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HETEROCROMÍA

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Todo comenzó cuando Santiago vio a un extraño sujeto que merodeaba cerca de la plaza de su barrio. Llevaba ropa andrajosa y sucia. Era divertido sentarse a observar cómo en cuanto él pasaba cerca de los juegos, las madres tomaban a sus hijos y los llevaban lejos.

El vagabundo era una personalidad famosa de hacía años. Santiago recordaba que a él también le habían dicho que nunca se le acercara. Con treinta años más, el hombre continuaba teniendo la misma figura aterradora. Su barba grasienta había tomado un color gris, el mismo de su pelo enrulado. Era un tipo imponente y de una mirada intensa con sus ojos verdes.

Santiago había vuelto a su barrio luego de dos años, y le parecería que todo seguía igual a como estaba antes de marcharse. Se alegró de que así fuera. No había nada mejor que sentir como si el tiempo nunca hubiera pasado.

—Ojalá algún día saquen a este tipo de acá —oyó que decía una voz de mujer. A su lado se había sentado una señora. Tenía un bolso, al que se aferraba con fuerza—. Siempre ahí, mirando. Tendrían que encerrarlo.

El vagabundo se había acomodado en un banco, y con una de sus manos se tocaba una y otra vez la barba. Tenía la vista fija en una niña que jugaba en el tobogán del arenero sin soltar un osito de peluche gris y blanco debajo de su brazo.

—Nunca supe su nombre.

—A quién le importa. Es un vago —dijo la señora, y acentuó particularmente la última palabra.

Santiago lo observó con detenimiento, pero su visión resultó entorpecida cuando una joven se cruzó delante del vagabundo y avanzó a gran velocidad. Llevaba un mapa en la mano. Santiago la siguió con la mirada. Observó cómo ella se paró en el lugar y levantó la vista perdida. Luego suspiró fastidiosa y volvió la vista hacia el mapa.

Santiago no supo en qué momento comenzó a caminar hacia ella. Y a medida que avanzaba, se fue sintiendo demasiado estúpido como para decirle cualquier cosa. Así que se acercó y pretendió mirar hacia otra parte. Fue ella quien le habló.

—Disculpá… ¿Me podrás ayudar?… ¿Hola?

Santiago se dio vuelta desconcertado.

—¿Me hablás a mí?

—Necesito tu ayuda.

Ella le mostró el mapa, nerviosa. Era más alta de lo que había supuesto. Y en cuanto sus ojos se cruzaron, quedó fascinado. No había notado esa maravillosa anomalía que la afectaba. Solo había visto personas con heterocromía en fotografías, pero jamás en persona. Su ojo izquierdo era celeste muy claro, mientras que el derecho era marrón. Esta condición le daba un aspecto excéntrico y atrapante.

—Tengo un problema —comenzó a decir ella—. No soy buena para ubicarme… y siempre me pierdo. Tengo que llegar a esta dirección. —La joven estiró su brazo y le señaló en el mapa la calle «San Blas»—. Tengo que ir al 2100. ¿Vos conocés por acá? ¿Sabés dónde es?

Santiago no podía dejar de mirarle los ojos, que le parecían maravillosos.

—Sí, sí. Son seis cuadras para allá —señaló con su mano.

—¡Gracias!

La joven caminó en la dirección que le había indicado Santiago, pero se detuvo a mitad de camino.

—¿Te molesta acompañarme? No conozco por acá… y vos parecés copado.

—Sí… Te acompaño, no hay problema.

—Por cierto, ¿cómo te llamás?

—Santiago, ¿y vos?

—Camila.

Ella estiró su mano y apartó el cabello de sus ojos. Tenía un color rubio brillante, y a la luz del sol parecía una mecha encendida y dorada.

Santiago sonrió y no pudo evitar darse vuelta para comprobar si aún estaba el vagabundo. Se alegró de que no fuera así: eso significaba que se había ido a otro sitio y ya no observaba a los niños.

—Yo no conozco nada por acá. En realidad sí, pero no lo recuerdo —dijo Camila. Hizo una pausa, y luego continuó—: Ocurrió un accidente hace mucho tiempo, pero por suerte salimos las dos con vida. Mi mamá y yo.

