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1. La chica Wynn

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—¿Seguro que se puede? —pregunto mientras mi acompañante estaciona el coche en un aparcamiento desierto, al lado de otros tantos demasiado lujosos para el sitio en el que nos encontramos.

Me tiemblan los dedos cuando abro la puerta y me recibe una noche inquietante y silenciosa. A continuación, mi acompañante sale de un brinco y se hace una foto con un deportivo de un azul marino intenso. Frunzo el ceño, confundida. ¿Qué hace?

Madre mía. Dime que no estoy teniendo una cita con este tío. ¿En serio?

—Tranquila, te gustará. —Me señala un enorme almacén que se dibuja en el horizonte. El corazón me da un ligero vuelco presa del miedo mientras lo sigo.

Cuando vino a buscarme, me reveló que me llevaría a una timba de póquer clandestina en los suburbios de Chicago. Ahora me pregunto dónde tenía la cabeza y si es algo así como la virginidad de una chica, que una vez perdida ya no es posible recuperarla.

Estamos en la peor zona de la ciudad. A lo lejos, los rascacielos se ciernen como guardaespaldas de hormigón. Es intimidante y reconfortante a la vez, pero no soy tan ingenua como para creer que estoy bien aquí. Esto es territorio de bandas. Quienquiera que haya organizado la timba paga un impuesto demasiado elevado para que la gente juegue.

Mientras echo un vistazo al aparcamiento desierto para asegurarme de que no nos atracan a punta de pistola antes de llegar al edificio, me aliso el vestido, nerviosa. Se suponía que iba a ser una velada divertida.

Se suponía que iba a ser un cambio positivo en mi vida.

Una distracción.

Una noche fuera de casa.

Pero la cárcel no entraba en mis planes. Tan pronto como pase por las puertas torcidas y de aspecto ruinoso del gigantesco almacén, estaré infringiendo la ley.

Y yo nunca violo la ley.

Soy una chica seria y responsable de treinta años. Joder, que yo hace mucho que me veía casada y con hijos. Mis amigas están todas casadas. Rachel tiene un niño y una niña; Gina, una niña; y Livvy se casa este fin de semana. En cuanto a mí, tengo una larga lista de rupturas. Empezaré por la más reciente, que puso fin a una relación de cuatro o cinco años que se quedaron en nada.

Salía con un tío que tenía miedo al compromiso. Por aquel entonces, no lo sabía, y estoy segurísima de que él tampoco. Era incapaz de dar el paso y pedirme matrimonio, y mucho menos de dar los pasos hasta el altar y esperarme allí. Me pidió tiempo, tiempo y más tiempo. Y yo se lo di. Se lo di todo. Pensaba que era el definitivo. Pensaba que el definitivo aparecería cuando estuviese preparada.

—No, no es él. No es el definitivo, te lo digo yo. Si no, estarías…

—Casada y teniendo hijos como si no hubiese un mañana —Rachel acabó la frase que había empezado Gina cuando hablamos de mi ruptura la semana pasada.

Estaba sentada, sumida en un hosco silencio mientras miraba fijamente la caja de pañuelos que tenía delante. No podía creer que me hubiese rechazado así. Todavía hoy me esfuerzo por recomponer las piezas de mi vida.

—Si gano a este tío, conseguiré lo que me dé la puta gana. Lo que sea. Hasta ganar el Torneo del Campeonato Texas Hold’em.

A mi acompañante le tiembla un poco la voz por la emoción.

Si Rachel o Gina me viesen ahora, se caerían de espaldas del susto. Siempre me han considerado la dulce. La inocente. Nunca me han puesto una multa de aparcamiento siquiera.

¿Y ahora voy a timbas de póquer ilegales con un tipo al que acabo de conocer?

Eso sí, es majo y ligeramente atractivo. De estatura media, tiene un bonito pelo castaño, ojos marrones y patas de gallo. Nos conocimos en la galería cuando adquirió una obra de mi última exposición, y siempre admiro a la gente que ama el arte tanto como yo. Para empezar, ni siquiera estoy segura de por qué accedí a quedar con él, pero cuando me pidió salir y sopesé mis opciones —o quedarme toda la noche en casa sola o salir— no hubo discusión. Aunque no me interesa que me vuelvan a romper el corazón ni me apetece tener nada con ningún hombre, sé que tengo que olvidar a mi ex, y eso no pasará si no vivo emociones nuevas. Planeo centrarme en la galería y mantenerme alejada de los hombres o, al menos, no quiero tener nada serio con ellos. Pero, aun así, tengo que distraerme si quiero olvidarlo.

