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Capítulo Uno

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Allegra Beauchamp había vuelto.

Xavier se despidió de su abogado y colgó el teléfono, alterado por la información que acababa de recibir.

Aquello era ridículo. Habían pasado varios años y ya no pensaba en ella. Lo había superado por completo. Entonces, ¿por qué reaccionaba de esa forma? Por ira; ira ante la perspectiva de que volviera e interfiriera en sus asuntos. Xavier había puesto todo su corazón y toda su alma en los viñedos, y no iba a permitir que Allegra apareciera de repente y destrozara una década de trabajo.

No confiaba en ella. Incluso descontando el hecho de que le había partido el corazón, de que lo había abandonado cuando más la necesitaba, era la misma mujer que había dejado en la estacada a su propio tío abuelo, al hombre que le había ofrecido su casa todos los veranos, cuando era una niña.

Allegra ni siquiera se había tomado la molestia de volver a Francia para asistir al entierro de Harry. Se había quedado en Londres, como si no le importara nada. Y ahora se apresuraba a volver para reclamar su herencia: una mansión y quince hectáreas de viñedos de primera calidad.

Su actitud era repugnante.

Pero, en cierto sentido, le facilitaba las cosas. Si a Allegra solo le importaba el dinero, le vendería su parte de la propiedad y se marcharía a pesar de lo que le había dicho a su abogado esa misma tarde. Allegra tenía una idea tan romántica como falsa de lo que significaba dirigir un viñedo, y Xavier estaba seguro de que se aburriría enseguida y volvería a Londres.

Lo mismo que había hecho diez años antes. Con la salvedad de que, esta vez, no se llevaría su corazón con ella. Solo se llevaría su dinero.

Xavier abrió el cajón de la mesa, sacó las llaves del coche y salió del despacho, decidido a hablar con Allegra. Quería solventar el asunto cuanto antes.

Allegra se llevó la taza de café a los labios, pero el amargo y oscuro líquido no la ayudó a despejarse.

Empezaba a pensar que había cometido un error al volver después de tanto tiempo. Debería haber aceptado la sugerencia de su abogado y haber vendido su parte de la propiedad al socio de Harry. Se debería haber contentado con ir de visita al cementerio, dejar unas flores en la tumba de su tío abuelo y volver a Londres. Pero había regresado a la vieja mansión de piedra en la que había pasado tantos veranos, durante su infancia.

Ni siquiera sabía por qué estaba allí. Solo sabía que se había arrepentido de haber tomado esa decisión en cuanto llegó a Ardeche. Al ver la casa, al distinguir el aroma de las hierbas que crecían en los tiestos de la cocina, se sintió profundamente culpable.

Culpable por no haber vuelto antes. Culpable por no haber estado cuando la llamaron por teléfono para decirle que Harry había sufrido un infarto. Culpable por no haberse enterado a tiempo del fallecimiento de su tío abuelo. Culpable por no haber podido estar, ni siquiera, en su entierro.

Además, todos los habitantes del pueblo la miraban mal. Había oído sus murmuraciones al cruzar la plaza; y había notado la frialdad de Hortense Bouvier, el ama de llaves de su difunto tío abuelo. En lugar de recibirla con un abrazo cálido y una buena comida, como había hecho tantas veces en otros tiempos, Hortense la había saludado de un modo brusco, sin molestarse en disimular su desaprobación.

Pero, al menos, no había visto a Xavier. Solo le habría faltado que apareciera de repente en la cocina y se sentara a la mesa, junto a ella, con su sonrisa devastadora y sus intensos ojos, de color verde grisáceo.

Allegra echó un vistazo a la cocina, llena de objetos que le recordaban al pasado, y se dijo que había pocas posibilidades de que Xav se presentara en la casa. Diez años antes, le había dicho que su relación estaba acabada y que se marchaba a París a empezar una vida nueva, una vida sin ella.

Ni siquiera sabía si seguía soltero. Quizás se había casado; hasta era posible que tuviera hijos. En cierta ocasión, Allegra intentó cerrar la brecha que se había abierto entre Harry y ella y los dos llegaron al acuerdo tácito de no hablar de Xavier. Ella no preguntaba porque el orgullo se lo impedía; él, por no crear una situación incómoda.

