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Sentido

De entrada, es posible que la palabra “meditación” genere perplejidad o confusión en nuestras latitudes, puesto que en la deriva que han ido haciendo nuestras lenguas, meditar significa reflexionar sobre un acontecimiento, o repensar algo hasta dar con la solución. La meditación, así, a bote pronto, nos habla de un pensamiento detenido y cuidadoso sobre un asunto… Sin embargo, desde la perspectiva oriental la meditación no tiene que ver con el pensamiento sino con su ausencia; nos acerca más a la intuición que a la razón. El concepto de contemplación, que implica mirar con atención y observar cuidadosamente aquello que produce placer, nos acerca más a los occidentales al sentido oriental de la meditación.

Definir lo que es la meditación no es fácil porque, en el fondo, la meditación no se deja del todo definir, de la misma manera que nuestros dedos no pueden asir el aire por mucho que aprieten. La meditación está diseñada para ser experimentada, sentida, vivida… pero no para ser explicada. Deja atrás el lastre de las etiquetas mentales y busca una libertad sin moldes cognitivos desde donde sea posible contemplar la realidad sin fisuras. Es un todo; clasificarla es constreñirla, manipularla o banalizarla. No obstante, el problema real no está tanto en definirla como lo haría un diccionario sino, más bien, en apartar el saco de prejuicios y expectativas, deseos y temores con los que vamos a ella.

De hecho, cuando sentenciamos nuestra práctica enunciando “yo medito”, ya empezamos con un añadido que estorba a la experiencia misma: un pronombre personal que salpica la nitidez de la conciencia. Aún más, a la meditación parece sobrarle casi todo, si es cierto que promete desnudez ontológica.

No obstante, algo podemos decir sobre ella si pretendemos señalarla, más que definirla; recordar lo que no es, más que decir lo que es. En definitiva, nos acercamos a la meditación como lo hace el acomodador del cine, que nos guía a la butaca para que cada uno experimente la película pero no para decirnos -eso esperamos- quién es el asesino. Podemos bordear el misterio pero nunca revelarlo del todo, puesto que éste sigue ampliándose; podemos marcar señales en el camino para no perdernos… Lo único que podemos hacer con la meditación es dibujar un mapa orientador.

Mapa

Todos los libros de meditación que vemos en las bibliotecas o en nuestras estanterías son trozos pequeños de un hipotético gran mapa que los meditadores de todas las épocas han ido dibujando. Gracias a ellos nos orientamos en la práctica meditativa. Sin embargo, es necesario recordar que los mapas dibujan el territorio, pero no son el territorio. El camino de la meditación lo tenemos que recorrer nosotros solos, aunque en un territorio tan ignoto no nos venga mal llevar algún mapa en el bolsillo.

Un buen caminante, además de mapas lleva brújula. Afortunadamente, las brújulas marcan el norte tanto si estamos en la montaña como en el valle. Cualquier tradición meditativa que nos sirva de brújula deberá, por tanto, tener esa misma adaptabilidad, y señalarnos el norte tanto si estamos en oriente como en occidente, tanto en la antigüedad como en la actualidad. Lo importante es caminar en la dirección correcta. La meditación se asemeja al caminar del peregrino: si sólo mirara el horizonte que marca la brújula, probablemente tropezaría con la piedra, pero si se obsesionara con el paso y los accidentes del terreno, podría perder entonces la orientación de su marcha. Por eso es importante que sienta cómo cada paso se adapta al terreno, pero sin perder de vista el horizonte, congregando el instante de cada huella sin por ello olvidar una dirección intuida. Difícil equilibrio. La meditación en sí parece dramatizar aún más esta paradoja: buscamos aterrizar en el presente pero sin olvidar que estamos en un proceso. Cada meditación es, al mismo tiempo, medio y meta, descanso y lucha.

Espejo

Ahora bien, de nada nos serviría contar con todos los mapas que reflejan cada milímetro del camino si no supiéramos dónde estamos, cuál es el punto de partida. Sólo así sabremos si hemos de avanzar o retroceder, si nos conviene ir a la izquierda o a la derecha. El paisaje de las tradiciones meditativas es muy amplio: las hay devocionales, las que ponen el acento en la concentración, en la atención plena, en el fluir de la experiencia, las que buscan el desapego o el trance. Y es posible que, en este preciso momento de nuestra vida, no nos vayan bien todas. Habrá que saber elegir, sabiendo lo que nos conviene y lo que no nos conviene. En este sentido, gran parte de los problemas que tenemos son errores de cálculo: tropezamos con la puerta o llegamos tarde a una cita porque hemos calculado mal el tiempo o nuestra posición en el espacio. A menudo creemos que estamos en un lugar cuando, en realidad, estamos en otro. Es posible que, a un nivel más interno, también estemos perdidos.

La meditación es como un espejo: cuando hemos arrinconado ciertas dispersiones, el coraje de mirarnos directamente en el espejo nos coloca, en primer término, nuestro rostro real aquí y ahora, y no tanto el rostro fantaseado o prefijado que mantenemos dentro como autoimagen. La meditación es eso: un gran espejo que nos habla, a su manera, de cómo está en este momento nuestra agitación, sufrimiento, fantasía o desgana, así como nuestra alegría, confianza o aceptación. El espejo no puede reflejar ni más ni menos que lo que hay, la pura realidad de este momento. No podemos hacer puntería en nuestra vida si no sabemos dónde está la mirilla y cómo mirar a través de ella. Saber de nuestra realidad es necesario para conocer la realidad, la de dentro y la de fuera, la única que todo lo abarca.

Calmar

No obstante, un espejo sólo reflejará nuestro rostro con nitidez si el cristal está limpio. Así, si no hacemos previamente un trabajo de limpieza de los sedimentos de nuestro inconsciente que están adheridos a la pantalla mental, no podremos conocer dónde estamos para usar adecuadamente el mapa, ni podremos saber cuál es nuestra realidad, para no errar en nuestras decisiones.