Emmett, un chef legendario en ciernes, no me llevaría calle abajo a por un perrito caliente a no ser que lo preparase en la cocina de su restaurante. E incluso entonces tendría que hacer una reserva.

Tal vez por eso estoy aquí.

Pero tan pronto como miro las puertas torcidas del almacén en el que estamos a punto de entrar, me vienen a la mente todas las malas decisiones que he tomado en mi vida. Decisiones vitales que implican a los hombres con los que he salido.

Mientras entramos, opto por ser menos exigente (un defecto que Emmett me atribuía) y tratar de pasármelo genial cometiendo una ilegalidad.

Hay una nube de humo sobre una fila de mesas redondas en las que ya se juegan varias partidas.

Madera oscura. Techos bajos. El antro parece sacado de una película antigua con las alfombras de Bujará que separan el espacio y las fotografías en blanco y negro repartidas por las paredes. Reconozco a algunos criminales legendarios de Chicago.

Es una señal. Estas partidas no están regularizadas. Una sala de póquer como esta se desmantela en cuestión de segundos. Lo sé porque lo he visto en películas, no porque haya decidido juntarme con Clyde y me apetezca ser Bonnie.

—Mierda, ha venido.

Exhala, se pellizca la nariz y trata de tomar aire.

—¿Quién?

—El puto zar del póquer. El actual campeón del mundo. Una auténtica leyenda. Con esa mirada gélida que tiene nunca se sabe lo que está pensando. La mejor cara de póquer. Como le gane, no habrá quien me venza. Mi nombre estará en boca de todos —me informa Carson mientras echa un vistazo a la sala.

No soy una fanática del póquer, pero a juzgar por cómo se comporta mi acompañante, quizá debería pedir un autógrafo al tío.

—Joder, es él de verdad. Perdón, me sudan las manos. —Me señala el camino con un gesto y yo me alegro de que no me dé la mano porque últimamente ya ni siquiera me gusta que los hombres me toqueteen. Lo sigo hasta una mesa al final de la estancia y noto que un hombre en la otra punta de la mesa me observa.

Trago saliva.

No parece refinado, ni un poquito. Tiene una actitud grosera, cruda e irresistible. Desprende un magnetismo que hace que parezca que toda la habitación gravita en torno a él. Tendrá unos treinta y pocos y está muy bueno.

Me recorre un escalofrío por la espalda cuando me mira.

Tiene los ojos plateados como diamantes bañados en platino, fríos como el hielo, relucientes como esquirlas. La mandíbula cuadrada y marcada, los labios inmóviles, pero con aspecto de ser tremendamente suaves. El jersey negro se le ciñe a los hombros, anchos y robustos, y entreveo los músculos que hay debajo; los bíceps le tensan la tela mientras sus manos descansan en la mesa. Por alguna razón, me percato de que tiene los dedos largos y fuertes y las manos bronceadas.

Trago saliva. Me toca con la mirada. Lo noto; hace que me cosquillee la piel. Mira de arriba abajo mi vestido negro de algodón elástico hasta llegar a los muslos. Se fija en mis piernas hasta visualizar los botines. Respira, Wynn. Exhalo nerviosa mientras sigo a mi acompañante y el jugador sexy de los ojos plateados nos observa acercarnos.

Yo soy la que camina, pero es él quien me sigue con la mirada.

Se me seca la boca y, de repente, me siento cohibida al percatarme de lo minúsculo y ajustado que es mi vestido negro de manga larga que me llega a la rodilla.

—Joder, que nos está mirando —exclama Carson.

Eso digo yo. Jóde-me.

Carson me ofrece la silla que tiene el hombre delante y acerco el culo, consciente de que los hombres de la mesa me observan. Sobre todo él.

—Llegas tarde. —Su voz es grave, sonora y muy pero que muy sexy.

