Читать книгу La libertad del deseo - Julie Cohen - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеMarianne subió corriendo las escaleras traseras. Warren le había ofrecido la habitación que tenía libre en su piso, pero ella le había dicho que prefería la independencia que le daba el vivir en el apartamento vacío que había encima del bar.
Le temblaban las manos cuando abrió la puerta de su piso.
«Ya está. Lo voy a hacer. Por una vez en mi vida estoy haciendo lo que quiero», se dijo.
Atravesó deprisa el piso y se arrodilló al lado de la vieja cama. Sacó la maleta de debajo. El sobre con el dinero estaba en uno de sus bolsillos interiores. Lo contó si dejar de temblar.
–Me faltan veinticuatro dólares –dijo suspirando.
Había sacado dinero de su cuenta antes de irse de Webb, pero había gastado más de lo que pensaba en su viaje hasta allí.
Tenía dos mil novecientos setenta y seis dólares. Era bastante dinero para tenerlo escondido debajo de la cama en plena era de los bancos electrónicos.
Pero no era suficiente para tener una cita con Oz.
Tenía también cheques, una tarjeta de débito, varias cuentas y tarjetas de crédito, pero no quería tener que usarlas. Hubiera sido demasiado fácil encontrarla si dejaba rastro con las tarjetas y no quería que su familia diera con ella. Al menos, no de momento.
–¡Vaya por Dios! –murmuró–. La chica más rica del condado de Webb no tiene el dinero suficiente para comprar un hombre.
Se puso de pie deprisa y abrió uno de los cajones de la cómoda. Encontró un jersey. Se quitó las sandalias y se puso unas zapatillas de deporte. Cerró la puerta del apartamento y corrió escaleras abajo hasta el bar.
Seguía la subasta de solteros. Había un tipo en el escenario posando y bailando para deleite de las féminas presentes. Ella atravesó el bar como pudo.
–¡Warren! –gritó.
Su primo sirvió un par de cócteles a una clienta y se giró para mirarla.
–¡Marianne! –exclamó él–. ¡Eres una fiera! ¡No podía creérmelo! –añadió dándole un sincero abrazo.
–Necesito que me prestes veinticuatro dólares –le dijo ella–. Y también que me des el resto de la noche libre.
–Cariño, después de esa actuación, puedes tener todo lo que quieras –repuso él sacándose la cartera del bolsillo–. ¿Quiere eso decir que la cita va a ser esta misma noche?
Marianne sonrió.
–Primo, esta noche voy a hacer todo lo que quiera.
–En ese caso, deberías llevarte esto –repuso Warren sacando una cajita de debajo de la barra.
Eran preservativos.
Ver la cajita hizo que de repente todo le pareciese mucho más real. Iba a salir con un completo extraño. Llevaría preservativos en el bolsillo y ni siquiera sabía el apellido del motorista.
Vaciló durante un momento.
Warren la miró con detalle.
–¿Marianne? ¿Sabes quién es Oz de verdad?
No, no lo sabía y ése era el problema.
Lo que iba a hacer iba en contra de todo lo que le habían enseñado desde pequeña, de toda su educación. Se iba con un hombre al que apenas conocía sin más protección que una caja de preservativos.
No conocía a Oz pero, por otra parte, sentía que sabía quién era. Recordó cómo la había tomado en sus brazos y besado como si ella fuese un preciado tesoro. Pensó en que le había sugerido que se cambiara los zapatos y que se abrigara. Con él, había sido tal y como quería ser y había dicho lo que había sentido a cada momento.
Parecía un tipo peligroso pero, con él, se sentía extrañamente segura.
–Sé cómo me hace sentir –le dijo aceptando la caja de profilácticos.
–¡Ésa es mi chica! –repuso Warren sonriendo–. Disfruta de la noche. Pero, ten cuidado, ¿de acuerdo? Sólo llevas un día en esta ciudad. Y, aunque creo que está bien divertirse, recuerda que hace muy poco que lo dejaste con Don Perfecto.
–Tendré mucho cuidado –prometió Marianne–. Sólo quiero divertirme, Warren. Necesito esto. No voy a enamorarme de ese tipo.
Se acercó hasta la mesa donde dos mujeres pertenecientes a la asociación benéfica recogían el dinero de las apuestas. La recibieron con grandes sonrisas y abrazos.
–Te has ganado un tipo de lo más apuesto y salvaje –le dijo una mientras Marianne contaba el dinero.
–Sí, bastante salvaje. Me encantan los chicos malos.
Las dos mujeres se miraron a los ojos.
–No eres de por aquí, ¿verdad?
