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Capítulo 2

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Marianne estaba sudando y no sabía si era por el calor que hacía en la sala o por culpa de él. Para cuando llegó al escenario, una fina película de humedad cubría su piel.

A mitad de camino se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiéndola. Unas cuantas mujeres la felicitaron. Pero ella apenas se dio cuenta, estaba demasiado ocupada viendo cómo su chico malo se bajaba de la moto y se acercaba al borde del escenario. La estaba esperando con una gran sonrisa iluminando su apuesto rostro.

La tarima no era muy alta, apenas un metro de elevación, pero el hombre parecía un gigante desde el suelo. Se inclinó y alargó las manos hacia ella. Marianne las aceptó y el corazón le dio un vuelco cuando él la levantó del suelo y la dejó sobre la plataforma.

–Hola –le dijo él con una voz profunda y cálida–. Soy Oz.

–Hola, yo soy Marianne –repuso ella sin soltarle las manos.

–Todos te están aplaudiendo, Marianne.

–¿En serio?

Pensó en echar un vistazo al público, pero no podía dejar de mirar a Oz.

–En serio –repuso él soltando sus manos y tomándola en brazos con rapidez y agilidad.

Ella rodeó su cuello con las manos. Uno de los brazos de Oz sostenía sus piernas, el otro la parte de alta de su cuerpo. Su mano descansaba sobre las costillas, justo por debajo de su pecho. La mejilla de Marianne estaba al lado de su hombro desnudo. Le hubiera encantado poder saborear su piel.

–Venga, saluda a la gente –le dijo él.

Estaba tan cerca de su cara que pudo oler la pasta de dientes cuando le habló. Parecía que acababa de afeitarse.

Aquello le sorprendió, pero se imaginó que los motoristas también se afeitaban y cepillaban los dientes.

Ella saludó con una de las manos, manteniendo la otra en el cuello de Oz. La gente aplaudió y gritó con más fervor aún.

–¿Por qué están aplaudiendo? –preguntó ella algo confusa.

–Bueno, te has puesto encima de la barra y gritado una puja que es diez veces mayor que el precio de salida. Creo que los has impresionado.

–¿Y a ti?

Él lo miró a los ojos. Se dio cuenta de que eran de color avellana. Aquello tampoco se lo esperaba. Creía que serían negros como la noche o azules como los de un lobo.

–A mí también me has impresionado.

No sabía por qué, pero tenía ganas de besarlo. A pesar de que sólo hacía cinco minutos que lo había conocido.

Aunque en realidad, no lo conocía en absoluto. Aun así, tenía tantas ganas de besarlo que tuvo que morderse el labio para contenerse.

Fue él el que la besó entonces.

Sus labios, suaves y firmes, la pillaron por sorpresa, pero no le pareció inadecuado. Marianne cerró los ojos y apretó con más fuerza su cuello. Él alargó el beso y oyó cómo respiraba por la nariz, inhalando su aroma.

Cuando soltó el aire, una suave brisa le acarició la mejilla y pudo oír, en la parte de atrás de su garganta, un gemido sólo ahogado a medias.

El corazón comenzó a latirle con fuerza y le zumbaban los oídos.

Cuando dejó de besarla, se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiendo y gritando con más fuerza aún.

Acababa de tomar a una completa extraña en brazos y besarla frente a un bar lleno de mujeres enloquecidas y entusiasmadas.

A pesar de todo, creía que era lo mejor que había hecho en mucho tiempo. Mejor incluso que montarse en la Harley Davidson. Y eso era mucho decir, porque la moto era una máquina extraordinaria.

Ella era preciosa. Delgada, con piernas largas y pelo castaño oscuro que se escapaba de su cola de caballo. Llevaba unos vaqueros que resaltaban sus curvas y una camiseta que se ajustaba a su pecho y dejaba a la vista sus hombros y clavículas.

Por debajo de la camiseta podía incluso descubrir parte de su escote y un delicado sujetador de encaje. Sintió cómo se le paralizaba el aliento en la garganta.

