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EL ALMUERZO

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—Está muerta.

Algunas personas alejadas de la cabecera

creyeron que se trataba de una broma y dijeron:

—Como para no estar muerta con este día.

Silvina Ocampo

Las fotografías

Todo ocurrió durante un caluroso verano en lo de mis padres. Hacía treinta minutos que la familia entera se había reunido para compartir el almuerzo. Desde mis abuelos hasta mis tíos segundos. Todos esperaban en el comedor.

Catalina, mi hermana, había preparado los aperitivos, para no impacientar a los comensales. A mí me tocaba una tarea mucho peor. Debía alejar a nuestro gato Cleto de mamá, porque cuando ella cocinaba, el gato la ponía nerviosa. El pequeño animal siempre había sido un malcriado y se restregaba entre las piernas de las personas para pedir comida. Desde siempre había sido mi rol. Era una orden no dicha que había comenzado no recuerdo cuándo. Esas que se dan con una simple mirada incómoda.

Mi padre, por otro lado, era quien la pasaba peor. Él era el encargado de dar las buenas y malas noticias. Casi siempre eran malas.

—Ya falta poco para la comida. Por favor esperen un poco más.

Siempre decía lo mismo, pero cómo hacerle entender eso a la abuela Norma, que repetía constantemente que si tardaba demasiado llegaría cuando ella se encontrara del otro lado.

Nada en mi familia era normal. Ni los roles que estábamos obligados a cumplir, ni la razón por la que lo hacíamos.

Jamás hasta aquel día pude entender el fin de esas reuniones. Tan frías y, sobre todo, tan falsas.

Pasadas aquellas primeras impresiones, llegaba lo que podíamos considerar como la mejor parte, el almuerzo. Esos preciados momentos en los cuales la deliciosa comida de mi madre entraba en mi boca. Todo lo demás era la misma rutina desagradable y desalentadora.

El tío Aurelio comenzaba con sus monólogos. Estaba en contra de todo, desde el empleo hasta el desempleo. Nada le venía bien, y vivía refunfuñando. Generalmente terminaba descargándose con la tía Juana. Ella era la única que se atrevía a hacerle frente.

Mis abuelos Alberto e Isabel eran los más desagradables. La edad los había empeorado. El abuelo tenía la costumbre de limpiarse la boca con el mantel, y por más que se lo hubiésemos marcado durante toda su vida, él no entendía. La abuela Isabel, por otra parte, hablaba con la boca abierta. Y cuando se reía, era mejor no estar cerca, porque te escupía todo encima.

Los demás comensales también tenían sus extravagancias. Por ejemplo, estaba mi primo Pablo, que no paraba de decir malas palabras. Todo lo que salía de su boca iba acompañado de un insulto, o este se agregaba como extra al final, para terminar de concretar la frase. También estaba su hermana, Paula, que no le importaba quién estuviera cerca, porque se la pasaba mandando mensajes con el celular. No prestaba atención a la conversación, ni tampoco dirigía la palabra si se le hablaba. A veces tenía la sensación de que era algo autista.

Mamá siempre se esforzaba por mediar la situación. Vivía empeñada en tratar de unir a una familia que por naturaleza era incompatible. Se la pasaba yendo de un lado a otro e intentaba que todos estén a gusto y cómodos. Pero le resultaba realmente difícil, ya que nadie la notaba.

Papá tampoco se quedaba atrás. Luego de su papel de informante, su rol pasaba a ser mucho más estricto. Él controlaba que todo esté en su sitio. Los cubiertos perfectamente alineados en paralelo, y el mantel, sin siquiera un pliegue. Por supuesto, no nos olvidemos de los vasos y de los platos. Todo tenía que estar perfecto, y nada podía faltar. Y si alguien se atrevía a mover algo, o cambiarlo de su sitio, él muy discretamente lo volvía a acomodar.