—Perdón, lo siento. Mi acompañante ha tardado un rato en bajar…

Detesto notar que se me sonrojan las mejillas cuando Carson me reprocha que no estuviera lista a tiempo. Soy pelirroja, así que odio ruborizarme. ¿No se supone que la chica tiene que llegar cinco minutos tarde en la primera cita, al menos, para no parecer muy necesitada? Pero ahora que lo pienso, tengo treinta años y estoy soltera. Tal vez deba reconsiderar la estrategia.

El tío lo mira, y me da la impresión de que le parece una excusa de mal gusto. Estoy roja como un tomate y siento que debería apartarme del autobús en marcha que el muy capullo pretendía que me arrollase.

Ojos Plateados me echa un vistazo rápido que hace que me hormiguee algo en la entrepierna. Miro hacia otro lado mientras mi acompañante saca unos billetes que cambia por una bandeja para fichas.

—Por cierto, me llamo Carson… —dice al cabo de un rato. Me agarra y me lleva del codo hacia el hombre—. Me llamo Carson —repite—. Y esta es… mi acompañante —nos presenta con torpeza.

—Hola. Yo me llamo… Esto… —¿Carson ha olvidado cómo me llamo? Estoy a punto de decirlo, pero cuando el tipo me mira tan de cerca con esos ojos gris platino, me da la sensación de que he perdido la capacidad de hablar.

Por Dios, ¿de verdad existe ese color de ojos?

Ya lo creo. Metalizados, nítidos e hipnotizantes. Le tiendo la mano. Él me la aprieta con calidez y firmeza.

—¿Qué decías? —pregunta sonriente con esa voz tan grave y varonil.

Retiro la mano y me la restriego en el costado para deshacerme del hormigueo que me ha producido su contacto. Mil ojos se clavan en nosotros mientras volvemos a nuestros asientos. Así que este es el tío del que no dejaba de parlotear mi acompañante…

Ahora entiendo a qué venía tanto rollo.

Esta situación me pone nerviosa. Echo un vistazo a la sala y reparo en que hay muchas mujeres, la mayoría de las cuales mira hacia el que seguramente sea el mejor jugador de póquer de la ciudad.

Creo que no me he puesto así por un hombre en mi vida. El corazón me va tan rápido que me parece que se oye por los altavoces y que resuena por todo el barrio.

Mientras disponen la mesa para la siguiente partida, trato de respirar, relajarme y recordarme que se supone que esto es divertido.

Ojos Plateados me observa sin reparo.

Cuando me obsequia con esa sonrisa lenta y torcida, la parte baja de mi cuerpo comienza a participar demasiado para mi gusto. Jodeeeer, ¿cómo voy a sentarme y fingir que no me pasa nada?

Cierro los ojos y respiro.

—¿Eres primeriza? —me pregunta como si solo estuviéramos nosotros en la mesa.

Hostia puta. ¿Tiene una bola de cristal o qué? Estoy segura de que tiene dos bolas de acero que algunos hombres no tendrán jamás.

—Estaría bien saber a qué te refieres con si soy primeriza —contesto para ganar tiempo.

Levanta la mano y, al instante, tiene a un camarero al lado.

—Un whisky con hielo para la dama y otro para mí.

Hay que ver qué labia tiene.

—Que si es tu primera timba —puntualiza.

—Sí. Soy virgen en esto del póquer. —Soy descarada a propósito.

—Vale. Me gusta ser el primero. —Su expresión todavía es una página en blanco. Por un segundo, creo que me va a arrastrar al rincón oscuro más cercano y me sorprende lo mucho que me gusta la idea—. Empecemos, pues. —Esboza una sonrisa tenue.

Me mira como si supiera lo que estoy pensando.

Ay, madre. Este tío es más ilegal que todo este local de juegos clandestinos.

Se barajan las cartas y se reparten dos a cada jugador. Las miran detenidamente y hacen sus apuestas. Siguen un orden, pero no tengo idea de cuál es. Lo más seguro es que esté relacionado con la insignia blanca de plástico que hay en la mesa. Ya lo averiguaré; eso suponiendo que mi acompañante dure el tiempo suficiente.

Observo cómo Ojos Plateados revisa sus cartas para ver qué tiene. Las desliza por el tapete de fieltro con un suave movimiento, echa la espalda hacia atrás y se cruza de brazos; es imposible leer su expresión mientras estudia a sus rivales hasta que… me mira a los ojos.

