Читать книгу Lo que hacen los mejores profesores universitarios, (2a ed.) - Ken Bain - Страница 8

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¿Qué es lo que saben sobre cómo aprendemos?

A principios de los ochenta, dos físicos de la Arizona State University quisieron averiguar si una asignatura típica de introducción a la física, con su énfasis tradicional en las leyes de Newton del movimiento, cambiaba la manera de pensar de los estudiantes sobre el movimiento. Conforme se lea este relato, puede sustituirse la frase «razonar sobre el movimiento» por cualquier otra que cuadre con la asignatura propia. ¿Cambian los estudiantes su forma de pensar asistiendo a clase?

A fin de descubrirlo, Ibrahim Abou Halloun y David Hestenes idearon y validaron un cuestionario para saber cómo pensaban los estudiantes sobre el movimiento. Pasaron la prueba a los matriculados en las clases de cuatro profesores de física distintos, todos buenos docentes según sus colegas y sus alumnos. En principio, los resultados no sorprendieron a nadie. La mayoría de los estudiantes llegaban a la asignatura con una teoría intuitiva, elemental, del mundo físico, lo que denominan los físicos «un cruce entre las ideas aristotélicas y del ímpetus del siglo XIV». En pocas palabras, no razonaban sobre el movimiento a la manera de Isaac Newton, y no digamos a la de Richard Feynman. No obstante, esto era lo que ocurría antes de que los estudiantes cursaran la asignatura de introducción a la física.

¿Cambió la asignatura la forma de pensar de los estudiantes? La verdad es que no. Cuando acabó el curso, los dos físicos pasaron de nuevo el cuestionario y descubrieron que la asignatura había producido cambios comparativamente pequeños en la manera de pensar de los estudiantes.1 Incluso muchos estudiantes de «A» continuaban pensando como Aristóteles y no como Newton. Habían memorizado fórmulas y también habían aprendido a poner los valores correctos en ellas, pero no habían cambiado sus concepciones básicas. En lugar de ello, interpretaron todo lo que habían dado sobre movimiento según el esquema intuitivo que habían traído con ellos al curso.

Halloun y Hestenes quisieron ir un poco más allá en la comprobación de este inquietante resultado. Entrevistaron individualmente a algunas personas que continuaban rechazando la visión newtoniana para ver si podían disuadirlos de sus equivocados supuestos. Durante esas entrevistas, hicieron a los estudiantes preguntas sobre problemas elementales de movimiento, cuestiones que requerían contar con sus teorías del movimiento para predecir qué ocurriría en un experimento sencillo de física. Los estudiantes hicieron sus estimaciones, y entonces los investigadores llevaron a cabo el experimento delante de ellos de manera que podían comprobar si habían acertado. Obviamente, aquellos que confiaron en teorías inadecuadas del movimiento fallaron sus predicciones. En ese momento, los físicos pedían a los estudiantes que explicasen la discrepancia entre sus ideas y el experimento.

Lo que escucharon les dejó atónitos: la mayoría de los estudiantes seguían todavía reacios a desechar sus ideas equivocadas sobre el movimiento. En lugar de ello, mantenían que en ese experimento del que acababan de ser testigos no se podía aplicar exactamente la ley del movimiento en cuestión; se trataba de un caso especial, o no se ajustaba lo suficientemente bien a la teoría equivocada que ellos mantenían como auténtica. «Como regla», escribieron Halloun y Hestenes, «los estudiantes mantenían firmes sus creencias equivocadas, incluso cuando se confrontaban con fenómenos que contradecían esas creencias». Si los investigadores señalaban una contradicción o los estudiantes reconocían una, «tendían en primer lugar a no cuestionar sus propias creencias, sino a mantener que el ejemplo observado era gobernado por alguna otra ley o principio, y que el principio que utilizaban era aplicable a un caso ligeramente diferente».2 Los estudiantes recurrían a todos los tipos posibles de gimnasia mental para evitar desafiar y revisar los principios básicos fundamentales que guiaban su comprensión del universo físico. Quizás aún más preocupante era el hecho de que, algunos de esos estudiantes hubieran obtenido calificaciones altas en la asignatura.

Este relato es parte de un pequeño pero creciente conjunto de artículos que cuestiona si los estudiantes aprenden siempre tanto como tradicionalmente hemos pensado que aprendían. Los trabajos serios sobre este asunto no se plantean si los estudiantes pueden aprobar los exámenes que les ponemos, sino si su educación les proporciona una influencia positiva, sustancial y duradera en la forma en que razonan, actúan y sienten. Los investigadores han encontrado que incluso algunos «buenos» estudiantes puede que no progresen intelectualmente tanto como creíamos. Han descubierto que algunas personas consiguen calificaciones «A» aprendiendo la técnica de «enchufar y que funcione», memorizando fórmulas, poniendo números en la ecuación correcta o el vocabulario adecuado en la hoja de papel, pero comprendiendo muy poco. Cuando terminan las clases, olvidan rápidamente la mayor parte de lo que habían «aprendido».3 Los participantes en un congreso de 1987 sobre enseñanza de las ciencias, por ejemplo, observaron este problema en matemáticas. «Aquellos que superan con éxito el cálculo», concluyeron, «frecuentemente no tienen una comprensión conceptual de la materia ni una apreciación de su importancia» debido a que los instructores confían en ejercicios del tipo de «“enchufar y que funcione”, que tienen muy poco que ver con el mundo real».4 Incluso cuando los aprendices han comprendido algo de una disciplina o campo, frecuentemente son incapaces de asociar ese conocimiento con situaciones del mundo real o en contextos de resolución de problemas.

APRENDER DE LOS MEJORES

¿Qué es lo que saben los mejores profesores que les ayuda a evitar –al menos parcialmente y a veces del todo– estos problemas?

Descubrimos que conocen bien sus disciplinas y que son académicos, artistas o científicos en activo y expertos –incluso si no presentan siempre una larga lista de artículos publicados–. Sin embargo, esos conocimientos inevitables no pueden explicar su éxito docente. Si así fuera, entonces cualquier experto en el campo podría convertirse en un educador excepcional, pero esto no es así. Ni tampoco es el caso de que los expertos únicamente necesiten más dedicación para convertirse en mejores profesores. Nos encontramos con muchos profesores, todos eminentes en sus campos, que pasaban horas preparando clases que incluían los últimos y más avanzados saberes y conocimientos científicos para no conseguir más que estudiantes que entendían muy poco de toda esa sofisticación. Una de estas personas, un profesor de una facultad de medicina que no formó parte del estudio, nos dijo una vez con orgullo y, en alguna medida, con frustración, que no le importaba si los estudiantes «lo seguían», siempre y cuando cada una de las líneas de los guiones de sus clases fuera fiel reflejo de los «más altos estándares de calidad científica y del conocimiento más avanzado en el campo».