No había podido dejar de mirarla desde que la viera arrodillarse sobre la barra. Era lo bastante guapa como para ser modelo o actriz y tenía la elegancia de movimientos de una bailarina. Pero lo que de verdad le había llamado la atención había sido su piel. Parecía clara, suave y tersa.

La tenía tan cerca que podía admirar con detalle su perfección. El pecho le brillaba como si estuviera cubierto de una tenue lámina de sudor. Tenía las mejillas coloradas y le brillaban tanto como sus hermosos ojos azules. Su piel era perfecta, suave y cremosa y su perfume ligero y femenino. Había dejado que ese aroma lo embriagara cuando la besó.

No podía creerse que esa exquisita criatura fuera a pagar tres mil dólares por él. También le resultaba increíble que hubiera respondido a su beso como lo había hecho, abrazándolo con fuerza y arqueando su cuerpo hacia él.

–Estoy un poco aturdido –le dijo.

–Yo estoy completamente aturdida –confesó ella.

Tenía un acento suave y lento. Su voz se introdujo en algún lugar de su pecho, haciendo que le fuera más difícil aún respirar.

Ella le sonrió y dos hoyuelos se formaron en sus mejillas.

Sintió el deseo irracional de besarla de nuevo. También sintió que algo cobraba vida entre sus piernas.

Era lo peor que le podía pasar. Estar en medio de un escenario con una preciosidad en los brazos y que toda la multitud se diese cuenta de que estaba excitándose.

Se giró y fue hacia la moto. Con cuidado, dejó a Marianne en la parte de atrás. Se montó y salió lentamente del escenario.

En la parte de atrás había puertas dobles que daban directamente al aparcamiento. Se dirigió hacia ellas. Sintió la brisa nocturna refrescar su cara y sus brazos desnudos mientras salían del edificio.

Pero el calor que recorría sus piernas y se hacía evidente en su entrepierna seguía allí. No entendía cómo podía seguir oliendo su aroma si ella iba detrás y el viento le golpeaba la cara, pero tenía claro que seguía inhalando su esencia.

A lo mejor se trataba de una locura temporal o de alucinaciones olfativas.

Oz sacudió la cabeza. No entendía lo que pasaba, ni siquiera había hablado con esa mujer durante más de un minuto.

Apagó el motor y bajó la pata de cabra de la moto para sostenerla. Se bajó y le ofreció la mano para ayudarla.

El silencio era absoluto allí fuera y sólo los iluminaba una tenue farola. Era muy consciente de que aún tenía una erección y de que no sabía qué hacer.

–Bueno, encantado de conocerte, Marianne –le dijo.

Le pareció patético, pero no se le ocurrió otra cosa.

–Yo también estoy encantada, Oz –repuso ella de nuevo con su suave acento.

–No eres de por aquí, ¿verdad?

–No, llegué ayer mismo. ¿Cómo lo has sabido?

–Por tu acento. Pareces una dama del sur, como la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó.

Y también se parecía a ella un poco, con su pelo brillante y sus relucientes ojos. Se llevó las manos a la cadera e hizo un mohín, resaltando la similitud entre ambas mujeres.

–Y tú pareces el típico yanqui. Lo que el viento se llevó tenía lugar en Georgia. Yo soy de Carolina del Sur, nuestros acentos no se parecen en absoluto.

–Muy bien –repuso él sonriendo–. Supongo que si alguien me dice que hablo como alguien de Boston también me sentiría ofendido.

–No sé cómo hablan los de Boston, pero la gente de Maine tiene un acento que me hace bastante gracia. Habláis un poco como los ingleses. No sé por qué no pronunciáis las erres al final de las palabras.

–No tenemos nada en contra de las erres. De hecho, nos gustan tanto que las reservamos para ocasiones especiales.

–Bueno –dijo mirándolo con la cabeza ladeada–. Creo que esto es una ocasión bastante especial, ¿no te parece?

–Pues sí –repuso él–. Rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr…

Marianne se carcajeó con ganas. Era una risa profunda y gutural. Una risa casi indecorosa.

No pudo evitar pensar en cómo sonarían sus gemidos si la tocaba. Se imaginó recorriendo sus pálidos muslos con las manos y oyendo sus gritos y gemidos.