Esta vez no sonríe.

Y eso me pone nerviosa.

No aparta la mirada. Intuyo que sabe que me siento violenta pero no le importa. Noto un calorcillo en la boca del estómago cuando le devuelvo la mirada. Me quedo muy quieta y trato de fingir que no me afecta. Pero ¿cómo no me va a afectar? Si le afecta hasta a mi acompañante, que está bastante nervioso a mi lado.

Al fin, Ojos Plateados rebusca entre su montón de fichas y echa la mitad de su dinero al bote.

Algunos se retiran. Uno o dos dicen: «No voy». Mi pareja agrega a regañadientes la mitad de sus fichas y dice: «Voy».

Enseñan las cartas. Mi acompañante pierde y Ojos Plateados gana con un trío de reinas.

No paso por alto la ironía del asunto.

Se vuelven a repartir las cartas.

Intento no mirarlo, pero juega otra mano y, acto seguido, se limita a observarme. Es intimidante. Tiene una mirada penetrante y directa, y muy tangible. La noto en la cara. Su masculinidad hace que mi feminidad cobre vida.

Menos mal que estoy sentada, porque si estuviera de pie me flaquearían las rodillas y quizá me pondría en evidencia.

Rachel sabría manejar a un semental tan sexy. La rondó el picaflor más famoso de la ciudad, Malcolm Saint, y no se rindió a sus atenciones. Al menos, durante un ratito. En cambio, yo llevo tres minutos y ya he mojado las bragas.

Este tío… Estoy convencida de que tiene a todas las que quiere. Las camareras que deambulan por el almacén no dejan de mirarlo con interés, pero él las ignora. Asimismo, juraría que está muy interesado en jugar a las cartas con mi acompañante, al que parece ponerlo nervioso que toda la atención de Ojos Plateados recaiga sobre él. La tensión ha aumentado de manera considerable.

Algunos jugadores se retiran como si presintieran que la timba consiste en algo más que ganar fichas. Ojos Plateados estudia a Carson y, a continuación, acaricia sus fichas con aire pensativo y las apila. Mi acompañante, que sigue inquieto, tira su pequeña pila.

Me apresuro a mirar hacia otro lado, avergonzada.

—¿Juegas? —me pregunta un señor mayor mientras gira tres fichas cerca del tapete.

—No. —Parezco demasiado esquiva—. Bueno, podría jugar. —Cualquiera tiene derecho a perder dinero aquí, ¿no?

—¿Quieres hacer una apuesta al margen? —Como no contesto, añade—: Tu novio se va a quedar sin blanca en cinco manos o menos.

—No es mi…

—Subo —anuncia por fin Ojos Plateados, que interviene en el momento justo. Reclama atención y la consigue. Los demás jugadores se ponen alerta.

Mi acompañante tartamudea:

—No… No puedo igualar la apuesta… Me he quedado sin fichas.

Ojos Plateados se vuelve hacia mí despacio. Su rostro es un enigma.

—La chica.

Pongo los ojos como platos.

Mi pareja me mira con unos ojos igual de abiertos.

Me da un vuelco el corazón.

Me levanto como puedo, pero Carson me agarra del codo.

—Quiere que te quedes —refunfuña—. Me está obligando a apostarlo todo.

—Pues yo diría que a la que está obligando a jugárselo todo es a mí. —Bajo la voz para añadir—: Mira, me da igual quién…

—Las tengo buenas. Por favor. —Carson me enseña sus cartas con disimulo. Tiene un full. Parece desesperado. Me da pena y me molesta a la vez porque este tío juega en otra liga—. Anda, Wynn.

Ahora sí se acuerda de cómo me llamo, el muy imbécil.

Me siento.

El Tahúr Misterioso y el viejo hablan sin palabras. El segundo hace un gesto de desaprobación con la cabeza y abandona.

—Si tú lo dices…

No oigo que se digan nada más.

El tío de enfrente me pone nerviosa. Ya no me observa a mí, sino a Carson, pero yo no puedo dejar de mirarlo a él, a Ojos Plateados. Tiene esa clase de boca rígida que te hace preguntarte cómo sería probarla, una mandíbula marcada y… ¡Frena, Wynn! Nada de hombres, ¿recuerdas? Salvo para el sexo, ¡y no te vas a acercar a Casanova!