Agarró la taza de café y pensó que, después tantos años, ya debería haberlo superado. Pero, ¿cómo podía superar un amor que había sobrevivido desde la infancia? Se había enamorado de Xavier Lefevre cuando ella tenía ocho años y él, once. Fue amor a primera vista. Le pareció el chico más guapo del mundo.

Cuando llegó a la adolescencia, lo seguía a todas partes como si fuera una perrita. Siempre estaba perdida en sus ensoñaciones de amor; siempre, preguntándose qué sentiría si alguna vez se llegaran a besar. Incluso había llegado a practicar los besos, jugando con el dorso de la mano, para estar preparada cuando Xavier se diera cuenta de que era algo más que la vecina de al lado.

Todos los veranos perseguía al objeto de sus sueños con la esperanza de que se fijara en ella. Y todos los veranos, él se limitaba a responder con la misma amabilidad y el mismo distanciamiento que dedicaba a todos los demás.

Pero, al final, llegó el momento que tanto esperaba. Xavier dejó de tomarla por una niña irritante que lo seguía constantemente y empezó a verla como una mujer.

Desde entonces, se volvieron inseparables. Fue el mejor verano de la vida de Allegra. Estaba convencida de que su amor era recíproco; de que no importaba que ella tuviera que volver a Londres para continuar con sus estudios y él, marcharse a París para empezar a trabajar. Estarían juntos durante las vacaciones, se verían en Londres los fines de semana y, cuando ella saliera de la universidad, vivirían juntos.

Xavier nunca le había dicho que tuviera intención de pedirle matrimonio, pero Allegra sabía que estaba enamorado de ella y que lo quería tanto como ella a él.

Y entonces, todo se hundió.

Al recordarlo, Allegra tragó saliva y se dijo que no debía pensar en esas cosas. Había dejado de ser una adolescente llena de ilusiones absurdas y se había convertido en una mujer adulta. Además, el socio de Harry no era Xavier sino Jean-Paul Lefevre, su padre. Xavier no estaba allí. Por lo que ella sabía, seguía en París. Y tenía el convencimiento de que no se volverían a ver.

Justo entonces, Hortense entró en la cocina y declaró con frialdad:

–El señor Lefevre ha llamado. Estaba en los viñedos y me ha dicho que le gustaría verte. Llegará en un par de minutos.

Allegra frunció el ceño. Habían quedado para el día siguiente, pero supuso que era una visita de cortesía. Jean-Paul tenía fama de ser un hombre de modales impecables; seguramente, solo quería darle la bienvenida a Les Trois Closes.

Minutos después, la puerta se abrió. Pero el hombre que entró en la cocina no fue Jean-Paul, sino Xavier.

Allegra se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de derramar el café. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había entrado sin llamar? ¿Creía que podía entrar en el domicilio de Harry, en la casa que ahora era suya, cuando le apeteciera?

–¡Xavier! Siéntate, por favor –dijo Hortense, dedicándole todo el cariño que le negaba a ella.

Hortense le dio un beso en la mejilla y, cuando Xavier se sentó, le sirvió una taza de café y se la puso en la mesa.

–Bueno, chéri, te dejaré a solas con la señorita Beauchamp.

Hortense se marchó y Allegra se quedó en silencio, demasiado sorprendida para pronunciar una sola palabra.

A sus treinta y un años, Xavier Lefevre era en un hombre hecho y derecho. Algo más alto de lo que ella recordaba, y de hombros más anchos. Su piel morena hacía que sus ojos, entre verdes y grises, parecieran aún más penetrantes.

Allegra se fijó en que llevaba el pelo revuelto y ligeramente largo, con un estilo que le pareció más propio de un músico de rock que de un genio de las finanzas. Además, no se había afeitado. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que se acababa de levantar de la cama.

Pero, fuera como fuera, su presencia bastó para que se sintiera como si la temperatura de la cocina hubiera aumentado diez grados de repente. Y también bastó para que recordara lo que se sentía al quedarse dormida entre sus brazos, después de hacer el amor.

Por lo visto, tenía un problema. ¿Cómo mantener el aplomo y pensar con claridad si lo primero que le venía a la cabeza era el sexo y lo segundo, lo mucho que lo deseaba?

Tenía que sacar fuerzas de flaqueza y refrenar su libido.

–Bonjour, mademoiselle Beauchamp –dijo Xavier con una sonrisa enigmática–. He pensado que debía acercarme a la casa y saludar a mi nueva socia.

Allegra lo miró con desconcierto.