Al parecer, además de alucinaciones olfativas también estaba sufriendo otras auditivas. De repente, estaba obsesionado con ella y no dejaba de imaginársela en situaciones muy íntimas. Creía que estaba volviéndose loco.

Pero nunca se había sentido tan bien.

–¿Te gusta este sitio?

–Sí –repuso ella mientras recorría su cuerpo con la mirada.

Al llegar a la entrepierna, vio cómo los ojos de Marianne se agrandaban. Estaba claro que se había dado cuenta de lo excitado que estaba y de la reacción que ella estaba teniendo en él. Esos pantalones de cuero no hacían nada por disimular lo evidente.

Ella volvió a mirarlo a la cara y vio cómo sus mejillas se sonrojaban de nuevo. Marianne dio un paso para acercarse a él. Estaba lo bastante cerca como para sentir su aroma de nuevo y el calor que emanaba de su cuerpo. Sus pechos estaban a sólo un par de centímetros de su torso.

–Me gusta mucho –añadió ella.

La invitación era muy clara. Quería que Oz hiciera lo que más le apetecía en ese momento. Y eso era enredar las manos en su pelo, echarle la cabeza hacia atrás y besarla de nuevo. Esa vez, sería un beso más apasionado. Llenaría su boca con el sabor de Marianne mientras su cabeza seguía emborrachada con su aroma. Quería deslizar las manos por debajo de la camiseta y sentir su piel.

Levantó la mano para tocarle el pelo, pero la dejó caer de nuevo.

Su cuerpo la deseaba y era evidente que a ella le pasaba lo mismo. Pero eran algo más que dos cuerpos.

–Acabas de llegar a Portland –le dijo–. No sabes nada de mí.

Ella siguió sonriéndole.

–Sé que me gusta tu Harley y que me gusta tu aspecto –repuso ella mientras le tocaba la pierna y acariciaba el suave cuero negro–. Y sé que me gustas lo suficiente como para pagar tres mil dólares por tener una cita contigo.

Pero la moto era prestada y la ropa también. Le gustaban todas las cosas de él que no eran realmente suyas. Creía que había acertado al no querer llevar su relación física un poco más lejos. Dio un paso atrás.

–Creo que eso no es suficiente, ¿no te parece?

–¿Tres mil dólares no es suficiente por una cita? –repuso ella con incredulidad.

–No. Lo que creo es que el hecho de que te gusten mi moto y mi apariencia no es suficiente para que pienses que te gustaría tener algo conmigo –le dijo él con sinceridad.

Igual que él debía recordar que sus hoyuelos, su risa, su acento y su piel perfecta no eran motivos suficientes como para tener una historia con ella. No eran buenos cimientos para una relación.

Por supuesto, también le gustaban sus piernas, sus besos, sus vivos ojos azules, su pelo y el descaro con el que se había subido a la barra del bar para pujar por él. Además de la generosidad que había demostrado al entregar tres mil dólares a una buena causa.

Pero tenía que convencerse de que todo eso tampoco era suficiente.

Pensó que a lo mejor podía conocerla un poco mejor y darse una oportunidad.

–¿Qué estás haciendo en Portland?

Ella se retiró de la cara algunos mechones que habían escapado de su cola de caballo.

–Trabajo como camarera en el bar de Warren –le dijo–. Y estoy buscando alguien como tú. Aunque no te conozco demasiado –añadió–. Por ahora.

–¿Y por qué estás buscando alguien como yo?

La expresión de la cara de Marianne hizo que se quedara sin aliento. Ella ni siquiera se movió, pero el aire entre ellos pareció espesarse por momentos, tal era la tensión sexual entre ellos.

–Estoy buscando una fantasía. Y creo que tú puedes proporcionármela.

Y con esas palabras, consiguió que su libido entrase en directa lucha con su sentido común y con su naturaleza responsable. Intentaba controlar la peor parte de sí mismo para no dejarse llevar.

