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PRÓLOGO

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OTTAWA, 1983

LLEGÓ EN UN GRAN CAMIÓN DE MUDANZAS: 226 CAJAS llenas de objetos que, si fueran de alguien más, fácilmente hubieran acabado en un basurero. Cada caja contenía miles de hojas de bloc amarillo rayado llenas de garabatos indescifrables escritos con plumín negro. Había además una buena cantidad de esos plumines.

En las cajas también había cientos de casetes, muchas llaves de hotel y de coches rentados, una baraja, dos relojes de pulsera, una colección de perros de porcelana (en su mayoría collies), varias mancuernillas sin par, carteras de piel, tres batutas, una taza con la inscripción FAVOR DE NO DISPARARLE AL PIANISTA, fotografías, guiones de radio, cheques cancelados, camisas y pantalones extremadamente desgastados, dos pares de guantes de lana beige, dos gorras de tweed, y un sinnúmero de frascos de medicinas: pastillas para la presión arterial, los resfriados, el dolor de articulaciones, el insomnio, y para la circulación.

También había una caja grande que mandó Steinway & Sons unos años antes; contenía un set entero de martinetes. En un cajón de una mesa que era parte de esta colección estrafalaria había doce bloques de madera que se habían usado para elevar la altura de varios pianos.

Pero el artefacto más famoso que llegó en ese camión era la “silla pigmea”, una silla plegable, maltratada, sólida, extraordinariamente baja, que se sostenía gracias a armazones de metal, pegamento, y cuerdas de piano. La silla alguna vez tuvo un asiento acolchonado, del que no quedaba rastro. La única manera en que alguien podía sentarse sin caer por el agujero era encaramándose a un soporte de madera que atravesaba el marco de atrás para adelante.

Éstas eran las pertenencias de Glenn Gould, el brillante y excéntrico pianista canadiense, uno de los tesoros culturales más importantes del país, que había muerto en 1982 a los cincuenta años. Idiosincrasias poco comunes, incluso para un músico clásico, caracterizaron su abreviada vida. En 1964, a la edad de treinta y uno y después de una corta pero meteórica carrera como concertista, renunció a la vida pública, se confinó a su natal Toronto, y se dedicó al grabar en el estudio. El éxito de sus grabaciones de J.S. Bach y de compositores poco conocidos del siglo xx, junto con su personalidad poco común, capturó la atención del mundo —y de admiradores apasionados.

La manera de tocar de Gould evocó respuestas viscerales en gente que nunca se había detenido a escuchar música clásica. Hay algo del silencio antes y después de cada nota, de la riqueza de las diferentes voces, que cautivó la imaginación e hizo que los escuchas sintieran sus vidas más profundas, mejores. Muchas personas han escuchado la exitosa grabación de 1955 de las Variaciones Goldberg de Bach —la pequeña aria y sus treinta variaciones virtuosas— y se han vuelto admiradores de por vida.

Para algunos, incluyendo a los que conocían bien la música, la manera de tocar de Gould les permitió escuchar cosas nuevas. Otros, incluyendo a los que no tenían ninguna afinidad por la música clásica, reportaron que sintieron una conexión intuitiva con la música cuando escucharon tocar a Gould. Bruno Mosaingeon, un cineasta y violinista francés, estaba en una tienda de discos en Moscú, a finales de los años sesenta, cuando se topó con un par de grabaciones de Gould, a quien no conocía. Cuando escuchó los discos, el cineasta comparó la experiencia con una epifanía religiosa, como si una voz le dijera “Sígueme”. Mosaingeon dedicaría los siguientes veinte años de su vida a realizar películas sobre Gould. Un cirujano cardiólogo sugería a cada uno de sus pacientes que escuchara las grabaciones de Gould de música de Bach antes de las operaciones. Una repartidora de UPS en Roanoke, Virginia, le contó a un académico especializado en Gould sobre el día que unas frases de las Variaciones Goldberg aparecieron en el radio, y ella instintivamente acercó su mano al botón para cambiar la estación. Pero estaba dando la vuelta, y necesitaba ambas manos en el volante, así que la música continuó. Y continuó, transformándola en una seguidora devota del trabajo de Gould.