Me muerdo el labio inferior y finjo que el tipo que tengo delante no me estresa tanto como a mi acompañante.

Cuando todos menos Carson se retiran, mi pareja enseña su mano y el tío gira las cartas y se cruza de brazos. Tiene una escalera de color. La más alta es un as.

Parpadeo.

¿Qué demonios acaba de pasar?

¿Mi acompañante ha perdido y me ha vendido a este tío en el proceso?

Le brillan los ojos, triunfantes.

—Trae la silla aquí —me pide mientras señala su lado con la cabeza.

No tengo ni idea del lío en el que me he metido, pero decido que librarme de él es mi mejor baza. Me levanto, me doy la vuelta dispuesta a marcharme y le digo a Carson:

—En serio, no voy a…

Ojos Plateados se pone de pie, rodea la mesa y, de pronto, su pecho es un muro con el que casi choco cuando intento irme.

—Quédate —me ordena en voz baja mientras me toma de la muñeca con calidez y fuerza.

Cada parte de mí nota su contacto.

Me zafo de su agarre. Me escuece la muñeca y me preocupa un poco el efecto que ejerce sobre mí.

Es tan alto que tengo que estirar el cuello hacia atrás para mirarlo.

—Mi acompañante me habrá ofrecido, pero yo no estaba de acuerdo.

—¿Cuál es tu precio? —pregunta.

Qué bien huele, Dios: a jabón, colonia y a aroma de triunfador.

—¿Mi precio para qué?

—Para que aposentes tu precioso culo en la silla, a mi lado, y juegues.

Yo exhalo.

—¿Y ya está?

—De momento. —Vuelve a esbozar una sonrisa tenue y en mi cuerpo se despierta la lujuria. Mierda.

He visto Una proposición indecente. Para ser sincera, hubo un tiempo en que me gustaba mucho Robert Redford. Culpo a Hollywood y a mi subconsciente por hacerme creer que no sería mala idea hacer lo que me pide. Al fin y al cabo, solo accedería a poner mi «precioso» culo en la silla y a jugar. ¿De verdad piensa que tengo un culo precioso?

—Vale —digo sin pensar.

El tío hace un gesto al camarero para que ponga mi silla junto a la suya y luego me lleva allí para que me siente. Se coloca a mi lado. Tiene un cuerpo muy masculino, va vestido de negro y desprende una fragancia muy sensual. Les pide que repartan. En cuanto acaban, empuja el montón de cartas hacia donde estoy yo.

—Juega.

—¿Cómo?

Mis ojos se encuentran con esos infaliblemente directos ojos plateados.

—Ya me has oído.

—Tú estás loco.

Se reclina en el asiento y entrelaza las manos detrás de la cabeza.

—Me han dicho cosas peores.

—Lo siento, Wynn —se disculpa mi acompañante mientras se levanta para irse.

—Wynn —repite con ese timbre grave y engolado.

Me vuelvo para encararlo y me sonrojo.

—No me llames así.

—¿Por qué no?

—Porque es mi nombre y yo no sé el tuyo. Estoy en clara desventaja.

—Playboy.

—¿Eh?

—Que lo llaman Playboy —me explica mi pareja antes de que lo acompañen a la puerta.

Playboy sonríe.

Me quedo a cuadros y niego con la cabeza sin dar crédito.

—Joder, mi suerte con los hombres está peor que nunca.

—No te estreses. No pago por echar un polvo. Corrígeme si me equivoco, pero te acabo de librar de la cita más aburrida de tu vida.

—No ha sido aburrida porque estabas tú.

—¿Acaso soy interesante?

—No. Tienes más pinta de haber salido de… una peli de miedo.

—Juega ella por mí —les informa a los demás—. ¿Os parece bien a todos que le diga qué hacer?

—Te toca, Playboy —aceptan al unísono.

Da un golpecito con el dedo en el tapete de fieltro verde y ladea la cabeza para verme las cartas.

—A ver qué tenemos.

—Será qué tengo —replico.

—Lo tuyo es mío —me susurra al oído mientras le enseño las cartas y él las mira detenidamente.