—Pasando esa rotonda, son dos cuadras —dijo Santiago señalando una plazoleta.

Ella la miró confundida.

—Me resulta familiar…

—¿Qué cosa? ¿La rotonda?

—Sí. Quizás sea parte de esos recuerdos que perdí.

Ambos bordearon la plazoleta, y Camila se detuvo en una fuente circular que había en el centro. La observó con detenimiento.

—¿Qué es ese símbolo que tiene grabado? —preguntó ella.

—Es el nudo infinito. Simboliza los tiempos, el karma… y que todo siempre vuelve. Si te fijás, es un laberinto donde todo está conectado.

—¡Guau! —dijo ella entusiasmada—. Se ve que sabés mucho del tema.

Santiago sonrió.

—No sé tanto. Pero este pueblito fue fundado por mis antepasados. De hecho, mi bisabuelo fue quien diseñó esta fuente que ves acá. Y muchas de las casas que aún se conservan. Era arquitecto, y tenía esas creencias. Fueron pasando de generación en generación.

—¿Y se pueden pedir deseos? Yo siempre vi que arrojan monedas.

—Eso no sé. Pero podés probarlo si querés.

Camila revolvió en su cartera en busca de alguna moneda, pero no encontró. Entonces fue Santiago quien le alcanzó una.

—Gracias —dijo ella. Desplegó su amplia sonrisa y nuevamente lo miró con esos ojos heterocromáticos. Luego los cerró y permaneció unos instantes pensando el deseo.

—Listo— dijo.

Arrojó la moneda a la fuente.

—Ojalá que la fuente de tu bisabuelo me lo cumpla.

Vieron la moneda suspenderse en el agua, junto a muchas otras. Santiago nunca se había puesto a pensar que la gente depositaba sus deseos ahí. Quizás esas mismas monedas estaban hacía mucho, mucho tiempo. Y no estaba seguro de que esa fuente se hubiera construido con ese fin.

Estaban bordeando la plazoleta cuando se desató un fuerte viento huracanado. Se tuvieron que cubrir los ojos.

—¡Dios, qué viento! —dijo Santiago.

Desvió la vista hacia Camila. Pero ella parecía asumir el clima con total naturalidad.

Para suerte de Santiago, duró solo unos instantes. Del otro lado de la plaza el clima volvía a estar caluroso y soleado.

Fue entonces cuando él volvió a ver al vagabundo. Lo estaba observando de lejos. Le pareció verlo sonreír. Mostrando sus dientes amarillos y sucios.

—¿Qué pasa?—preguntó Camila al ver la cara de Santiago.

—Nada. No pasa nada. Vamos rápido.

Pero sí pasaba. Él no podía entender cómo el vagabundo había llegado hasta allí tan rápido. ¿Qué camino había tomado para llegar? ¿Por qué sonreía?

Continuaron caminando.

Las calles se hicieron pavimentadas y el suelo, que en otro tiempo él creyó que era de tierra, estaba muy prolijo. Se sorprendió al ver las calles de su infancia tan cambiadas.

—¿Dónde vivías vos?

—En la otra cuadra, ahora vamos a pasar por ahí.

Camila consultó su reloj y luego tomó del brazo a Santiago.

—¡Uy, apurémonos! Le dije que iba a estar a las siete como mucho, y son menos diez.

Caminaron en silencio todo el trayecto; resultaba algo aterrador escuchar únicamente los pasos y sus respiraciones.

—No me contaste cómo fue tu accidente —dijo Santiago.

—Es verdad, pero vos tampoco me dijiste cuál era tu casa.

—Es verdad… —dijo él, confundido.

Se sobresaltó, ya que no recordaba algunas de las fachadas de las casas. Era como si estuviese caminando en su barrio, pero que a la vez fuera distinto.

—¿Cuándo pusieron ese local? —preguntó Santiago señalando una heladería.

—¿Me preguntás a mí? —rio ella—. Este es tu barrio. Vos sos el que lo conoce bien.

—¿A qué calle me dijiste que teníamos que ir?

—San Blas 2156.

—Es la que viene, entonces… —Santiago aceleró el paso, y se acercó al cartel de la intersección de la calle. Leyó «Beethoven 2156».