–No, pero creo que esta ciudad va a gustarme –contestó ella.
Se guardó el recibo en el bolsillo donde ya tenía los preservativos y fue hacia la salida.
La parte delantera del bar era una gran cristalera. Se detuvo antes de abrir la puerta y vio, frente al local, a Oz de pie al lado de la moto. Sólo había pasado unos minutos separada de él, pero se le había olvidado lo sexy que era ese hombre. Sólo verlo allí hizo que el estómago le diera un vuelco.
Las farolas de la calle iluminaban su pelo rubio y sus hombros. Tenía los brazos cruzados sobre el torso. Miraba la moto como si estuviera estudiándola. Parecía tranquilo y pensativo. Su corazón, en cambio, palpitaba sin parar.
Se dio cuenta de que tenía dudas, de que estaba vacilando antes de abrir la puerta y salir.
Cerró los ojos un segundo y tragó saliva. Se convenció de que quería hacer eso. Era lo que más quería en ese momento.
Había concentrado todas sus ilusiones en ese hombre, esa moto y esa noche.
Abrió la puerta del bar.
Él no esperó a que ella se le acercara. Fue a unirse con Marianne a medio camino y se quedó parado frente a ella, pero sin tocarla.
–Estaba empezando a temer que todo hubiera sido un sueño –le dijo.
–Me llevó un tiempo reunir los tres mil dólares.
–Es la primera vez que alguien paga tanto dinero por el placer de mi compañía –confesó él.
–Creo que merecerá la pena –repuso Marianne.
No sabía por qué, pero cuando estaba a su lado le resultaba fácil mostrarse coqueta y seductora. Él la miró de arriba abajo y no pudo evitar estremecerse.
–Las zapatillas de deporte están bien, pero vas a tener frío sólo con ese jersey. Toma –le dijo mientras le ofrecía la chaqueta de cuero.
Marianne la tomó y se la puso. Le llegaba hasta medio muslo y las mangas le cubrían las manos. Se sentía cómo si él la estuviera abrazando de nuevo. La prenda olía a Oz. Le encantaba su aroma a cuero, jabón, especias y hombre.
–¿No vas a tener frío? –le preguntó preocupada.
–Creo que no –repuso él sin dejar de mirarla.
Sabía que lo había dicho con intención y el corazón le dio un vuelco al oírlo.
–¿Estás listo?
–Sí.
Pero no fue hacia la moto. Se acercó a ella y le cerró la cremallera de la chaqueta. La mano de Oz rozó su barbilla cuando terminó y no la movió de allí. Sentía que de no estar sujetándola levemente podría caer al suelo en cualquier momento.
–Ojalá tuviera un casco para ti –le dijo.
No podía creer que un tipo tan duro como él estuviera preocupado por su seguridad encima de la moto.
–¿Tienes tú uno?
Él negó con la cabeza.
–No es obligatorio dentro de la ciudad, pero no me hace gracia arriesgar la vida de otra persona.
Oz tenía el ceño fruncido. Ella alargó la mano y lo rozó con los dedos. Él tocaba su cara y ella la de él.
–Confío en ti y en que no tendremos un accidente.
–Bueno, no tenemos otra opción. ¡Vámonos! –le dijo mientras la tomaba de la mano y llevaba hasta la Harley.
Su mano era muy cálida y podía sentir callos en su palma. Se imaginó que se los habría hecho de tanto conducir la moto sin guantes. No pudo evitar pensar en cómo sería sentir sus fuertes manos en la piel de su estómago.
Oz se subió a la moto y la dejó quieta hasta que se hubo montado ella.
–¿Te has subido alguna vez a una moto como ésta? –le preguntó Oz.
–No, nunca.
–Este tipo de motos bajas se construyen así para la comodidad del conductor más que para correr, pero ésta va bastante deprisa de todas formas. Será mejor que te agarres a mí.
No necesitó que se lo dijera dos veces. Se acercó hacia él en el asiento de piel. Hasta que sus muslos quedaron cerca de las piernas de Oz. Entonces rodeó su cintura con la manos y se apoyó en su espalda.
Era maravilloso estar así. Su espalda era fuerte y ancha. Podía sentir cómo respiraba. Colocó la cabeza entre sus omoplatos y disfrutó escuchando el ritmo de su corazón. Su camiseta negra estaba impregnada del mismo aroma que la chaqueta, su aroma. Limpio y masculino.
Con las manos apoyadas en los firmes músculos de su abdomen, cerró los ojos y aspiró la esencia de Oz y de la motocicleta.