El primer sedimento es nuestra agitación. A menudo, las aguas de nuestro mar interno están embravecidas: corrientes emocionales, olas de pensamientos, abisales complejos se mueven, impidiéndonos ver con claridad.

Todos sabemos que para poder ver el fondo del lago hay que esperar a que la superficie esté en calma. Sabemos también que necesitamos a veces horas o días después de un conflicto para ver con una cierta claridad.

Sin duda, la primera estrategia de la meditación es calmar, dejar de remover las aguas internas y esperar que una sedimentación a través del tiempo aclare nuestro estado interno. A veces basta con sentarse en quietud, cerrar los ojos, respirar profundamente y visualizar un estado de paz para que ese viento que crea tormentas se apacigüe. La meditación es una vía hacia la serenidad.

Infinidad de técnicas en las diferentes tradiciones meditativas van dirigidas a conseguir esta calma pero, a todas luces, conseguir calma no es suficiente. No tendría sentido calmar la superficie si no es para ver lo que hay en el fondo.

Observación

¿Cómo haríamos para ver la amplitud de un bosque? Seguramente subirnos al árbol más alto. Subiríamos a la cima de una montaña para ver un horizonte bien amplio, o sacaríamos la lupa o los prismáticos para ver mejor lo que tenemos delante de las narices o al otro extremo, en la lejanía. En todos los casos, lo que buscamos es un cambio de perspectiva que nos posibilite una mejor observación.

Eso mismo es lo que buscamos en la meditación: un punto privilegiado de observación sobre nuestra vida. En medio del mercado, en el trajín de la ciudad, en la complejidad de las relaciones sociales o bajo la presión de nuestro trabajo, la capacidad de observar mengua o se ve alterada. Es preciso tomar distancia.

Para observar la vida real que se da día a día hay que salir de lo cotidiano; para comprender el nudo peculiar de nuestra vida hay que retirarse lo suficiente. Por eso, cada día en nuestra habitación o en nuestra terraza, paseando por el parque o el bosque, buscamos un pequeño contrapunto a nuestra realidad, desde el silencio y la soledad, no tanto para juzgar esa vida nuestra sino para comprenderla mejor.

Claridad

Y aquí nos topamos con un segundo obstáculo en la meditación. Más allá o más acá de la agitación, nos encontramos con nuestra confusión. Aunque tengamos los medios más refinados de observación, no sacaremos agua clara si nuestra mirada está turbia. De nada le sirvió a Galileo enfocar su telescopio para que los Padres de la Iglesia observaran el cielo, si éstos no sabían qué observar en el firmamento.

No basta calmar, decíamos: hay que aclarar la mirada. Hay que ver de dónde proviene nuestra confusión. Es posible que no hayamos cultivado una mirada atenta para ver que los sucesos que acontecen vienen de algún lugar y se dirigen a otro; que no hayamos visto todavía que la vida no está hecha de fotografías fijas o de instantes desordenados sino que todo, y uno mismo dentro de ese gran todo, forma parte de un proceso que se entrelaza con otros, formando una red de redes. Saltamos de una circunstancia a otra sin percibir el hilo sutil que las comunica. Hay una cierta pereza en bajar a las profundidades de los procesos, a las interioridades de nuestra mente, a los pormenores de nuestro deseo. Hay, en este sentido, una resistencia a la complejidad. Ingenuamente queremos que las cosas sean lo que aparentan y preferimos firmar sin leer la letra pequeña, comprar sin atender a las consideraciones técnicas o viajar sin saber demasiado del entorno social donde aterrizamos.

Sin embargo, nuestra ignorancia no tiene que ver con la mayor o menor cantidad de información de la que disponemos; nuestra ignorancia es de otro orden: trata de confundir nuestra naturaleza esencial con la imagen social que pretendemos dar y sustituye la realidad impermanente que nos rodea por una torre de ideas fijas acerca de cómo es el mundo y los seres que lo habitan.

La meditación nos enseña a mirar, a ver más allá de las formas, a reconocer lo evidente y lo no tan evidente, a contrastar las verdades de los sentidos con las evidencias de la razón… en definitiva, a reunificar lo objetivo y lo subjetivo, lo exterior y lo interior, la forma con el fondo.

A menudo no vemos la belleza de las cosas porque no miramos con detenimiento. Mirar con detenimiento es una manera de recomponer el todo, como cuando de pequeños adivinábamos la figura subyacente que había detrás de una secuencia de puntos aparentemente aleatorios. En verdad, las situaciones contingentes de nuestra vida sólo son aparentes. Aprender a ver requiere tiempo, disciplina, motivación, sensibilidad y ayuda. Cuando la tormenta amaina, la luz se expande.

Sentarse

El primer acto en nuestra práctica meditativa es profundamente revolucionario: simplemente sentarse. Desde la visión normativa de la sociedad, meditar implica retirarse, salir de la corriente establecida. En muchos casos, la meditación es vista como una práctica inútil, no productiva, dado que la sociedad pone el acento claramente en el tener. En total contraste a la sociedad, la meditación, que nada tiene que ver con el tener, pone su acento en las distintas modalidades de ser.

La meditación nos conduce radicalmente hacia dentro, a un contexto íntimo, para avivar nuestras luces internas. En este sentido, constituye una experiencia personal e intransferible. Aunque las tradiciones meditativas hayan congregado a sus seguidores en dojos, ashrams o monasterios -espacios comunitarios donde inevitablemente hay un entorno social-, estos espacios estaban claramente pautados para no interferir demasiado en el proceso de introspección.

Meditar es salir del torbellino de ideas, de la catarata de acciones, de la montaña rusa de las relaciones. No sólo al meditar buscamos una cierta protección; incluso evitamos hablar de la propia experiencia meditativa, más allá del necesario seguimiento por parte de nuestros guías, porque hablar sería “romper” esa intimidad reveladora. La meditación es una delicada flor que hay que proteger de las inclemencias del tiempo.

