Читать книгу Lo que hacen los mejores profesores universitarios, (2a ed.) - Ken Bain - Страница 7
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Introducción: definir los mejores
Cuando Ralph Lynn se graduó en 1932 en la universidad, engalanado con una serie de honores académicos, comenzó a lavar la ropa de la gente para poder sobrevivir el periodo de la depresión económica. Diez años después, consiguió el certificado de capacitación docente mediante un curso por correspondencia y dio clases de historia en bachillerato durante los seis meses anteriores a su alistamiento en el ejército a finales de 1942. Pasó la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial en Londres observando la ropa sucia de los demás –censurando las cartas de los soldados para evitar que revelasen demasiado a los de casa sobre los movimientos de tropas– y leyendo historia. Cuando volvió a casa en 1945, pidió a su alma máter, Baylor University, que le permitiese dar clase. Posteriormente, se fue al norte, a la University of Wisconsin, para conseguir su grado de doctor en historia europea. En 1953 regresó a Texas, donde dio clases los siguientes veintiún años.
Cuando Lynn se retiró en 1974, le rindieron tributo más de cien de sus antiguos alumnos que para entonces ocupaban algún puesto académico. Uno de ellos, Robert Fulghum, que más tarde escribió un libro muy famoso en el que proclamaba que todo lo que hacía falta saber sobre la vida lo aprendió en el jardín de infancia, proclamó que Ralph Lynn era el «mejor profesor del mundo». Otra estudiante, Ann Richards, que llegó a ser gobernadora de Texas en 1991, escribió que las clases de Lynn «nos ofrecían una ventana al mundo, y que para una muchachita de Waco sus clases eran como grandes aventuras». Eran, explicaba unos años después de abandonar la casa del gobernador, como «viajes mágicos al interior de las mentes y de los grandes eventos de la historia». Hal Wingo, que fue a las clases de Lynn mucho antes de convertirse en el editor de la revista People, concluyó que Lynn ofrecía el mejor argumento que él conocía para la clonación humana. «Nada podría darme más esperanza para el futuro», explicaba el editor, «que pensar que Ralph Lynn, con toda su sabiduría e ingenio, seguirá educando a las nuevas generaciones de aquí a la eternidad».1
¿Qué hizo Lynn para conseguir esa importante y duradera influencia en el desarrollo intelectual y moral de sus estudiantes? ¿Qué hace cualquiera de los mejores profesores de universidad para ayudar y animar a sus estudiantes a conseguir unos resultados extraordinarios en su aprendizaje? ¿Qué hace Jeanette Norden, una profesora de biología celular que da clases sobre el cerebro a los estudiantes de medicina de la Vanderbilt University, para conseguir que sus estudiantes aprendan tanto? ¿Cómo hace Ann Woodworth, profesora de teatro de la Northwestern University, para elevar a sus estudiantes de interpretación a la altura de la genialidad dramática? Dado que la clonación humana no es una opción, ¿sería posible hacer alguna clonación intelectual para capturar los pensamientos de personas como Don Saari de la University of California en Irvine, cuyos estudiantes de cálculo algunas veces han acaparado el 90% de las A* en los exámenes departamentales? ¿Podremos capturar la magia de Paul Travis y Suhail Hanna, que enseñaron historia y literatura en una pequeña facultad provinciana de Oklahoma en los años setenta, y posteriormente en otras instituciones desde Pennsylvania hasta Kansas, empujando a sus estudiantes a nuevos niveles intelectuales?
¿Qué hace que algunos profesores tengan éxito con estudiantes de formación diversa? Consideremos el caso de Paul Baker, un profesor que pasó casi cincuenta años animando a sus estudiantes a encontrar su propia creatividad. En los años cuarenta Baker desarrolló un curso para un programa de grado en teatro que tituló «Integración de capacidades», una exploración del proceso creativo capaz de recargar la mente y que atrajo tanto a futuros ingenieros, científicos e historiadores como a actores y otros artistas. A finales de los cincuenta, utilizó el curso para el programa de postgrado en teatro en el Dallas Theater Center y posteriormente en la Trinity University, revolucionando las producciones teatrales en todo el mundo. Hacia los setenta empleaba el método de integración como director del nuevo instituto público de distrito de Dallas para las artes escénicas, y cambió las vidas de muchos estudiantes que otros habían descartado como fracasos. A principios de los noventa, ya retirado en un pequeño rancho situado en el este de Texas, retomó el mismo enfoque creando un programa para la escuela elemental local que elevó a niveles históricos las puntuaciones de las pruebas estándar en esa comunidad rural. ¿Cómo lo hizo?
Durante más de quince años me he planteado estas preguntas mientras observaba las prácticas y el pensamiento de los mejores profesores, de esas personas que tienen mucho éxito a la hora de ayudar a sus estudiantes a conseguir resultados de aprendizaje extraordinarios. Mucha de la inspiración de esta investigación procede de los buenísimos profesores con los que me he encontrado en la vida. Me parece que la enseñanza es uno de esos entornos humanos que raramente se beneficia de su pasado. Los grandes profesores aparecen, pasan por la vida de sus estudiantes, y sólo unos pocos de ellos quizás consigan alguna influencia en el vasto arte de la enseñanza. En la mayoría de los casos, su ingenio perece con ellos, y las siguientes generaciones deberán redescubrir de nuevo la sabiduría que dirigió su práctica. Como mucho, perdurará algún pequeño fragmento de su talento, unas pocas piezas rotas en las que se encaramarán las siguientes generaciones sin llegar a ser plenamente conscientes de la riqueza anterior existente bajo sus pies.