¿Qué más saben los mejores profesores que pueda explicar su éxito a la hora de ayudar a sus estudiantes a aprender en profundidad? Encontramos otros dos tipos de conocimiento que parecen entrar en juego. Primero, tienen un sentido inusualmente agudo de la historia de sus disciplinas, incluyendo las controversias que se han agitado en ellas, y esa comprensión parece que les ayuda a reflexionar de manera especialmente profunda sobre la naturaleza del pensamiento en sus campos. Pueden utilizar esa capacidad para pensar sobre su propio razonamiento –lo que llamamos «metacognición»– y sobre su comprensión de la disciplina como tal para entender cómo podrían aprender otras personas. Saben qué es lo que debe ir primero, y pueden distinguir entre conceptos fundamentales y desarrollos o ilustraciones de esas ideas. Se dan cuenta de dónde es fácil que las personas encuentren dificultades a la hora de avanzar en su propia comprensión, y pueden utilizar ese conocimiento para simplificar y aclarar asuntos que para otros resultan complejos, para contar el relato adecuado, o para plantear una pregunta muy estimulante. No obstante, en todo esto hay una trampa. Esta clase de comprensión está, como no podía ser de otra forma, enraizada en cada disciplina individual y desafía cualquier intento de generalización.

Aun así, parece haber algo que funciona y que está más allá de las distintas disciplinas, por lo que resulta más útil para nuestro estudio general. Expresándolo con sencillez, las personas que hemos analizado se las han arreglado con su propia experiencia gracias a que trabajan con concepciones de los estudiantes que, en lo concerniente al aprendizaje humano, son notablemente parecidas a algunas ideas surgidas de la investigación y de los trabajos teóricos sobre cognición, motivación y desarrollo humano. Esas ideas les ayudan a entender y a enfrentarse a situaciones como la relatada por los físicos, y a otros muchos problemas de aprendizaje.

A continuación, presentamos los conceptos clave que encontramos.

1. El conocimiento es construido, no recibido

Quizás la mejor manera de entender esta noción es contrastarla con una idea más antigua. Según la visión tradicional, la memoria es un gran arcón para el almacenaje. Metemos conocimientos en él y luego sacamos los que nos hacen falta. Por eso, a menudo escuchamos decir a la gente, «Mis estudiantes tienen que aprenderse la materia antes de que puedan pensar sobre ella», presumiblemente queriendo decir que deben almacenar algo para su uso posterior.

Los mejores profesores no creen que la memoria sea así, y tampoco lo cree un montón de científicos del aprendizaje. En lugar de esto, dicen que construimos nuestro sentido de la realidad a partir de todas las entradas sensoriales que recibimos, y ese proceso comienza en la cuna. Vemos, oímos, sentimos, olemos y gustamos y comenzamos a conectar todas esas sensaciones en nuestros cerebros para construir patrones sobre la manera como creemos que funciona el mundo. Por tanto, nuestros cerebros son unidades tanto de almacenamiento como de procesado. En algún momento, comenzamos a utilizar esos patrones disponibles para comprender nuevas entradas sensoriales. Para cuando llegamos a la universidad, tenemos miles de modelos mentales, o esquemas, que podemos utilizar para intentar entender las clases a las que asistimos, los textos que leemos, etc.

Por ejemplo, yo tengo un modelo mental de algo conocido como aula. Cuando entro en una habitación y recibo alguna entrada sensorial a través de las lentes de mis ojos, entiendo la entrada en términos de ese modelo previamente existente, y sé que no me encuentro en una estación de trenes. Pero esta enormemente útil capacidad también puede causar problemas a los estudiantes. Cuando nos encontramos con materia nueva, intentamos comprenderla en términos de algo que pensamos que ya conocemos. Utilizamos nuestros modelos mentales disponibles para dar forma a las entradas sensoriales que recibimos. Eso significa que cuando hablamos a los estudiantes, nuestros pensamientos no viajan sin alteración alguna desde nuestros cerebros hasta los suyos. Los estudiantes traen paradigmas al aula que dan forma a su construcción de significados. Incluso si no saben nada de la asignatura, aun así utilizan un modelo mental existente de algo para construir su conocimiento sobre lo que les contamos, a menudo conduciéndolos a una comprensión que es bastante diferente de la que pretendemos comunicar. «El problema con la gente», afirmó una vez Josh Billings, «no es que no sepan ¡sino que saben tanto que así no hay manera!».

No estoy diciendo únicamente que los estudiantes traen erróneos supuestos a las aulas, tal como concluyó un profesor de filosofía hace algunos años cuando oyó en unos encuentros estas ideas. En realidad, estoy hablando de algo mucho más fundamental: los profesores con los que nos tropezamos creen que todo el mundo construye conocimiento y que podemos utilizar esas construcciones ya existentes para comprender nuevas entradas sensoriales. Cuando estos educadores tremendamente efectivos intentan enseñar los hechos básicos de sus disciplinas, quieren que los estudiantes vean una parte de la realidad como han llegado a considerarla las últimas investigaciones y estudios de la disciplina. Ellos no creen que esto sea poner a los estudiantes en disposición de «absorber ciertos conocimientos», tal como mucha gente lo entiende. Al creer que los estudiantes deben utilizar sus modelos mentales disponibles para interpretar lo que se encuentran, piensan en qué hacer para estimular la construcción, no para «transmitir conocimientos». Además, debido a que reconocen que los conceptos de mayor jerarquía de sus disciplinas a menudo van en contra de los modelos de la realidad que la experiencia diaria ha animado a construir en la mayoría de personas, con frecuencia piden a los estudiantes que hagan algo que los seres humanos no hacemos muy bien: construir nuevos modelos mentales de la realidad.

No obstante, ése es el problema.

2. Los modelos mentales cambian lentamente

¿Cómo podemos estimular a los estudiantes para que construyan nuevos modelos, involucrarlos en lo que algunos llaman aprendizaje «profundo» como opuesto a aprendizaje «superficial» en el que se limitan a recordar algo el tiempo suficiente para aprobar el examen? Nuestros sujetos creen por lo general que para conseguir esta hazaña los estudiantes deben 1) enfrentarse a una situación en la que su modelo mental no funcionará (es decir, no les ayudará a explicar o hacer alguna cosa); 2) asegurarse de que funciona lo suficientemente mal como para tener que detenerse y necesitar esforzarse con el asunto en cuestión; y 3) ser capaces de manejar el trauma emocional que en ocasiones acompaña al desafío de creencias mantenidas tanto tiempo.

Los profesores de nuestro estudio a menudo hablan de «desafiar intelectualmente a los estudiantes». Lo que quieren decir es que buscan crear lo que en algunos artículos se llama «fracaso de la expectativa», una situación en la que los modelos mentales existentes producirán expectativas fallidas, provocando que sus estudiantes se den cuenta de los problemas a los que se enfrentan al creer lo que sea que crean. Incluso estos profesores tan eficientes se dan cuenta de que los seres humanos se enfrentan a demasiadas expectativas fallidas en su vida como para preocuparse de ellas, por lo que los estudiantes pueden no comprometerse con la intensidad de razonamiento necesaria para construir modelos completamente nuevos. Además, comprenden que las personas tienen tantos paradigmas de la realidad que pueden no saber cuál de sus esquemas los ha conducido a las predicciones fallidas, por lo que podrían corregir los que no deben. En esto es en parte donde los estudiantes de física se equivocaban cuando veían experimentos en los que sus supuestos sobre el movimiento no funcionaban. Por último, los mejores profesores entienden que sus estudiantes pueden sentirse emocionalmente muy cómodos con algún modelo existente de la realidad al que estén aferrados incluso en el caso de enfrentarse a repetidas expectativas fallidas.