Sentarse es una forma de decir (a los demás y a uno mismo): “¡Basta!”. Basta de empujar el río, basta de engrasar la maquinaria de la neurosis, basta de ser parte del problema, y -aquí lo realmente importante- basta de sufrir innecesariamente.

Para sentarse hay que ser valiente, pues alejarse de lo establecido genera una cierta angustia. Pero aún es más valiente el levantarse tras la meditación para acometer la propia vida, que ha quedado unos minutos o unas horas en suspenso. Cuando encontramos un obstáculo en el camino, sólo aparentemente estamos dando unos pasos hacia atrás… en realidad lo que estamos haciendo es coger carrerilla para poder saltar más lejos.

Sentido

Vamos a la meditación desde las situaciones concretas de nuestra vida, pues de nada sirve ir a la quietud y el silencio sin el saco lleno de experiencias. Ese atado que llevamos en la espalda tiene un gran valor. Delicadamente, en la meditación hay que deshacer el nudo y registrar su contenido. Todos sabemos que detrás de lo aparatoso de la experiencia hay un trasfondo a menudo desconocido: el iceberg de las acciones esconde mucho más de lo que enseña. Se trata de bucear en la meditación, en busca de las actitudes profundas que sostienen nuestros actos.

La meditación no es un confesionario, no es una revisión dogmática de lo que ha acontecido. Muy al contrario, acoge la experiencia desde la celebración y después, laboriosamente, inserta la experiencia en un horizonte más amplio; la hace hablar para volverla más consciente. Hay que vivir, y vivir intensamente, pero claro, vivir por vivir es como dar vueltas en una noria: sentimos la subida y la bajada, pero no vamos a ningún sitio. Le hacemos hablar a la experiencia para ver adónde apunta, seguimos la línea delicada de nuestras acciones para ver, con el tiempo, qué dibujo se está construyendo.

La meditación es una invitación a recogerse de lo vivido, a deshacer lo andado para recoger los frutos y, si es posible, convertirlos en un arte de vivir. Vivir es sembrar, cada acción es una semilla, cada decisión una poda. Vamos a la meditación como va el campesino a recoger la cosecha: con expectación. La recolección nos habla de la naturaleza de nuestros actos, de todos aquellos que dejan un rastro, pequeño o grande, egoísta o altruista.

Pero, ¿cómo sabemos cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Cómo discernir lo que hay que apagar de lo que hay que avivar? Seguramente, en algún hueco de la meditación aparecen las preguntas y se intuyen las respuestas. Meditar no es llevar un diario meticuloso de nuestros actos. No se trata de invocar a la memoria, pero inevitablemente las pulsiones internas, los deseos insatisfechos, las heridas narcisistas salen a la superficie, al igual que el mar, de tanto en tanto arroja a la playa lo que tiempo atrás se tragó silenciosamente.

Estamos trazados internamente por innumerables impresiones, por tendencias a menudo desconocidas, por condicionamientos primarios. Observarlos forma parte del proceso meditativo. Desde ahí, podemos reconocerlos y dejarlos marchar, si somos capaces de una profunda aceptación. Es como si fuéramos soltando lastre. Atreverse a soltar viejas batallas, despedidas inconclusas, quejas recalcitrantes, experiencias traumáticas, todo, todo lo que ha quedado sedimentado en ese espejo del ahora donde nos miramos para recuperar de nuevo la realidad, la libertad.

Pero no nos olvidemos de que la meditación nos ayuda a discernir el sentido profundo de nuestra vida cuando hemos terminado de barrer el patio de nuestra casa, cuando hemos separado el grano de la paja. Todos hemos realizado trabajos que no iban con nosotros, y es totalmente lícito trabajar para ganarse la vida, pero a veces nos toca el premio gordo de la lotería cuando nuestro trabajo y nuestra vocación se solapan. Hacer aquello para lo cual nos sentimos preparados y deseamos hacer desde el fondo de nuestra alma no tiene precio. Sin duda, nuestra vocación está vinculada secretamente con los dones que nos ha dado la vida y que, convenientemente, hemos después cultivado.

Cuando en la meditación se aclara no sólo el recorrido hecho hasta el presente sino también el anhelo profundo de una dirección, nuestra vida adquiere fuerza, nuestra inteligencia colabora y nuestro corazón salta de alegría.

Conflicto

A menudo, hablar con los amigos nos sienta bien, especialmente cuando estamos en crisis. Una mirada, una palmada, unas palabras y un abrazo pueden hacer milagros, a pesar de que los amigos no son nuestros terapeutas. Tampoco la meditación es una terapia aunque, en sí, es profundamente terapéutica. No pretendemos resolver los problemas en la meditación, ni mucho menos. Pero es cierto, también, que cuando miramos los problemas desde otro lugar, cuando cambiamos de perspectiva, el problema desaparece o se vuelve diminuto. Y no es tanto por quitarle gravedad al asunto sino por enmarcar el problema en una dimensión más amplia. Todos sabemos que preocuparnos forma parte del problema y que, en cuanto empezamos a ocuparnos de él, su naturaleza cambia.

En la meditación no invitamos a los problemas a la fiesta; ellos vienen solos, sin previa invitación. Y es una buena oportunidad para verlos del derecho y del revés. Una mancha en la camisa es incómoda cuando la miramos a veinte centímetros de distancia; a diez metros, apenas es un punto infinitesimal. Que se vaya la luz en casa puede ser un engorro cuando nos disponemos a ver la televisión… pero también, no lo olvidemos, es una oportunidad para meditar.

Seguramente la meditación nos proporciona algunas herramientas interesantes para la resolución de conflictos. Nos da perspectiva, nos brinda una comprensión más clara de la naturaleza del problema, nos recuerda que todo problema está dentro del tiempo y que el asunto puede ser problemático en una fase, pero no en la siguiente.

