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4. El reto

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Al día siguiente, me recoge en un deportivo Mercedes Benz negro. Me resisto a encontrarme con su mirada cuando salgo y él agarra mi equipaje y lo mete en el maletero. Dejo que me aguante la puerta y noto que me observa mientras subo al asiento del copiloto. Recorre con los ojos mi camisa larga rosa y mis sandalias.

Se pone al volante y su colonia se mezcla con el agradable olor que desprende el cuero del coche. Espiro y trato de expulsar su aroma de mi cuerpo. Pero no puedo vivir sin respirar, así que cuando vuelvo a tomar aire, me molesta sentir su aroma otra vez.

Me observa con el ceño fruncido mientras arranca. Lo miro a los ojos y me pregunto qué estará pensando cuando aparta la vista hacia la calle y nos ponemos en marcha.

—¿Le pasa algo a mi ropa? —pregunto.

—No.

—¿Solo no?

Me dirige una mirada de soslayo y me recorre de arriba abajo de nuevo.

—Claramente no.

Yo me ruborizo.

—Así que va en serio: nos vamos a Las Vegas —digo para romper el hielo.

—Eso parece.

Aprieto los labios y los frunzo para no decir nada más.

—Dime cómo te sientes realmente. ¿Qué piensas de mí?

Su pregunta me sorprende. No sé cómo me siento con respecto a él ni por qué su apariencia me cautiva y su mirada me corta la respiración.

La gente no sabe lo adictivo que es el amor hasta que se enamora. Una vez que eso ocurre, esa sensación se convierte en tu droga y te sientes perdido sin ella. Es un sentimiento que no tengo intención de volver a experimentar.

Pero esta distracción de ojos plateados es tentadora.

—Para ti no hay nada sagrado o intocable. Me apuesto a que te jugarías a tu madre si alguien la quisiera.

—¿Qué te apuestas?

Alzo las cejas por la sorpresa. Dios, no tiene remedio. Le pego en el brazo y casi me hago daño en los dedos.

—Deja de intentar que caiga en tu adicción —le pido entre risas—. Estás loco. ¿Por qué te gusta tanto?

Se encoge de hombros.

—Diría que es porque me pone… Casi siempre.

—¿Y cuando no ya se encargan las camareras de Las Vegas de hacer el trabajo?

Arqueo una ceja y Cullen me mira con suspicacia.

—¿Seguro que no has ido nunca?

—Lo sé todo de Las Vegas sin haber puesto un pie en la Ciudad del Pecado.

Nos dirigimos al aeropuerto y aparca el coche delante de un enorme avión blanco con una franja negra y plateada en el lateral. Cullen sale del vehículo mientras un piloto se acerca a buen paso al lado del pasajero y me abre la puerta.

Me quedo boquiabierta cuando contemplo el gigantesco avión. Me obligo a cerrarla cuando Cullen me toma de la mano y tira de mí. Es surrealista que una chica como yo siga a un tío peligroso, misterioso y tan atractivo y se suba a su avión. Ese que, junto con el hombre en cuestión, me alejará de todo.

Por una vez, quiero divertirme. Ser libre. Dejar de notar el dolor en el pecho. Llenar el vacío con lo que sea que me encuentre. No voy a pensar en quién ganará la apuesta. Me alegro de salir de la ciudad. Me alegro de dejar de comerme la cabeza y de darle un respiro a mi corazón.

—Después de ti. —Cullen hace un gesto hacia las escaleras mientras los pilotos llevan nuestras maletas a la parte trasera del avión.

Trago saliva porque, si soy sincera, nunca he estado en un avión de estas características. No puedo creer lo cómodo que es saltarse los engorrosos controles de seguridad del aeropuerto.

Subo al jet privado. Hay ocho asientos de cuero, todos tan anchos como los de primera clase de una aerolínea comercial. Delante de cada uno hay un pequeño televisor y una lustrosa mesa de caoba. No sé dónde ponerme, así que me dejo caer en un asiento de cara al frente mientras que Cullen se coloca en el asiento contiguo. Me pongo el cinturón de seguridad, exhalo y, cuando nuestros ojos se encuentran, me mareo un poco.

Lleva unos vaqueros negros que se le ciñen a los muslos debido a la postura en la que está sentado. Se le marca el paquete.

Levanto la vista a regañadientes con la intención de mirar hacia otro lado, pero mis ojos se quedan clavados en los relieves de sus abdominales, que se intuyen bajo la camiseta negra de manga larga que lleva. Todavía viste por completo de negro; todo él es oscuro, tentador y muy diferente a lo que estoy acostumbrada.

Emmett era rubio y un chef amante de la comida al que le encantaba experimentar. Este tío, en cambio, es todo lo contrario: oscuro como el diablo. Algo en su aparente necesidad de controlarlo todo me hace pensar que es muy disciplinado en todos los aspectos. Incluso en el juego, por extraño que parezca.

—Qué bonito —le digo a la vez que señalo el avión.