Ideas como éstas tienen implicaciones importantes para los profesores. Ellos llevan las clases y los asuntos propios del oficio de forma que permiten a los estudiantes comprobar sus propios razonamientos, quedarse cortos, realimentarse y volver a probar. Proporcionan a los estudiantes un lugar seguro en el que construir ideas, y ellos invierten habitualmente una gran cantidad de tiempo en crear una especie de andamio que ayude a los estudiantes a ponerse a la tarea de hacer esa construcción (lo que es diferente de la noción popular de «cubrir» la materia, pero que a veces resulta difícil de comprender). Debido a que tratan de poner a los estudiantes en situaciones en las que sus modelos mentales no funcionarán, intentan entender esos modelos y la carga emocional unida a ellos. Escuchan las suposiciones de los estudiantes antes de desafiarlas. En lugar de decirles a los estudiantes que están equivocados y de proporcionarles las respuestas «correctas», a menudo hacen preguntas para ayudar a los estudiantes a ver sus propios errores.

Quizás este enfoque general es lo más aparente de la manera en que los profesores del estudio abordan una controversia aún en pleno vigor en muchas disciplinas, desde las ciencias hasta las humanidades. En un lado del debate, los profesores han defendido que los estudiantes no pueden aprender a pensar, analizar, sintetizar y tener criterio hasta que «conocen» los «hechos básicos» de la disciplina. Las personas de esta escuela de pensamiento tienden a dar tanta importancia a la transmisión de información que llegan hasta a excluir todas las demás actividades docentes. Apenas esperan que sus estudiantes razonen (eso supuestamente llegará después de «haber aprendido la materia»). En sus exámenes, estos profesores comprueban habitualmente la capacidad de recuerdo, o el mero reconocimiento de la información (por ejemplo con un examen de respuesta múltiple).

Los profesores de nuestro estudio están en el otro lado en esta controversia. Creen que los estudiantes deben aprender los hechos a la vez que aprenden a utilizarlos para tomar decisiones sobre lo que entienden y lo que no. Para ellos, «aprender» tiene poco sentido si no ejerce una influencia permanente en la forma en que posteriormente piensa, actúa o siente el estudiante. Consecuentemente, enseñan los «hechos» en un contexto rico en problemas, cuestiones y preguntas.

Consideremos los enfoques de dos profesores de anatomía, una que tenía muchísimo éxito y que fue incluida en el estudio, y el otro, fuera del estudio, que tenía, por decirlo amablemente, dificultades a la hora de promover el aprendizaje. El último insistía en que los estudiantes debían sencillamente «aprenderse las cosas». Aquí «no hay mucho que discutir», nos dijo. «La estructura del cuerpo humano es bien conocida por los científicos, y los estudiantes no tienen más que absorber un montón de hechos. No es posible ninguna otra forma de enseñar que no sea plantarse delante de ellos y contarles esos hechos. No se puede discutir como podría hacerse en una clase de literatura». Nos habló de «transmitir» conocimiento e insistió en que el objetivo primario del curso era «memorizar grandes paquetes de información». Los estudiantes, dijo, deben «confiarlo todo a la memoria, almacenarlo». Sus exámenes reflejaban la misma línea de pensamiento. Exigía a sus estudiantes sobre todo que reprodujeran lo que el profesor les había dado en clase o que reconocieran las respuestas correctas. Cuando hablamos con algunos de sus estudiantes, a menudo confesaban que tenían dificultad para recordar la información pocos meses después de haber terminado el curso. Mientras tanto, el profesor se nos quejaba de que sus estudiantes por lo general «no estudiaban lo suficiente», y que los «estudiantes flojos» sencillamente tenían dificultad para «mantener muchos datos en sus bancos de memoria».

La otra profesora no nos habló de «absorber información», sino de estructuras de «comprensión», de cómo se relacionan con el todo las partes individuales y –lo más importante– del tipo de decisiones que los estudiantes debían ser capaces de tomar con el nivel de «comprensión» que desarrollasen. Nos habló de ayudar a los estudiantes a «construir» su entendimiento y a aprender a «utilizar la información» para resolver problemas, tanto científicos como médicos. En clase, a menudo explicaba «cómo funcionan las cosas», intentando «simplificar y aclarar» conceptos e ideas básicos, pero también ponía problemas, con frecuencia casos clínicos, sobre «qué podía haber ido mal», y conseguía enganchar a los estudiantes para que se esforzaran con los asuntos que se mostraban en esos ejemplos. Los estudiantes se encontraban con la información en un contexto en que debían enfrentarse primero a la comprensión, y luego a la aplicación de esa comprensión. «Tengo que pensar», nos decía, «en la razón por la que a alguien le gustaría recordar una información en concreto. ¿Te ayuda este hecho a comprender? ¿Qué problemas te ayuda a abordar?» Ella pensaba conscientemente en los «paradigmas fallidos» que traen consigo los estudiantes a las clases y preparaba minuciosamente sus explicaciones, discusiones y materiales de lectura para desafiar esas nociones. Sus exámenes iban a juego. Pedía a los estudiantes que debatiesen casos clínicos, que desarrollasen y defendieran sus análisis, síntesis y evaluaciones de esos casos. Ellos seguían teniendo que recordar una enorme cantidad de información, pero también tenían que razonar sobre problemas.

3. Las preguntas son cruciales

En los artículos sobre aprendizaje y en el razonamiento de los mejores profesores, las preguntas desempeñan un papel esencial en el proceso de aprendizaje y en la modificación de los modelos mentales. Las preguntas nos ayudan a construir conocimiento. Apuntan a los huecos de nuestras estructuras de memoria y son críticas para indexar la información que retenemos cuando desarrollamos una respuesta para esa pregunta. Algunos científicos de la cognición piensan que las preguntas son tan importantes que no podemos aprender hasta que la adecuada ha sido formulada: si la memoria no hace la pregunta, no sabrá dónde indexar la respuesta. Cuantas más preguntas hacemos, de más maneras podemos indexar un pensamiento en la memoria. Un proceso de indexación mejor produce una mayor flexibilidad, un recuerdo más fácil y una comprensión más rica.

«Cuando podemos estimular con éxito a nuestros estudiantes para que se formulen sus propias preguntas, estamos justo en la base del aprendizaje», nos dijo un profesor hablando de un asunto que oímos con frecuencia. «Definimos las preguntas que nuestro curso nos puede ayudar a responder», nos recordaba otro, «pero queremos que ellos, en el transcurso, desarrollen su propio conjunto de ricas e importantes preguntas acerca de nuestra disciplina y nuestra asignatura».

4. El interés es crucial

La gente aprende mejor cuando responde a una pregunta importante que realmente tiene interés en responder, o cuando persigue un objetivo que quiere alcanzar. Si no tiene interés, no intentará reconciliar, explicar, modificar o integrar el conocimiento nuevo con el antiguo. Las personas no intentarán construir nuevos modelos mentales de la realidad. Pueden recordar información durante un breve periodo de tiempo (suficiente para llegar al examen), pero sólo cuando su memoria genere preguntas estarán preparadas para cambiar las estructuras de conocimiento. Sólo entonces se sabe dónde colocar algo. Si no estamos buscando una respuesta a algo, prestamos poca atención a la información al azar.