Recordó que en el aparcamiento, después de que se besaran, él se había excitado. Había sido evidente el bulto en sus pantalones. Se preguntó si se encontraría aún en el mismo estado. Sabía que le bastaría deslizar sus dedos unos centímetros más abajo para salir de la duda.
Lo que tenía claro era lo excitada que estaba ella. Con las piernas abiertas y Oz y la moto entre ellas, la costura de sus vaqueros le rozaba la entrepierna y estaba consiguiendo acrecentar la sensibilidad en sus genitales. Unos minutos antes, le había parecido que era buena idea llevar vaqueros, pero ya no estaba tan segura, le apretaban demasiado. Se recolocó en el asiento, resistiéndose para no acercarse más y frotarse contra él.
No podía creer lo que le estaba pasando. Era como un animal en celo.
–Intenta no moverte demasiado –le aconsejo Oz con su voz sensual y profunda–. Apóyate en mí y deja que sea yo el que nos guíe. Tenemos que dejar que nuestros cuerpos vayan al unísono con la motocicleta.
Todos los músculos de Oz parecían estar duros allí donde lo tocaba. Era como si estuviera muy tenso. Lo vio sacudir la cabeza ligeramente y suspirar después. Marianne se apoyó de nuevo en él, dejando que sus pechos se comprimieran contra su espalda.
–Relájate –susurró él.
Marianne se preguntó si se lo diría a ella o si estaría hablando consigo mismo. De todas formas, relajó un poco los brazos que lo sujetaban.
Oz encendió el motor y ella no pudo evitar sorprenderse. La moto rugía entre sus piernas y todo su cuerpo comenzó a vibrar con ella. En el escenario, había estado demasiado aturdida como para apreciar lo que era ir en una moto como aquélla con un hombre fuerte como Oz.
Pero ahora era muy consciente de lo que estaba viviendo.
Le temblaban las rodillas. La tela de su camiseta vibraba contra sus pezones. Su cuerpo y el de Oz se movían al unísono como si estuvieran compartiendo mil caricias por minuto. Y entre sus piernas sentía una palpitación cálida e irresistible. Era como si una insistente mano la estuviera torturando allí mismo.
O una boca.
Nunca había vivido nada parecido, todo era una especie de juego sexual de lo más excitante. Y eso que aún no se habían movido, seguían en la acera frente al bar. El ruido del motor de la Harley llenaba la calle vacía.
–Oz, ¿a qué estás esperando? –le preguntó ella acercándose a su oído para que pudiera escucharla.
–Estoy intentando recordar que tengo que concentrarme en la carretera y no en el hecho de que rodeas mi cuerpo con el tuyo –le dijo él con suavidad.
–¡Ah! –repuso ella.
Le gustó saber que él se sentía igual que ella. Era incluso más excitante que la vibración de la moto.
–Y… ¿Crees que podrás hacerlo?
–Lo intentaré, sujétate bien.
La Harley rugió y comenzaron a moverse. Sintió el viento en su pelo y la moto le dio un tirón al tomar velocidad que la empujó hacia atrás. No pudo evitar gritar de felicidad.
Todo aquello le resultaba increíble. Ella, Marianne Webb, estaba montada en una moto muy salvaje con el hombre más atractivo que había visto en su vida. Una sonrisa de satisfacción apareció en su cara.
Pero el motor se apagó de repente y chocó de forma brusca contra la espalda de Oz. Él se giró al instante.
–¿Estás bien?
Marianne se frotó la nariz.
–Sí, estoy bien. ¿Qué ha pasado?
Oz la miraba con timidez.
–Se me ha escapado el pie del embrague y el motor se ha calado. Lo siento.
No pudo evitar reírse. Parecía un niño pequeño al que acababan de pillar haciendo algo malo.
–¿Es que no tenías la mente en la carretera?
–No, es que nunca he… Es que hace mucho que no monto con un pasajero.
Oz se giró de nuevo para mirar a la carretera. Al moverse, su trasero rozó accidentalmente la entrepierna de ella. Una ola de placer la invadió y le costó no gemir.
Pero entonces el motor comenzó a rugir de nuevo y se le escapó un suspiro. Las vibraciones estaban torturando todas las partes de su cuerpo que estaban más sensibles que de costumbre. Las sentía sobre todo en sus pezones, en su centro de placer y en el interior de sus muslos.
Se preguntó si sería posible tener un orgasmo sólo por montarse en una moto. Pero entonces comenzaron a moverse de nuevo y dejó de pensar.
Todo aquello era increíble.
Llegaron al final de la calle y sintió cómo de pronto se ladeaba la moto. Oz estaba inclinándose a un lado. Los dos lo hacían. Y se dio cuenta de repente de que iban a caerse.