Hace una década, me enfrenté a la tragedia de perder parte de esa riqueza con la muerte de un profesor de talento que nunca llegué a conocer personalmente. Cuando yo era un estudiante de postgrado de la University of Texas a principios de los setenta, supe de un profesor joven, con los estudios recién terminados en la University of Chicago, cuyos estudiantes ocupaban hasta los pasillos de sus aulas para conseguir asistir a sus clases. Casi todos los días, veía un pequeño ejército que seguía a Tom Philpott desde el aula hasta el departamento, donde continuaban las discusiones que su clase había iniciado. A finales de los ochenta, mi hijo y mi nuera tuvieron a Philpott dándoles clase de historia urbana de Estados Unidos, y vi cómo provocó en ellos nuevas preguntas y perspectivas. Escuché con interés renovado los relatos de los estudiantes –incluso de muchos que no estaban matriculados en su curso– que abarrotaban el aula del legendario profesor con la intención de cargar sus baterías intelectuales. Quise entrevistar a Philpott sobre su docencia y consideré la posibilidad de filmar algunas de sus clases, pero esa posibilidad nunca llegó. Poco después se quitó la vida. Sus colegas lo elogiaron, sus estudiantes recordaron sus clases, y quizás los pocos de ellos que se conviertan en profesores puedan poner algo del talento de él en sus propias carreras. Sin embargo la mayor parte de su biblioteca de buen hacer y práctica docente se quemó hasta las cenizas cuando murió. Su sabiduría sobre el desarrollo de los barrios de Chicago permanece, pero él nunca capturó su propia sabiduría docente, y nadie lo hizo por él.
En este libro he intentado capturar la sabiduría colectiva de algunos de los mejores profesores de los Estados Unidos, para registrar no sólo lo que hacen, sino también lo que piensan, y, sobre todo, para comenzar una caracterización de sus prácticas. El estudio incluyó inicialmente sólo a un puñado de profesores de dos universidades, pero al final logró abarcar profesores de dos docenas de instituciones –desde facultades de libre acceso a universidades volcadas en la investigación y fuertemente selectivas–. Algunos daban clases casi siempre a estudiantes con las mejores credenciales académicas; otros trabajaban con estudiantes con expedientes escolares por debajo de la media. En total, mis colegas y yo observamos las prácticas y la forma de pensar de entre sesenta y setenta profesores. Estudiamos extensivamente casi tres docenas de ellos, y menos exhaustivamente a los demás. Unos cuantos de los sujetos fueron ponentes en alguno de los ciclos anuales que organizaba en las universidades Vanderbilt y Northwestern en los que se invitaba a profesores de otras instituciones que han conseguido resultados docentes más allá de lo normal. Los sujetos procedían de facultades de medicina y de departamentos de grado de distintas disciplinas, incluidas las ciencias naturales y sociales, las humanidades y las artes escénicas. Unos pocos venían de programas de postgrado de gestión, y dos de ellos de facultades de derecho. Queríamos saber lo que hacen y piensan los profesores extraordinarios que pueda dar cuenta de sus logros. Más importante aún, queríamos saber si las lecciones que nos proporcionan podían instruir la docencia de otras personas. He dirigido este libro a la gente que enseña, pero sus conclusiones pueden ser también de interés para los estudiantes y para sus padres.
DEFINIR LA EXCELENCIA
Para empezar este estudio tuvimos que definir lo que entendíamos por profesores extraordinarios. Esto resultó ser un asunto bastante sencillo. Todos los profesores que elegimos para colocarlos bajo nuestro microscopio pedagógico habían logrado un gran éxito a la hora de ayudar a sus estudiantes a aprender, consiguiendo influir positiva, sustancial y sostenidamente en sus formas de pensar, actuar y sentir. Lo que realmente hacían los profesores en las aulas no nos importaba; dado que no causaban daño alguno a sus estudiantes (ni a nadie) en el proceso, no nos preocupaba demasiado cómo conseguían sus resultados. Estilos deslumbrantes en clases magistrales, animadas discusiones de aula, ejercicios basados en problemas y proyectos o populares investigaciones de campo podían o no contribuir al fin último de la buena docencia. Su presencia o ausencia no dictó nunca qué personas decidimos investigar. Elegimos a los profesores porque conseguían resultados educativos muy buenos.
¿Qué tomamos como evidencia de que un profesor ayudaba y animaba en gran medida a sus estudiantes para que consiguieran un aprendizaje relevante e intenso? Este asunto demostró ser bastante más complejo. No hubo ninguna clase de evidencia que funcionara para todos los casos. Sencillamente, buscábamos pruebas sobre la excelencia de un docente, y si las encontrábamos, incluíamos a esa persona en el estudio. Algunas veces la evidencia llegaba en paquetes claramente identificados; otras, teníamos que recogerla de diversos frascos sin etiquetar y recomponer sus piezas a la manera de los antropólogos cuando buscan una civilización perdida. Los tipos de evidencia disponibles dependían tanto del individuo como de la disciplina.
Jeanette Norden de la facultad de medicina de la Vanderbilt University y Ann Woodworth del departamento de teatro de la Northwestern, ilustran dos patrones diferentes de evidencias. Los estudiantes de medicina de Norden se enfrentan en su aprendizaje a pruebas normalizadas en el Formulario del Departamento Nacional de Examinadores Médicos y el Examen para la Licencia Médica en los Estados Unidos. Los resultados de su grupo en las partes del examen de la especialidad de Norden proporcionan un magnífico indicador del aprendizaje de sus estudiantes. También lo es el testimonio de los estudiantes sobre lo bien que les preparaba sus clases para los turnos de prácticas clínicas en neurología, los Tribunales Nacionales, y el ejercicio profesional de la medicina. También lo son los exámenes que hace en sus clases, instrumentos construidos con rigor y cuidado exquisito, que proponen a sus estudiantes casos específicos que exigen amplios conocimientos, gran capacidad de comprensión y sofisticadas destrezas de razonamiento clínico. Y también lo que sus colegas dicen sobre lo bien que prepara a sus estudiantes para las futuras tareas. Norden ha ganado todos y cada uno de los premios a la docencia promovidos por la facultad de medicina y otorgados por los estudiantes –algunos de los galardones en más ocasiones de lo que la universidad hoy por hoy permite–. Cuando el rector de Vanderbilt dotó cátedras de excelencia docente en 1993, Norden fue la primera en recibir tal honor. A finales del año 2000, la Asociación Estadounidense de Colegios Médicos la galardonó con su premio Robert Glaser a la excelencia docente.