Estas ideas sobre el aprendizaje pueden explicar lo que he contado al principio del capítulo. Esos estudiantes de física que sacan notas «A» aun sin comprender nada de los conceptos newtonianos, no han reconstruido sus modelos mentales del movimiento. No han aprendido más que a colocar cifras en fórmulas sin experimentar una sola expectativa fallida de los universos que ellos imaginan en sus mentes. Se han apropiado de todo lo que han oído a sus profesores, y no han hecho más que envolverlo con algún modelo preexistente de cómo se comporta el movimiento. Quizás porque estaban preocupados por las calificaciones en vez de por comprender el universo físico, no les importó lo bastante como para tratar de vencer sus propias ideas y construir nuevos paradigmas de la realidad.

Entonces, ¿qué saben los mejores profesores sobre la motivación que hace que sus estudiantes pongan interés?

¿QUÉ MOTIVA? ¿QUÉ DESANIMA?

Descubrimos que los profesores de mucho éxito habían desarrollado un conjunto de actitudes, concepciones y prácticas que cuadraban muy bien con algunas nuevas percepciones importantes que habían surgido de los trabajos de investigación sobre motivación.

Durante los últimos cuarenta años o más, los psicólogos han estudiado lo que pasaría si alguien tiene mucho interés en hacer algo y otro le ofrece una recompensa «extrínseca» para reforzar su interés «intrínseco», y más tarde le quita ese refuerzo. ¿Aumentaría su fascinación, se mantendría igual, o disminuiría? Si, por ejemplo, los estudiantes tienen mucha curiosidad por conocer la causa de las guerras y les ofrecemos recompensas extrínsecas en forma de buenas calificaciones para motivar su aprendizaje, cuando posteriormente se gradúan, ¿qué ocurre con su interés?

En realidad, disminuye. Los sujetos investigados tienden a perder parte o toda su fascinación intrínseca una vez desaparece el motivador extrínseco, al menos dadas ciertas condiciones. En una famosa serie de experimentos, Edward L. Deci y sus colegas hicieron que dos grupos de estudiantes jugaran con un rompecabezas de piezas de construcción llamado Soma. Los sujetos eran llevados a la sala de pruebas y se les pedía que resolvieran el rompecabezas. El examinador salía siempre de la habitación durante ocho minutos. Los psicólogos querían saber si los sujetos jugaban con Soma mientras ellos no estaban y durante cuánto tiempo (ellos los veían a través de un espejo de observación).

Un grupo de sujetos nunca recibió premio alguno por resolver el rompecabezas y nunca perdió el interés. Un segundo grupo recibió dinero durante parte del tiempo y perdió el interés cuando cesó la recompensa. Deci y otros han asignado puntuaciones a experimentos de este tipo, probando distintas disposiciones para ver qué ocurría; y han mostrado consistentemente que la mayoría de los motivadores extrínsecos dañan la motivación intrínseca. También han descubierto que si usan «refuerzo verbal y retroalimentación positiva» –en otras palabras, ánimo o elogios– pueden estimular el interés, o al menos evitar que se evapore.5

¿Cómo podemos explicar las diferencias, y qué nos pueden decir éstas sobre cómo motivar a nuestros estudiantes para que aprendan? Deci, Richard de Charms y otros han teorizado que las personas pierden mucha de su motivación si creen que están siendo manipuladas por la recompensa externa, si pierden lo que los psicólogos han denominado su sentido de «locus de causalidad» de su comportamiento.6 En otras palabras, si la gente ve determinada conducta como un medio para conseguir cierta recompensa o para evitar un castigo, entonces se dedicarán a estas actividades sólo cuando «deseen las recompensas y cuando crean que las recompensas llegarán tras el comportamiento».7 Si no desean ese beneficio en concreto, o si la posibilidad de recompensa se elimina posteriormente, perderán interés en esa actividad. Por el contrario, como expresó Deci, «el refuerzo verbal, la aprobación social, y cosas así,… es más difícil que sean percibidas por las personas como reguladores» del comportamiento.8 La clave parece estar en cómo el sujeto considera la recompensa.

Los investigadores han descubierto también que el resultado –no sólo la motivación– puede ser peor cuando los sujetos creen que otras personas tratan de controlarlos. Si los alumnos estudian sólo porque quieren sacar buenas notas o ser los mejores de la clase, no les irá tan bien como si estudiasen porque tienen interés. No resolverán problemas con tanta eficacia, no analizarán tan bien, no sintetizarán con la misma destreza mental, no razonarán tan lógicamente, ni tampoco se plantearán de manera habitual la misma clase de desafíos. A menudo optarán por problemas más sencillos, mientras que los que trabajan a partir de motivaciones intrínsecas escogerán tareas más ambiciosas. Pueden convertirse en lo que en algunos artículos se denomina «aprendices estratégicos», que se centran principalmente en que les vaya bien en la facultad, evitando cualquier desafío que pueda dañar su resultado académico y su expediente, y sin conseguir por lo general desarrollar una comprensión en profundidad. Además, los efectos parecen ser duraderos. Si a los estudiantes se les ha ofrecido recompensas extrínsecas tangibles para conseguir resolver problemas y después pierden esos estímulos, continuarán utilizando procedimientos menos lógicos y eficientes que aquellos estudiantes que nunca tuvieron un incentivo externo.9

Incluso ciertos tipos de elogios verbales pueden dificultar el aprendizaje. Los niños pequeños que constantemente escuchan elogios dirigidos a la «persona» (eres tan listo que lo has hecho bien) por contraposición a la «tarea» (lo hiciste bien) es más probable que crean que la inteligencia es fija en lugar de que es posible mejorarla con el trabajo duro. Cuando se enfrentan posteriormente a obstáculos tras haber recibido alabanzas personales, su manera de entender la inteligencia puede desarrollar en ellos una sensación de desaliento («no soy tan listo como pensaba»). Cuando los investigadores pidieron a estos niños que describieran qué les hace sentirse listos, hablaron de tareas que encontraban fáciles, que precisaban poco esfuerzo, y que podían realizar más rápido que cualquiera y sin cometer fallos. Por el contrario, sus iguales, que pensaban que se harían más listos intentando cosas más complicadas y aprendiendo cosas nuevas, dijeron que se sentían inteligentes cuando no comprendían algo, se esforzaban de verdad en comprenderlo, y lo conseguían, o comprendían algo nuevo. En otras palabras, los niños con una visión de la inteligencia fija y un sentimiento de desaliento, se sentían listos únicamente cuando evitaban esas actividades que son precisamente las que con mayor probabilidad les ayudarían a aprender –luchar, esforzarse y cometer errores–.10