Me indica qué cartas debo devolver y cuántas debo pedir. Hago lo que me manda y aun así acabo con una sola pareja.

—¿Por qué estoy jugando a esto? —le pregunto a su perfil cuando perdemos y nos reparten otra mano.

—Porque estaba perdiendo hasta que has llegado.

—Y ahora también.

Me observa pensativo y luego se centra en las cartas que tengo en las manos.

—Está claro que necesitas clases. —Me quita las cartas y se pone a jugar—. Quédate ahí y no me distraigas. Distrae a los demás.

Como su tono no admite discusión, jugueteo con mi pelo y me enrosco los mechones sueltos en el dedo índice mientras miro fijamente a los demás el tiempo justo para que alcen la vista.

—Pensándolo mejor, olvida lo que te he dicho.

—¿Cómo? Quien te entienda que te compre. —Lo fulmino con la mirada y él a mí.

—Ahora mismo no me entiendo ni yo. Deja de toquetearte el pelo.

Gana esta partida y las ocho siguientes. Tiene tantas fichas que los gerentes del local le traen las de mayor valor para que no se quede sin sitio en la mesa.

Cuando terminan, los hombres que nos acompañan empiezan a dispersarse por la sala y nosotros nos quedamos sentados. Nos han traído otro whisky, hemos girado las sillas y casi estamos cara a cara. Se interesa por mí.

Me encojo de hombros.

—Ya sabes que me llamo Wynn. Tengo treinta años. Soy galerista. Acabo de salir de una relación y paso del amor por completo.

—Hum. Creo que te estás saltando las mejores partes. Como por ejemplo qué haces aquí.

Tomo un sorbo despacio.

—Reconozco que te lo montas de maravilla. Pero aún no me explico qué hago aquí.

—¿Esperas que me crea que no sabías que estaría aquí?

—¿Perdona?

—¿Esperas que me crea que no me deseas y que no querías captar mi atención? Admito que eres ingeniosa. Tengo curiosidad.

—Serás creído. Pues no. Eres demasiado desvergonzado como para presentarte a mi madre. Pero estoy decidida a vivir nuevas experiencias… —Juro que voy a improvisar sobre la marcha—. Y más ahora que acabo de salir de una relación de cuatro años —me explayo—. Usaré a los tíos igual que hacen ellos con nosotras.

—Ah, ¿sí?

—Pues claro. ¿Alguna vez te has preguntado por qué tienes a tantas mujeres a tus pies? —Señalo a la camarera que está hecha polvo y que me lanza granadas con los ojos desde lejos.

—No duermo por las noches de tantas vueltas que le doy. —Se divierte. A mí también me hace gracia la manera en que se burla, pero sigo.

—Bueno, pues es porque sabes jugar. Quiero verte. Así sabré cuándo juegan conmigo —le digo.

—Ah, ¿sí?

No se lo cree.

¡Que se está riendo por dentro! Hay que joderse.

—Sí, tal cual te lo digo. ¿No me crees?

Sonríe divertido.

—Las palabras están ahí, pero no me creo ni una que salga por esa boquita tan bonita que tienes.

Su forma de mirarme la boca hace que el calor y el ansia se asienten en mis entrañas.

—Joder, pues sí que estás curado de espanto. ¿Qué crees que quiero? —contesto.

Se rasca la barba de un día en la oscuridad y el sonido áspero que produce es muy sugerente.

—Sea lo que sea te lo daré.

—Vale —digo a sabiendas de que no tengo nada que ocultar—. Averigua qué quieres y deja que me entere de lo que necesito: cómo juegas con las mujeres.

—Me parece a mí que no, Pelirroja.

—¿Ni siquiera después de vestirme como una puta para entrar aquí? —le pregunto para chincharlo.

—Mira a tu alrededor, Pelirroja. Eres como un monje en un local de striptease. Eres la puta más conservadora que he conocido.

—Ah, así que tendría que haberme subido el dobladillo un poco más. Déjame que vea cómo cortejas a una mujer. A la que sea. Llama a alguna.

—¿Quieres verme cortejar a una mujer? —pregunta, incrédulo.

—Sí. —Examino a la multitud y localizo a una camarera muy seductora que lo ha rondado todo el rato como loca y que se moriría de felicidad en este momento, seguro—. Esa.