Ann Woodworth también llegó con una plétora de premios docentes –incluyendo su nombramiento para ocupar una cátedra dotada en Northwestern para la excelencia docente–. Pero estos reconocimientos, si bien importantes y sustanciales, no nos proporcionaron evidencias directas del aprendizaje de los estudiantes. El campo de Woodworth da mucha importancia a la actuación de los estudiantes, pero no hay medidas normalizadas para los logros dramáticos. ¿Qué nos convenció de que sus enseñanzas merecían un estudio cuidadoso? Primero, obtuvimos un amplio conjunto de testimonios de sus estudiantes, no sólo acerca de lo entretenida o divertida que resultaba, sino también de lo que les ayudaba a conseguir buenos resultados. Quedamos impresionados con la consistencia de los testimonios, con los elogios que hacían los estudiantes («aprenderás más en su clase que en cualquier otra de esta facultad»; «estas clases cambiaron mi vida») y con las puntuaciones perfectas que le daban en respuesta a preguntas sobre el estímulo del interés intelectual y sobre la ayuda prestada a los estudiantes para que aprendieran. Segundo, conseguimos muchas evidencias de lo que enseñaba Woodworth, información que recogimos de sus estudiantes, de su propio relato de los cursos y de la observación de sus clases durante un trimestre completo. Finalmente, vimos las actuaciones de sus estudiantes, tanto en producciones estrenadas como en el trabajo de aula, donde su ayuda convertía a menudo una interpretación sosa en algo mágico.
Sin embargo, por sí solos, los informes entusiastas de estudiantes y colegas resultaban insuficientes. Queríamos tener indicios de varias fuentes para decidir que valía la pena estudiar a un profesor en concreto. Aunque no insistimos en que cada docente presentase la misma clase de evidencias a favor, sí teníamos dos pruebas de fuego que todos los instructores tenían que cumplir antes de que decidiésemos incluirlos definitivamente en nuestros resultados finales.
Primero, insistimos en conseguir evidencias de que la mayoría de sus estudiantes quedaba tremendamente satisfecha con la docencia y se sentía animada a continuar aprendiendo. Esto era algo más que un mero concurso de popularidad; no nos interesaban las personas por el hecho de que agradaran a sus estudiantes. Es más, en lugar de ello pedíamos a los estudiantes indicios de cómo el profesor «había llegado hasta ellos» intelectual y educativamente, y de si los había dejado con ganas de más. Rechazábamos los estándares que un antiguo decano solía describir como «no me importa si a los estudiantes les gustan o no las clases, siempre y cuando aprendan la materia», lo que significa «sólo me interesa ver cuál es su resultado en el examen final». También pusimos interés en los resultados de los exámenes finales de los estudiantes, pero tuvimos que sopesar el gran conjunto de evidencias que demuestran que los estudiantes pueden «conseguir resultados» en muchos tipos de examen sin necesidad de haber cambiado su nivel de comprensión o la forma en que consiguientemente razonan, actúan o sienten.2 También estuvimos interesados en los resultados obtenidos después del examen final. Estábamos convencidos de que si los estudiantes salían del aula odiando la experiencia, era menos probable que continuasen aprendiendo, e incluso que retuvieran lo que supuestamente habían conseguido de las clases. Un profesor puede amedrentar a los estudiantes para que memoricen la materia y la recuerden a corto plazo, amenazándolos con castigos o imponiéndoles tareas excesivamente gravosas, pero esas tácticas también pueden dejar a los estudiantes traumatizados por la experiencia y conseguir que les disguste la asignatura. Cualquier profesor que logra que los estudiantes lleguen a odiar su materia a buen seguro ha violado nuestro principio de no «causar daño».
Reconocemos que algunos profesores pueden tener muchísimo éxito a la hora de ayudar a unos cuantos estudiantes a aprender, pero mucho menos cuando se trata de ayudar a la mayoría de ellos. Diversos colegas nos han contado de profesores suyos que estimularon su desarrollo intelectual pero que dejaron indiferente a la mayoría de estudiantes. Estas personas obviamente valoraban mucho a estos mentores, e incluso modelaban sus propias carreras a semejanza de éstos, sintiéndose orgullosas de verse en lo que ellas consideraban el elitista cuadro de sus estudiantes satisfechos, y quizás incluso llegando a creer que la alienación de las masas los colocaba a ellos mismos en un plano superior. Tales profesores pueden tener un valor importante para la academia, pero no pasaron nuestro corte. Nosotros buscamos personas que sí pueden conseguir peras de lo que otros consideran que son olmos, personas que ayudan constantemente a sus estudiantes a llegar más lejos de lo que los demás confían.
Una segunda prueba de fuego tenía que ver con lo que aprenden los estudiantes. Esto resulta difícil, ya que precisaba enjuiciar asuntos en disciplinas distintas. Buscamos evidencias de que colegas del mismo campo, o de campos estrechamente relacionados, consideraban los objetivos de aprendizaje como algo valioso y sustantivo. Incluso permanecimos abiertos a la posibilidad de que algunos profesores destacados desarrollaran objetivos de aprendizaje muy valiosos que ignorasen los límites de la disciplina, y que incluso, ocasionalmente, llegasen a ofender a los puristas disciplinares –la profesora de la facultad de medicina, por ejemplo, que integraba asuntos de desarrollo personal y emocional en clases básicas de ciencias, ayudando a redefinir el estudio de la medicina–. Es más, la mayoría de los profesores de mucho éxito del estudio rompen las definiciones tradicionales de las materias, y nos convencen de que el éxito a la hora de ayudar a los estudiantes a aprender, incluso materias básicas, se beneficia de la buena disposición del profesor a reconocer que el aprendizaje humano es un proceso complejo. Por tanto, tuvimos que aplicar un sentido general del buen hacer educativo que no resultara de una única disciplina concreta, sino de una tradición educativa amplia que valorase las artes liberales (incluyendo las ciencias naturales), el pensamiento crítico, la resolución de problemas, la creatividad, la curiosidad, el compromiso con los asuntos éticos, y tanto la amplitud como la profundidad en el conocimiento específico y en las distintas metodologías y los diferentes estándares para las evidencias utilizados para conseguir ese conocimiento.
