Читать книгу Irreversible - Juan Pablo Pulcinelli - Страница 5

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3

Juego con Manchas en mi habitación hasta que mi madre me llama para almorzar. Voy al comedor y veo que la mesa ya está servida. Comemos milanesas con ensalada de lechuga. Hablamos muy poco, solo me pregunta una vez cómo me fue en la escuela y, al ver mis pocas ganas de charlar, deja de preguntarme. Terminamos de comer, y Manchas está de nuevo debajo de la mesa, entre mis piernas y moviendo la cola. Mi madre lo mira, me mira y me pide que le dé de comer. Comienzo a juntar algunas sobras y las mezclo con alimento para perro. Manchas es un labrador de dos años, mi madre me lo regaló. Ella no soportaba verme jugar solo. Sería un compañero, un amigo. Un amigo más, aparte de Alejandro. Por cierto, fue por su perro que lo llamé así. El perro de Alejandro escapó el mismo día en que Manchas llegó a casa; jamás lo volví a ver.

Llevo a Manchas al patio trasero y observo cómo devora todo lo que está en su plato. Decido quedarme con él. Me siento a la sombra del árbol que plantamos con mamá cerca del lavadero. Comienza a darme sueño y mis ojos se cierran, pero dormir no será una opción en este momento: mi madre me llama.

—¡Juan! Hijo, quiero mostrarte el libro.

—¡Voy, ma!

Al llegar al living, puedo verla con una sonrisa y dos libros en sus manos.

Increíble. No creí que fuera cierto. Me quedo mirándola por unos segundos y le digo:

—Pensé que íbamos a ser millonarios, no sé…, comprar una casa o que al menos me comprarías la PlayStation 4.

—Nadie se hace rico por escribir un libro. Suficiente nos dio don Francisco por la entrevista. Ahí le entregué todo. Él puede hacer lo que quiera.

—Pero, mami, tiene tu nombre.

—Todas pueden ser María… María representa la fuerza y la lucha de una mujer. Los golpes que soportó y su voluntad para salir adelante…, es simbólico.

Sin entender mucho de lo que me habla, le acepto uno de los libros que tiene en su mano y me dirijo a mi cuarto. En mi habitación, puedo hacer muchas cosas, pero dejo el libro en mi cama y enciendo mi PlayStation 3 para jugar. Hoy jugaré al Prince of Persia 3 remasterizado, uno de mis juegos favoritos.

Me pregunto quién querrá leer ese libro. ¿Para qué una mujer va a leer sobre otra mujer a la que golpearon? Sigo jugando con mi Play, el juego se pone interesante. El príncipe encuentra a su padre muerto y, aunque siente mucho dolor, él cree poder soportarlo. Siente culpa, pero acepta el error que cometió y decide vivir con eso. «¿Qué tipo de mujeres comprarían este libro? —me pregunto—. No importa, pero si de algo estoy seguro es que jamás me fijaría en ese tipo de mujeres». Sigo jugando y el libro queda ahí... El libro. ¡Maldito libro! Tendría que haberlo guardado. No dejo de mirarlo... OK, lo leeré, leeré el comienzo. Apago mi juego y me siento al borde de mi cama. Abro el libro y… ¡380 páginas!

No, creo que buscaré otra opción. ¡Ya sé! Buscaré reseñas con mi celular y, si me llaman la atención, quizás lea algunas páginas.

Bien, escribo en el buscador de mi celu: «La fuerza de María reseñas». La búsqueda arroja estos resultados:

«Diario El Mundo: “Diferente, único, ¡brillante!”».

«Canal 3: “Una obra maestra que quedará en la memoria de todas las mujeres. ¡Genial!”».

«El Crítico: “Francisco lo hizo de nuevo: simple, vacío y, por alguna extraña razón, exitoso y sobrevalorado”».

«Diario El Ciudadano: “Simplemente, maravilloso. Una biblia para todas las mujeres del planeta. La verdadera naturaleza de la mujer, su fuerza, sabiduría y belleza reflejadas en La fuerza de María”».

Encontré bastante. Quizás deba ojear algunas páginas. Leeré un capítulo, cualquier capítulo, uno al azar:

[...] y así comprendí que, con cada golpe que él me daba, no era a mí a quien lastimaba, sino al futuro de mi hijo.

