde:
—Tu mamá no te deja volver solo, ¿cuántos años tenés?
—Tengo quince.
—No le contestes, Juan —interrumpe el remisero.
Karina sigue riendo aun más y exclama:
—Ah, con razón…, ¡sos un bebé!
—Y vos sos una trola —le respondo rápidamente.
—¿Qué trola? ¡Payaso!
—Pero andá a mostrar las tetas a otro lado —le dije y subí al auto.
Ella quedó muda, con la boca abierta y tratando de cerrar su blusa. El remisero se tentó y comenzó a reír.
Dentro del auto, le pregunto por qué vino a buscarme. Él solo responde que, si mi mamá le pide que lo haga, él lo hace.
Más adelante, para tener un poco de conversación, él me pregunta cómo me fue en los primeros días de clases, algo que no es asunto suyo, y se lo hago saber:
—¿Te importa?
—La verdad que no, pero te hablo para saber si estás muerto o te quedás quieto mirando a la nada, como un idiota, solo de gusto.
—Al menos parezco un idiota solo cuando estoy quieto…; vos, todo el día.
Las ganas de partirle la cabeza de un fierrazo nunca me faltan. Quizás él tenga las mismas ganas. Y también me lo hace saber:
—Juan, si tu mamá me dejara, te juro por Dios que te curo todo tus traumas y malos modales… Creo que te falta un padre.
«Hijo de puta».
«Tranquilo, ahora no, Alejandro».
«¿Cuándo, entonces?».
—¡Juan! Nene, dale, bajá del auto y decile a tu mamá que salga un segundo.
Llegamos. Bajo del auto sin decir nada y, al ingresar a mi casa, dejo la mochila en el sofá del living; luego llamo a mi madre.
—¡Ma! Ya llegué. Te llama el remisero.
Mi madre sale de su habitación y se acerca a darme un beso, luego me corrige:
—Primero, saludá. Y segundo, se llama Raúl. Llevá tu mochila a tu habitación y esperame ahí. Hoy llegó el libro, quiero que lo veas.
—Sí, mamá.
Sin ganas de decir nada más, simplemente hago lo que me pide. Me dirijo a mi cuarto y, al abrir la puerta, corre a recibirme Manchas, mi perro… Nuestro perro.