En resumen, incluimos en nuestro estudio sólo a aquellos profesores que proporcionaron una fuerte evidencia de que ayudaban y animaban a sus estudiantes a aprender de manera que los hiciese merecedores de elogios y prestigio tanto entre sus colegas directos de disciplina, como en la comunidad académica más amplia. También intentamos incluir a algunos educadores que trabajaban en los límites de las normas establecidas, definiendo la riqueza del aprendizaje de manera claramente novedosa. Asimismo, estudiamos a unas pocas personas que tenían mucho éxito con algunas clases y bastante menos en otras. Por ejemplo, algunos profesores conseguían resultados maravillosos con clases muy numerosas o poco numerosas, en cursos de iniciación o avanzados, pero no en ambos tipos. Tales casos nos permitieron hacer algunas comparaciones entre lo que funcionaba y lo que no.
Quisimos estudiar a profesores que tuvieron una influencia persistente en sus estudiantes, pero las evidencias de ello resultaron difíciles de conseguir, especialmente en las primeras etapas de nuestra investigación. Hablamos con algunos estudiantes años después de que hubieran tenido a un profesor en concreto, y escuchamos sus testimonios sobre el tipo de docencia que conmovió sus mentes e influenció en sus vidas. No obstante, no hicimos caso sistemáticamente a los estudiantes; ni tampoco confiamos únicamente en sus entrevistas para decidir que alguien merecía atención. En lugar de esto, buscamos algo capaz de descubrirnos de forma más directa que el impacto producido había resultado duradero. El concepto de aprendices profundos, desarrollado por vez primera en los años setenta por unos teóricos de Suecia nos ayudó a encontrar indicadores de permanencia de la influencia.3
Asumimos que era probable que el aprendizaje profundo fuera duradero, y para buscar las evidencias de su presencia prestamos mucha atención al lenguaje que utilizaban los estudiantes al describir sus experiencias. ¿Hablaban de «aprender la materia», o del desarrollo y la comprensión, de hacer algo por ellos mismos, «de meterse en el asunto» y de «encontrar sentido a todo ello»? Nos inspiraban las clases de las que los estudiantes hablaban no sobre lo mucho que tenían que recordar, sino sobre cuánto llegaron a entender (y, como resultado, recordaban). Algunos estudiantes hablaban de cursos que «habían transformado sus vidas», «lo habían cambiado todo» e incluso «habían sacudido sus cabezas». Buscamos signos de que los estudiantes desarrollaban perspectivas múltiples y la capacidad de pensar sobre su propio razonamiento; de que intentaban entender ideas por ellos mismos; de que intentaban razonar con los conceptos y la información que encontraban, de que utilizaban el material extensivamente y de que lo relacionaban con la experiencia previa y con el aprendizaje. ¿Pensaban en supuestos, evidencias y conclusiones?
Consideremos, por ejemplo, dos conjuntos de comentarios. Uno procedía de estudiantes que nos dijeron que la clase «exigía un montón de trabajo», que el profesor los motivaba para «conseguir hacerlo», y que fue meticuloso y razonable «cubriendo», tal y como lo expresó un estudiante, «toda la materia que podía salir en el examen» y «nunca nos sorprendió con problemas que no habíamos visto». Los estudiantes hicieron hincapié en haber tenido éxito en «pasar el curso» y elogiaron mucho que el instructor les ayudase a conseguirlo. A pesar de que todos estos comentarios eran muy favorables, no delataban necesariamente la presencia de un aprendizaje profundo. En contraste, el segundo conjunto de estudiantes hablaba de cómo podían conseguir «relacionar un montón de cosas» o «meterse dentro» de sus propias cabezas. Insistían en que querían aprender más, hablaban a veces de un cambio de especialidad de estudios al haber tenido a un determinado profesor, y les atemorizaba un tanto, a la vez que les fascinaba, lo mucho que no sabían. «Antes de cursar esta asignatura pensaba que todo estaba claro y decidido de antemano», decía un estudiante. «Es una materia muy motivadora». Hablaban de asuntos que había evocado el curso, de cómo habían aprendido a pensar de manera distinta, de cómo el curso había cambiado sus vidas y de lo que tenían previsto hacer con todo lo que habían aprendido. Mantenían discusiones con facilidad usando argumentos con los que se habían tropezado, cuestionaban presunciones y sabían distinguir entre evidencias y conclusiones. Los estudiantes mencionaban libros que habían leído con posterioridad debido a que el curso había estimulado su interés, proyectos que habían realizado o cambios de planes. Comentando una clase de matemáticas, explicaba un estudiante, «no sólo nos enseñó cómo resolver el problema, sino que además nos ayudó a pensar en él de manera que pudiéramos resolverlo por nosotros mismos. Ahora puedo razonar mejor los problemas». En referencia a una clase de historia, la explicación que dio un estudiante comenzaba diciendo: «Allí no sólo memorizo materia. Tengo que pensar en argumentos y evidencias». El segundo conjunto de comentarios sugería una influencia sostenida, mientras que el primero no nos dijo demasiado sobre ella.
Conforme fue avanzando nuestra investigación, generó un interés enorme en nuestros colegas, quienes a menudo nos sugerían que consideráramos a determinadas personas. Todos los sujetos potenciales fueron puestos a prueba para el estudio examinando sus objetivos de aprendizaje y poniendo especial interés en buscar evidencias de su éxito en la promoción de buenos resultados. En ocasiones descartamos discretamente a algunas personas, no debido a que creyésemos que fueran docentes poco efectivos, sino porque no conseguimos suficientes datos para comprobar una cosa u otra. Mi objetivo en este libro no es dar cuenta de estos colegas que no fueron incluidos en el estudio, sino aprender tanto como sea posible de los profesores con más éxito. Consecuentemente, aunque menciono los nombres de muchas de las personas que fueron analizadas, no proporciono una lista completa.