—No puede ser —dijo—. Esta es la calle.

Camila se acercó a su lado y luego se encogió de brazos.

—Seguro te equivocaste.

—No, esta es la calle. Hicimos cinco cuadras, esta es San Blas.

Camila sacó el mapa. Efectivamente, le marcaba que el punto a donde debía dirigirse estaba en esa cuadra, pero el nombre era Beethoven.

—En el mapa figura que es acá. ¿Puede tener dos nombres?

—Imposible.

—Quizás me equivoqué yo al decirte.

—No. La calle existe y es esta. No hay otra explicación. ¡Está escrito ahí!

—Bueno, no importa. Capaz es un error de imprenta. O ese cartel está mal. Acompañame, que tiene que ser esta cuadra.

A Santiago le tomó un par de segundos reaccionar. Finalmente la siguió, incómodo.

—¿Cómo puede ser? Son demasiados cambios, y además tampoco recuerdo pasar por mi casa.

—No te diste cuenta. Estabas pensando en otra cosa.

Los dos se acercaron a la dirección, y Santiago comprobó que a cada paso que daba el aire se hacía más intenso. Era como si estuviera entrando en un túnel. Se sentía una especie de humedad sofocante. Los colores también eran raros, estaban apagados, y parecía como si alguien o «algo» hubiese absorbido la vida del lugar. Se le erizaron los pelos de los brazos, y se contuvo porque estuvo a punto de tomar a Camila y apartarla. Pero ella caminaba decidida. Nuevamente no parecía tener en cuenta el cambio espacial. Incluso se apresuró aún más cuando estaban cerca.

—Creo que es esta casa.

Se pararon frente a una cerca de madera y alambres de púas. A través de los espacios se veía un extenso patio y, a lo lejos, una casa derruida. Sobre el mármol estaba pintada la numeración que ella había mencionado.

—Mirá—dijo Camila—. ¡Tiene tu símbolo!

Con la misma pintura de la numeración, estaba grabado en el mármol.

—Pero… ¿quién es este tipo? —preguntó él, confundido.

—No tiene timbre —dijo Camila.

—No me gusta nada este lugar… No tenemos que entrar.

—¡Hola! ¿Hay alguien acá? —Camila aplaudió tres veces, y luego bajó el tono de voz, dirigiéndose nuevamente a Santiago—. ¿Eh? No es para tanto.

—Nadie sano puede vivir en un lugar así… Además, no hay nadie. ¿Dónde está todo el mundo? No es el barrio más poblado, pero siempre te cruzás con gente.

—Ay, estás exagerando. Sí que nos cruzamos con personas. Vos no las viste.

Aguardaron un lapso indeterminado, ya que en los momentos de tanta tensión a Santiago el tiempo le resultaba engañoso. Hasta que finalmente de la casa salió una figura.

—Ahí viene alguien. Por fin.

El sujeto abrió la puerta de la cerca. Era un hombre corpulento. Tenía una camisa manchada y un pantalón deportivo viejo. Su cabello era enrulado, y una incipiente barba se dibujaba debajo de la barbilla. Su barriga era excesivamente grande; por el contrario, sus pantorrillas eran muy delgadas, lo que le daba un aspecto gracioso y desagradable a la vez.

—Perdón… Venimos…

El hombre le hizo una seña con el brazo para que Camila se callara, y luego comenzó a caminar al interior de su casa. Se detuvo a mitad de camino en el patio, y les indicó que entraran.

—Esto no me gusta nada… —susurró Santiago. Pero Camila lo tomó de la mano y avanzaron por el patio. Eso lo tranquilizó un poco, pero de todos modos no le quitó ni un poco la terrible sensación de angustia que sentía.

Una vez dentro, Santiago sintió lo mismo. Un terrible agobio que impregnó el aire le produjo arcadas. Era una casa macilenta de la época colonial. La humedad había comido las paredes, y había pedazos de pintura seca esparcidas por el suelo. Todo estaba muy sucio. Y había manchas, muchas manchas que prefirió no mirar.

—Es por acá —indicó el sujeto. Y se abrió camino por el corredor de la casa, esquivando restos de ropa y comida.