Su miembro viril no era lo único que se había endurecido en su cuerpo. Cada músculo de su ser estaba en tensión. Tenía las manos cerradas en puños para controlarse y no tocarla. Quería hacer realidad la fantasía de Marianne allí mismo y en ese instante, en medio del aparcamiento.

–¿De qué tipo de fantasía estás hablando? –preguntó él intentando aparentar calma sin conseguirlo.

Ella se quedó pensando unos segundos. Aunque a él le parecía que ella tenía muy claro lo que iba a decirle.

–Bueno, Oz, para empezar, me gustaría que me llevaras a dar una vuelta en tu Harley. Nunca he montado en la parte de atrás de una moto.

–¿Y después?

–Después, haremos lo que nos apetezca –repuso ella sin dejar de mirarlo fijamente con sus ojos azules.

Y entonces le guiñó un ojo. Le pareció lo más sexy que había visto en su vida.

«Una cita no consiste en atacar a una mujer que acabas de conocer en un aparcamiento detrás de un bar», se recordó Oz.

–Después de pagar tres mil dólares, creo que debería llevarte a un restaurante caro e intentar conquistarte –le dijo.

Aunque dudaba que fuera a encontrar un restaurante de lujo en Portland donde aceptaran a un hombre vestido de cuero y a una mujer con vaqueros y sandalias a esas horas de la noche.

Ella levantó una mano y tocó el logotipo de Harley Davidson de su camiseta.

–Pues yo creo que ya me has conquistado –le dijo.

Esa mujer estaba consiguiendo hacer que quisiera abrazarla en ese mismo instante.

–Te gusta mucho toda la estética de los motoristas, ¿no?

Ella asintió.

–Sí, me gusta. Sobre todo porque pareces un chico malo.

Atónito, se dio cuenta de que ella creía que era un chico malo, un motorista duro y rebelde.

Oz se pasó las manos por el pelo. Él podía ser muchas cosas, pero no era un chico malo, eso lo tenía muy claro.

–Marianne, hay algo que deberías saber –comenzó.

Algo en la manera en la que había hablado hizo que Marianne cambiara de expresión y entrecerrase los ojos. Se retiró ligeramente de su lado. Casi parecía estar sufriendo o estar desesperada por algo.

–No –le dijo.

–¿No qué?

–No me digas lo que debería saber. Por favor. Dame una vuelta en tu moto. Deja que viva esta fantasía. Por una vez.

Su voz era aún fuerte, segura y tentadoramente dulce, pero había un tono de súplica en sus palabras que lo atrapó por completo.

–Es tarde –dijo él.

–No tan tarde. Tenemos toda la noche por delante.

Toda la noche para vivir la fantasía de Marianne. Y, a lo mejor, también la suya.

Siempre le decía a sus pacientes que las fantasías eran normales. Que eran una manera muy saludable de expresar sus deseos sin herir a nadie. Y que no pasaba nada por querer llevarlas a cabo.

Creía que las fantasías podían ser una revelación, que podían dar la libertad.

Recapacitó y se dio cuenta de que nadie podía salir herido con su pequeño juego.

–Muy bien –le dijo.

La miró de arriba abajo. Desde las uñas de sus pies, pintadas de rosa, pasando por sus vaqueros y su camiseta de algodón. Podía distinguir sus duros pezones en el suave tejido y se imaginó que no estaban así por culpa del frescor de una noche de octubre.

–Antes de subirte a la moto tienes que cambiarte de zapatos. Necesitas algo más fuerte que unas sandalias. También has de ponerte una chaqueta o pasarás frío.

Ella le dedicó la más increíble de las sonrisas.

–De acuerdo.

–Te veo frente al bar dentro de diez minutos.

Marianne se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

–Gracias –le dijo antes de irse.

Oz se llevó la mano al lugar donde lo había besado. Había sido un gesto tierno e inocente que poco tenía que ver con las palabras seductoras que había usado antes.

Se preguntó cuál de las dos mujeres era su fantasía personal. Por un lado estaba la sexy y seductora Marianne que buscaba un chico malo y, por otro, la Marianne desesperada y dulce que había confiado en él lo suficiente como para dejarse llevar.

La libertad del deseo

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