REALIZAR EL ESTUDIO
Una vez identificamos a nuestros sujetos, pasamos a estudiarlos. A algunos los observamos en el aula, el laboratorio o el estudio; a otros, los filmamos. Incluso en algunos casos hicimos ambas cosas. Mantuvimos largas conversaciones con la mayoría de los profesores y sus estudiantes; vimos los materiales del curso, incluyendo los programas, los exámenes, las hojas de tareas e incluso algunas notas de las clases magistrales; consideramos ejemplos de trabajo de los estudiantes; llevamos a cabo lo que denominamos «análisis de grupo pequeño», donde entrevistamos a clases enteras en grupos reducidos; pedimos a algunas personas que analizaran y describieran sus propias prácticas y su filosofía docente en reflexiones más formales; y en unos pocos casos asistimos a un curso completo sentándonos realmente en el aula. Los métodos de recolección y análisis fueron variados, pero todos ellos procedían de enfoques comunes en historia, análisis literario, periodismo de investigación y antropología. Las charlas que escuchamos, las entrevistas que hicimos, los materiales de aula y demás escritos que leímos, y las notas que tomamos mientras observábamos una clase, conformaron los textos que posteriormente sometimos a escrutinio (para los detalles del estudio, véase el apéndice).
LAS VALORACIONES DE LOS ESTUDIANTES
Antes de pasar a resumir los principales resultados de nuestro estudio, debemos considerar otro asunto metodológico: ¿Qué papel desempeñan los resultados de las valoraciones de los estudiantes a la hora de ayudar a identificar la docencia extraordinaria? ¿Cómo influyeron en nuestras decisiones?
En los encuentros que he tenido con docentes recién incorporados a las facultades, me he dado cuenta de que muchos profesores saben algo de los famosos experimentos del Dr. Fox, y muestran un conocimiento impreciso pero suficiente como para producir escepticismo sobre cualquier intento de identificar y definir la excelencia docente. En ese estudio, originalmente publicado en los años setenta, tres investigadores contrataron a un actor para que diese una clase magistral a un grupo de educadores. Lo instruyeron para que consiguiera hacerla muy expresiva y entretenida, pero ofreciendo muy poco contenido en una enigmática charla repleta de confusiones lógicas y repeticiones. Los promotores de los experimentos proporcionaron un curriculum vitae ficticio a su «profesor», completado con un listado de publicaciones, y le llamaron «Dr. Fox». Cuando pidieron a los asistentes que calificaran la clase magistral, las puntuaciones fueron muy favorables, e incluso uno de los asistentes declaró haber leído alguna de las publicaciones del Dr. Fox.4
Muchos miembros de las facultades, conocedores de este experimento, han llegado a la conclusión de que las valoraciones que hacen los estudiantes no sirven para nada, dado que clases repletas de basura son capaces de «seducir» a los estudiantes si el profesor es entretenido. No obstante, si lo examinamos con más cuidado, el estudio original del Dr. Fox contiene un error fundamental: pide respuestas a preguntas equivocadas. Muchas de las preguntas piden responder sólo acerca de si el actor hizo lo que se le instruyó que hiciera. Por ejemplo, se le había dicho que fuera expresivo y entusiasta, y una de las preguntas de la encuesta era, «¿Muestra interés en esta materia?»5 Naturalmente, así no sorprende que las puntuaciones fueran tan altas. Ni una sola de las ocho preguntas pedía de los miembros de la audiencia que declararan si habían aprendido algo –el elemento que consideramos crucial a la hora de descubrir la excelencia docente–. Los investigadores no hicieron ningún intento para comprobar el conocimiento que los oyentes habían obtenido de las clases (si bien experimentos posteriores con el Dr. Fox sí lo hicieron), ni siquiera les preguntaron, de hecho, si creían que habían aprendido algo.
Mucho menos conocidos y publicitados fueron los estudios posteriores realizados sobre lo que vino a llamarse el «efecto Dr. Fox», que mostraron estos errores metodológicos del estudio original y sacaron unas conclusiones mucho más prudentes de estas investigaciones. Dicho esto, lo que podemos aprender de los experimentos del Dr. Fox para identificar la excelencia docente parece más bien poco. Como mucho, podrán ayudarnos a comprender qué preguntas debemos y no debemos hacer en las encuestas de los estudiantes. Más que preguntar si los profesores son expresivos o si usan alguna técnica en concreto, debemos preguntar si ayudan a los estudiantes a aprender y estimulan su interés por la materia. Además, la investigación ha encontrado correlaciones altas y positivas entre los resultados de las valoraciones de los estudiantes y las medidas externas de su aprendizaje cuando se utiliza esta clase de preguntas.6 Y lo más importante, las valoraciones de los estudiantes pueden, como dijo un observador, «mostrar la dimensión [educativa] que los estudiantes han alcanzado».7 Si queremos saber si los estudiantes piensan que algo les ha ayudado y animado a aprender, la mejor forma de averiguarlo es preguntárselo. En el caso de la expresividad, algunos investigadores, entre ellos el australiano Herbert Marsh, descubrieron en posteriores experimentos de Dr. Fox que los estudiantes que se examinan después de asistir a clases impartidas con entusiasmo normalmente obtienen mejores resultados que los estudiantes que se examinan después de asistir a clases anodinas, pero esto difícilmente podría sorprender a alguien.8
Los estudiantes no siempre tienen definiciones sofisticadas de lo que significa aprender en una disciplina concreta. Por ello, no podemos confiar sólo en las cifras para saber si alguien ha estado ayudando a aprender a la gente al alto nivel que se espera en este estudio. Esta información procede únicamente de considerar los materiales del curso, incluyendo el programa y los métodos de evaluación, o de entrevistar tanto a instructores como a sus estudiantes. Las valoraciones de los estudiantes ayudan a suplementar estas pesquisas más cualitativas, especialmente las cifras que surgen de preguntas como las dos que aparecen en las encuestas de las universidades Northwestern y Vanderbilt: puntúa cuánto te ha ayudado la docencia a aprender, y puntúa en qué medida el curso te ha estimulado intelectualmente.