Es fácil que esos niños tengan «objetivos de resultado». Quieren conseguir la perfección o saber la respuesta «correcta» para impresionar al resto de personas porque quieren aparentar ser una de las «personas listas». Temen cometer errores. Calculan a menudo qué necesitan conseguir para ganarse la correspondiente alabanza, y no lo hacen más que por miedo a fallar a los ojos de los demás. Algunas de estas personas son sobresalientes en algunos estándares, pero aun así lo consiguen principalmente por el beneficio de ese reconocimiento externo, y se quedan cortos respecto de donde podrían llegar. Por el contrario, los estudiantes que creen que pueden llegar a ser más inteligentes aprendiendo (una «orientación de dominio») a menudo trabajan esencialmente para incrementar su propia competencia (adoptando «objetivos de aprendizaje»), no para obtener recompensas.11 Es más fácil que tomen riesgos en el aprendizaje, que intenten tareas más difíciles y, por consiguiente, que aprendan más que los niños que se orientan al resultado.12

¿Qué implicaciones tienen estos resultados para una cultura académica que usa las calificaciones como un sistema de recompensas y castigos? ¿Hay alguna forma de utilizar las notas que no provoque que los estudiantes sientan que están siendo manipulados por el proceso de calificación? ¿Cómo podemos responder mejor a los estudiantes que desarrollan un sentimiento de desaliento? ¿Qué hacen los mejores profesores para evitar que los estudiantes se conviertan en buscadores de notas y para estimularlos con un interés intrínseco en la materia?

En general, las personas que hemos investigado intentaban evitar los motivadores extrínsecos y fomentar los intrínsecos, empujando a los estudiantes hacia objetivos de aprendizaje y a una orientación de dominio. Ellos dejaban a los estudiantes tanto control como les era posible sobre su propia educación, y mostraban un gran interés en su aprendizaje y una enorme fe en sus capacidades. Ofrecían realimentación exenta de valoración alguna del trabajo de sus estudiantes, ponían énfasis en las oportunidades de mejorar, buscaban constantemente formas de estímulo para el progreso y evitaban clasificar a sus estudiantes entre paja y grano. En lugar de medir a unos y a otros, animaban a la cooperación y a la colaboración. En general, evitaban calificar obedeciendo a la distribución normal, y en su lugar daban a todos la oportunidad de conseguir los mejores estándares y calificaciones.

Muchos de los mejores profesores hacen lo que Jeanette Norden en sus clases de la facultad de medicina: califica a los estudiantes según el conocimiento y las capacidades que han desarrollado al finalizar sus clases, en lugar de hacerlo según un promedio de los méritos conseguidos a lo largo del curso. Para Norden y para otros, eso significa hacer global cada examen, dar a los estudiantes varias oportunidades de demostrar su comprensión. También significa plantear exámenes con el máximo cuidado para poner a prueba las capacidades apropiadas de manera global.

Esta práctica de dar a los estudiantes muchas oportunidades para demostrar su aprendizaje tiene elementos paralelos a los que Richard Light descubrió en su estudio de las clases intelectualmente más gratificantes de Harvard. Light y sus colegas entrevistaron a miles de estudiantes en activo y ex-alumnos, preguntándoles sobre las cualidades de las mejores clases que habían tenido en la universidad. En su informe inicial de resultados de 1990, Light indicó que las «características de las clases más apreciadas» incluían «gran exigencia» pero «repleta de oportunidades para revisar y mejorar su trabajo antes de ser calificado y, por tanto, para aprender de sus errores en el proceso».13

Lo más importante es que nuestros profesores extraordinarios evitaban por lo general utilizar las calificaciones para persuadir a los alumnos de que estudiaran. En lugar de ello, invocaban la asignatura, las preguntas que formulaba y las promesas que hacía a cualquiera que la fuera a estudiar. Haciendo esto, mostraban su propio entusiasmo por los asuntos contenidos en la materia. «Creo que si has escogido adecuadamente tu campo», explicaba un profesor de lenguas y literaturas eslavas, «lo has hecho porque responde a lo que yo llamo tu dios interior –o, si lo prefieres, tu demonio interior–. Si los estudiantes te ven perseguir eso, poniendo todo el corazón, con todo tu ser y con todas tus fuerzas, responderán».

Este enfoque es patente en miles de pequeñas prácticas, pero probablemente donde es más evidente es en la rutina que la mayoría de los profesores extraordinarios siguen el primer día de clase. Más que describir un conjunto de requerimientos a los estudiantes, habitualmente hablan de las expectativas del curso, de la clase de preguntas que la disciplina ayudará a los estudiantes a responder, o de las capacidades intelectuales, emocionales o físicas a cuyo desarrollo contribuirá. Sin duda, también explican lo que deberán hacer los estudiantes para conseguir esas expectativas –lo que muchos de nosotros llamamos requisitos–, pero evitan el lenguaje de las exigencias y utilizan el vocabulario de las expectativas en su lugar. Invitan en lugar de ordenar, y muestran con frecuencia la actitud de quien invita a unos colegas a cenar, en lugar de la conducta de un alguacil que conduce a alguien ante un tribunal.

Lo de proporcionar a los estudiantes cierta sensación de control sobre su propia educación, no quiere decir que los profesores consigamos la hazaña de controlar por completo tanto el curriculum como las preguntas que pueden surgir a lo largo del curso. Pero nuestros sujetos se las arreglaban para conseguirlo principalmente ayudando a los estudiantes a ver la conexión entre los asuntos de la asignatura y las preguntas que los estudiantes podían traer a ese curso. Consideremos, por ejemplo, cómo llegamos a las preguntas y asuntos que habitualmente dirigen nuestras vidas como científicos y estudiosos. Las preguntas que nos interesan suelen ser importantes debido a alguna averiguación previa, que, a su vez, resulta importante por alguna pregunta precedente, que deriva su relevancia de una investigación anterior, y así sucesivamente. A menudo vivimos nuestras vidas académicas centrados en asuntos que se encuentran por debajo de numerosas capas de asuntos que nos intrigaron con anterioridad.

Vimos a profesores escarbar al revés hacia la superficie, encontrar allí a sus estudiantes, retomar el significado de esos interrogantes y ayudar a las personas a que entendieran por qué este asunto fascina a cualquiera. No se limitan a llamar desde su ubicación profunda en el terreno y pedir a los estudiantes que se unan a ellos en sus expediciones subterráneas de minería. Ayudan a los estudiantes a entender la conexión entre asuntos corrientes y algunas cuestiones más generales y fundamentales, y actuando así encuentran intereses comunes en esas «grandes preguntas» que en su momento motivaron su propio esfuerzo por aprender. ¿Cómo puedes no tener interés en la química orgánica?, preguntaba David Tuleen. «Es la auténtica base de la misma vida».

Por ejemplo, un curso de historia diplomática estadounidense del siglo XX generalmente invierte algo de tiempo en los asuntos acaecidos inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial: el viaje de Woodrow Wilson a Versalles, su intento por conseguir la aprobación del tratado y la aceptación de la entrada de los Estados Unidos en la Liga de Naciones, el fracaso de su intento por llevar con él a Francia a los líderes republicanos, sus conflictos con Henry Cabot Lodge, y las divisiones existentes en el Senado en el momento de votar la Liga, entre otros. Es una historia irresistible que Hollywood ha utilizado al menos un par de veces en películas de éxito. Incluso contiene algunos elementos de la tragedia clásica –Wilson ordena a sus seguidores que voten en contra del tratado antes que aceptar un acuerdo–. Aun así, el interés de los estudiantes en estos temas parece depender de que se sientan intrigados por la historia personal de Woodrow Wilson. Si lo están, ¡bingo!, ya son tuyos. Si no, los pierdes. Sin ese interés, a algunos estudiantes no les importará ninguno de los asuntos dignos de estudio que tienen que ver con esta historia. «¿A quién le importa eso?», dicen.

