Читать книгу Amigo o marido - Kim Lawrence - Страница 5

Capítulo 1

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MAÑANA? ¿Tan pronto?

Tess Trelawny cerró los ojos, horrorizada, y deseó poder despertarse de aquella pesadilla. Pero su plan tenía un pequeño fallo… No, un gran fallo: ya estaba despierta, y temblando como si tuviera cuarenta de fiebre. Junto con el aluvión de adrenalina, un pánico cegador que le retorcía las entrañas fluía por todo su cuerpo. La mano floja que se llevó a la sien tenía los dedos trémulos y gélidos.

Chloe decidió pasar por alto el tono de súplica de su tía. Solía hacer caso omiso de todo lo que la incomodaba; además, no tenía motivos para sentirse culpable. Si Tess se molestaba, Ian apoyaría a Chloe. Y Tess lo escucharía… todo el mundo lo escuchaba. Era el hombre más inteligente que Chloe había conocido… y era todo suyo. Una sonrisa soñadora de satisfacción curvó sus labios realzados con colágeno y pintados de rojo.

–Ian se muere por conocer al pequeño Benjy –Chloe apretó los labios con exasperación cuando la pedicura empezó a pintarle las uñas–. Espera un segundo, tía Tess…

Que la llamara tía siempre daba a Tess la sensación de que había toda una generación de diferencia entre ella y la hija única de su hermana mayor, en lugar de siete años escasos.

–Se ha equivocado de color.

Tess oyó la voz amortiguada de Chloe al informar a la desafortunada joven que la atendía que no tenía intención de aparecer en público con un tono de esmalte pasado de moda.

–Y dime –prosiguió Chloe, en cuanto se cercioró de que le estaban aplicando el color adecuado–. ¿Ya tiene más pelo?

La pregunta dejó perpleja a Tess.

–¿Por qué lo preguntas?

–Bueno, siempre dices que le va a crecer –respondió Chloe en un tono agrio que daba a entender que Tess la había estado engañando–. Y esa pelusa no es muy favorecedora, ¿no crees? Y de color cereza, además –añadió con preocupación, como si no hubiera nada peor en la vida que un niño pelirrojo.

Tess cerró los ojos e inspiró hondo… A veces, sentía el vergonzoso deseo de zarandear a su hermosa sobrina hasta que le castañetearan los dientes.

–Sí, Chloe –respondió con rigidez–. Ben tiene algo de pelo, y te agradará saber que es de un precioso tono rubio cobrizo.

–¿Has dicho rojizo…?

–No, rubio cobrizo.

–Excelente –repuso Chloe con alivio–. Ah, tía Tess, y por lo que más quieras, ponle algo decente. ¿Qué tal ese bonito conjunto que le envié desde Milán?

Las visitas fugaces de Chloe nunca habían sido frecuentes, pero en los últimos meses, en los que había despegado en su profesión de actriz gracias a varios papeles pequeños pero bien acogidos, las visitas eran casi inexistentes.

Tess sintió una punzada de culpabilidad por no haber lamentado su ausencia, pero la vida era mucho más sencilla sin el estrés y el revuelo producidos por las visitas de Chloe. El problema era que su sobrina quería ser el centro de atención, y no le agradaba compartirla con nadie… ni siquiera con un bebé.

–Se le ha quedado pequeño.

–Vaya, qué lástima… Al menos, asegúrate de que no se ha pringado de mermelada o algo así –a Chloe le costaba trabajo aceptar que los niños no olían a limpio y a jabón en su estado normal–. Quiero que Ian se lleve una buena impresión.

«Si la tuviera aquí delante, la estrangularía», pensó Tess, y la voz le tembló de indignación contenida al responder:

–Esto no va a ser una audición, Chloe.

