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NOTA DEL AUTOR

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Aún recuerdo cuando escribí mi primer cuento de adulto. Lo festejé como si hubiera ganado algo. Me sentía extasiado, a punto de devorar la vida. Había escrito algunas cosas antes, pero ese fue mi primer gran desafío. Debía animarme a escribir una historia, en la que desarrollara principio, nudo y final. Pero debía ser… perfecta, como suelen ser los cuentos, donde nada sobra y todo encaja en su sitio para que la historia sea redonda. Como dije, estaba extasiado y sentía que la literatura fluía por mis venas. Lo empecé a mediatarde, y para la noche ya lo tenía listo. Claro que, en ese momento, apenas me corregía algunos detalles, por lo que ese breve relato estaba plagado de errores gramaticales. Pero no importaba, porque estaba ahí. Ya existía, tenía una lógica y una estructura. Y, por supuesto, podía dárselo a otro para que lo leyera. Ese era mi mayor regocijo.

La idea me surgió de una película que encontré por televisión: 1408, de Mikael Håfström. Está basado en un cuento de Stephen King, que siempre me inspiró mucho a la hora de pensar historias. No es de extrañar que lo haya hecho también en mi primer cuento. Una habitación de hotel embrujada, y un hombre al que no le importa y está empecinado en pasar la noche en ella. ¿Podrá pasar la noche? ¿Qué cosas pasarán? ¿Logrará salir con vida?

No es la mejor película de terror ni por lejos, y quizás abunda en clichés. Pero eso no importa. Porque una obra no tiene por qué ser revolucionaria, clásica o épica para despertar algo en uno. Es parte de lo grandioso del arte: no necesita manuales para encender el alma. La cinematografía y la literatura comparten una cualidad: nos dibujan un camino perfectamente detallado y nos dan algunas herramientas para que los podamos cruzar, pero nos dejan que lo crucemos solos. Y en ese camino, uno sale distinto. Qué mejor para un artista que escuchar cuando uno habla de tu obra. No siempre tendrás las mejores devoluciones, pero al menos tocaste la vida de quienes lo cruzaron.

Finalmente, el cuento no entró en esta selección. Quise dejar que otras historias dibujen el camino. Cada una conlleva un por qué. Algunas son como ese primer cuento que surgió de una inspiración cinematográfica. Otras, quizás, son más vivenciales, como cuando nos ocurre algo en la vida que nos hace sentir que tenemos que contar una historia.

Les debo mucho a estos cuentos. Algunos fueron escritos antes de que pensara siquiera en escribir Dragón, mi primera novela. Se quedaron allí, resguardados, esperando el momento oportuno para atacar. Siempre observándome, agazapados, y siguiéndome los pasos de cerca.

Aún conservo todos los borradores en papel, y me emociono al encontrar que las páginas de los más viejitos están amarillas. En algunos casos pasó tanto tiempo, que para mí tiene un valor especial que hoy puedan ser leídos en un libro. Es una especie de revancha, o de impulso para nunca dejar de creer que se puede hacer aquello con lo que uno un día soñó.

Disfruté escribiendo cada una de estas historias, y lo sigo haciendo cada vez que surge una nueva. A diferencia de las novelas, los cuentos llevan otro adoctrinamiento. Los buenos cuentos —o los que, en mi caso, escribí de corrido— te quitan el sueño si no los descubrís a tiempo. Te piden que no los abandones hasta tenerlos cerrados. Y, si no, te persiguen adonde vayas.

Ya no hay remedio, porque ahora también te alcanzaron a vos.

Y por un ratito me gustaría sacarte de tu mundo y llevarte a otros sitios. A lugares en donde no hay reglas de ningún tipo. Donde todo es posible. Incluso las historias más enloquecedoras.

Julián Ciocia

Diciembre de 2020

Heterocromía

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