—Me gustan las cosas bonitas —afirma mientras me recorre vagamente con la mirada.

Miro hacia otro lado y trato de recobrar el aliento; se le da de maravilla dejarme sin respiración.

—¿Cuántas veces has perdido este avión?

—¿Este en concreto? —pregunta mientras ladea la cabeza con aire pensativo—. Ninguna. ¿Otros como este? —Entorna todavía más los ojos—. Unas seis veces.

—¿Y qué haces cuando te pasa eso? ¿Volar en comercial?

—Pido un préstamo y consigo otro. Uno mejor.

—¿Haces lo mismo cuando pierdes a una mujer?

—Evidentemente —responde con el tono burlón de siempre que me hace dudar de si habla en serio o no. Luego se mueve hacia delante. Sus ojos son insondables cuando me mira fijamente—. ¿No es eso lo que estás haciendo tú?

Silencio. El corazón me va un poco más rápido en el momento en que Cullen me pone un mechón detrás de la oreja. Me arde la piel que ha rozado con la punta del dedo.

—Tal vez —digo.

—Despegaremos en dos minutos, señor Carmichael —anuncia el copiloto.

—Perfecto —contesta sin quitarme los ojos de encima. Me encuentro con su mirada y me pregunto qué pasa. Me irrita y me excita al mismo tiempo, y es la primera vez que esto me pasa.

—¿Cómo empezaste a jugar?

Silencio.

—¿Tema delicado?

—En realidad no. Es que preferiría que hablásemos de ti. —Se reclina en el asiento—. Conque arte…

—Crecí con él. Me atrae. ¿Te gustan las cosas bonitas? Pues a mí las que son preciosas.

—Debes de estar muy orgullosa de ti misma.

—¿Eh? —Sonrío y me doy cuenta de lo que quiere decir. Me sonrojo—. Qué adulador.

—Sincero diría yo.

—Cuesta aceptar un piropo después de romper con alguien con quien has estado cuatro años.

—Pues ya te puedes ir acostumbrando. No me gusta que se hagan oídos sordos a mis cumplidos.

—No hago oídos sordos, es que tengo motivos para no creer lo que salga de la boca de un tío apodado Playboy.

—No lo elegí yo.

—Pero lo usas.

—Tengo más.

Me encojo de hombros como si no me muriese de curiosidad por saberlos.

—Bien por ti. Hablemos de eso. Disfruto más hablando de ti y del juego que de mí.

—Estás evitando hablarme de ti. Vale, Pelirroja. La paciencia es lo que me convierte en un buen jugador. Siempre sé cuándo ir y cuándo subir la apuesta.

Joder.

Esbozo una sonrisa nerviosa y desvío la mirada.

Está tranquilo. Me pregunto en qué estará pensando.

—¿En qué piensas? —susurro.

—En nuestro reto y en que es la primera apuesta que perdería a propósito —admite mientras me mira fijamente.

—Serás descarado.

Y, sin embargo, yo estaba pensando lo mismo. Tener sus labios en mi… en los míos.

El silencio se prolonga.

Estira el brazo y me acaricia la cara con el pulgar. Ladeo la cabeza por el contacto; me gusta y me sorprende cuánto. No quiero recordar el beso que me ha dado en la boda, pero no puedo evitarlo. Siento un cosquilleo en las papilas gustativas solo de pensarlo.

—¿Qué llevas debajo del vestido? —pregunta.

Se me alborotan las entrañas.

—Adivina.

—¿Para qué voy a adivinarlo cuando puedo saberlo a ciencia cierta?

Abro la boca, estupefacta, y de pronto estoy a la expectativa, nerviosa, mientras Cullen me mete una mano por debajo del vestido y me acaricia la parte de arriba de las bragas.

Se le ensombrecen los ojos a medida que baja; me siento desnuda, expuesta.

A la vez que se acerca a mí, despacio, mueve los dedos más abajo, lo que me provoca un deseo febril.

—Encaje —susurra. Sus ojos plateados refulgen mientras me aguanta la mirada. Indaga con la suavidad de una pluma—. Muy fino, un tanga. Quieres echar un polvo esta noche, está claro. —Mueve un poco la mano y me toca el punto más sensible—. Estás mojada. Echarás un polvo esta noche, está claro.

—Ah, ¿sí? —Me burlo en un intento por ocultar que me cuesta respirar.

—Apuesto a que sí.

Mi sonrisa desaparece porque sé lo serias que son las apuestas para este hombre.

—Esto no forma parte del juego.

—Esto es el juego.

—No. Yo… —Niego con la cabeza para tratar de calmarme—. ¿Qué gracia tiene que el premio sea tener sexo oral si lo vamos a hacer cada noche?

—El sexo no es oral.

Retira la mano, se lame el dedo y se lo mete en la boca. Hace un ruidito al sacarlo, deja escapar un «mmm» y se recuesta en su asiento mientras yo aprieto los muslos y me pregunto cuántas mujeres formarán parte de su Club de la Milla de Altura.

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