¿A quién le importa, y por qué? ¿Por qué los historiadores estudian estos hechos? No sólo porque ocurrieron –muchas cosas han ocurrido y nunca han atraído la atención de los estudiosos–. Si trazas el interés erudito original por el viaje de Woodrow Wilson a París (al menos el interés que surgió por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial), encontrarás que surge de una sencilla, pero importante, batería de preguntas de alta jerarquía: ¿Pudo Wilson, o cualquier otro individuo poderoso, haber evitado la Segunda Guerra Mundial si hubiera actuado de manera distinta en 1919 y 1920? ¿Pueden los seres humanos evitar las guerras? Además, detrás de estas preguntas subyace una investigación aún más fundamental: ¿Pueden las personas controlar su propio destino, o existe cierta clase de determinismo, económico o de otro tipo, que nos arrastra, haciendo de nosotros desventurados observadores y cronistas de nuestro propio destino y convirtiendo en insignificantes las travesuras de un individuo tan poderoso como Woodrow Wilson? Éstas son grandes preguntas que intrigan y motivan a la práctica totalidad de los estudiantes. Éste era el nivel de preguntas que a menudo observábamos en las clases que estudiamos, y era la atracción que genera esta clase de investigación lo que cautivaba a los estudiantes, y no los motivadores extrínsecos.

Los profesores más efectivos ayudaban a los estudiantes a mantener presentes a lo largo de todo el curso las preguntas más generales. Donald Saari, un matemático de la universidad de California, invoca el principio de lo que denomina «AQNLI» –«¿A quién narices le importa?»–. Al inicio de sus cursos, dice a sus estudiantes que son libres de hacerle esta pregunta cualquier día del curso, en cualquier momento de la clase. Entonces se detendrá y explicará a sus estudiantes por qué es importante la materia en consideración en ese mismo instante –no importa lo abstrusa y minúscula que sea esa parte del todo–, y cómo se relaciona con los asuntos y cuestiones más generales del curso.

Nancy MacLean, catedrática Charles Deering McCormick de excelencia docente y catedrática de historia en Northwestern, nos proporciona los siguientes detalles: «En el primer día de mis clases… dedico algún tiempo al prometido “soborno” de conectar temas del curso o cosas que se requiere que aprendan a hacer, con asuntos o intereses que es fácil que se encuentren ya en sus mentes. Algunas personas pueden pensar que esto es un poco tosco, pero yo no lo creo. O, mejor aún, no me importa si lo es: actualmente todos estamos demasiado ocupados para mostrar interés por algo si no vemos la razón de su importancia». Para ilustrar cómo lo consigue, mencionó un curso de historia de la mujer que dio recientemente, durante el cual sus alumnas le dieron a conocer un libro titulado Las reglas: secretos para conquistar a Don Perfecto que el tiempo ha probado que funcionan*. Sorprendida por el número de estudiantes que conocía este texto –una encuesta informal mostró que era el 85%–, lo leyó, introdujo algunas partes de él en el programa y les dio a las estudiantes la oportunidad de escribir un artículo sobre él, uno que pudiera «proporcionar un análisis histórico de este documento, sacando de él tanto material para el curso como fuera posible, situándolo y dándole sentido en su contexto histórico». La sabiduría de MacLean para moldear el programa acomodando este texto dice mucho de su comprensión intuitiva de la motivación: ayudó a las estudiantes a contemplar de nuevo un objeto familiar con la luz proporcionada por instrumentos analíticos e históricos con los que ella las había equipado durante el curso. Construyó una sólida conexión entre sus preguntas y las vidas e intereses de sus alumnas.

Las personas que estudiamos conocen el valor que pueden tener esos desafíos intelectuales –incluso los que inducen a la perplejidad y la confusión– en el estímulo del interés por los asuntos propios de sus asignaturas. Muchas de ellas hablaban de descubrir lo innovador, lo incongruente y lo paradójico. Con analogías cuidadosamente escogidas, llegaban incluso a conseguir que lo familiar pareciera raro e intrigante y que lo extraño resultara familiar. Nos encontramos con personas que salpicaban constantemente sus clases con anécdotas personales, e incluso con relatos emotivos, para ilustrar lo que de otro modo no serían más que asuntos y procedimientos puramente intelectuales. Muchos de ellos hablaban de comenzar por lo que parece más familiar y fascinante a los estudiantes y luego ir hilando lo nuevo y lo diferente en el tejido del curso. Un profesor lo explicaba así: «Es una especie de diálogo socrático… comienzas con un enigma y dejas a alguien perplejo, bastante liado y confuso. Esos enigmas y líos generan preguntas en los estudiantes, y es entonces cuando tú comienzas a ayudarlos a deshacer los líos».

En los muchos artículos publicados sobre motivación humana, hay discusiones frecuentes sobre tres factores que pueden influenciar a personas diferentes de forma distinta. Algunas personas responden primariamente al desafío de llegar a dominar algo, metiéndose en la materia e intentándola comprender en toda su complejidad. Se considera a estas personas aprendices profundos. Otras reaccionan bien a la competición, a la lucha por el oro y a la posibilidad de hacerlo mejor que nadie. Si bien esto puede resultar una gran motivación para algunos, también puede dificultar el aprendizaje. En el aula, los individuos así se convierten frecuentemente en aprendices estratégicos, interesados en sacar las mejores notas, pero sin apenas voluntad de esforzarse en llegar lo bastante profundo como para desafiar sus propias percepciones. Aprenden para el examen y después borran rápidamente la materia para hacer sitio a alguna otra cosa. «Son», apunta Craig Nelson, profesor de biología en Indiana, «estudiantes bulímicos». Por último, encontramos personas que lo primero que buscan es evitar el error, aquellas que en los artículos especializados se conocen como las que «evitan meterse en líos». En el aula, se convierten a menudo en aprendices superficiales, nunca se ponen en disposición de invertir lo suficiente en ellos mismos para comprobar en profundidad un asunto, ya que temen al fallo, y por tanto se conforman con ir arreglándoselas, con sobrevivir. A menudo recurren a la memorización y sólo intentan reproducir lo que han oído.

En una entrevista tras otra, nos encontramos con profesores que tenían un gran sentido de estas categorías de estudiantes, y que reconocían que, si ajustaban adecuadamente su poder de atracción a cada individuo, podían influir en la forma en que sus estudiantes se aproximaban al aprendizaje. Se daban cuenta de que los seres humanos pueden y deben cambiar, y que la naturaleza de su instrucción puede tener una influencia grandísima en ese proceso. Los que «evitan meterse en líos» padecen de falta de confianza, por lo que la motivación por el aprendizaje les podría llegar con una creencia más sólida en que son capaces de aprender. Los mejores profesores diseñan cuidadosamente tareas y objetivos de aprendizaje para promover la confianza y para infundir ánimo, pero proporcionando a los estudiantes grandes desafíos y haciéndoles sentir que se enfrentan a ellos con suficiente solvencia. También reconocen que la cultura de algunas aulas produce estudiantes bulímicos, anima a los alumnos a poner énfasis en la regurgitación de datos y la consiguiente purga.