–¿Tú eres el socio de Harry?

Xavier asintió.

–En efecto.

–Pero, ¿cómo es posible? Pensaba que seguías en París.

–Pues no.

–No entiendo nada. El señor Robert me dijo que el socio de Harry era monsieur Lefevre –alegó ella.

–Y lo es… –Xavier le dedicó una reverencia burlona–. Permíteme que me presente. Soy Xavier Lefevre, siempre a tu servicio.

–Ya sé quién eres –replicó ella, irritada con su comportamiento–. Pero eso no responde a mi pregunta. Pensaba que mi socio era tu padre.

–Me temo que llegas cinco años tarde.

Ella soltó un grito ahogado.

–¿Es que tu padre ha… ?

–Sí.

–Lo siento. No tenía ni idea. Harry no me dijo nada –se apresuró a decir–. Si hubiera sabido que había fallecido…

–Oh, vamos, no me digas que habrías asistido a su entierro –la interrumpió–. Ni siquiera estuviste en el de Harry.

Allegra alzó la barbilla, orgullosa.

–Tuve mis motivos –se defendió.

El no dijo nada. Allegra pensó que, quizás, estaba esperando una explicación. Pero se dijo que no le debía explicaciones.

–Supongo que mi presencia te resultará molesta. Seguramente piensas que, habiendo sido el socio de Harry, tendría que haberte dejado toda la propiedad a ti.

–Ni mucho menos –declaró él–. Me parece normal que te dejara una parte. A fin de cuentas, eras su familiar más directo… Aunque nadie lo creería, teniendo en cuenta tu comportamiento de estos últimos años.

Allegra frunció el ceño.

–Eso es un golpe bajo.

Xavier se encogió de hombros.

–No es más que la verdad, chérie. ¿Cuándo lo viste por última vez?

–Hablaba con él todas las semanas, por teléfono.

–Hablar por teléfono no es lo mismo.

Ella suspiró.

–Seguramente sabes que Harry y yo discutimos cuando me fui a Londres –dijo ella, sin querer añadir que habían discutido por él–. Al final, nos reconciliamos… pero admito que no venir a verlo fue un error por mi parte.

Allegra tampoco quiso decir que la razón principal por la que no había vuelto era su miedo a encontrarse con él. Si se lo hubiera dicho, Xavier habría sabido que sus antiguos sentimientos no habían muerto; que su deseo había permanecido latente.

Un deseo que, en ese momento, se había despertado.

–Si hubiera sabido que se encontraba tan mal de salud, habría vuelto –continuó–. Pero no sabía nada. No me lo dijo.

–Por supuesto que no. Harry era un hombre orgulloso. Pero, si te hubieras tomado la molestia de pasar a visitarlo de vez en cuando, lo habrías sabido.

Ella guardó silencio.

–Ni siquiera viniste cuando supiste que estaba enfermo –siguió él.

–No vine porque el mensaje me llegó después, cuando ya era demasiado tarde.

–Pero tampoco estuviste en su entierro.

–Tenía intención de asistir, pero estaba en Nueva York, de viaje de negocios.

–Qué inconveniente –ironizó él.

Allegra respiró hondo.

–Bueno, ya ha quedado demostrado que soy una mala persona –dijo con frialdad–. Y como nadie puede cambiar el pasado, será mejor que lo olvidemos.

Él se encogió de hombros.

Ella pensó que era el hombre más irritante del mundo.

–¿Qué haces aquí, Xavier? ¿Qué quieres?

La quería a ella.

Xavier se dio cuenta en ese momento, y se quedó atónito. ¿Cómo era posible? Allegra lo había abandonado y, además, ya no era la dulce, tímida e insegura petite rose anglaise que había sido a los dieciocho años. Ahora era una mujer impecablemente arreglada y dura como el diamante bajo el traje que se había puesto. Y en sus labios no había nada dulce. Estaban tensos. Ya no le recordaban a las primeras rosas del verano.

Aquello era una locura. Se suponía que había ido a la casa para hablar con ella y convencerle de que le vendiera su parte de la propiedad, no para admirar su boca y recordar sus besos, sus caricias, el contacto de su piel cuando hacían el amor y el destello de sus ojos azules cuando estaba leyendo un libro y se daba cuenta de que él la miraba.

Tenía que hacer algo. No debía dejarse llevar por el deseo.

–¿Y bien? Estoy esperando una respuesta –dijo ella.

