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Introducción

Este texto que presento es una gota de agua en la inmensidad del océano de la meditación. Es una experiencia, una visión, una propuesta, pero poco más. Como gota que cae en el océano, sólo puede generar unas ondas concéntricas de sinergia o unas pequeñas estelas que, en breve, se disolverán nuevamente en la infinitud de las aguas. No creo que pueda añadir nada destacable a toda la literatura meditativa, tradicional y contemporánea. Simplemente pretendo transcribir mi propio viaje de introspección, señalar algunas piedras que me han servido para sortear el río de la confusión que a veces nos atraviesa y pensar conjuntamente cómo la meditación nos puede ayudar a tener una vida más plena.

Como yo, muchos os habréis roto la cabeza con los textos eruditos de meditación, que probablemente estaban diseñados para expertos o para integrantes de un linaje determinado, y os habréis desanimado al ver la montaña de libros de divulgación sobre meditación, propios de una nueva era que lo adelgaza todo para que sea ultradigerible. Este libro no es ni una cosa ni la otra. Viene a recordar algo de sentido común: que la meditación es apta para cualquiera, que tiene que adaptarse a nuestra realidad y que, además, tiene que llevarse a cabo de forma progresiva. La meditación es tan compleja como lo es la mente, pero su práctica debe hacer un esfuerzo de simplicidad para adecuarse a los ritmos cotidianos de nuestra vida real.

Lo primero que quiero destacar es mi profundo respeto a la tradición de las diferentes disciplinas meditativas, como el Zen, el Vipassana, el Yoga y el Taoísmo, entre otras muchas. Todas ellas constituyen faros para no perderse en la oscuridad, que durante siglos han señalado claramente un sendero y han guiado a seres de gran sabiduría, que nos han reconfortado con sus enseñanzas. Ahora bien, con el paso de los siglos y el relevo de sus miembros, las tradiciones se cristalizan y adquieren formas muy propias de una época o cultura, que chirrían cuando las contemplamos a la luz de nuestro siglo y nuestra cultura occidental. Sería lógico, por tanto, que intentáramos discriminar lo verdaderamente esencial de lo que es anecdótico o meramente coyuntural, pues responde a patrones pertenecientes a otra cultura o contexto.

Probablemente sería más sensato construir el edificio meditativo con los cimientos y los pilares de la tradición que tan sólida se ha mantenido durante siglos –si bien con revisiones periódicas-, y revestirlo con materiales de nuestra actualidad. Para ello se requiere espíritu crítico y capacidad de síntesis, sin caer en la excentricidad ni en un popurrí sin pies ni cabeza. Lo que no tendría sentido sería venir con la mochila cargada desde Japón, China o India y pretender mimetizarnos con el monje de otra tradición y cultura. Copiar y pegar es muy fácil, pero indica una falta de profundidad que, tarde o temprano, nos puede llevar a un cul-de-sac.

El estrés de la vida moderna impone una presión tal a nuestras vidas que hace necesario, casi de forma urgente, encontrar un contrapunto de calma. Y esa calma a menudo hay que hacerla entrar con calzador en una agenda complicada. Cuando tenemos poco tiempo estamos obligados a simplificar, a encontrar lo esencial. La meditación moderna deja poco espacio a la liturgia, a los protocolos tradicionales que se realizaban dentro de un contexto monacal. Para muchos es arriesgado desnudar la meditación porque parece, por poner un ejemplo cercano, que una iglesia sin altares ni crucifijos es menos iglesia. Durante mucho tiempo hemos escuchado misas en latín sin entender ni , pero la liturgia ocupaba un espacio mítico difícil de destronar. También nos hemos postrado en meditación y hemos recitado largas letanías en sánscrito o japonés antiguo, sin entender demasiado adónde apuntaba todo ese ritual. Quizá todo se reduzca a una cuestión de gustos; sin duda, cada uno sabe lo que le conviene. Aún así, somos muchos los que no hemos encajado del todo en las fórmulas tradicionales y nos hemos empeñado en comprender qué es meditar y cómo podemos realizar esta práctica a la luz de las necesidades propias de nuestro tiempo.