Las marcas en mi piel podrán curarse; incluso, si quedan cicatrices, podría taparlas. Pero algo que jamás se podrá curar, lo que jamás se podrá borrar, son los recuerdos de mi niño [...].

[…] «¿Por qué no te vas?»: he escuchado esa pregunta decenas de veces. «¿Por qué no te fuiste?» es la pregunta que escucho ahora, cientos y cientos de veces más.

Tener relaciones sexuales con él era placentero. Nunca fueron forzadas. El placer que sentía no era por mí, era por Juan. Saber que él no lo estaba golpeando era algo relajante. Muchas veces era yo quien lo buscaba. Esos actos fueron mis primeros sacrificios. Cuando él se quedaba dormido era mi momento de paz. Me aseguraba de que Juan estuviera bien, luego me iba a dar una ducha. Solo me duchaba cuando él dormía, mayormente de noche. No podía bajar la guardia y dejar a mi hijo indefenso. En el baño, me sentaba en la bañera y abría la ducha, ese era mi ritual. Duraba el tiempo que duraba mi llanto. A veces, Juan se despertaba, golpeaba la puerta del baño y me preguntaba por qué tardaba horas en salir [...].

[…] Él no era tan fuerte, nunca lo fue. Pero no me golpeaba solo, me golpeaba con el apoyo de una sociedad que me dio la espalda y me ninguneó. Yo sabía que su fuerza era superior a la mía, sabía que podía marcar mi piel, romper mis huesos. Pero también sabía que jamás rompería mi espíritu. Son pocos los que valoran a quien soporta los golpes más que al que los da. Golpear es fácil. Soportar un golpe no es para cualquiera [...].

[…] con mis lágrimas derramadas, mi piel marcada y mis huesos rotos, pero el espíritu intacto. El corazón que latía en mi pecho no era el mío, era el de Juan. Pero sé que, poco a poco, volverán a latir en mí el tiempo y la vida que él quiso quitarme [...].

(La fuerza de María, capítulo 20)

Despierto en mi cama con el libro en la mano; me había dormido antes de terminar un capítulo. Voy a guardarlo, pero antes lo abro y repaso todas las páginas haciéndolas deslizar por mi dedo; me gusta el sonido de las hojas nuevas. Aunque las deslizo con velocidad, puedo notar algo extraño. Vuelvo a revisarlas y descubro que dos páginas fueron arrancadas, solo queda el margen. No recuerdo si estaba así cuando me lo dio mi madre, pero tampoco recuerdo si tengo que devolverlo. Mejor no digo nada y solo lo guardo.

Tengo que llamar a mamá, son las cuatro de la tarde y, como es costumbre, ambos vamos a la plaza a disfrutar lo que queda del día.

Salgo de mi habitación y la busco en su cuarto. Al ver que no está ahí, me dirijo al living. ¡Nada! Solo me queda ver en el baño. Me acerco a la puerta y puedo escuchar correr el agua de la ducha. Un sonido lleno de nostalgia. No golpeo, voy a darle tiempo. Me siento en el suelo y apoyo mi espalda en la puerta. Cierro mis ojos y escucho el mismo sonido que ella. No sabe que estoy aquí, pero yo sé que este momento nos conecta.

Después de cinco minutos, ella sigue ahí y no puedo evitar imaginarla sentada en la bañera. No puedo evitar pensar cuántas veces pasó por esto…, no puedo evitar imaginarla desnuda. Ya la he visto varias veces. Debería dejar que este momento sea solo para ella. Pero algo en mí hace que busque la manera de mirarla una vez más. Muy despacio, me levanto del suelo y espío por la cerradura. Puedo verla muy de cerca. La ducha sigue abierta, pero ella está junto a la puerta. Apenas puedo ver su espalda húmeda y su cabello largo y mojado. Me quedo observándola hasta que se voltea, sus pechos redondeados y sus pezones siguen tan erguidos como siempre. Puedo ver cómo acaricia su cuerpo. Comienzo a excitarme, mi respiración se agita y mi corazón se acelera. Sigo mirando, veo sus manos, su piel suave y delicada. Ella vuelve a voltearse y sus manos peludas la abrazan. ¿¡Peludas!?

