Читать книгу La libertad del deseo - Julie Cohen - Страница 5

Capítulo 1

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–Muy bien. A ver si lo he entendido. Tequila, después sal y…

Marianne colocó el salero sobre la coctelera.

–¡Así no! –exclamó Warren agarrando su mano–. ¡No se pone sal en el margarita, se pone en el borde del vaso!

Pero había sacudido la mano de Marianne al agarrarla y algo de sal cayó en el cóctel. Miró desilusionada la coctelera, pero se le pasó pronto y sonrió.

–Me parece que el tequila salado puede estar bueno –dijo mientras se llevaba el vaso a los labios–. ¡Vaya! Es… Es diferente –añadió con una mueca.

Warren no pudo evitar reírse.

–Vas a tener que practicar mucho antes de poder trabajar como camarera.

Marianne tiró la mezcla por el fregadero y lavó la coctelera.

–Dame un respiro, Warren, sólo hace un día que trabajo aquí. Lo intentaré de nuevo –le dijo mientras vertía una medida de tequila en el cilindro de aluminio.

–Muy bien, nada de sal. ¿Qué añado ahora?

Su primo apoyó una cadera en la barra, parecía algo más tranquilo.

–Licor de naranja, sólo un chorrito.

Marianne tardó unos segundos en encontrarlo. Colocó la botella sobre la coctelera, pero el tapón se salió y cayó más de la cuenta en la mezcla de tequila.

–¡Marianne!

La atractiva cara de Warren reflejaba toda su desesperación. Marianne lo miró y le entró tal ataque de risa que tuvo que apoyarse en la barra.

–¿Cómo…? ¿Por qué…? –tartamudeó Warren desesperado–. Menos mal que sé que eres licenciada y conseguiste un máster en una de las universidades más prestigiosas del país, porque cualquiera que te vea hacer cócteles pensaría que eres tonta.

–No me enseñaron a hacer esto en el máster de negocios, lo siento –repuso ella mientras se apartaba algún mechón moreno de la cara.

–Bueno, supongo que tampoco saliste demasiado por la noche mientras estuviste estudiando, ¿no?

–Por eso siento ahora la necesidad de recuperar el tiempo perdido –replicó con una sonrisa.

Warren echó la mezcla en el fregadero y miró a su prima a los ojos.

–Sabes que puedes agotar mis existencias de tequila si eso es lo que quieres, pero la verdad es que ha sido una sorpresa verte aquí.

Marianne llenó un vaso de agua mientras pensaba en cuánto debería contarle a su primo.

–Lo tienes todo en Webb –siguió él–. Eres la reina de esa ciudad. Fuiste la mejor alumna del instituto, la reina de la fiesta durante dos años consecutivos…

–Tres.

–Tres. Eres más guapa aún de lo que pensaba. Conseguiste un máster en Duke como tu padre. He oído que tu prometido es muy apuesto y que tienes un excelente puesto de trabajo en Industrias Webb. Tienes toda la ciudad a tus pies. En realidad, todo el estado de Carolina del Sur. ¿Por qué has aparecido aquí en Maine de repente para aprender a hacer margaritas?

Marianne suspiró.

–Estoy harta de ser Marianne Webb.

Hasta tal punto había estado presionada en ese sitio que había llegado a padecer un desorden alimenticio, pero ya lo había superado y no le pareció oportuno decírselo.

–Sólo quiero poder ser anónima, Warren. Quiero ser una camarera anónima en una ciudad que no conozco –le dijo bebiéndose el agua de un trago y dejando el vaso con fuerza sobre la barra.

–Y quiero divertirme. Ya es hora. Quiero hacer cosas por diversión y sin pensar. Quiero soltarme el pelo, salir a bailar y no tener que preocuparme por lo que la gente va a decir de mí al día siguiente. Quiero salir de marcha y no volver hasta que amanezca, después dormir hasta mediodía. Quiero nadar desnuda, conducir deprisa y estar con hombres poco adecuados. Sobre todo esto último.