«La escolarización», nos dijo un profesor, «anima a muchos estudiantes brillantes a pensar que se trata de una competición que hay que ganar». Hace poco, Robert de Beaugrande dijo precisamente: «La ‘educación bulímica’ fuerza al estudiante a alimentarse con un festín de ‘datos’ que debe memorizar y utilizar en algunas tareas muy concretamente definidas, tareas que conducen siempre a una única ‘respuesta correcta’ previamente decidida por el profesor o el libro de texto. Tras este uso, los ‘datos’ son ‘purgados’ para hacer sitio al próximo festín. La ‘educación bulímica’ refuerza así un enfoque intensamente local o de corto recorrido, sin considerar ningún beneficio de mayor alcance que pudiera surgir de la sucesión de ciclos de alimentación y purga».14

Para evitar ciclos así, los profesores que observamos se abstienen habitualmente de hacer llamamientos a la competición. Ponen interés en la belleza, utilidad o intriga de los asuntos a los que intentan dar respuesta con sus estudiantes, y se dedican a conseguir respuestas a preguntas en vez de únicamente al «aprendizaje de información». Hacen promesas a sus estudiantes e intentan ayudar a cada uno de ellos para que consiga cumplirlas en el mayor grado posible. Y lo más importante, esperan más que un aprendizaje bulímico, elaborando y subrayando para sus estudiantes nociones fascinantes sobre lo que significa desarrollarse como personas inteligentes y educadas. Ponen en liza objetivos desafiantes, pero también escuchan a sus estudiantes, las ambiciones de éstos, e intentan ayudarlos a comprender esas aspiraciones de manera más sofisticada y satisfactoria. «Yo muchas veces tengo estudiantes», nos dijo un profesor, «que no son conscientes de la capacidad de aprender que tienen y de las contribuciones únicas que pueden hacer». En el capítulo 4 exploraremos con mayor detenimiento cómo los profesores muy efectivos esperan más de sus estudiantes y les inspiran para que lo consigan.

ADOPTAR UNA VISIÓN DESARROLLISTA DEL APRENDIZAJE

Por último, nuestros sujetos se daban cuenta de que el aprendizaje no sólo afecta a lo que sabemos, sino que puede transformar la manera en que entendemos la naturaleza del saber. Muchos de los profesores conocían el trabajo que William Perry y un grupo de psicólogos del Wellesley College habían hecho para entender el desarrollo intelectual de los estudiantes universitarios. Tanto Perry como Blythe McVicker Clinchy y sus colegas han sugerido cuatro categorías generales por las que pueden ir transitando los estudiantes, cada una con su propio concepto de lo que significa aprender. En el nivel más simple, los estudiantes piensan que aprender no es más que un asunto de cotejo con los expertos, de conseguir las «respuestas correctas» y memorizarlas.15 Clinchy denomina a estas personas «sabedores de lo aceptado». «La verdad, para la persona sabedora de lo aceptado», comenta ella, «es externa». Puede ingerirla, pero no puede evaluarla o crearla por sí misma. Los sabedores de lo aceptado son los estudiantes que se sientan allí, bolígrafos en mano, prestos a tomar apuntes de cada una de las palabras que dice el profesor.16 Confían en que la educación se comporte como lo que Paulo Freire ha apodado el «modelo bancario», en el que los profesores hacen depósitos de respuestas correctas en las cabezas de los estudiantes.

Al final, muchos estudiantes descubren que los expertos no siempre están de acuerdo. Como resultado, empiezan a creer –en el segundo estado de desarrollo– que todo el conocimiento es un asunto de opinión. Estos «sabedores subjetivos» utilizan los sentimientos para razonar: para ellos, «una idea es correcta si se tiene la sensación de que es correcta», tal como lo describe Clinchy.17 Todo es materia opinable. Si consiguen calificaciones bajas, a menudo los estudiantes en este nivel de desarrollo dicen de la profesora que «no le gusta mi opinión».

Unos pocos estudiantes consiguen finalmente hacerse «sabedores del procedimiento»: aprenden a «jugar el juego» de la disciplina. Reconocen que existen criterios para razonar, y aprenden a utilizar esas normas cuando escriben sus textos. Normalmente los reconocemos como nuestros estudiantes más inteligentes. No obstante, tal forma de «saber» no influye en cómo piensan fuera de clase. Ellos le dan sencillamente al profesor lo que quiere, sin que haya influido demasiado ni sustancial ni sostenidamente en cómo piensan, actúan o sienten.

Sólo en el más alto de los niveles (lo que Perry llama «compromiso») los estudiantes se hacen pensadores independientes, críticos y creativos, valoran las ideas y maneras de razonar que se les exponen, e intentan utilizarlas consciente y consistentemente. Son conscientes de su propio razonamiento y aprenden a corregirlo sobre la marcha. Clinchy y sus colegas encuentran dos clases de conocedores en los niveles más altos: los «sabedores separados», que gustan de distanciarse ellos mismos de una idea, permaneciendo objetivos, incluso escépticos, y siempre dispuestos a discutirla; en cambio, los «sabedores conectados», en lugar de intentar rebatir los méritos de las ideas de otras personas, son considerados con ellas; no son «observadores desapasionados, sin sesgo», concluía el estudio del Wellesley, «sino que se sesgan deliberadamente a favor del asunto que están examinando».18

Según este esquema, las personas no sólo marchan hacia arriba en él; se mueven arriba y abajo entre niveles y pueden operar en más de un estado de desarrollo al mismo tiempo. En la materia que dominan, pueden elevarse al nivel de conocimiento del procedimiento; en otros campos, pueden permanecer como sabedores de lo aceptado o subjetivos. Podríamos escucharlos pedir «respuestas correctas» que puedan memorizar, o verlos fallar a la hora de hacer la clase de distinciones que alientan nuestras disciplinas y, por tanto, pensar que todos los puntos de vista son igualmente válidos.

Los mejores profesores hablaban de estimular una «serie creciente» de cambios en la visión del conocimiento que mantienen las personas, y de la necesidad de adoptar diferentes enfoques para distintos niveles de los estudiantes. Para los sabedores de lo aceptado, que a menudo tienen problemas en identificar los hechos relevantes, podrían fomentar el razonamiento preciso (¿Cuáles son los datos clave? ¿Cuáles son las definiciones principales?). Enfrentaban al conocimiento subjetivo con los desafíos de las evidencias y el razonamiento (¿Cómo sabemos esto? ¿Por qué aceptamos o creemos esta idea?). Para todos, enseñaban la ausencia de certeza en el conocimiento (¿Qué creían los entendidos sobre esto hace diez años? ¿Qué preguntas quedan todavía por responder?). A esos estudiantes que ya han empezado a dominar el saber del procedimiento y que comienzan a flirtear con compromisos, les podían preguntar sobre sus valores y acerca de las implicaciones de sus conclusiones. Pero mejor que racionar estas experiencias como si sólo hubiera una secuencia posible para ellas, tendrían a proporcionar a todos los estudiantes todas estas experiencias y desafíos una y otra vez, como reconociendo que, si bien el proceso de madurar intelectualmente puede incluir retos crecientes, raramente es lineal. Las personas se desarrollan a base de ajustes y desajustes, y se benefician de desafíos repetidos en niveles distintos. «No todos los estudiantes se benefician del mismo conjunto de experiencias en el mismo momento», concluyó un profesor, «y ésa es la razón por la que intento plantear a personas distintas tipos distintos de desafíos. Los estudiantes trabajan en niveles diferentes y no puedo hacerme con todos ellos a la vez».