¡¿De quién es ese brazo?! No está sola. Continúo mirando con atención y sigo descubriendo más detalles. Alguien la abraza, la besa. Está con Raúl. Dejo de mirar. Quiero gritar, entrar y golpearlo. Quiero destruir, uno a uno, los huesos de su cara. ¡Quiero gritar! Aprieto mis dientes y corro lejos del baño, salgo al patio y sigo corriendo hasta el árbol del fondo. Comienzo a llorar y no puedo detenerme. Entro al lavadero, me encierro con llave. Apoyo mi cabeza contra la pared y sigo llorando.

«Mentirosa».

«Nos mintió, Juan. Nos mintió».

«Me duele mucho. No deja de dolerme».

«¿Qué vas a hacer?».

Alejandro tiene razón. Pero no sé qué hacer. No puedo dejar de llorar. Ella es mía, solo mía… ¿Por qué hace esto?

Aún sigue doliendo… Tengo que parar este dolor. Cierro mi mano derecha y, con la imagen de Raúl en mi cabeza, doy un fuerte golpe a la pared. El dolor permanece, mis lágrimas siguen cayendo. La imagen de Raúl no se borra. La imagen de mi madre tampoco. Vuelvo a golpear la pared una vez más. El cuerpo de mi madre desnuda se hace presente. Sin despegar mi cabeza de la pared, cierro mis ojos con todas mis fuerzas para que Raúl desaparezca. Ahora solo la veo a ella. Golpeo varias veces más la pared y, con la otra mano bajo mis pantalones…, voy a bajar mi erección. Comienzo a masturbarme con fuerza, con rabia. No dejo de llorar, no dejo de golpear la pared hasta que mis nudillos comienzan a sangrar. Un último golpe, una última lágrima.

Me limpio con la ropa de mi madre, lavo mis manos y mi rostro, y salgo del lavadero. Estoy más tranquilo, más relajado. Estoy por sentarme junto al árbol, pero mi madre me llama desde la cocina:

—¡Juan! ¿Dónde estás?

No le contesto, solo voy hacia donde está ella. La veo sentada en la cocina, hablando con Raúl. Él no me dice nada, yo tampoco. Mi madre me ve y me pide que me arregle un poco para ir a la plaza, Raúl nos llevará con su auto. Yo hago lo que me pide.

4

Una vez que llegamos a la plaza, Raúl se va y me quedo solo con mi madre. ¡Nuestro momento!

Nos dirigimos al centro de la plaza, al mismo árbol al que vamos todos los días, excepto cuando mamá tiene que hacer algún trámite (en esos casos, me quedo solo en casa jugando a los videojuegos). Llegamos al árbol y… ¡Maldita sea! Nuestro árbol está ocupado. Pero mi mamá no parece preocuparse. Al llegar, comienza a saludar una por una a todas las personas, todas mujeres. Una de ellas le ofrece una banqueta y mi madre acepta agradecida. No tardo en darme cuenta de que todas tienen algo en común: un libro en sus manos. El libro de mi madre.

—¿Nos vamos a quedar acá, mamá? —pregunto con un poco de fastidio.

—Sí, Juan, mirá todas las que vinieron. Todas me quieren. Hoy vamos a autografiar sus libros.

—¿Y yo puedo ir un poco más allá?

—Sí, no hay problema. No te alejes mucho.

Mi madre no me preguntó qué quería que hiciéramos, solo lo afirmó. Su idea es pasar toda la tarde en esa banqueta. Yo me alejo lo más que puedo y me siento bajo la copa de otro árbol. No puedo entender lo que pasa. No puedo entender lo que siento. Yo quería pasar el día con ella, charlar, contar historias. Ahora me encuentro solo y a unos cuantos metros de ella. Quizás debería llorar. Quizás no debería estar aquí.

Puedo ver que, muy cerca de mí, hay niños jugando con sus padres. A mi derecha, un hombre y una mujer están jugando con su hijo, y, a unos cuantos metros más, un hombre y su hijo juegan con una pelota. Poco a poco, voy olvidando lo que se siente tener una familia. Poco a poco, voy olvidando lo que se siente ser feliz. Sé que el mío no fue el mejor de los padres, pero lo extraño. En realidad, no estoy seguro de extrañarlo, quizás solo extrañe tener un padre. No puedo seguir mirando a esas familias. Agacho la cabeza y me quedo observando el suelo. Hay una hormiga que está tan sola como yo, pero ella parece contenta. Quisiera ser una hormiga ahora, quisiera ser esa hormiga. No creo estar muy lejos de eso, ambos pasamos desapercibidos ante las miradas de los demás. Ambos dejamos de existir para mi madre, al menos en este momento. Quisiera ser tan diminuto como esa hormiga y poder ver la inmensidad de todo lo que me rodea, y así quizás encontrarle un poco de valor a la vida.