El único que la pasaba bien era nuestro gato, Cleto. Él se paseaba por las piernas de los comensales, hasta que finalmente se cansaba y se echaba a dormir. La vida de los gatos no es muy ajetreada. Pero créanme, Cleto siempre tuvo un trato más que especial. Era el único que recibía la atención de todos. Y digo todos, porque hasta Aurelio, que siempre tenía algo de qué quejarse, lo acariciaba cada vez que el animal se cruzaba. Siempre le daba las sobras de su plato, mientras le acariciaba el lomo.

—Él es el único que disfruta los domingos —decía mamá—. El único…

El espectáculo se repetía todos los fines de semana. Es por eso que odiaba los almuerzos familiares.

Pero aquel mediodía ocurrió algo que lo cambió todo.

Alrededor de las doce, la familia comenzó a llegar a mi casa. Primero llegaron mis tíos. Aurelio estaba enojado con el tránsito, como siempre. Pero ese mediodía yo no tenía ganas de aguantarlo. Me hice el distraído y me fui a mi pieza. Olvidé cumplir mi rol y dejé a Cleto suelto.

Mamá, al notarlo, se puso bastante nerviosa y le dijo a papá que le sacara el gato de encima, pero él no le prestó atención porque estaba demasiado ocupado. Su función había comenzado y no podía pararla.

Catalina ya estaba con los aperitivos. Qué desastre se armó cuando la pobre volcó los chips salados en el suelo del living. Papá casi se vuelve loco.

A mí nada de lo que estaba sucediendo me importaba. Contemplaba el techo de mi habitación recostado en mi cama.

—¿Dónde está Martín? —escuché decir a mamá.

Me reí para mis adentros. Por primera vez un domingo al mediodía me sentía bien. Me causaba gracia la idea de que la reunión fuera un desastre.

Mis abuelos fueron los siguientes en llegar, un rato más tarde. Isabel había venido con un vestido sucio y viejo. Recuerdo que mamá se enojó mucho con ella.

—¿No tenías algo más decente para ponerte?

Pero mi abuela se rio. A veces pensaba que nada de lo que le decían le importaba; vivía en su mundo.

La siguiente en llegar fue mi abuela Norma. La trajo un remís particular, que la trasladaba desde hacía años. En cuanto le abrieron la puerta, comenzó con sus lamentaciones.

—Esta va a ser mi última cena y quiero pasarla en familia —repetía. Todos los fines de semana eran los últimos.

—Pasá al comedor, mamá, que no tenés nada —dijo papá mientras la trasladaba.

—Sí que tengo, y lo vas a lamentar —dijo ella.

Al rato todos estaban sentados esperando por el almuerzo. Todos menos yo y papá, que trataba de convencer a mamá de que todo estaba bien.

—¿Cómo va a estar bien? —le decía ella—. ¡Esto es un desastre! No entiendo por qué tenemos que hacer siempre estas reuniones. Nunca terminan bien. Nunca. Y una trabaja como una sierva… y ellos solo comen. Comen, comen ¡y comen! Ni siquiera te dan las gracias o te dicen: «Qué rica te salió la comida…». Nunca. Jamás de los jamases.

—Es solo un ratito… —le decía mi padre. Pero mamá estaba ofuscada. Y cuando se ofuscaba mamá… Bueno, no había forma de calmarla. Ella era así.

Finalmente suspiró fastidiada.

—Siempre me decís lo mismo. Pero este ratito es todos los fines de semana… ¡Salí! —Pensé que le había gritado a mi padre, pero era para Cleto, que se le había cruzado entre las piernas.

Yo lo vi justo porque pasé rápidamente a sus espaldas para que ellos no me vieran, e ingresé discretamente a la reunión. Nadie se dio cuenta de ello; todos estaban muy ocupados discutiendo con Aurelio. La tía estaba a punto de irse; creo que solo se quedaba por respeto a mis padres.

—Marina, ¿cuánto falta para la comida? —profirió Aurelio con un grito.