Laberinto

Cuando los antiguos construían laberintos, recorrían de alguna manera una representación de la tierra, a través del cuadrado engarzado en un círculo, símbolo del cielo. Tierra y cielo, cuerpo y alma, materia y espíritu conforman la totalidad. Así, el iniciado intentaba remembrar en su deambular la totalidad perdida. El laberinto clásico de un solo trazo marca claramente un camino de entrada y otro de salida, alrededor de un centro.

Al entrar al laberinto, el camino parece fácil. De hecho, uno de sus primeros brazos parece acercarnos al centro esperado, y ¡zas! de golpe nos expulsa a la periferia. Cuando en la meditación nos encontramos con las primeras experiencias extraordinarias o de una calma profunda, sentimos que esa iluminación deseada está ahí mismo, a la vuelta de la esquina. Sin embargo, el laberinto es tan complejo como el mundo, y nuestra mente tan enrevesada como cualquier dédalo. Al recorrer el laberinto estamos deshaciendo nuestro propio embrollo interno, estamos formulando una pregunta esencial, que sabemos que tendrá su significado en el mismo centro.

Creíamos, de entrada, que todo giraba alrededor de nosotros, desde esa realidad inmadura que nos hacía creernos muy importantes. El laberinto (en forma simbólica) y la meditación (en forma de experiencia) nos demuestran más tarde que estábamos equivocados. El laberinto nos zarandea de un lado a otro, y la meditación nos cuestiona: ¿cómo es posible que tenga tan poco control sobre mis emociones y sobre mis pensamientos?

Es posible que la palabra “laberinto” venga de labrys, una especie de hacha de dos labios, como la espada de dos filos de Teseo, presta para la batalla. La entrada al centro está custodiada por el monstruo. Siguiendo con el mito helénico, si queremos deshacer lo laberíntico de los pasadizos que nos remiten a la mentira, a nuestro propio autoengaño, tendremos que matar al Minotauro. Es nuestra boca (que también tiene dos labios), la que seguirá alimentando con nuestra palabra la avidez de la bestia a través de la mentira, o bien la aniquilará con la verdad. No olvidemos que es el amor de Ariadna lo que permite a nuestro héroe atravesar la mentira sin perderse.

En la meditación también atravesamos el laberinto de nuestro engaño. Podemos seguir alimentando el monstruo con excusas, medias verdades o justificaciones, o bien sacar la espada de la discriminación y, aunque duela, cortar con una vida inventada.

Yo

Y es aquí donde aparece el verdadero acertijo de la meditación. El laberinto es nuestra mente, pero el monstruo, ese engendro contranatura mitad bestia mitad humano, somos nosotros. Es nuestro yo el que tiene que darse cuenta de que es puro enredo y de que, en sí mismo, no tiene capacidad de elevación.

Tenemos una vida psíquica y vivimos dentro de ella. El interior no es para nada uniforme: hay muchas voces que conviven -o malviven- a los pies del yo. Sin embargo, muchas áreas de esa vida psíquica quedaron detenidas en su momento, por lo que hoy están subdesarrolladas, y de alguna manera quieren seguir creciendo.

Estos complejos psíquicos permanecen dormidos hasta que una situación los detona, y entonces se manifiestan a través de lapsus, errores o sueños. La voluntad del yo no puede fácilmente con ellos porque aparecen cuando el control decae o cuando llegamos a una situación límite. Nuestra neurosis intenta pactar con ellos, pero a la postre se esclaviza. Los complejos avanzan, nos paralizan, nos dividen, nos hacen perder objetividad, nos arrinconan en conductas inadecuadas. Intentamos reprimir los contenidos psíquicos que nos parecen inadecuados y cosechamos un pensamiento obsesivo. Vamos de la inferioridad a la superioridad, de lo maniaco a lo depresivo, del exceso al defecto, manteniendo un estado de contradicción con nosotros mismos.

Creemos que no podemos aceptar todo lo que hay en nosotros porque si lo hiciéramos seríamos estigmatizados, apartados de nuestras relaciones, marginados en el trastero de la vida social. Sentimos cosas que no podemos confesar, deseamos situaciones innobles, fantaseamos una vida ajena que no podemos vivir. En definitiva, rechazamos fuera lo que deseamos dentro y, así, nuestra existencia se divide.

En la meditación tenemos la gran oportunidad de reconocer lo reprimido, de incorporar la sombra que proyectamos, de ampliar nuestro horizonte vital. Es cierto que tal vez no seamos tan perfectos, tan definidos, tan atractivos o tan “buenas” personas como quisiéramos, pero sin duda seremos más íntegros, más honestos, más conectados con lo que somos, y puede que más felices.

Cuando en nuestra meditación aparece un complejo, nos sentimos turbados, nos inflamamos de orgullo o nos encendemos de ira, y esa turbación es un indicador de dónde están nuestros demonios. ¿Acaso nuestras fobias no hablan del cerco al que somos sometidos por esas áreas de vida no reconocidas que nos habitan? ¿No serán los síntomas una forma de lenguaje del alma, voces angustiosas de lo que quiere expresarse y no puede? Es posible que la sombra en nosotros quiera convertirse en luz y que el malestar psíquico sea una invitación a ampliarnos.

Está el yo y está también lo otro en nosotros. Pero lo otro invade las fronteras que el yo normativo establece. Al yo le horroriza la incertidumbre, la ambigüedad, la impermanencia. Se siente amenazado por las diferencias, atosigado por las crisis, crispado por el caos. En la normalidad encuentra un respiro, pero pequeño, porque lo que uno es no cabe en una caja de zapatos. Siempre habrá algún elemento que desentone en nosotros; siempre se escapará alguna palabra fuera de tono, algún acto incívico, alguna confesión sospechosa. El yo vive en la ilusión del control de la que, tarde o temprano, tiene que despertar.

No podemos vivir impunemente traicionándonos a nosotros mismos, y eso mismo es la normalidad: un intento de ser como los demás pero sin serlo en el fondo, porque lo que somos no es del todo definible, nuestro proceso personal es tan peculiar que somos realmente únicos.