—No quiero cortejarla.

—Vale, pues ¿a cuál entonces?

Me mira fijamente.

—Yo no cortejo, Pelirroja.

—Pero juegas para echar un polvo, así que hazlo ahora.

—Esta noche no.

—¿Por?

Se encoge de hombros.

A continuación, estira el brazo para que me levante y me pone la mano en la parte baja de la espalda mientras me conduce a otro sitio. Voy a perder el juicio y los nervios. No lo entiendo.

—¿Por qué no? —murmuro jadeante.

—Eres Wynn Watson, ¿no? La galerista aficionada a las citas.

—¿Cómo que aficionada a…? —¿Cómo sabe mi apellido? Y entonces caigo en la cuenta.

Estoy estupefacta y he perdido el juicio; a mi cerebro le hace falta un momento para reorganizarse.

—Eres Cullen Carmichael. El tahúr que sigue el mismo modus operandi para acostarse con todas, antimonógamo y hermano del prometido de mi mejor amiga Livvy.

—La vida te da sorpresas. —Me observa, me abre la mano y me pone una ficha de diez mil dólares en la palma—. Para ti, princesa. No te lo gastes todo de una vez. Guárdatelo para nuestra próxima partida.

—No, gracias. A lo mejor lo invierto. Puede. Le diré a tu hermano que me aconseje sobre cómo invertir propinas.

—De nada.

—Eso digo yo: de nada.

Se le escapa una risa sorprendentemente suave cuando ladea la cabeza y me estudia.

—Gracias —dice en tono serio, y me besa en los labios—. Anda, sé buena y vete a casa —añade a la vez que me da un cachete en el culo.

—¿A qué ha…? ¿Me estabas cortejando?

—Yo no cortejo.

—¿Estabas jugando…?

—Ya te avisaré cuando empiece el juego. Ahora vete a casa.

Abre la puerta de un Uber que parece salido de la nada. Y como ya son las tres de la mañana, no se lo discuto y me tambaleo un poco cuando entro para volver a casa.

Maldito Cullen Carmichael. Es obvio que ha venido por la boda y yo no he sabido sumar dos y dos. Seré tonta. Madre mía, si ni siquiera podía juntar las piernas con él delante.

No doy crédito a cómo me ha comprado. Como… a un coche. Como si me mereciera, como si pudiera conseguir lo que le diese la gana. Tiraba las fichas a la mesa como si no valieran nada y se desprendía del sueldo de toda mi vida en una sola jugada.

Le doy la vuelta a la ficha y enciendo la luz del móvil para examinarla.

¡Diez mil dólares!

Me pregunto qué pasaría si me enseñase a jugar con mi dinero. Por fin acabaría de pagar mi préstamo comercial tras años y años renegociando prórrogas.

Qué va. Lo perdería todo, y entonces ¿qué? No me gusta el juego. Es una frivolidad como la copa de un pino. Creo en el trabajo, no en la suerte.

Tampoco creo en el amor… O eso me digo a mí misma.

Incluso ahora estoy tentada de fantasear con cómo sería hacer el amor con Cullen Carmichael; pensarlo me deja sin aire. Basta, Wynn. Deja ya de idealizar a cada hombre que conoces. No valen la pena. Ni uno, y menos si lo llaman Playboy.

* * *

La euforia de la noche y mi sonrisa se desvanecen en cuanto pongo un pie en mi piso (el que alquilé después de mudarme de casa de Emmett). En ocasiones, el dolor me agobia tanto que me retuerzo mientras duermo. Las noches son horribles. La soledad y el vacío están por todas partes. En la almohada sin dueño que tengo al lado. En las sábanas, que solo están calientes bajo mi cuerpo En el ominoso silencio de mierda que reina en el piso.

Pero las mañanas no son mucho mejores. Por alguna razón, bajo la guardia de noche. Me relajo (a veces). Me despierto en la comodidad de mi cama y miro el ventilador blanco que hay en el techo y que tan bien conozco. Y, por un momento, estoy bien. Hasta que recuerdo que ya no me desea. Y la tortura empieza de nuevo. Me obligo a salir de la cama, a vivir, pero a duras penas. Me obligo a comer; a comer, no a saborear. Me obligo a ducharme, a mojarme para luego secarme. A vestirme, a fingir que soy normal. Que soy persona. Me obligo a seguir adelante cuando una parte de mí todavía está atascada en el día que se me vino el mundo encima cuando me dijo que ya no estaba enamorado de mí. Amor. Amor verdadero. Felicidad. Un futuro, la sensación de que nos completábamos. De eso ya no queda nada.