Nadie, ni el mismo Gould, pudo prepararse para el infarto que provocaría su inesperada muerte. Una vez que su abogado decidió mandar todas sus pertenencias a la Biblioteca Nacional de Canadá, en Ottawa, la tarea de clasificar todo recayó en un empleado de la biblioteca y en un experto musical externo, contratado específicamente para este propósito. Después de desechar artículos impersonales —directorios telefónicos, menús de pizza a domicilio— se enfrentaron a la montaña de miscelánea personal y empezaron a sentir que tirar cualquier cosa sería un sacrilegio, en parte porque ni siquiera el mismo Gould había logrado deshacerse de ello. Así que mandaron hasta la última hoja amarilla rayada con una pequeña anotación, cada tarjeta de Navidad y bote de aspirinas, a Ottawa, a la Biblioteca Nacional, el repositorio canadiense de tesoros nacionales.

Curadores y musicólogos pasarían los siguientes años ordenando los papeles y la música, eventualmente transfiriendo gran parte a microfilm para evitar que biógrafos y curiosos manipularan los originales. Algunos de los artefactos, como ropa, carteras, estatuillas, y llaves, fueron transferidas eventualmente al Museo Canadiense de la Civilización, del otro lado del río Ottawa, en Quebec. Después de unos años los curadores colocaron la silla pigmea, la única forma de asiento que Gould utilizaba para tocar el piano, en una vitrina, donde asumió una presencia fantasmagórica junto a los elevadores del cuarto piso.

Y estaba también el piano, que la Biblioteca Nacional decidió adquirir del patrimonio de Gould. Un Steinway de concierto de ocho pies, once pulgadas y un cuarto, conocido como CD 318 (la C para indicar que tenía un status especial, de los pianos que Steinway apartaba para sus concertistas, y la D que denota que es el modelo más grande de los pianos de Steinway). Como todos los pianos Steinway, portaba su propio número de serie: 317194. Helmut Kallmann, el director del área de música de la biblioteca, supervisó la entrega de CD 318 y describió más tarde cómo tres robustos y expertos mudanceros descargaron cada una de las 1,325 libras que pesa el instrumento, y lo depositaron en el lobby de la planta baja, sin mayor ceremonia. Desataron las correas, quitaron las colchonetas, atornillaron las patas, pidieron una firma y se fueron.

Kallman, siendo también músico, era un devoto del trabajo de Gould. En la década de 1960 se había cruzado con él, ocasionalmente, en la Canadian Broadcasting Corporation, donde Kallmann supervisaba la biblioteca musical. Gould aparecía esporádicamente buscando partituras y a veces se quedaba a platicar. Las excentricidades del pianista eran siempre evidentes, al igual que su encanto. Gould se ganó el cariño de Kallmann el día que le preguntó: “¿En qué tonalidad crees que esté mi personalidad?”

Como la mayoría de los admiradores de Gould, Kallmann sabía del legendario Chickering, un piano de media cola de cien años de edad, famosamente adorado por Gould. Pero cuando llegó el momento de adquirir uno de los pianos de Gould para la colección permanente de la Biblioteca Nacional, Kallmann y sus colegas del área de música sabían que tenía que ser CD 318, el piano que acompañó a Gould en casi todas las grabaciones de su carrera.

A lo largo de su historia Steinway había construido muchos instrumentos hermosos. No sólo el clásico piano de cola retocado con ébano, sino también una serie de pianos con la caja decorada. Entre los más conocidos están el elaborado piano decorativo construido para Cornelius Vanderbilt, en blanco y dorado y con pinturas de Apolo rodeado de querubines, y el piano creado para la Casa Blanca, con las patas labradas en forma de águilas. Para el hotel Waldorf-Astoria en Nueva York Steinway construyó adornos de caparazón de tortuga y un candelabro. Para E. L. Doheny, el magnate petrolero, Steinway diseñó un piano dorado al estilo Luis XV, con patas labradas y molduras elaboradas. Incluso los Steinway de concierto estándar de ébano pulido eran majestuosos, aunque fueran austeros.