Aunque sería necesario aclarar que el yo no es a ciencia cierta un enemigo. Evolutivamente cumple una función de ajuste entre realidades: es resolutivo en las decisiones y establece un orden en los procesos de vida. El problema lo encontramos cuando el ego dirige nuestra vida, cuando usurpa el lugar del Ser, cuando confunde lo importante con lo urgente, cuando se polariza en la defensa y en el ataque. No lo olvidemos: el ego es miedo enquistado, y por lo tanto teme su disolución.

Uno de sus síntomas es la sorda culpabilidad, al sentirse separado de lo otro que nos habita, de los demás y de todo lo que nos sostiene. Nuestra vida psíquica está disociada, y en consecuencia eso es lo que vamos a encontrarnos en la meditación.

Ser

Bien, pero si no somos el yo, ese complejo estable de nuestra mente; si no somos el gestor de nuestros contenidos mentales, ¿quiénes somos? Si indagamos, podemos darnos cuenta de que aquello que llamamos carácter es un collage de impresiones que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida y con las cuales nos hemos identificado. Por tanto, si sacamos de la personalidad lo que se construye en torno a una imagen social, ¿qué nos queda?

Me viene a la mente una imagen astrológica: en la primera casa del zodiaco, allí donde tenemos el ascendente, el cielo aparece. Nace el sol, la luna y las estrellas, pero curiosamente en el horizonte se ven mucho más grandes que cuando están en el cenit, a pesar de que la distancia no varía sustancialmente. Si bien se trata de un fenómeno óptico, cabe preguntarse qué nos está indicando esto a nivel simbólico. Parecería que pretenden llamar nuestra la atención. De la misma manera, también el carácter parece comportarse como una llamada de atención, como un amplificador de lo que somos. Las máscaras en el teatro antiguo realzaban el rictus del actor y, a la vez, amplificaban su voz.

Máscara y rostro están unidos, pero no cometamos el pecado de confundirlos. Lo que verdaderamente somos es un impulso de vida que adopta una forma para poder expresarse. Encarnamos en este cuerpo y en esta vida para manifestar algo que viene de otro lugar, de las profundidades del Ser. Dramatizamos, de alguna manera, el baile cósmico. El espíritu es un espectador que se extasía ante el baile asombroso de la naturaleza, de las más exquisitas bailarinas, que son nuestro cuerpo y nuestra mente. El fondo infinito de lo que somos se encandila, por un tiempo, en el juego de las formas que cambian constantemente, en la corriente de la existencia que se vierte instante a instante para luego ser transformada. Somos un flujo que se vierte en un jarro, el cual envejecerá o se romperá, y aquel flujo, siempre fluido, tomará otra forma, y después otra.

La forma no es más que el sueño del espíritu, y nosotros, tarde o temprano, tenemos que despertar de ese sueño, de esa ilusión. Cada momento tiene una forma definible; cada situación presenta una cara que poco a poco se transforma. La ley de la forma es la impermanencia, la fugacidad, la transitoriedad, pero el Ser, el ser que somos, está más allá de la forma, es puro sujeto.

Cuando miramos el cielo nocturno lo encontramos profundo y oscuro, casi tenebroso; sin embargo, está repleto de luz. El universo se desborda por sus hechuras de tanta luz que alberga. La luz, al igual que el Ser, es invisible. Sólo vemos la luz cuando ésta choca contra algo, contra la forma. Vemos el vestido rojo porque la luz choca en el tejido y desprende aquella frecuencia de colores que descarta. Sólo refulge el vestido y su rojez, pero la luz primaria permanece oculta.

De la misma manera, el Ser no puede ser visto: no tiene altura ni tamaño, no tiene cualidades ni sabor, es pura luz, luz de la conciencia. Percibimos al Ser en su choque con el alma, con la mente, con el cuerpo. La amapola que brilla al amanecer es amapola pero también es el Ser que la hace brillar. Si pudieras apagar el Ser, desaparecería la amapola; pero si retiras la amapola, el Ser vuelve a su invisibilidad. La vida es un baile entre la forma y la esencia, la bailarina y el espectador.

Viaje

Cuando empezamos con la disciplina de la meditación, estamos comprando un billete de viaje. Ya hemos intuido que la meditación nos acerca al Ser, a la fuente de la que provenimos, y que nos permite morar en nuestra propia naturaleza. Pero para ello hemos de hacer un largo viaje. Es un viaje iniciático porque supone una prueba de valor, una confianza inquebrantable para superar resistencias y obstáculos que nos encontraremos en el camino.

Al igual que se hace al entrar en un laberinto, hemos de dejar nuestros miedos en el primer recodo del camino y cultivar nuestro coraje, dejar caer nuestras dudas y afianzarnos en nuestra confianza. En la tradición esotérica del Tarot, el arcano sin número tiene que hacer un viaje. Tiene que transformar su locura en sabiduría, y para ello tendrá que superar innumerables pruebas que le deparará el destino. El arcano del Loco representa a un vagabundo, un bufón o un don nadie, desde la perspectiva exterior, pero también es un caminante, un buscador o un iniciado, desde una visión esotérica.

Desde la perspectiva de la normalidad, aquel que se aleja del centro del cauce donde habita lo convencional es un excéntrico, un marginado. El que camina en el margen de lo aceptado lleva un estigma, provoca rechazo o admiración, pero también ira o miedo. Aquel que busca más allá de lo consensuado, cuestiona, y puede ser considerado un visionario, un genio o un chiflado. Sin embargo, está claro que, dado el exceso de cordura al que nos somete la normalidad, un cierto grado de locura es signo de salud mental. Meditar desbarata la visión chata del mundo, pone en jaque el pensamiento único y nos aleja de lo excesivamente literal. Todos soñamos con la libertad del Loco porque, aunque precipitado y soñador, tiene el coraje de recorrer nuevos caminos en busca de su plenitud.