–No quería nada especial. Estaba dando un paseo por los viñedos y he llamado a Hortensia para saber si estabas aquí, sin más intención que saludarte y darte la bienvenida a Francia. Pero, ya que te pones así, hay un asunto que me preocupa.

–¿De qué se trata?

Xavier no había sido completamente sincero con Allegra. Era cierto que solo pretendía saludarla, pero también que quería aprovechar la ocasión para observar sus reacciones y valorar su actitud sobre las tierras que había heredado.

–Hace años que no vienes a Francia –contestó–. Supongo que los viñedos no te interesan demasiado, así que estoy dispuesto a comprar tu parte de la propiedad. Habla con algún especialista y pídele una valoración. Aceptaré el precio que considere oportuno. Incluso estoy dispuesto a pagar sus honorarios.

–No.

Xavier arqueó una ceja. No esperaba una negativa tan tajante. Pero existía la posibilidad de que solo fuera una estrategia para aumentar el precio, así que preguntó:

–¿Cuánto dinero quieres?

–No te voy a vender mi parte.

Él frunció el ceño.

–¿Es que se la vas a vender a otra persona?

Xavier se empezó a preocupar de verdad. Allegra no sabía nada de viñedos; era capaz de vendérselos a una persona que los descuidara demasiado o que utilizara pesticidas industriales y les hiciera perder el certificado de productos ecológicos.

–No se lo voy a vender a nadie. Harry me dejó la casa y la mitad de los viñedos por una buena razón… Quería que me quedara aquí.

Él hizo un gesto de desdén.

–Creo que te estás dejando llevar por tu sentimiento de culpabilidad, Allegra. Sabes que me deberías vender tu parte. Es lo más lógico.

Ella sacudió la cabeza.

–Me voy a quedar.

Xavier la miró con incredulidad.

–Pero si no sabes nada de viñas…

–Aprenderé. Y, entre tanto, dedicaré mis esfuerzos al marketing. A fin de cuentas, es lo que sé hacer.

Xavier se cruzó de brazos.

–No me importa lo que sepas hacer. No voy a permitir que juegues con mis viñedos. Te aburrirías enseguida y te marcharías al cabo de una semana.

–No me iré. Además, te recuerdo que también son míos –dijo ella con firmeza–. Harry me dejó la mitad y me siento obligada a hacer lo que pueda con ellos.

Xavier clavó la mirada en los ojos de Allegra y supo que estaba diciendo la verdad. Se iba a quedar porque se sentía en deuda con Harry.

Sería mejor que le diera un poco de cuerda y que retomara el asunto al día siguiente. Con un poco de suerte, Allegra lo consultaría con la almohada y entraría en razón.

–Muy bien, como quieras. –Xavier se levantó de la silla–. Supongo que Marc te habrá dicho que mañana tenemos una reunión…

Ella parpadeó.

–¿Marc? ¿Es que estás en contacto con el abogado de Harry?

–También es mi abogado –dijo él, sin querer añadir que Marc era amigo suyo–. Pero no te preocupes por eso. Te aseguro que no me ha dicho nada de ti. Es el hombre más profesional que conozco.

–Pues sí, ya sabía lo de la reunión. Es a la ocho en punto, ¿no?

Xavier asintió.

–Sí, aunque podríamos retrasarla un poco. Has hecho un viaje muy largo y sospecho que estarás cansada.

Ella entrecerró los ojos.

–¿Es que no me crees capaz de levantarme temprano?

–Yo no he dicho eso… Prefiero que retrasemos la reunión hasta las doce. En verano, no se puede estar en los viñedos a mediodía; por el calor –le explicó–. Trabajo en los campos a primera hora y, después, me encargo de los asuntos administrativos. ¿Qué te parece si quedamos al mediodía en mi despacho del château? Te invito a comer.

–De acuerdo. Como tú quieras.

Xavier dudó un momento. Había estado a punto de inclinarse sobre ella y darle un beso en la mejilla por ver si la desequilibraba un poco, pero se lo pensó mejor. Allegra le gustaba demasiado. Si le daba un beso de despedida, era posible que le saliera el tiro por la culata. Así que se limitó a decir:

–A demain, mademoiselle Beauchamp.

Ella inclinó levemente la cabeza.

–A demain, monsieur Lefevre. Nos veremos al mediodía.

Amor entre viñedos - Un brote de esperanza

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