Gritó con los ojos muy abiertos y el estómago le dio un vuelco.
Pero no se cayeron, sino que giraron a la izquierda. Le parecía imposible que siguieran en pie.
Después giraron a la derecha y los dos volvieron a inclinarse a ese lado. Sus cuerpos y la moto se movían al unísono, tal y como le había dicho Oz.
–¡Vaya! –exclamó ella encantada.
El viento agitaba su pelo y golpeaba su cara.
Y entonces llegaron a una recta en la carretera. Oz aceleró y ella lo sintió en todo su cuerpo. Se imaginaba que no iban muy deprisa, estaban en el barrio financiero. Pero en una moto se sentía la velocidad de una forma mucho más significativa. Sus pies sólo estaban a unos centímetros del suelo, que pasaba rápidamente bajo ellos. Levantó la vista para disfrutar de lo que iban dejando atrás. Los edificios, las luces, los semáforos, todo era más nítido que lo que veía tras el cristal de un coche.
Por otro lado estaban los aromas. Podía oler las hojas de los árboles, el aire de otoño, el alquitrán de las carreteras enfriándose al anochecer, la gasolina…
–¡Esto es genial! –gritó entusiasmada.
Sintió cómo Oz se reía.
–Espera a que lleguemos a la autopista –le dijo él.
Sus palabras le llegaron con el viento. Giraron de nuevo a la izquierda, pasaron un puente y pudo oler el aroma salado y algo pestilente del mar. Allí el aire era más fresco.
Llegaron entonces a la autovía. Cuatro carriles y dos sólo para ellos.
Oz forzó el motor y aceleraron al instante. La velocidad hizo que le temblara todo el cuerpo. Los árboles que pasaban se convertían en una mera mancha borrosa con olor a pino. Respiró entusiasmada.
–¡Sí! –exclamó contra el viento y las estrellas.
Todo se movía a su alrededor, estaba encantada. Echó la cabeza hacia atrás y sintió cómo se le soltaba la coleta y su pelo comenzaba a volar.
No sabía a qué velocidad iban, pero sabía que nunca había ido tan deprisa. Era como si estuvieran remontando el vuelo con ayuda del viento, aunque podía sentir aún la carretera cerca de sus pies. Todo era fuerza y energía.
Y todo lo controlaba Oz.
Y él estaba entre sus muslos.
Rió con ganas.
Sólo hacía dos días que había dejado atrás su antigua vida con la promesa de convertirse en algo distinto. Creía que estaba haciéndolo muy bien, todo había sucedido muy rápidamente.
Era libre, era ella misma y podía hacer todo lo que quisiera, cualquier cosa.
–¿Puedes oírme? –le preguntó a Oz tan alto como pudo.
El viento agitaba con fuerza el cabello de Oz. Giró la cabeza, debía de haber sentido que ella le hablaba.
–No puedo oírte –le dijo.
El viento acercaba las palabras de Oz, pero él no podía oírla a ella.
–¡Quiero que hagamos el amor de forma loca y salvaje! –le gritó.
–¿Qué? –repuso él.
–¡Nada! –contestó ella mientras se levantaba para acercar su boca a la oreja de Oz–. ¡Más rápido!
Le clavó los dedos en su duro abdomen y apretó con más fuerza sus muslos para sentirlo entre sus piernas. Ya sólo podía sentir la adrenalina recorriendo sus venas.
Parecía que habían pasado horas cuando Oz por fin redujo la marcha y aparcó la moto a un lado de la carretera. Marianne no pudo ver más que arbustos y árboles.
–Quiero enseñarte algo –le dijo él después de apagar el motor.
Su voz parecía más alta que de costumbre y le sorprendió dejar de oír el rugido de la Harley.
Oz se bajó de la moto y extendió la mano para ayudarla. Le temblaban las piernas cuando por fin pisó suelo firme. Todo parecía estar sacudiéndose aún bajo sus pies.
Torpemente, dio un paso hacia delante y se agarró al brazo de Oz para que éste la sostuviera.
–¡Dios mío! Ahora entiendo por qué conduces un chisme de éstos –le dijo–. Es como sexo sobre ruedas, ¿no?
–Esta vez más que en otras ocasiones –contestó Oz–. ¿Estás bien?
–Claro. Ha sido increíble…
Él le sonrió.
–Sé cómo te sientes.
Algo más segura de sí misma y de sus piernas, se llevó la mano al pelo para apartárselo de la cara. Toda su melena estaba llena de enredos.
–Espera aquí –le dijo Oz–. Tengo que ir a mirar una cosa. Ahora mismo vuelvo.