Este viaje iniciático que recorre el Loco pasa por tres etapas. Las comentamos porque son pertinentes para entender un poco más el proceso meditativo en el que nos hallamos.

La primera pasa por resolver el mundo, es decir, por saber manejarlo con soltura. No podemos ir a lo transpersonal si en lo personal, en el ámbito más inmediato de nuestra vida, tenemos problemas de autonomía o independencia. Si no nos sostenemos sobre nuestros propios pies, si no sabemos subir cumbres para luego bajarlas, es decir, empujar proyectos y darles cuerpo, difícilmente podamos traspasar el umbral de la espiritualidad. Cuando el mundo nos acorrala contra las cuerdas, es tentador buscar refugio en cualquier templo.

La segunda etapa consiste en reconocer que el mundo se vive desde el interior, que todo es una proyección de nuestros deseos y esperanzas, de nuestros miedos y confusiones. Aquí, no se trata tanto de ajustarse al mundo como de dar un sentido a la propia experiencia. Aprender a despojarse de todo lo superfluo hasta quedarse con lo esencial es el camino de la sabiduría. Vivir desde uno, y no desde los mandatos externos, culturales o sociales.

La tercera etapa es un camino de trascendencia. Hemos viajado del mundo al interior de nosotros mismos, ahora se trata de comprender que más allá de lo que somos está la infinitud que nos espera. Es el momento de revisar nuestra sombra, de dejar caer la torre de seguridades de nuestras filosofías, de depurar nuestras vanas esperanzas y de, por fin, plenamente transformados, danzar con la vida, en la plenitud del presente, en la libertad del Ser.

Como decía San Agustín, hemos de ir de fuera hacia dentro, y de dentro hacia arriba. En cierta manera, la meditación pasa por etapas parecidas. Peleamos con la postura y con el cuerpo -que es una representación del mundo-, nos encontramos con la mente y sus laberintos, para después abrirnos a la experiencia sin límite que llamamos libertad.

Muerte

Ya habíamos dicho que la meditación es una especie de trampa: entramos pensando en idealidades y nos encontramos justo lo contrario: con las realidades, con la sombra que no queríamos ver. Buscamos experiencias extraordinarias y cosechamos frustraciones. Queremos encontrar un oasis de paz y no dejamos de rememorar los problemas que habíamos querido dejar en la puerta de la sala. No es de extrañar que muchos salgan corriendo después de una breve experiencia meditativa.

Las plantas carnívoras son muy atractivas, de bellos colores y dulces aromas, pero en su interior esconden jugos corrosivos. Hay, es cierto, una aureola de santidad alrededor de la meditación, pero es una artimaña para cazar vanidades. Cuando estamos dentro, suena la caracola de la guerra. Podemos decir que la meditación es la guerra santa contra el ego; la conciencia es prisionera casi todo el tiempo del ego y tenemos que liberarla.

Cuando el ego está en su salsa, es todo movimiento, gesticulación, palabrería, extraversión y manipulación de la realidad que tiene más a mano. Como si fuera un titiritero, el ego mueve ojos, lengua, cabeza y manos, todo lo que le ayude a tener un mejor control de la situación. Esta percepción nos lleva a comprender mejor la estrategia de la postura meditativa, que simula la muerte.

La postura meditativa nos obliga casi siempre a estar inmóviles, con la manos plegadas en algún gesto simbólico, con los ojos cerrados o semicerrados y con la lengua vuelta hacia el paladar. Casi parece que no respiráramos, que estuviéramos al otro lado de la vida.

Tras unos minutos de curioseo, el ego se encuentra sin agarres en la meditación, se encuentra maniatado y boca abajo. Es entonces cuando empieza a aullar, esto es, a querer moverse, a quejarse internamente y a inventarse historias para pasar el rato hasta que suena la campanilla final de la sesión de meditación.

La postura meditativa es una ratonera para el ego, un anzuelo para pescar el ilimitado amor y la importancia personal que se profesa a sí mismo, un cepo para atrapar la permanente huida del presente que le amenaza y, sobre todo, una red para cazar el terrible miedo que le tiene a la muerte.

Lo cierto es que no podemos vivir sin ego, sin una conciencia individual integrada en el mundo social. Ahora bien, no se trata de matar al ego literalmente, pero sí de reeducarlo, de que aprenda a permitir y no a controlar neuróticamente, a escuchar en vez criticar, a ser en vez de obsesionarse con tener, a confiar en vez de defenderse sistemáticamente, y lo más difícil, a amar en vez guerrear continuamente con todo y contra todos.

Meta

¿Dónde acaba el viaje iniciático? ¿Hasta dónde hemos de perseguir nuestro anhelo? ¿Cómo sabremos cuándo estamos iluminados? En realidad, el camino no existe (“se hace camino al andar”, diría el poeta), pero es una ficción útil. El camino no es más que el símbolo de nuestra búsqueda, de nuestros avatares, del reconocimiento de nuestra inconsciencia, y la certeza de una salida de la propia ignorancia.

El final del camino es el inicio de un nuevo camino, de la misma manera que al final de la gallina hay un huevo, y al final del huevo otra gallina. Caminamos porque creemos que lo que buscamos está lejos, pero mientras buscamos mantenemos unas anteojeras que nos impiden percibir la amplitud de la realidad, sufrimos una tensión vital que nos comprime por dentro, mantenemos unas esperanzas que son del todo infundadas. Cuando, frustrados, dejamos la búsqueda por infructuosa, entonces se hace la luz: nos damos cuenta de que lo que buscábamos ya estaba presente, que siempre había estado presente y de que, de tan cerca que lo teníamos, no podíamos verlo.

La meta la crea el ego, pues a su heroísmo le encanta tener metas que superar, batallas que ganar y misterios que desvelar. La paradoja sobreviene cuando comprendemos que es el mismo ego el que quiere desprenderse del ego, como si uno pudiera escapar de su propia sombra o atraparla al perseguirla. De esta manera, la meta forma parte del camino, y el camino forma parte de nuestra desesperación. La desesperación está soportada por el ego, que en sí mismo es pura ilusión.