–Entonces, me imagino que ya has roto el compromiso con Don Perfecto, ¿no?

Marianne rió con amargura.

–Sí, Jason y yo somos historia.

–¿Qué es lo que ha pasado? Pensé que lo vuestro era para siempre.

–A Jason le encantaba que yo fuera una mujer con éxito y que hubiera sido elegida reina de la belleza en varias ocasiones. También le gustaba mucho que mi padre fuera el hombre más rico de la ciudad. Creía que hacíamos muy buena pareja y que tendríamos un montón de niños muy guapos. Pero no me quería. Sólo quería lo que yo representaba en su vida.

Y Marianne quería dejar todo eso atrás.

–Lo siento, cariño –le dijo Warren–. Cuando nos escribíamos por correo electrónico, me parecía que estabas muy segura sobre lo que sentías por él. Pensé que habías encontrado tu media naranja.

Ella negó con la cabeza.

–Pensaba que Jason era el tipo de hombre con el que tenía que casarme, pero no lo quería y él tampoco a mí. Intenté convencerme de lo contrario porque él me parecía perfecto. Romper con él no me ha roto el corazón y no estoy buscando revancha. Lo único que quiero es cambiar de vida.

–Así que la buena de Marianne Webb hizo las maletas hace un par de días y vino para aquí decidida a renacer como persona, como una chica mala.

–Así es.

–Bueno, has elegido la mejor noche. No sé si serán tan malos y rebeldes como los quieres, pero este sitio estará lleno de hombres dentro de hora y media. Hoy tenemos una subasta benéfica de solteros.

–¡Vaya! Creo que será una buena noche –repuso con una sonrisa pícara–. ¿Vas a pujar?

Warren negó con la cabeza.

–No, seguro que todos son heterosexuales. ¡Qué lástima! Pero no me quejo. Dentro de una hora, el bar estará lleno de mujeres pujando para conseguir uno de los solteros. Tu primera noche trabajando en el local será bastante ajetreada. Tú te encargarás de recoger vasos y cosas de las mesas; así te irás haciendo con el sitio, ¿de acuerdo?

–Puedo trabajar tras la barra –protestó ella mientras tomaba la botella de licor de naranja.

–Sé que puedes hacer cualquier cosa, basta con que te lo propongas. Pero, por esta noche, quiero que te encargues simplemente de recoger las mesas. Es mejor empezar poco a poco. No quiero que acabes con todas mis bebidas. Además, puede que veas algún soltero que te interese. ¿Quién sabe?

–¿Qué es lo que consiguen al pujar? ¿La que gana tiene una cita con uno de los hombres?

–Sí, creo que sí. Pero en cuanto pagues por él, el soltero elegido y tú podéis acordar lo que os parezca más adecuado.

El teléfono sonó en la parte de atrás y Warren fue a por él.

Marianne se quedó pensando en lo que acababa de decirle. Creía que le vendría bien, ahora que había decidido ser una chica mala, hacerse con la compañía de un chico malo. Necesitaba un hombre salvaje, inquieto y tremendamente sexy.

Sonrió. Lo cierto era que no sabía si podría identificar a un chico así, nunca había conocido a ninguno. Creía que no lo reconocería aunque lo tuviera delante de sus narices.

Se sirvió un poco de tequila en un vaso y lo levantó.

–Por los chicos malos –dijo antes de beberlo.

–No me puedo creer que haya dejado que me convencieras para participar en una subasta para vender mi cuerpo en el mercado –le dijo Oz.

Se miró en el espejo del salón de Jack. Iba vestido de cuero. La chaqueta era suya y no le parecía demasiado extravagante. Las botas estaban cubiertas de clavos y cadenas. Se imaginó que a algunas personas les iban ese tipo de cosas, por ejemplo a los sadomasoquistas. Pero además llevaba pantalones de cuero negro que ceñían sus piernas y una camiseta con el logotipo de Harley Davidson que le había dejado Jack.