Aun así, mucha gente muestra grandes dudas sobre la validez de cualquier estudio de la calidad docente que extraiga parte de sus evidencias de valoraciones de estudiantes. Los educadores que no conocen los experimentos del Dr. Fox pueden encontrar titulares parecidos en un estudio más reciente. En 1993, Nalini Ambady y Robert Rosenthal mostraron a unos estudiantes cortometrajes de profesores y les pidieron que los puntuaran con los mismos instrumentos que otros ya habían utilizado tras haber tenido clase con los mismos instructores.9 Los investigadores querían conocer el tiempo mínimo de exposición capaz de generar puntuaciones que fueran sustancialmente idénticas a las obtenidas después de tener al profesor un semestre entero. Cuando Lingua Franca y otras revistas mostraron que aparecían correlaciones altas y positivas con el grupo experimental a los pocos segundos de ver al profesor, algunos académicos empezaron a creer que todos los resultados de las valoraciones de los estudiantes tienen su origen en observaciones superficiales y vienen a ser poca cosa más que el más primitivo de los cuestionarios de popularidad. Sin embargo, estos críticos no consideraron que el estudio de Ambady y Rosenthal pudiera aportar una conclusión totalmente diferente: los estudiantes, con sus dilatados historiales de relaciones con profesores, tanto con los muy motivadores como con los muy desalentadores, pueden desarrollar una capacidad para reconocer con extrema precisión, incluso con tan sólo unos pocos segundos de exposición, qué profesores podrán finalmente ayudar al progreso de su educación y cuáles no. En pocas palabras, las opiniones generadas instantáneamente pueden proceder de preocupaciones que tienen más que ver con cómo puede ayudárseles a aprender y a desarrollarse, que con cualquier otro enfoque que tenga que ver con calidades vagamente definidas de la personalidad y la amistad. Ambady y Rosenthal dicen lo siguiente en su artículo: «No sólo poseemos esta gran capacidad de formarnos impresiones sobre otras personas… sino, quizás aún más notable, ¡las impresiones que nos formamos son bastante exactas!».
Por nuestra parte, no hemos confiado en las impresiones instantáneas sino en la clase de estudio continuado y detallado que hemos descrito sucintamente y que discutiremos más ampliamente en las páginas que siguen. Retomaremos en el último capítulo el proceso de evaluación de la docencia, pero por ahora es bueno insistir en que en este estudio se sigue el criterio de los resultados. Identificamos la excelencia docente cuando encontramos evidencias de hechos extraordinarios en el aprendizaje de los estudiantes e indicaciones de que la enseñanza ayudó y animó a la consecución de esos resultados; podemos aprender algo del desarrollo de la excelencia en la enseñanza cuando intentamos descubrir lo que produce ese éxito educativo. Las encuestas de los estudiantes sobre lo mucho que han aprendido y sobre si el profesor ha estimulado su interés y su desarrollo intelectual, muy a menudo nos dicen mucho sobre la calidad de la enseñanza, pero nosotros fuimos mucho más allá a la hora de buscar evidencias antes de concluir definitivamente que era realmente excepcional.
LAS CONCLUSIONES PRINCIPALES
Comencemos con las conclusiones principales de este estudio, con los patrones generales de pensamiento y práctica que encontramos en nuestros sujetos. No obstante, una advertencia: cualquiera que espere una simple lista de lo que hay que hacer y lo que no, quedará tremendamente decepcionado. Las ideas aquí contenidas requieren una reflexión cuidadosa y sofisticada, un aprendizaje profundamente profesional y, con frecuencia, cambios fundamentales de concepto. No permiten aplicaciones automáticas a nuestra propia docencia.10
Nuestras conclusiones emergen de seis cuestiones generales que nos planteamos sobre los profesores que examinamos.
1. ¿Qué saben y entienden los mejores profesores?
Sin excepción, los profesores extraordinarios conocen su materia extremadamente bien. Todos ellos son consumados eruditos, artistas o científicos en activo. Algunos poseen una impresionante lista de publicaciones de las que más aprecian los académicos. Otros presentan registros más modestos; o, en algunos casos, prácticamente ninguno en absoluto. Pero ya sea con muchas publicaciones o no, los profesores extraordinarios están al día de los desarrollos intelectuales, científicos o artísticos de importancia en sus campos, razonan de forma valiosa y original en sus asignaturas, estudian con cuidado y en abundancia lo que otras personas hacen en sus disciplinas, leen a menudo muchas cosas de otros campos (en ocasiones muy distantes del suyo propio) y ponen mucho interés en los asuntos generales de sus disciplinas: las historias, controversias y discusiones epistemológicas. En resumen, pueden conseguir intelectual, física o emocionalmente lo que ellos esperan de sus estudiantes.
Nada de esto debería sorprender. Este hallazgo no hace más que confirmar que es poco probable que las personas lleguen a ser grandes profesores sin saber algo que enseñar. No obstante, la condición de conocer una disciplina no es particularmente característica. Si lo fuera, cada gran erudito podría ser un gran profesor. Pero no es éste el caso. Más importante aún: las personas de nuestro estudio, a diferencia de tantos otros, han utilizado su conocimiento para desarrollar técnicas que les permitan conocer a fondo principios fundamentales y conceptos organizativos que otros pueden utilizar para comenzar a construir su propia capacidad de comprensión y desarrollar sus capacidades. Saben cómo simplificar y clarificar conceptos complejos, cómo llegar a la esencia del asunto con revelaciones motivadoras, y son capaces de pensar sobre su propia forma de razonar en la disciplina, analizando su naturaleza y evaluando su calidad. Esa capacidad de pensar metacognitivamente* es la responsable de mucho de lo que hemos visto en la mejor docencia.