Los fines de semana son lo peor. Al no trabajar, no me distraigo y pienso en ello. Le doy vueltas en la cabeza, tal y como haría alguien que ha sufrido una conmoción, con el objetivo de encontrar una nueva pista. Alguna señal de que se mascaba la tragedia.

No duermo bien. Al día siguiente me relajo mientras me tomo un café al mediodía y ojeo las noticias en el portátil. Me da miedo la boda de esta noche. Ni siquiera es la ceremonia en sí. No del todo. Es el recordatorio de lo que tengo aquí y ahora. En el presente. Y de lo que no tengo. El hecho de no prever ningún futuro (no uno romántico, al menos) es deprimente hasta decir basta.

No estoy sola. Sin duda, hay un millón de mujeres más en el mismo barco. Despertaron esta mañana solo para darse cuenta de que el resto de sus vidas no será como esperaban. Hoy es diferente porque su final feliz se ha fundido en negro.

Hoy es un día en negativo.

Estoy exasperada, como si ya hubiera estado aquí y hubiera hecho esto tantas veces que ya ni siquiera va de promesas rotas y esperanzas truncadas. Va del tiempo perdido y de los sueños desbaratados.

Por suerte, todavía me queda la galería; la Galería de la Quinta Avenida.

Me gusta cómo suena. Se le ocurrió a Pepper, también conocida como la ayudante más increíble del mundo.

Le doy un sorbo a mi café cuando oigo un ruido de llaves y aparto la taza al tiempo que dos de mis mejores amigas, Gina y Rachel, irrumpen en mi casa.

—¡Si es que lo sabíamos! Sabíamos que no te estarías arreglando. —Rachel y Gina, una rubia y la otra morena, ambas felizmente casadas, cierran de un portazo y entran como un huracán.

—Os dije que os llamaría si necesitaba ayuda —protesto mientras bajan la pantalla del portátil y me ponen en pie.

—No habrías llamado.

—¿Y tú cómo lo sabes? —le pregunto a Gina.

—Porque nunca llamas. Vamos a peinarnos.

Rachel se dirige a mi armario, toma un jersey y un pantalón de chándal y me los trae.

—Venga, que te van a dejar guapísima. Así, cuando veas a Emmett esta noche, le restriegas por toda la cara lo que se pierde.

—¡Que anoche volví tarde y no he dormido casi nada! ¿No podemos dejarlo para luego? ¡No estoy depre, lo juro!

—Ya veremos —dice Rachel, incrédula, mientras me pone ropa encima.

—Uf, os odio.

—Nos amas.

Gruño y me cambio de ropa.

—Pues sí —admito—. Pero, para que conste, soy una preciosa chica soltera que tiene las riendas de su vida. Ayer vendí dos cuadros y anoche tuve una cita. Voy por buen camino —les cuento.

—¡No me digas! ¡Qué bien, Wynn! —Rachel abre los ojos como platos de la emoción y casi salta mientras aplaude la noticia. Entretanto, Gina me acerca las deportivas y el bolso.

—¿Y vale la pena? —me pregunta esta sin mucha confianza.

—Qué va, para nada. Me vendió. —Llevo la taza vacía al fregadero y la lavo antes de salir.

—¿Que qué?

—Que me vendió. Era un juego. Y conocí a otro chico. No me lo esperaba, pero… bueno, estaba buenísimo. Así, por lo menos, mis hormonas estuvieron entretenidas.

—¿Que estaba cómo? ¡¡Wynn!!

Su emoción me hace sonreír, pero no les revelo nada más. Primero, porque lo más probable es que se preocupen, y no tienen por qué preocuparse por mí y Cullen. ¡De verdad! No me voy a colar por un tío así; no me voy a colar por ningún tío, punto. Y segundo, porque Cullen Carmichael parece el secretito obsceno de alguien, y, por alguna extraña razón, ahora me pertenece.

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