Sin embargo, la respuesta no es intelectual. No basta con entender la paradoja: hay que vivirla; mejor dicho, hay que sufrirla.

La muerte del ego es un símbolo y también una experiencia. Lo que realmente muere no es el ego sino su orgullo, no es su capacidad planificadora sino su ambición. Muere su apego, control, manipulación, victimismo. Muere la sensación de identidad separada para renacer como mediación en la unidad con el Ser que somos. No nos olvidemos: la mitad del ego es ataque y la otra mitad defensa. Muchas batallas, dentro de una guerra que no es un camino de rosas…

Iluminación

Decíamos que más que matar al ego se trata de suspenderlo, acallarlo, de cortar las patitas de su orgullo… para ganar iluminación. Que nadie se llame a engaño: probablemente quien diga que está iluminado sea un impostor. Cuando alguien dice que está iluminado está cosificando algo que en realidad es un proceso, una vivencia pero no una cosa. No existe tal cosa como la iluminación; lo único que hay son grados de luz interior, matices en la libertad, oleadas de amor compasivo, pero nada a lo que agarrarse. No podemos colgar en nuestra pared un título que diga: “Me iluminé tal día a tal hora. Desde entonces, mi vida ha cambiado. Soy otro”.

Tal vez por eso, aquel que establece metas, certifica iluminaciones, y por eso tenemos infinidad de gurúes a medio cocer, fruto de un arrebato místico o de un estado alterado de conciencia. Maestros y maestrillos que, tarde o temprano, caen del pedestal cuando su “humanidad” no tiene dónde esconderse. Sin embargo, es probable que no haya una meta, o que la única meta sea el paso que estás dando, el bocado que estás comiendo o el abrazo que estás sintiendo en tu presente.

De la misma manera que el sol va iluminando más y más la tierra desde el momento en que sale por la mañana hasta alcanzar el mediodía, así también nosotros nos vamos iluminando progresivamente (aunque esto, insisto, no tenga ningún final) cuando somos capaces de ir deshaciendo los nudos que nos mantienen apegados a nuestros hábitos, cuando olvidamos las respuestas aprendidas y, desde la escucha sincera, dejamos que brote una respuesta espontánea, cuando aprovechamos las innumerables crisis como oportunidad de crecimiento, cuando dejamos de otorgar poder a las circunstancias y visitamos a nuestras intuiciones, y no sólo a la razón. Nos vamos llenando de luz cuando podemos ir un poco más allá de nuestras necesidades, de nuestra soberbia, de nuestras certezas; cuando somos capaces de cambiar de perspectiva, cuando dialogamos con nuestros límites, con nuestras incoherencias; cuando aceptamos nuestras derrotas, nuestras inseguridades y nuestros miedos.

Nuestra alma se libera cuando podemos soltar el lastre de la perfección, cuando podemos decir nuestras verdades sin herir, cuando acogemos el sufrimiento ajeno sin asustarnos. Nos volvemos más sabios cuando anónimamente nuestros actos se vuelven semillas de prosperidad, cuando toreamos las adulaciones sociales, cuando nos sentimos confortados en el silencio y la soledad.

Jesús decía que por sus frutos los conoceréis, una invitación preciosa a soltar nuestro collar místico, donde colgamos nuestros trofeos filosóficos. Iluminarse es aprender a vivir sin tantas respuestas y, lo más difícil, aprender a convertir lo complejo en simple, sin por ello perder profundidad.

La iluminación no es hablar con Dios ni viajar a capricho con nuestro cuerpo astral. No tiene que ver con demostrar que se puede vivir sin comer o sin dormir, leer el pensamiento, ser muy longevo o anestesiar el dolor. La iluminación no requiere ninguna demostración y, más bien, los poderes extraordinarios son un obstáculo en el camino.

Al ego le gusta que la iluminación sea un logro sobrehumano, sólo apto para los mejores, pero la iluminación simplemente es dejar que surja nuestro estado natural. Un estado de unión con la vida que hay dentro y que hay fuera. Y en ese estado natural, que podríamos llamar iluminado, hay atención y frescura, alegría y vitalidad, ligereza y fluidez. En ese estado, nos parecemos a un niño, o a un animal salvaje.

En la conciencia ordinaria, en cambio, nuestra mente se siente pesada, demasiado ruidosa, demasiado complicada. Nuestros cuerpos se vuelven desgarbados y torpes, sin su vitalidad: pagan el precio del predominio mental propio de ese nivel de conciencia.

En los diferentes estados de iluminación hemos dejado de luchar. La resistencia era lo que creaba nuestra negatividad. Ya no hay nada que demostrar. No necesitamos alimentar al ego, no seguimos identificándonos con el sufrimiento; simplemente nos podemos permitir ser, y que los demás también sean.

Presencia

Sin un “yo” que pueda recorrer el camino, sin meta donde regocijarnos, sin iluminación que nos salve de los altibajos de la vida, ¿qué nos queda? Pues nada y todo. Nos queda lo único real, el momento presente.

Meditar es despertar del sueño ilusorio de nuestra vida, aterrizar en la realidad desnuda sin salir corriendo. Darnos cuenta de que vivimos casi siempre en el tiempo psicológico. Echamos la vista atrás, rememorando una y otra vez lo sucedido, para recordar quiénes somos, no vayamos a olvidarlo. Recomponemos el pasado a nuestro antojo, como si fuera un puzzle del que quitamos aquellas piezas que no encajan muy bien con nuestra autoimagen. Seleccionamos de la memoria lo que nos interesa, y de esta manera inventamos nuestra vida, la que nos gustaría que fuera, pero casi nunca la real.