El hecho de si debería llorar o no dejó de ser una pregunta: siento la cara húmeda, me tapo para que nadie lo note.

Los minutos pasan y todo sigue igual. No me moví de mi sitio desde que llegamos, tampoco mi madre. Ella sigue autografiando. El sol comienza a esconderse. No creo que nos quedemos mucho más tiempo aquí. Recuerdo cuando era más chico y jugaba con papá y mamá antes de que mi padre cambiara. Le pedía a mi mamá que hiciera que el sol se quedara y ella lo dibujaba para mí. En un lienzo, pintaba la noche, y en lo más profundo del horizonte, se asomaba el sol más grande y brillante que jamás se haya visto. Dibujaba un sol solo para mí. Dibujaba luz y esperanza. Muy lejos estoy de esos recuerdos ahora. No sé si algún día podré ver salir el sol entre tanta oscuridad.

Finalmente, la noche nos encierra en todas las direcciones. Mi mamá comienza a llamarme.

—¡Juan! Vamos, hijo, es hora de irnos.

—¿Vamos caminando?

—No, no es muy seguro. Está viniendo Raúl a buscarnos.

Esperamos quince minutos en la esquina de la plaza hasta que aparece Raúl. No hablamos, aunque tengo muchas ganas de hablar con mi mamá. Prefiero quedarme callado y así lo hago durante todo el viaje. Llegamos a casa y Raúl se va (dijo que tenía que seguir trabajando en la remisería). Con mamá entramos a nuestra casa, y ella inmediatamente se pone a cocinar. Mientras ella cocina, yo juego con Manchas en el patio trasero. La verdad, no estoy de ánimo. Manchas me entiende y deja de mover su cola, se sienta y mira de reojo bajando las orejas.

—Juan, ya está la cena —me grita mi madre asomándose por la ventana. No le contesto; siento que, si digo una palabra, podría explotar en llanto.

Ya sentados a la mesa, comemos en silencio mientras ella mira la televisión. A las nueve y media, empieza su programa favorito, Entrevista con Francisco. El mismo Francisco que la entrevistó hace algunos años, el mismo que escribió y publicó el libro La fuerza de María.

Mamá me mira y me pregunta, en un intento de conversar conmigo:

—¿Cómo te fue hoy? ¿Te divertiste? ¿Pudiste leer algo del libro?

Ella insiste, pero no le contesto. No quiero llorar frente a ella. Necesito hacerle preguntas. Quiero saber si volveremos a salir solos como antes. Quiero saber por qué no me habla acerca de Raúl. ¿Por qué hay cosas que no me cuenta? Me trata como si fuera un chico enfermo, a pesar de haber sido yo quien la salvó. Yo soy su héroe, no Raúl.

—Juan, ¿estás bien? Hijo, tenés que hablarme. Lo que sea que te esté sucediendo podés hablarlo. Quiero ayudarte, hijo. ¿Por qué lloras?

No pude aguantar más. Estoy llorando en la mesa, ella me ve y quiere que le diga algo, pero no puedo hablarle. ¿Qué puedo decirle? Mi llanto es cada vez más intenso. Intento secar mis lágrimas con mis manos, pero es inútil. Me duele mucho. No sé qué me pasa, pero es muy doloroso. Mi madre nota que mi mano está lastimada y cree que a eso se debe mi llanto.

—¡Oh, Juan!, tu mano. ¿Cómo te lastimaste? Vení, dejame ver de cerca, voy a curarte.

Sigo sin hablarle; también sigo llorando. Pero me levanto de mi asiento, quiero ir donde está ella y abrazarla. Lo intento, pero su celular comienza a sonar. Atiende y comienza a hablar con Raúl. Se olvida de mi mano, se olvida de mí. Estando tan cerquita de ella, solo doy media vuelta y me dirijo a mi habitación.

En mi habitación no me acuesto, solo me acerco a la ventana e intento recordar si alguna vez fui feliz con ella, y recuerdo a mi padre. Antes éramos una familia. Incluso con los golpes de mi papá, antes no me sentía tan solo como ahora.

Me acuesto, me acomodo de costado e intento dejar de llorar. Intento dormir.

Irreversible

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