También hemos descubierto que nuestros sujetos tienen como mínimo una comprensión intuitiva del aprendizaje humano que es análoga a las ideas que han ido apareciendo con la investigación en las ciencias del aprendizaje (véase el capítulo 2 para más detalle).11 A menudo utilizan el mismo lenguaje, los mismos conceptos y las mismas maneras de caracterizar el aprendizaje que se pueden encontrar en las publicaciones especializadas. Mientras otros, por ejemplo, hablan de transmitir conocimientos y de construir un almacén de información en los cerebros de los estudiantes, nuestros sujetos hablan de ayudar a los que aprenden a esforzarse con las ideas y la información para que construyan su propio conocimiento. Incluso su concepto de lo que significa aprender en una asignatura concreta lleva la marca de esta distinción. Mientras otros pueden quedar satisfechos si los estudiantes hacen bien los exámenes, los mejores profesores asumen que el aprendizaje tiene poco sentido si no es capaz de producir una influencia duradera e importante en la manera en que la gente piensa, actúa y siente.
2. ¿Cómo preparan su docencia?
Los profesores excepcionales tratan sus clases, sus discusiones programadas, sus sesiones de resolución de problemas y demás elementos de su enseñanza como esfuerzos intelectuales formales que son intelectualmente exigentes y tan importantes como su investigación y su trabajo académico. Esa actitud es quizás más patente en las respuestas que nuestros sujetos proporcionan a una cuestión sencilla: «¿Qué te preguntas cuando te dispones a preparar tu docencia?». En algunos profesores esta solicitud de información podría haber sugerido respuestas poco inspiradas que enfatizasen lo prosaico: ¿Cuántos estudiantes tendré? ¿Qué incluiré en mis clases? ¿Cuántos exámenes les haré y de qué tipo? ¿Qué les daré para que lean?
Si bien estas preguntas son importantes, reflejan una concepción de la enseñanza muy diferente de la que se encarna en la preparación que llevan a cabo las personas que estudiamos. Nuestros sujetos utilizan una serie de preguntas mucho más rica a la hora de diseñar una clase, una conferencia, una discusión, unas prácticas profesionales o cualquier encuentro con estudiantes, y comienzan con cuestiones sobre los objetivos de aprendizaje para los estudiantes, en lugar de con aquéllas que plantean qué debe hacer el profesor. En el capítulo 3 se examina el modelo de preguntas que más frecuentemente hemos oído y la concepción de enseñanza y aprendizaje que se desprende de estas preguntas.
3. ¿Qué esperan de sus estudiantes?
Dicho muy simplemente, los mejores profesores esperan «más». Sin embargo, dado que muchos profesores «presionan» a sus clases sin conseguir necesariamente grandes resultados de aprendizaje, ¿qué hacen los profesores con más éxito para fomentar un rendimiento alto? La respuesta breve es que evitan objetivos que estén ligados arbitrariamente al curso y favorecen los que ponen de manifiesto la forma de razonar y de actuar que se espera en la vida diaria. En el capítulo 4 se exploran más detalladamente estas prácticas y estas formas de pensar.
4. ¿Qué hacen cuando enseñan?
Si bien los métodos varían, los mejores profesores a menudo intentan crear lo que acabamos denominando un «entorno para el aprendizaje crítico natural». En ese entorno, las personas aprenden enfrentándose a problemas importantes, atractivos o intrigantes, a tareas auténticas que les plantearán un desafío a la hora de tratar con ideas nuevas, recapacitar sus supuestos y examinar sus modelos mentales de la realidad. Son condiciones exigentes pero útiles, en las que los estudiantes experimentan una sensación de control sobre su propia educación; trabajan en colaboración con otros; creen que su trabajo será considerado imparcial y honestamente; y prueban, yerran y se realimentan gracias a estudiantes con más experiencia, antes e independientemente de que medie cualquier juicio que intente calificar su intento. En el capítulo 5 discutiré en detalle varios de los métodos que utilizan los mejores profesores para dar una clase magistral, moderar una discusión, enseñar un caso o crear otras oportunidades de aprendizaje que ayudan a construir este entorno.
5. ¿Cómo tratan a los estudiantes?
Los profesores muy efectivos tienden a mostrar una gran confianza en los estudiantes. Habitualmente están seguros de que éstos quieren aprender, y asumen, mientras no se les demuestre lo contrario, que pueden hacerlo. A menudo se muestran abiertos con los estudiantes y puede que, de vez en cuando, hablen de su propia aventura intelectual, de sus ambiciones, triunfos, frustraciones y errores, y animen a sus estudiantes a ser reflexivos y francos en la misma medida. Pueden contar cómo desarrollaron sus intereses, los obstáculos principales con los que se han encontrado a la hora de dominar la asignatura, o algunos de sus secretos para aprender alguna parte concreta de la materia. A menudo discuten abiertamente y con entusiasmo su propio sentimiento de respeto y curiosidad por la vida. Sobre todo, tienden a tratar a sus estudiantes con lo que sencillamente podría calificarse como mera amabilidad.
6. ¿Cómo comprueban su progreso y evalúan sus resultados?
Todos los profesores que hemos estudiado tienen algún programa sistemático –algunos más elaborado que otros– para poner a prueba sus resultados y para llevar a cabo los cambios pertinentes. Además, debido a que están comprobando sus propios resultados cuando evalúan a sus estudiantes, evitan juzgarlos con normas arbitrarias. En lugar de ello, la calificación de los estudiantes sale de objetivos de aprendizaje básicos. En el capítulo 7 discutiré algunos métodos que usan para recoger información sobre su propia docencia, cómo utilizan la evaluación de los estudiantes para que ayude a conseguir ese fin, y cómo diseñan la calificación para mantener la atención en los auténticos objetivos de aprendizaje.