–Creo que los pantalones de cuero son demasiado.

–No, son perfectos –le aseguró Jack–. A las chicas les encanta ese rollo.

–Bueno, supongo que tú eres el experto.

–Hoy en día, sólo soy experto en Kitty. Y ella te diría que tengo razón –le dijo mientras miraba a su amigo–. Pero falta algo, quítate la chaqueta y la camiseta.

Oz negó con la cabeza.

–No, de eso nada. No me he pasado nueve años estudiando en la universidad para después prostituirme desnudo encima de un escenario.

–Relájate –le dijo Jack–. No se trata de que vayas desnudo. Aunque creo que podrías recaudar mucho dinero para la causa si lo hicieras. Sólo quiero que me des la camiseta. Y recuerda que todo esto es para construir el centro de jóvenes. Es por una buena causa. Yo mismo saldría al escenario medio desnudo si no estuviera felizmente casado.

Oz suspiró y se quitó la chaqueta y la camiseta.

–No creo que vaya a funcionar –le dijo dándole la prenda a su amigo–. ¿Quién va a creerse que esto es mi atuendo habitual?

–Nadie. Ya lo sé. Portland es una ciudad pequeña y la mayor parte de las mujeres saben que eres el doctor Óscar Strummer, psicólogo clínico, profesor de universidad y soltero de oro. Pero vestido así les ofreces una fantasía que va a resultarles muy atractiva.

Con rápidos movimientos, Jack arrancó una de las mangas de la camiseta y después la otra.

–Ya está. Póntela ahora. Ahora pareces Oz, motorista duro y salvaje. Hazme caso, las pujas van a ser muy altas. A todas las mujeres les gustan los hombres responsables e inteligentes, pero que también sean capaces de hacer alguna locura.

Oz tomó la camiseta y volvió a ponérsela.

–¡Vaya! –exclamó alguien detrás de él.

Se giró y se encontró con Kitty, la mujer de Jack. Estaba apartándose su roja melena de la cara para poder verlo mejor.

Oz se miró de arriba abajo.

–¿Te gusta el conjunto que llevo? –le preguntó.

Kitty asintió con entusiasmo.

–Sí, claro. Estás muy buen. Pujaría por ti.

–¿Ves? –le dijo Jack orgulloso mientras tomaba la mano de su esposa–. Será mejor que no te guste mucho, cariño –añadió mirando a Kitty.

Ella lo besó en la mejilla.

–¿Por qué no te compras unos pantalones de cuero, Jack? Creo que esa imagen de motorista salvaje te quedaría muy bien.

Oz se miró en el espejo de nuevo. Intentó peinar su pelo rubio pero, como de costumbre, no le sirvió de mucho.

«Eres demasiado mayor y exitoso para sentir envidia de tu mejor amigo», se dijo.

Jack Taylor nunca se había planteado casarse, al menos hasta que conoció a la mujer de sus sueños. Óscar Strummer, en cambio, siempre había soñado con casarse y aún no había conocido a la persona adecuada.

–Cualquiera pensaría que teniendo una doctorado en psicología podría controlar mi propia mente –murmuró Oz mientras se ajustaba los pantalones.

Esa prenda hacía que se sintiera desnudo, a pesar de que llevaba unos vaqueros viejos debajo de los pantalones de cuero.

–Olvídate de tus títulos –le dijo Jack acercándose a él por la espalda–. Esta noche, sólo eres el objeto sexual de un montón de mujeres. Relájate y disfruta del momento.

–Pero antes, dame tu brazo –pidió Kitty mientras lo tomaba de la mano–. No te va a hacer daño –le aseguró mientras colocaba un trozo de papel en la parte superior de su hombro.

–¿Es un tatuaje temporal? –preguntó Oz resignado.

–Así es. Vas a quedar estupendo.

–Creo que no me ponía un tatuaje falso desde el instituto. Cuando Jack y yo nos los pegábamos para parecer mayores y poder comprar cerveza.

Kitty movió la cabeza con incredulidad.