Las nuevas tecnologías han arrojado a la luz, a menudo sin miramientos, mucha información relacionada con la trascendencia que por alguna razón había permanecido oculta en la antigüedad. Y si bien es cierto que ya era hora de que el conocimiento se hiciera público y saliera de la esfera rancia donde una élite lo había encerrado, ello no tiene por qué justificar el desorden actual. En cierta medida hemos comprado, curso tras curso, disciplinas iniciáticas y conocimientos esotéricos muy atractivos, pero inevitablemente nos hemos atragantado con tanta información. No hace mucho, asociábamos meditación con yoguis ermitaños y monjes cistercienses: ahora, poco tiempo después, nos hemos merendado tres o cuatro métodos meditativos, y aún no podemos encontrar el definitivo…

Lo interesante de este proceso, por el que muchos hemos pasado, es la oportunidad de desarrollar el espíritu de síntesis. No podemos comulgar con Oriente y olvidarnos de nuestra profunda tradición occidental; no podemos plegarnos a la tradición sin tener en cuenta la especificidad del momento presente; y no podemos quedarnos en la mística sin darnos una vuelta por los descubrimientos neurológicos de la ciencia. Hay que ser como el buen recolector, que sabe escoger el fruto maduro y desechar el que todavía está verde. Hay que tener el buen tacto de la ecuanimidad.

Es tiempo de búsqueda. Nuevos tiempos requieren nuevas respuestas; nuevas encrucijadas piden criterios amplios de elección. Es momento de desmitificar la espiritualidad en general y la meditación en particular. Si vamos a la meditación con la carga cultural de una tradición, con la aureola de santidad que la envuelve, con la complejidad de un ritual envarado, es posible que no demos con la frescura propia del arte de meditar. Lo natural en la meditación es una práctica sencilla. Es precisamente esa sencillez la que corrige la artificiahdad de nuestra vida moderna. A veces perdemos la perspectiva. Seguramente, Buda se sentaba a meditar debajo de un árbol y Jesús en un recodo del camino. Las prácticas originarias eran bien sencillas. Con el curso de los siglos, las culturas meditativas han recreado rituales fantásticos, espectaculares y bien ornamentados… pero a menudo a costa de aquella simplicidad. Lo que le pasa a la tradición le pasa también a nuestra vida. Nuestra casa, que al comienzo tenía las paredes blancas y los espacios ligeros, con el paso del tiempo va acumulando muebles y sus paredes se van llenando de más y más cuadros. La simplicidad se va volviendo barroca. Es un verdadero reto envejecer sin sobrecargarnos de cosas y de historietas desfasadas, manteniendo el espíritu joven.

Todavía vamos a la meditación como si fuéramos al anticuario, buscando piezas preciosas y acumulando tesoros incalculables… cuando en realidad la propuesta meditativa no es la de acumular un saber, sino la de vaciarse de tanto y tanto mobiliario que acumulamos en nuestra cabeza. Todo lo que pensamos acerca de los beneficios de la meditación probablemente sea un estorbo. Yo también he pasado por muchas etapas, desde las férreas hasta las más amables, las disciplinadas y las rebeldes, las simples y las complicadas, también las sesudas y las de todo corazón. De todas ellas he aprendido algo. Sin embargo, la cuestión fundamental no residía en la técnica, sino en dónde apuntaba dicha técnica. Cuando somos capaces de hacernos esta pregunta, dejamos de ser adoradores de métodos y vamos a lo esencial. Como dicen los chinos, lo importante no es que el gato sea blanco o negro: lo importante es que cace ratones. Seguramente, el fondo de toda técnica meditativa sea la de aterrizar en la presencia. Somos, por así decir, acechadores de presencia.

La presencia es el tesoro de la meditación; no la idea de la presencia sino la experiencia de presencia, que unifica las dimensiones de nuestro ser, que transforma todo lo que envuelve. En el estado mental al que da lugar la presencia sentimos que todo lo que surge se desvanece, que todo es un baile de formas, que todo es impermanente. Si hay algo que permanece es el espacio interno donde todo acontece, es la luz de la consciencia que lo ilumina, es el fondo del Ser que es reflejado paradójicamente en cada circunstancia. Poca cosa más podemos decir.