No hace falta aludir a investigaciones psicológicas para darnos cuenta de que la memoria es selectiva. De la infinidad de estímulos que se dan simultáneamente en una situación, percibimos sólo aquellos que son significativos para nosotros. Y son significativos porque de alguna manera los deseamos. De su estancia en la plaza, el niño recuerda la juguetería y la heladería, pero no recala en la discoteca ni en la carnicería. Memoria y deseo son sinónimos. Si queremos saber dónde está el deseo, basta con observar dónde se posa la mirada. Si queremos saber lo que alguien anheló en su pasado, esperemos a que nos cuente su historia.

Así que parte de nuestro tiempo lo dedicamos a recontar las historias viejas y a acomodarlas mejor para que hagan menos daño y para exorcizar las culpas y las pérdidas, o bien para contar las ganancias y realzar las victorias. La otra parte del tiempo lo dedicamos a escudriñar el futuro, ese tiempo por venir que desasosiega porque apenas puede ser controlado.

El futuro es la otra cara de la moneda del pasado, algo así como un pasado con la cara lavada, con el vestido nuevo o un banquete sin estrenar. El futuro sólo existe en nuestra cabecita en este momento; no es más que una anticipación de nuestro deseo, la culminación de aquello que quedó en el tintero del pasado, allí donde nos gustaría colgar el cartel de final feliz. Pero el futuro no existe, y nunca existirá. Todo acontece en un presente dado. Especular con el futuro es un síntoma de insatisfacción. El deseo, la avaricia, la gula y la codicia galopan estruendosamente hacia el futuro, perdiendo de vista la realidad del presente.

Pensamos que cuando acabemos la carrera, la tesis doctoral, cuando finalmente nos casemos, cuando tengamos un trabajo mejor, cuando contemos con suficientes ahorros, cuando tengamos niños, cuando éstos sean mayores, cuando nos jubilemos… entonces y sólo entonces culminará nuestro proyecto de vida y podremos descansar plenos y felices.

Lamentablemente, el futuro no existe salvo como idea, como proyección o anticipación. De nada sirve el futuro si no vivimos la vida plenamente, porque esa plenitud siempre se nos regateará en ese anhelado futuro. La vida que vivimos existe ahora, y esa vida no puede especularse en una especie de bolsa financiera mental. Ahora vivimos, mañana no lo sabemos. Ahora es real, mañana es pura elucubración.

Para aterrizar en el Ahora (permítanme subrayarlo con una mayúscula) hay que salir del tiempo psicológico, de las ruinas del pasado y de los planos de edificación del futuro. Y por tanto, el Ahora deja en suspensión nuestra mente. La meditación nos ayuda a comprender que se puede vivir el momento sin tener que pensarlo, ordenarlo o juzgarlo, que hay una vida secreta por debajo del discurso mental. En el Ahora no tenemos una vida: somos vida, y ya no hay nada que alcanzar. No hay nada que le falte a este momento que tengamos que buscar después, en un futuro cercano o lejano. Cada momento es lo único real.

El momento presente ya no tiene límites porque deja de estar cosificado por la mente, cuya función es diseccionar la realidad. Miremos donde miremos, sólo vemos horizontes que se abren a nuevos horizontes, una infinitud hacia arriba y otra hacia abajo aunque, lógicamente nuestros sentidos queden agotados. Podemos decir que hay infinitos árboles dentro de cada árbol, innumerables maneras de sentirlo y de amarlo. Somos conscientes del árbol sin tener que pensarlo, y en la presencia el árbol se transforma: deja de ser el árbol que estaba anclado en la memoria. De esta manera, podemos conocer al árbol directamente, porque así somos árbol junto al árbol, lo conocemos íntimamente.

Sólo cuando hay quietud profunda en nuestro interior podemos estar presentes. En la presencia podemos percibir la majestuosidad de todo lo que nos rodea, la amplia interconexión entre todos los seres vivientes, la sabiduría profunda que hay en la evolución. Es como ponerse unas gafas de tres dimensiones, donde cada uno de nosotros se siente dentro de ese caleidoscopio de vida.

Si tuviéramos que dar una respuesta, la respuesta sería Sí. Sí a lo que es, sí al momento presente. Porque el momento presente es el momento que ha viajado a través del tiempo y ha tomado la forma que tiene ahora, y no otra, sino ésta. Todo lo que surge en este momento es el resultado de millones y millones de factores a lo largo de la evolución. Todo surge en este preciso momento para desaparecer luego. Si queremos, podemos negar la realidad que acontece, pero es tiempo perdido. Ir en contra de la realidad es como querer invertir la corriente del río.

Soy hombre o mujer, tengo tal estatura, he nacido en tal sitio, el color de mis ojos es tal… son las cartas que nos han tocado en el reparto del juego. No podemos enorgullecernos o deprimirnos por lo que nos ha tocado. Las cartas son neutras, depende cómo las juguemos. Ya lo sabemos: la sociedad no es neutra y valora más unas que otras, pero no hay nada personal en ello. La historia abunda en ejemplos de gran superación en circunstancias desfavorables.

El contentamiento tiene que ver con esto, con la aceptación de lo que tengo y de lo que no tengo. La gran libertad consiste en sentir un calor enorme y contentarse sólo con mojarse el rostro. En la superficie, es verdad que no sabemos tocar el piano, que cantamos fatal o que no nos manejamos bien con la informática, pero en el fondo estamos completos, no nos falta nada, no arrecia el deseo y no hay insatisfacción.

Si decimos Sí al momento presente, sea como sea, ya lo estamos transformando, y a nosotros con él. Eso no significa resignación, no significa quedarse con las manos cruzadas. Nuestro impulso evolutivo y nuestro nivel de conciencia nos empujan para mejorar lo que encontramos, para articular soluciones más efectivas, para restaurar un equilibrio perdido. Pero esto lo podemos hacer sin negar la realidad, sin darle la espalda. Aceptar cada momento sin regateos, saber estar a las duras y a las maduras, con lo que hay y con lo que no hay. Desde este poder interno, cada momento tiene una gran belleza. ¡No lo dejemos escapar!

Meditación síntesis

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