–Las chicas se ponen maquillaje para parecer mayores y los chicos tatuajes. ¿Pudisteis comprar cerveza?

–¡Qué va! Tenía dieciséis años, pero aparentaba doce, a pesar del tatuaje –le dijo Oz–. Creo que era el mayor empollón del instituto.

–Ya está –dijo Kitty mientras retiraba con cuidado el papel y contemplaba el fruto de su esfuerzo.

En medio de sus bíceps había una espada con una serpiente enroscada a su alrededor. Dos símbolos muy fálicos. Estaba claro que Jack y Kitty no intentaban ser sutiles.

–Bueno, ya no pareces un empollón. Ni tampoco aparentas doce años –le dijo ella con una sonrisa–. ¿Cuánto mides? ¿Uno noventa?

–Algo más con estas botas.

–Vas a estar genial encima de la moto.

Oz la miró extrañado.

–¿Qué moto?

–Ven conmigo afuera –le dijo Jack sonriendo.

No podía creérselo, pero cuando los siguió afuera y bajó las escaleras de su casa vio lo que había aparcado al lado de la acera. Era una motocicleta Harley Davidson, brillando con intensidad a la luz de las farolas, decorada con colores encendidos y metálicos detalles.

Le parecía increíble que hubieran llegado tan lejos.

Durante unos segundos, se quedó parado contemplando la moto. Se imaginó conduciéndola, haciendo que su motor rugiera y consiguiendo hacer un caballito.

Pero volvió a la realidad muy pronto. Era un médico serio y respetado y un profesor de universidad muy prestigioso.

–No voy a ir en una Harley –les dijo.

Kitty se adelantó y comenzó a acariciar el manillar cromado de la moto.

–Es preciosa, ¿verdad? Mi hermano Nick nos la ha prestado durante el fin de semana. Es su mayor orgullo. La quiere como a una hija. Y es muy rápida.

Oz se dio entonces cuenta de lo que había estado pasando. A pesar de ser un hombre inteligente, había sido bastante lento esa vez.

Todo parecía preparado. La camiseta, las botas, el tatuaje, los pantalones de cuero. Y ahora la moto. No era algo que cualquiera pudiera juntar en cinco minutos.

–Llevas mucho tiempo planeando todo esto, ¿verdad? –le preguntó a Jack.

Su amigo, sabiéndose descubierto, levantó las manos en señal de rendición.

–Es por tu bien, Oz. Necesitas tener a una mujer en tu vida. ¿Es que crees que no he notado que no has salido con nadie desde hace casi un año?

–Mi hermana de diecinueve años ha estado viviendo conmigo –protestó Oz–. No es como si tuviera el piso para mí solo. Y no he tenido tiempo para salir con nadie desde que ella se fue. Tengo más clases en la universidad, además del tiempo que mis pacientes necesitan.

Kitty acarició su brazo con amabilidad.

–Creo que eso es parte del problema, Oz. Trabajas todo el tiempo, casi nunca descansas. Nos preocupas.

Él también se había dado cuenta de que trabajaba demasiado. Lo sabía mejor que nadie.

Creía que se trataba de una estrategia de desplazamiento. Notaba que una parte de su vida estaba vacía y la llenaba centrándose en otra área, el trabajo y su carrera profesional. Las relaciones personales no existían y sólo le satisfacía su trabajo, donde tenía éxito de verdad.

Sabía lo que estaba haciendo y por qué.

Pero eso no parecía ser suficiente para cambiar la situación y evitar que ocurriese.

–Venga, hombre. Te garantizo que si vas a la subasta subido en esta maravilla, tendrás en tu bolsillo los teléfonos de cinco chicas antes de bajarte de ella. Y una de esas mujeres pagará dinero para tener la oportunidad de salir contigo. Dinero que, como recordarás, va a una buena causa –le dijo–. Queremos que te diviertas. Que encuentres una chica que te guste y salgas con ella unas cuantas veces. Puede que incluso tengas suerte y acabéis en la cama –añadió con un susurro.