Algunos instructores han presentado deliberadamente a los estudiantes conceptos propios del saber conectado y del separado, y han llegado a la conclusión de que ambas estrategias resultan válidas. A menudo les dicen a sus estudiantes que aunque ellos habitualmente les pidan que sean sabedores separados, que sean escépticos y que actúen como adversarios, en ocasiones desean que se comporten como sabedores conectados, que detengan su capacidad de juzgar hasta que consigan una mejor comprensión de algo. Clinchy discute que aunque tanto hombres como mujeres pueden ser sabedores separados o conectados, más mujeres que hombres prefieren lo último. Por tanto, ella concluye que «las prácticas educativas basadas en un modelo de adversarios pueden ser más apropiadas –o como mínimo menos estresantes– para los hombres que para las mujeres».19 Ni siquiera entre los profesores de nuestro estudio que eran conscientes de estos conceptos había un patrón claro sobre su aceptación o rechazo.

Incluso así, los mejores profesores mostraban una sensibilidad especial tanto para los problemas comunes a todos los estudiantes cuando afrontan la navegación en estas aguas a veces traicioneras y siempre movidas, como para los problemas especiales con los que algunos se encuentran. No se limitaban a decir, «si algunos estudiantes pueden aprender» en cierto modo «todos pueden conseguirlo». En lugar de eso, se acomodaban a la diversidad que encontraban, e incluso respondían con simpatía y comprensión a los tránsitos emocionales de las personas cuando se encuentran con ideas y materias nuevas. Reconocían que los estudiantes pueden experimentar sentimientos de enfado y hostilidad cuando descubren que la verdad no reside en las cabezas de sus profesores. Les resultaban familiares los estados de transición intelectual, y por ello comprendían las ocasiones en que los estudiantes respondían dura y visceralmente a las ideas y preguntas que los profesores daban por sabidas.

Los profesores con más éxito esperan de sus estudiantes los más altos niveles de desarrollo. Rechazan la visión de la enseñanza como nada más que proporcionar respuestas correctas a los alumnos y del aprendizaje como no más que recordar esas entregas. Esperan que sus estudiantes superen el nivel de sabedores de lo aceptado, lo que se refleja en su manera de enseñar y calificar a sus estudiantes. Incluso distinguen claramente entre aquellos estudiantes que «se hacen con la disciplina» por el mero hecho de estar en la clase (los sabedores del procedimiento), y los estudiantes cuyas formas de pensar y de sacar conclusiones están en permanente transformación.

Mientras algunos profesores parecen considerar que su tarea docente consiste en enseñar los hechos, conceptos y procedimientos de su asignatura, los profesores que estudiamos nosotros ponían énfasis en la búsqueda de respuestas a preguntas importantes, y a menudo animaban a los estudiantes a utilizar las metodologías, los supuestos y los conceptos de varios campos para resolver problemas complejos. Con frecuencia incorporaban publicaciones de otras áreas en su docencia y hacían hincapié en lo que eso significa para conseguir una educación. Hablaban del valor de una educación integral en comparación con otra fragmentada en asignaturas sueltas.

Esto no quiere decir que no enseñaran sus propias disciplinas. Lo hacían, pero en un contexto centrado en el desarrollo intelectual, y a menudo ético, emocional y artístico, de sus estudiantes. Además, en lugar de pensar sólo en términos de enseñar historia, biología, química y demás asignaturas, hablaban de enseñar a los estudiantes a comprender, aplicar, analizar, sintetizar y evaluar evidencias y conclusiones. Ponían énfasis en la capacidad de enjuiciar, sopesar evidencias y pensar sobre el propio razonamiento. Muchos de ellos hablaban de la importancia de desarrollar hábitos intelectuales, de formular las preguntas adecuadas, de examinar los valores propios, de gustos estéticos, de reconocer una decisión moral, y de contemplar el mundo de manera diferente. «Quiero que mis estudiantes comprendan lo que pensamos y sabemos en este campo», explicaba un científico, «pero también espero que entiendan cómo llegamos a esas conclusiones y cómo esos descubrimientos siguen siendo objeto de investigación. Quiero preguntarles, ¿por qué pensamos que es éste el caso, qué suposiciones hemos hecho, qué evidencias tenemos, cómo hemos razonado para llegar a este punto? Pero también quiero de ellos que se pregunten a sí mismos acerca de las implicaciones que pueden tener nuestras conclusiones». En lugar de poner más interés en lo buenos que son los resultados de los estudiantes en los exámenes, a menudo hablaban de maneras de transformar su comprensión conceptual, de fomentar destrezas de razonamiento avanzadas y de la habilidad de examinar el razonamiento propio de forma crítica.

CONSECUENCIAS PARA LA DOCENCIA

Las ideas principales que animan a los mejores profesores tienen su origen en una observación muy básica: los seres humanos son animales curiosos. La gente aprende de manera natural mientras intenta resolver problemas que le preocupa. Desarrolla un interés intrínseco que guía su búsqueda de conocimiento, y ese interés intrínseco –y aquí está la dificultad– puede disminuir al enfrentarse a recompensas y castigos extrínsecos que parezca que manipulan su centro de atención. Es más fácil que las personas disfruten de su educación si creen que están al mando de la decisión de aprender.

Los mejores profesores de universidad crean lo que podríamos llamar un entorno para el aprendizaje crítico natural, en el que incluyen las destrezas y la información que ellos quieren enseñar mediante trabajos (preguntas y tareas) que los estudiantes encontrarán fascinantes –auténticas tareas que les provocarán curiosidad, que les motivarán a repensar sus supuestos y a examinar sus modelos mentales de la realidad–. Estos profesores crean un entorno seguro en el que los estudiantes pueden probar, quedarse cortos, realimentarse y volver a intentarlo. Los estudiantes entienden y recuerdan lo que han aprendido porque dominan y utilizan las destrezas de razonamiento necesarias para integrarlo con conceptos más amplios. Se hacen conscientes de las implicaciones y aplicaciones de las ideas y la información. Reconocen la importancia de medir su propio trabajo intelectual conforme va teniendo lugar, y durante el proceso aplican rutinariamente los estándares intelectuales de distintas disciplinas. Dejan de ser físicos aristotélicos y se convierten en newtonianos, porque han tenido el interés suficiente como para cuestionarse a sí mismos.

* The Rules: Time-Tested Secrets for Capturing the Hearts of Mr. Right.

Lo que hacen los mejores profesores universitarios, (2a ed.)

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