Antes de seguir, necesito todavía fijar la atención en otros tres puntos generales: primero, éste es un libro sobre lo que los profesores extraordinarios hacen bien; esto no quiere decir que necesariamente nunca se queden cortos o que no tengan que batirse el cobre para conseguir una buena docencia. Todos ellos tuvieron que aprender cómo producir aprendizaje y deben recordarse continuamente a sí mismos lo que puede ir mal, buscando siempre formas nuevas de entender lo que significa aprender y cómo fomentar mejor ese logro. Incluso los mejores profesores tienen días malos y pelean para conseguir llegar a sus estudiantes. Como ha revelado el estudio, no son inmunes a la frustración, a los deslices a la hora de enjuiciar, a las preocupaciones ni a los errores. Incluso no siempre siguen sus mejores prácticas. Nadie es perfecto. Conforme avancemos en el libro, poniendo énfasis en lo que mejor funciona, puede que olvidemos con facilidad esas imperfecciones, o que pensemos que los grandes profesores nacen, no se hacen. Pues bien, la evidencia muestra lo contrario. Sospecho que una porción del éxito que disfrutan radica, en parte, en su buena disposición a enfrentarse a sus propias debilidades y errores. Cuando pedimos a uno de nuestros primeros sujetos, un profesor de filosofía de Vanderbilt, que diera una conferencia pública sobre su forma de enseñar, él, muy eficazmente, eligió como título «Cuando mi docencia falla».
Segundo, no culpan a sus estudiantes de ninguna de las dificultades a las que se enfrentan. Algunos de nuestros sujetos enseñan sólo a los mejores estudiantes; otros sólo a los más flojos; pero la mayoría trabajan con individuos de bagaje diverso. Queríamos saber qué hay en común en todos estos terrenos, si había algo que compartiera la mejor enseñanza en instituciones fuertemente selectivas y en facultades con las políticas de admisión más amplias posibles.
Tercero, nos dimos cuenta de que la gente que seleccionamos tenía por lo general un fuerte sentido de compromiso con la comunidad académica y no sólo con el éxito personal en el aula. Consideraban sus propios esfuerzos como una pequeña parte de una empresa educativa más general, y no como una oportunidad para demostrar ciertas habilidades personales. Para sus adentros, pensaban que eran meros contribuyentes a un entorno de aprendizaje que exigía atención del conjunto de académicos. Trabajaban frecuentemente en iniciativas curriculares de envergadura y contribuían en los foros que trataban sobre cómo mejorar la docencia en la institución. Muchos de ellos decían que el éxito de su propia docencia se basaba en algo que los estudiantes habían aprendido en otras clases. Consecuentemente, tenían tendencia a mantener intercambios intensos con colegas sobre la mejor forma de educar a los estudiantes, y citaban con frecuencia cosas que aprendieron trabajando con otros. Fundamentalmente eran estudiosos, intentaban mejorar de continuo sus resultados para promover el desarrollo de los estudiantes, y nunca quedaban plenamente satisfechos de lo que ya habían conseguido.
APRENDER DEL ESTUDIO
¿Cómo puede cualquiera utilizar estas conclusiones para mejorar su docencia? La respuesta completa a esta sencilla pregunta nos llevará el libro entero, pero para empezar parece obvio un punto: no podemos coger trozos sueltos de los patrones aquí mostrados y sencillamente combinarlos con otros hábitos, menos efectivos o incluso destructivos, y esperar de ellos que transformen la docencia, al igual que no esperamos que adoptando el estilo de las pinceladas de Rembrandt, por ellas mismas, podamos imitar su genialidad. Precisamos comprender la forma de pensar, las actitudes, los valores y los conceptos que están detrás de obras maestras de la docencia, observar cuidadosamente las prácticas, pero tras ello empezar a digerir, transformar e individualizar lo que vemos. Para llevar un paso más allá el ejemplo de Rembrandt, el gran artista holandés no puede convertirse en Picasso, al igual que el pintor español no puede imitar a su predecesor; cada uno tiene que encontrar su propia genialidad. Así mismo, los profesores deben ajustar cada idea a lo que son y lo que enseñan.
En último término, confío en que este libro inspirará a los lectores a hacer una estimación sistemática y reflexiva de sus propios enfoques y estrategias docentes, preguntándose por qué hacen ciertas cosas y no otras. ¿Qué evidencia de cómo aprende la gente es la que guía sus decisiones docentes? ¿Cuán frecuentemente hacen algo sólo porque lo hacían sus profesores? Idealmente, los lectores tratarán su docencia como probablemente traten ya sus propias creaciones académicas o artísticas: como un trabajo intelectual creativo, serio e importante, como un empeño que se beneficia de la observación cuidadosa y el análisis minucioso, de la revisión y el reajuste, y de diálogos con colegas y críticas de iguales. Sobre todo, espero que los lectores saquen de este libro la convicción de que la buena docencia puede aprenderse.
* En muchos países, incluidos los Estados Unidos, las calificaciones siguen el sistema A-F, donde «A» es la mejor nota, y «F» la peor; la letra «E» suele omitirse ya que se utilizaba tradicionalmente para la calificación «Excellent». Una nota «F» es suspenso, y una «D» es la más baja que se puede otorgar para aprobar. La mayoría de las facultades estadounidenses exigen calificaciones «C» o superior para aprobar las asignaturas troncales. En algunos casos se usan los modificadores más (+) y menos (–) aplicados a cada letra para reconocer valores intermedios. Por ejemplo, una «A–» es más baja que una «A» pero superior a una «B+». Algunas instituciones educativas incluyen notas «A+», mientras que otras no. Además, estos modificadores no siempre se aplican a la calificación «F». En ocasiones se usa una nota «F–» –que también puede ser «FF» o «G»– para calificar resultados extremadamente bajos, académicamente deshonestos, o cuando no se consigue una calificación por no haber realizado la correspondiente tarea («No presentado»). [N. del T.]
* El término metacognición hace referencia al razonamiento de mayor jerarquía que incluye acciones para el control activo de los procesos cognitivos que tienen lugar con el aprendizaje. Su definición más habitual es la de «razonamiento sobre la manera de pensar». [N. del T.]