Oz miró a sus amigos y a sus caras de preocupación. Después volvió a mirar la Harley. Esa moto era un icono de la libertad.

No era la solución a sus problemas. Eso lo tenía claro. Pero le daría la oportunidad de olvidarse de ellos durante unas horas.

Atravesó el césped y se sentó en la moto. El cuero se ajustó inmediatamente a la forma de su cuerpo. Su mano se adaptó al acelerador como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

–Hace ocho años que no me subo a una motocicleta –les dijo.

–Dicen que es como montar en bicicleta –repuso Jack–. Aunque bastante más rápida.

Kitty le entregó las llaves.

La Harley se encendió y vibró entre sus piernas, volviendo a la vida. Tocó el acelerador y todo el mundo se movió a su alrededor. Se despidió de sus amigos con un ademán.

Sabía que Jack tenía razón al menos en una cosa. Iba a acabar la noche con una mujer de un modo u otro, por algo se trataba de una subasta de solteros.

Se preguntó qué tipo de mujer sería.

La sala estaba repleta.

Marianne volvió como pudo a la barra, dejó encima la bandeja con los vasos vacíos y se limpió la frente con el brazo. Sólo llevaba vaqueros, sandalias y una camiseta de algodón sin mangas, pero hacía muchísimo calor esa noche en el bar de Warren. Parecía que en Maine la gente no usaba el aire acondicionado en el mes de octubre.

Pero lo cierto era que se lo estaba pasando bien.

Ya habían subastado una docena de solteros. Por lo que había oído, entre ellos había un abogado, un pescador de langostas, un vendedor, un mecánico, un profesor y un electricista.

Cada uno de ellos había salido a escena al ritmo de la música. Caminaban hasta el centro del escenario y se detenían allí para que las mujeres pudieran observarlos con detalle. La directora del centro juvenil, una mujer de unos cincuenta años, anunciaba el nombre, profesión y lugar de nacimiento del candidato.

Un par de ellos habían sido bastante monos. Pero la mayoría eran normales. No se trataba de una subasta de gente famosa, sino de gente de la ciudad que quería participar en el evento benéfico para echar una mano. El aspecto del soltero no importaba demasiado, al menos no tanto como el recaudar dinero para la causa.

Cada vez que salía uno nuevo, las mujeres presentes en la sala lo recibían con gritos, aullidos y aplausos. También se oían muchas risas.

No era un evento decoroso ni muy correcto. Nadie parecía preocupado por mantener las apariencias.

Nadie se lo tomaba demasiado en serio. Y los solteros menos que nadie. Pero por debajo del buen humor y la diversión había una corriente de calor que estaba cargando el ambiente del bar.

Más de una vez, al recoger un vaso o limpiar una mesa, había encontrado algo especial en la mirada de alguna mujer. No era entusiasmo por la apuesta, era más que eso, era simple y puro deseo. Una mujer podía estar pujando para conseguir una cita, pero aspiraba a mucho más.

Y eso era más que diversión, era muy excitante.

Se metió tras la barra del bar y se sirvió un vaso de agua. Se abanicó con la mano mientras miraba desde allí el local. No lo había conocido hasta el día anterior, pero era exactamente como se lo había imaginado. Desde niños, su primo siempre había coleccionado extraños objetos. Le gustaban los adornos para el jardín, la cerámica un poco especial, las obras de arte antiguas. Su bar era vivo, lleno de cosas y colores. Tenía ornamentos y reliquias de sus tiempos como pinchadiscos en Nueva York.

Escuchó de repente el sonido de las guitarras y la batería. Reconoció al instante la canción. Era Born to be wild. Una canción perfecta para su estado de ánimo. Miró el escenario con una sonrisa en los labios. Se preguntó cómo sería el soltero que iba a salir.

Pero el escenario estaba vacío. Creció la expectación entre el público femenino. Marianne podía sentir el estridente sonido de la canción en su corazón, como si estuviera también latiendo en su interior.