Si acordamos que toda meditación reclama presencia, podremos empezar a celebrar conjuntamente y a reconsiderar que todo método es meramente un puente que nos lleva de esta orilla, todavía confusa y sufriente, a la otra orilla, donde nos esperan la claridad y la plenitud. La única consideración inteligente es que cada uno encuentre la técnica que le ayude a superar sus obstáculos. La Meditación Síntesis que propongo pretende ser lo suficientemente flexible para que cada uno encuentre lo que más le convenga. Hay diferentes objetivos para cada una de las etapas de la meditación, diferentes técnicas de concentración, numerosas imágenes evocativas y retos de superación. No es tanto una herramienta como una caja de herramientas, un abanico multicolor que cada uno puede desplegar, totalmente o en parte, para construir su propia forma de meditar. No es una resta sino una suma, una casa con las puertas abiertas para que cualquier meditador, por muy veterano que sea, se encuentre como en su casa. Podemos creer en Dios o no, tampoco hay problema. La misma palabra lo dice: es una síntesis de diferentes tradiciones meditativas a la luz del momento presente.

No obstante, no quisiera ponerme a la cola de los que ofrecen una técnica más de meditación, a ver si tiene éxito. Ante todo, me gustaría insistir básicamente en la necesidad de meditar. Da igual si lo hacemos sentado o de pie, caminando o tumbado: lo importante es meditar. Hay un elemento inquietante, que sobrevuela día a día por encima de nuestras cabezas, del que no podemos olvidarnos y que sella la urgencia de la meditación, de ésta que propongo y de cualquiera: una crisis de dimensiones planetarias. La crisis ecológica afecta a todo el planeta dramáticamente; la crisis financiera ha hecho estallar una burbuja artificial de dinero especulativo, creando un tsunami en la economía real, que se tambalea a punto de quedar noqueada; la política está salpicada de corrupción en connivencia con los poderes financieros y las multinacionales; las desigualdades de clase se agrandan y la brecha entre países pobres y ricos se vuelve insalvable; guerras, epidemias y hambrunas confluyen en el mundo entero. La lista sería interminable, y estaríamos a punto de tirar la toalla si no fuera por la esperanza en un mundo mejor.

Precisamente, meditamos para que el mundo sea mejor, y para ello no es necesario retirarse a una cueva ni vivir en un monasterio. Es cierto que el monje irradia su armonía interna aunque esté en la montaña más alta, pero el presente nos pide estar en el mundo, llevar la meditación al mundo real, meditar en casa pero también en la calle, en el parque, en la oficina, en la escuela… en cualquier lugar. La meditación, hoy más que nunca, tiene que evitar a toda costa cualquier atisbo de evasión o de narcisismo. Para ello es necesario reinterpretar lo que entendemos por espiritualidad. Lo espiritual no se puede definir por las formas; ya sabemos que el hábito no hace al monje. Necesitamos formas flexibles y creativas pero, sobre todo, necesitamos reconocer la universalidad de la espiritualidad. Cualquier vía de trascendencia del ego, de ese ego orgulloso, temeroso, egoísta, es espiritualidad. Cuando nos religamos a algo mayor que nosotros mismos que le da sentido a nuestra existencia, también estamos reviviendo lo espiritual. Cuando comprendemos la necesidad de salir de la espiral de sufrimiento psicológico, estamos yendo por buen camino. Ser espiritual es comprender que todo está interconectado y que cualquier acción nuestra, por muy bienintencionada que sea, si está hecha desde la precipitación o desde el interés, si olvida o margina a alguien, si crea confusión o daño, dejará una estela de efectos nocivos que, si lo pensamos bien, no deseamos para nosotros ni para nadie.

Lo importante es despertar, despertar del sueño de la razón y de la algarabía de nuestras vanidades. Esa es la religión de religiones: despertar, darse cuenta, abrir los ojos de par en par y ser conscientes de nuestro ser profundo y de la gran oportunidad de celebrar la vida cotidiana como una posibilidad de transformación. La meditación está ahí, como un tremendo despertador. Ahora, sólo es cuestión de darle cuerda… cada día.

Meditación síntesis

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