En la casa se hizo silencio, pero ella no respondió.

En ese momento papá volvió a la reunión.

—Ya falta poco para la comida, sean pacientes. Marina está preparando unos fideos delicio…

Pero no terminó su frase. Porque la abuela Norma emitió un bufido de impaciencia, y luego continuaron las peleas.

—¿Dónde está Cleto? —escuché decir a mi hermana.

Creo que solo yo la escuché. Los demás estaban a los gritos.

—Recién estaba en la cocina, con mamá.

Papá ya estaba desanimado. Se dedicaba a mecer el vaso que tenía en su mano de un lado para otro. Parecía como si estuviera en otro mundo. Le pregunté si se encontraba bien, pero me miró con desprecio y odio. Su mirada me dijo: «Mirá lo que generaste». Permanecer callado en esos momentos era lo mejor que podía hacer.

Paula estaba más risueña que nunca. Reía y conversaba con todos, parecía otra persona. Incluso con el tío Aurelio. Todo lo que él decía le causaba gracia. Era inconcebible lo que estaba sucediendo en casa. Y el más impactante, su hermano. Parecía todo un caballero con sus modales refinados y las palabras justas. Había venido bien vestido a comer, porque decía que era muy importante la presencia y la impresión que de él podíamos tener.

—¡Marina! —volvió a gritar Aurelio desde su silla, pero no hubo respuesta.

—¿Mamá? —pregunté yo.

Ignoro si alguien más la llamó. Porque para mí, en ese momento se hizo un silencio que nunca antes había existido en nuestra familia.

Escuchamos el grito gutural de un animal. Todos nos levantamos de la mesa asustados, y yo decidí ir a ver qué había pasado. La cocina estaba a solo una pared de distancia.

Al avanzar, no pude evitar sentirme inquieto. Algo no estaba bien. Desde que había decidido cambiar mi rol, todo estaba patas arriba.

Ella se encontraba de espaldas. Y por un momento rogué que haya sido mi imaginación. La imaginé sonriente, a punto de traer la comida.

Pero su cabello estaba completamente desaliñado, y lo único que oía era el retumbar del cuchillo al subir y bajar una y otra vez. Parecía bastante serena; sin embargo, me fue imposible no ponerme nervioso. Al principio pensé que era mi mente que me estaba jugando una mala pasada.

—Ma —volví a decirle. Pero ella seguía de espaldas, cortando. No se molestó en girar la cabeza, ni en preguntar qué es lo que quería.

Me acerqué un poco más, hasta quedar a unos cinco pasos de ella. Entonces volví a llamarla.

—Ma, ¿cuánto queda para la…? —No podía ser. Lo que estaba viendo no era cierto. Me hinqué y estuve a punto de vomitar, cuando una mano me echó hacia atrás.

—Correte, hijo —dijo mi padre, con voz firme.

Mamá había parado de cortar y sollozaba por lo bajo. Todos los comensales estaban a mis espaldas, y también observaban la escena con curiosidad. Ya no había disputas y solo esperábamos que la mujer que se encontraba de espalas se diera vuelta, para poder ver su rostro.

—Tenían hambre —susurró mamá por lo bajo.

Yo lo había presenciado, había visto lo que se ocultaba detrás de ella. Pero era algo abominable, indescriptible. Aquella no podía ser mamá. No había forma de que me convenciese de que había estado viviendo con una lunática todo este tiempo.

—¿Qué hiciste, hija? —preguntó la abuela Isabel detrás de mí.

—Hice lo que querían, mamá, les preparé una comida deliciosa. —Al terminar la frase, por fin se dio vuelta.

Sus ojos miraban hacia el vacío. Su blusa blanca estaba manchada de rojo.

—¡Dios mío! —exclamó la tía Juana.

—Acá está su comida —dijo mamá. Tenía las manos cubiertas de sangre y pelos.

Ese mediodía el tío Aurelio no tendría a quién darle sus sobras.

Heterocromía

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