Entonces oyó otro sonido, el de un motor. Y en el escenario apareció una extraordinaria imagen para la que no estaba preparada.

Apenas distinguió la moto. Sólo vio el rápido contorno nervioso de la máquina y sus colores, rojo y plateado. Pero apenas se fijó en la moto, sólo tenía ojos para el conductor.

Era alto, grande y fuerte. Llevaba una camiseta negra sin mangas que dejaba entrever los músculos de sus brazos. Vio un tatuaje en uno de ellos. No estaba segura, pero le pareció que con sus grandes manos podría abarcar su cintura completamente.

Ese pensamiento hizo que se le quedara la boca seca, a pesar de que acababa de beberse un vaso de agua.

Era rubio. Algunos mechones eran muy blancos, como si los hubiera aclarado el sol. No lo llevaba muy largo para ser un motorista, pero era bastante salvaje, como si lo agitara el viento.

–Después de esa entrada, señoras, Oz no necesita más presentación –dijo la anfitriona del evento–. ¿Quién quiere empezar a pujar por nuestro motorista? ¿He oído ochenta dólares?

Un montón de manos se alzaron en la sala y el chico sonrió. Tenía una boca grande, labios sensuales y unos dientes blancos y perfectos. Daba la impresión de que le gustaba sonreír.

–¡Vaya! ¡Eres guapísimo! –susurró Marianne.

Se quedó absorta mirándolo mientras se sujetaba al borde de la barra. Desde la distancia, intentaba averiguar de qué color eran sus ojos.

–Cien dólares ofrece la señora de azul. ¿He oído ciento veinte? Muy bien. Ciento veinte para la mujer de al lado de la barra. ¿Quién ofrece ciento cincuenta?

La presentadora había dicho que se llamaba Oz. Le pareció que era un buen nombre para un motorista. Como el mago de Oz, sería un mago sobre la moto.

Se preguntó si también sería un mago en la cama.

Sólo pensar en ello hizo que se quedara momentáneamente sin respiración.

Unos pantalones de cuero negros cubrían sus largas piernas. Marianne se imaginó el olor de la piel y la calidez del tejido al estar en contacto con él.

Tenía un cuerpo realmente espectacular. Había músculos por todas partes. Era un hombre al cien por cien. Desde su pelo rubio hasta la punta de sus botas. Todo él era testosterona.

Peligroso.

–Y van doscientos cincuenta dólares. Chicas, es la puja más alta de la noche por ahora. Subamos tanto como podamos. Recuerden que se trata de una buena causa. Y de una cita con Oz, por supuesto. ¿Quién ofrece trescientos dólares?

Aún había manos elevadas que impedían que lo viera con claridad. Se puso de puntillas para poder verlo mejor.

Pero no era suficiente. Los brazos le bloqueaban la vista. La puja se hacía cada vez más intensa.

Marianne colocó las manos sobre la barra y se subió a ella de un ágil movimiento. Se quedó de rodillas sobre la resbaladiza superficie de madera.

Desde allí veía bien. Lo suficiente como para observar que el tatuaje representaba una serpiente y una espada.

Se imaginó que no sería un hombre educado, que no estaría preocupado por respetar las normas. Seguro que hacía siempre lo que quería, sin importarle las consecuencias.

Estaba segura de que ese hombre era un chico malo, el peor que había visto en su vida.

Él la vio sobre la barra del bar. Se miraron a los ojos y él le sonrió. Le sonrió y aceleró el motor al mismo tiempo.

Su sonrisa le recorrió todo el cuerpo como una corriente eléctrica. Y supo en ese instante que él era exactamente la razón por la que se había ido de casa.

Se puso de pie en la barra. Levantó la mano y gritó a pleno pulmón para que la presentadora la oyera.

–¡Tres mil dólares! –exclamó.

Y después se bajó deprisa, sorteando a todo el público presente para llegar al escenario y reclamar a su hombre.

La libertad del deseo

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