No tardaron en desembocar en lo que en otro tiempo pudo haber sido un living, pero que ahora más bien parecía una sala abandonada.

A Santiago le llamó la atención un cuadro que había colgado. Era el rostro de Audrey Hepburn, pero solo una mitad. La otra era un esqueleto negro, con restos de piel pegado por debajo de las cuencas de los ojos. Era incluso llamativo, porque la pintura parecía suplicar que terminara aquel martirio que la tenía presa.

—Enseguida voy por el paquete —dijo el sujeto—. Ustedes espérenme acá, y no se muevan ni toquen nada.

Santiago asintió con la cabeza, y antes de que él se marchara vio cómo Camila observaba con detenimiento una fotografía que yacía en el sucio suelo de la casa. Luego se agachó y la tomó en sus manos. Santiago se acercó con cuidado y la miró también.

—No entiendo esto… —comenzó a decir ella. Pero no terminó la frase.

Era la fotografía de un Renault 19 color azul. Estaba estacionado, y dentro se veía a una niña de cabello rubio, junto a una mujer que parecía ser su madre al volante.

—¿Qué hace esta foto acá?

Santiago la miró con detenimiento.

—Es una foto muy vieja.

—Soy yo la de la foto, y la que está al lado era mi mamá. Esta foto es… —la dio vuelta. Detrás decía: «27 de febrero de 1995».

—No puede ser. Esa foto tiene fecha de hoy —dijo Santiago.

Santiago volteó la vista y contempló el cuadro de Audrey Hepburn. Sus ojos suplicantes lo miraban fijamente.

En aquel momento el sujeto volvió con un paquete. Se sobresaltó cuando los vio a los dos mirando la fotografía. Fue hacia ellos y se la arrebató de las manos.

—¡Les dije que no toquen nada! —gritó.

Él parecía muy alterado, incluso algo triste al comprobar que ellos habían visto la fotografía. Fue hacia un rincón y la apretó con fuerza.

—¿Por qué tenés una foto mía?

El hombre no contestó y continuó con la vista gacha. Finalmente dejó la fotografía sobre una mesa y agarró una botella que había entre los trastos. Se la llevó a la boca y tomó un largo trago de lo que parecía ser vino. Luego le habló a Camila.

—Esa niña… murió hace mucho tiempo. En un accidente de auto. Ni ella ni su mamá salieron con vida. Fue una tragedia atroz.

Santiago, que hasta ese momento se había mantenido calmo, perdió la cordura y se apresuró hacia la puerta de salida. Intentó varias veces abrirla, pero estaba cerrada con llave.

Mientras tanto, la voz de aquel sujeto se hacía más grave y parecía como si lo tuviera a dos pasos de distancia. Era imposible no escucharla o prestarle atención a lo que quería contar. O, peor, lo que quería que él escuchase.

—No, eso no es cierto…—dijo Camila.

—Fue el día más terrible de mi vida. Y jamás pude borrar ese suceso de mi mente. Porque me marcó, porque… hizo de mi vida una miseria.

—Lamento decirte que esa chica nunca se murió. Ni la mamá tampoco. ¡Soy yo!, y estoy viva.

El hombre levantó la vista y miró fijamente a Camila. Luego le extendió el paquete hacia ella.

—Sabía que este día iba a llegar. Esto me lo mandó un anónimo poco después del accidente. Vino acompañado por esa fotografía y una nota. Decía que ibas a venir a buscarlo. Porque es la ley del pueblo. Solo que pensé… tenía la esperanza de que se equivocara. De que todos estuvieran equivocados. Pero apenas te vi en la puerta, lo recordé como si hubiera sido ayer. Tomá. Llevalo lejos.

Santiago buscó otra salida y fue hasta una ventana. Intentó abrirla, pero fue en vano. Estaba trabada, al igual que la puerta.

—Vos estás muerta. Falleciste aquel día. Yo te choqué con mi auto.

Santiago apresuró su paso en dirección a Camila e intentó tomarla por la mano, pero en ese momento resbaló. Había algo, una especie de vacío en ella.