Le apretó la mano con fuerza antes de girarse y desaparecer entre los arbustos.
Se preguntó qué tendría que hacer Oz allí mientras intentaba desenredarse el pelo con los dedos. Pensó que a lo mejor tenía que orinar o encontrar un lugar secreto donde solían encontrarse los motoristas. Oyó ruido entre los arbustos durante un tiempo, pero después sólo hubo silencio.
Mucho silencio. Se imaginó que sería muy tarde. La brisa agitó algunas hojas caídas de los árboles. Podía oír el motor de la Harley tintineando al enfriarse y las olas rompiendo a lo lejos, estaban aún en la costa. Las casas al otro lado de la carretera estaban todas a oscuras.
Se imaginó que sería más de medianoche. Podía ver su aliento formando nubes bajo la luz de la luna.
Se estremeció y decidió olvidarse de su pelo de momento. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de Oz.
Sus dedos se encontraron con algo dentro. Parecía una billetera y algo más. Decidió sacar ambos objetos.
Era una billetera de piel negra y un paquetito que le resultó familiar. Había una nota adhesiva pegada a la caja.
Oz:
Recuerda que me debes una cerveza por cada uno que uses.
Jack
Quitó la nota. Era una caja de preservativos idéntica a la que tenía ella en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Colocó la nota de nuevo y guardó todo en la chaqueta de cuero.
Se preguntó si aquello era una señal o quizá una advertencia.
Vio los arbustos separarse y una gran figura oscura apareció frente a ella. El corazón le decía que se trataba de Oz, pero dio un paso atrás de todas formas.
«¿Qué estoy haciendo aquí, en medio de ninguna parte, de noche y con un motero al que no conozco de nada?», pensó de pronto angustiada.
El corazón comenzó a latirle con fuerza y las palmas de las manos se le empaparon con un frío sudor.
–Soy yo –dijo Oz.
Era un hombre altísimo. No podía ver su cara, pero distinguía el contorno de sus anchos hombros y sus grandes manos.
Se quedó parada, con la parte trasera de las piernas tocando la moto. Pero su corazón no se tranquilizó.
No alcanzaba a comprender lo que estaba haciendo, qué pintaba ella allí.
Por un lado, no conocía a Oz ni a nadie como él. Por otro lado, nunca se había visto en una situación como aquélla.
Pensó que debería volver al bar de Warren y concentrar todas sus energías en aprender a hacer un margarita o un daiquiri. A lo mejor debería emprender su nueva vida poco a poco, sin jugar todo su dinero a una sola carta como estaba haciendo.
–Oz… –empezó ella.
Entonces él se adelantó y la luna iluminó su pelo y su cara. Podía ver su nariz, estrecha y recta, sus gruesos labios, las arrugas que las sonrisas habían dejado en su cara. Sus ojos brillaban con intensidad.
Era absolutamente perfecto. Tanto que no podía pensar con claridad. Supo en ese instante que no podía volver a casa y que tampoco quería.
–¿Es Oz tu nombre verdadero?
–No, es un apodo.
–¿Cómo te lo pusieron? ¿Por el roquero Ozzy Osbourne?
Él no pudo evitar reír con su pregunta.
–No, me lo puso mi hermana pequeña, Daisy. Me llamo Óscar, pero cuando era pequeña no podía pronunciarlo y me llamaba Oz. Y me he quedado con ese nombre.
Ella asintió. Se sentía un poco tonta. Había conocido a ese peligroso motorista en una subasta organizada con fines benéficos y su nombre se lo había puesto su hermana pequeña. Se imaginó que lo más probable era que no se tratase de un asesino o violador en serie.
–Ya, supongo que no te pareces demasiado a Ozzy Osbourne.
–Y tampoco hago lo que suelen hacer esas estrellas del rock, como romper guitarras y esas cosas –le dijo Oz acercándose un poco más a ella–. Me ha encantado tenerte en la moto, abrazándome desde tu asiento, pero creo que te prefiero así. Ahora puedo ver lo bella que eres.
Le apartó su enredado pelo de la cara con la mano. Era grande, pero delicada al mismo tiempo.
–No esperaba conocer a alguien como tú esta noche –añadió Oz.
Marianne tuvo que hacer el esfuerzo consciente de volver a respirar.
Era verdad que no conocía a ese hombre. Pero, tal y como le había dicho a Warren, sabía exactamente cómo le hacía sentir. Con él se sentía preciosa, salvaje y llena de deseo.
Y así era como quería ser.
Tomó la mano que le acariciaba la cara y la besó. Su piel era suave y olía levemente a aceite de motor.
–¿Qué es lo que querías enseñarme? –le preguntó.