No era el caso de este instrumento.

El piano que llegó al medio día a la bahía de carga detrás de la biblioteca, con la caja negra rayada y abollada, la tapa ligeramente desalineada, y desfigurada por hendiduras evidentes, tenía todas las características de un huérfano. Los archivistas en Ottawa sabían que este instrumento de semblante cansado había sido el favorito de los pianos de concierto de Gould. Y sabían que una vez hubo un accidente que dejó al piano casi inservible. Pero eso era todo lo que sabían.

Una noche poco después de la llegada del piano, una vez que todos sus colegas habían terminado su turno, y asegurándose de que estaba solo, Kallmann se sentó en CD 318 y empezó a tocar. Primero se sorprendió y después lo impresionó la increíble respuesta del piano, el toque improbablemente ligero. Con razón Gould, cuya musicalidad iba de la mano con su destreza, había sentido tanto apego por él. De pronto Kallmann sintió que entendió algo sobre el gran pianista y el piano que amó. A lo largo de la vida de Gould sus fans especularon que el piano que usaba tenía que haber sido alterado de una manera extraordinaria, tal vez intervenido con algún equipo especial que permitiera que los dedos de Gould volaran de la manera en la que lo hacían. Pero Kallmann examinó con detenimiento el instrumento y no encontró nada fuera de lo normal, ningún equivalente pianístico a la velocidad Warp. Usando herramientas ordinarias para afinar y ajustar el piano, un técnico había logrado darle ese mecanismo de gatillo hipersensible. Kallmann pensó maravillado: qué pedazo de técnico.

Kallmann se dio a la tarea de investigar la procedencia de CD 318. Una de las primeras llamadas que realizó fue a la T. Eaton Company, la enorme tienda departamental de Toronto, cuyo departamento de pianos había sido responsable del instrumento durante casi tres décadas antes de que Gould lo comprara en 1973. Kallmann fue referido con Muriel Mussen, quien se había retirado recientemente de Eaton’s después de más de treinta años trabajando en el departamento de pianos, encargada de escoger instrumentos entre una gran colección de pianos para concertistas visitantes.

Ah, sí, dijo Mussen cuando Kallmann explicó el porqué de su llamada. CD 318. Y Glenn Gould. Claro. El piano, dijo, llegó a Eaton’s por ahí de 1946, y durante varios años los pianistas importantes que pasaban por Toronto en sus giras lo utilizaron para sus conciertos. Pero el piano comenzó a envejecer. De hecho, en los años cincuenta, los concertistas empezaron a reportar quejas. Y en 1960, cuando Eaton’s se preparaba para deshacerse de él —con lo que quiso decir que lo regresarían a Steinway a cambio de un instrumento nuevo— Glenn Gould se topó con él.

Desde el momento que abrió la tapa, Gould quedó atónito. Era famosamente quisquilloso con los pianos y durante años rechazó la mayoría de los Steinway de fábrica. Por fin encontró, por casualidad, un piano cuyas cualidades se alineaban perfectamente con su estilo de tocar tan particular. En poco tiempo estaría tocando a CD 318 exclusivamente. Ese piano, observó Mussen, terminaría siendo tan excéntrico como el mismo Glenn Gould, consentido y alterado y ajustado por el técnico principal de Mr. Gould —un hombre a quien Muriel Mussen se refirió simplemente como Verne— para conseguir la sensibilidad extraordinaria en el teclado que Gould necesitaba. Explicó que el apego de Gould hacia CD 318 creció tanto, y llegó a desconfiar tanto de pianos desconocidos, que insistía viajar con su instrumento para los conciertos importantes. Y más tarde, cuando dejó de tocar en público, realizó casi todas sus grabaciones con CD 318.

Una vez, recordó Mussen, alabando las virtudes de su piano, Gould le dijo algo sobre su relación con CD 318 que ella nunca olvidaría: “Es la primera vez en la historia”, dijo, “que hay un romance en tres patas”.


Romance en tres patas

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