Sintió cómo su corazón se paralizaba al volver la vista a Audrey Hepburn. El cuadro lo observaba con crueldad. Había tomado vida, en una forma siniestra.

Camila se acercó al hombre y Santiago se estremeció del espanto. Se protegió el rostro con sus brazos. Pero ella únicamente tomó el paquete que él sostenía y se lo sacó de las manos.

—¿Qué es eso? —preguntó Santiago.

Camila lo abrió.

—Es mejor que salgas de acá —le dijo el hombre a Santiago.

—¡Eso intento, pero la puerta está trabada!

—¿Por qué nos abandonaste? —preguntó Camila. Sus ojos brillaban más que nunca. El color celeste se había hecho intenso, y parecía un diamante, mientras que el marrón se había oscurecido hasta volverse casi negro. Su voz era la de una niña, o eso pensó Santiago. Sintió, aún sin poder explicarlo, que había una historia capaz de revolverle los sesos. Un destino imposible de evadir.

—No fue mi intención… Lo juro… No sé qué me pasó…

—Nos abandonaste. Nos dejaste morir —repitió Camila, y sacó un osito de peluche del paquete. Era gris con blanco. Algunas lágrimas corrieron por el rostro de Camila, y sus ojos brillaron con mayor intensidad. El cuadro de Audrey Hepburn se derritió por completo; Santiago lo vio y jamás pudo olvidarlo.

—Nos abandonaste…

La casa comenzó a temblar con violencia y todos los vidrios estallaron. El intenso brillo se esparció por las habitaciones. Era como un arcoíris que emitía distintos colores, y cambiaba, al igual que sus ojos. De celeste a marrón, en un destello maldito y alucinante.

Santiago se apresuró hacia la puerta y comenzó a golpearla con violencia. Pero fue demasiado tarde, porque la luz lo alcanzó.

No supo que había sido un sueño hasta el momento en que la señora lo despertó. Estaba sentado en el banco de la plaza de su barrio.

—Te quedaste dormido.

Santiago abrió los ojos y vio a la misma mujer que hasta hacía un tiempo observaba a su hija jugar en la plaza.

—Eso parece…

—Perdón que te desperté; es que me aburro y no tengo con quién hablar. Además…

La mujer hizo silencio y observó con discreción para uno de los costados.

—El tipo ese sigue ahí. ¿Te puedo pedir que lo vigiles? Quiero cruzar la plaza hasta el auto, pero me da miedo. Y sos la única persona que hay acá.

Santiago le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y la señora fue hacia la niña. La tomó de la mano, cruzó la plaza.

El vagabundo la observó alejarse durante todo el recorrido, al igual que Santiago, quien, luego de lo que él consideró una distancia prudente, también abandonó la plaza.

Fue hasta su auto y, una vez allí, se tomó la cabeza. Verdaderamente había tenido una horrenda pesadilla. Sacó rápidamente un analgésico y luego, algo mareado, comenzó a conducir.

Los colores aún le daban vuelta, y no le faltaba más que cerrar los ojos para volver a ver a Camila brillando en esa casa abandonada. El último grito, el reproche y la condena eterna por haberlas abandonado. Mientras el cuadro se derretía. Mientras las horas destinaban que todo llega a su ciclo. Que todo tiene su tiempo, y el que el reloj no corre porque sí, sino que tiene un fin.

Recorrió las calles de siempre. Eran de tierra, como las recordaba. Eso quería decir que había vuelto. Pero se distrajo un momento al cruzar la rotonda, y sintió un fuerte impacto. El vehículo contra el que había chocado se hizo pedazos. Era un Renault 19 azul. Luego vio a la señora de la plaza, el osito de peluche gris y blanco, y el vagabundo que se había acercado hasta el lugar. Y, por supuesto, a la niña con heterocromía. La perfecta combinación entre los dos tiempos.

Santiago se tomó la cabeza presa del pánico. Y su vista se desvió al nudo infinito que se había teñido de un rojo brillante con la sangre de la niña. Ya no podía evadir su destino.

No se atrevió a bajar.

Puso su auto en marcha y se alejó manejando como pudo. Estaba condenado a derretirse por siempre en esa luz heterocrómica, al igual que el cuadro de Audrey Hepburn.

Heterocromía

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