–No, será el comienzo del resto de mi vida –fue la respuesta melodramática y vibrante, como si estuviera ensayando una frase de su último papel. El tono de Chloe cambió con brusquedad–. Tengo que dejarte, tía Tess… Tengo clase de yoga dentro de media hora, y no puedo perdérmela. Deberías probarlo… Es increíble la armonía interior que he desarrollado. Hasta pronto –y colgó.

Tess pensó que jamás volvería a sentir harmonía, ni interior ni de ninguna otra clase, cuando las náuseas que sentía la impulsaron a subir las escaleras de dos en dos hasta el baño. Llegó justo a tiempo. Cuando su estómago se vació, se lavó la cara con agua fría. El rostro que la miraba desde el espejo tenía una palidez cerosa, y estaba dominado por unos enormes ojos verdes. La desesperación y el pánico que sentía se reflejaban claramente en las profundidades esmeralda y, aunque siempre que hablaba con Chloe se sentía mucho más vieja, ni siquiera aparentaba tener sus casi treinta años.

Sus pies la llevaron automáticamente a la puerta entreabierta de uno de los dos dormitorios de la casa. Entró sin hacer ruido. Había corrido las cortinas para resguardar la estancia del sol de la tarde, y se acercó en silencio a la cuna en la que una pequeña figura dormía la siesta. Llevaba puesto un peto… y estaba profundamente dormido.

El alborotado pelo rubio cubría su cabeza con mechones terminados en punta. Tenía el rostro sonrosado y sus largas pestañas reposaban sobre la pronunciada curva de su mejilla de bebé.

Tess cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla. Si, meses atrás, alguien le hubiera dicho que era posible amar tanto a una persona que incluso causaba dolor, ella, que había vivido tan entregada a su profesión, se habría reído. Pero así era. Amaba a aquel niño con toda su alma. Sintió el deseo de tomarlo en brazos y huir con él a algún lugar seguro, a algún lugar en el que Chloe no pudiera encontrarlos.

La figura dormida abrió los ojos, vio a Tess y, con una somnolienta sonrisa, volvió a cerrarlos. Tess reprimió los sollozos hasta que salió a trompicones de la habitación.

En las calles reinaba una total oscuridad cuando Rafe Farrar se dirigía hacia la mansión de piedra resguardada tras sus altos muros de las afueras de aquella pintoresca aldea. Una aldea lo bastante alejada del tramo conocido de costa para evitar la explotación y permanecer relativamente intacta y dormida.

Había pasado allí lo que la mayoría de las personas consideraría una infancia idílica. Desde la muerte de su hermano mayor, Alec, y la obligada estancia de su padre en la Riviera, el único habitante permanente de la residencia familiar de los Farrar era su abuelo, un hombre anciano, aunque en absoluto frágil, que no se adaptaba bien a su tardía retirada del mundo de la banca internacional. Dado que Rafe era la oveja negra de la familia, no esperaba una bienvenida muy calurosa.

Al realizar los preparativos para aquella visita obligada, Rafe pensó en ir acompañado: una tercera persona siempre era aconsejable para suavizar la tensión entre el viejo y él. En aquella ocasión, había confiado en poder presentar a esa tercera persona como su futura esposa. Desde el principio, supo que la situación resultaría explosiva, sobre todo cuando su abuelo se enterara de que la futura esposa de su nieto tenía que deshacerse de un marido antes de hacer su segundo viaje al altar. Al menos, Rafe ya no tenía ese problema.

Pensar en el motivo de aquella visita en solitario lo incitaba a apretar sus sensuales labios. Nunca había sentido inclinación por la reflexión o la autocompasión, pero estaba aprendiendo deprisa. Solía conducir con cautela, pero su mirada sombría y amargada no se desvió en aquella ocasión al velocímetro mientras el poderoso motor de su vehículo recorría la estrecha y silenciosa calle a gran velocidad.

–¡Maldita sea! –su lenguaje siguió degenerando cuando, con unos reflejos que rayaban en lo sobrenatural, rozó apenas al perro que había cruzado la calle delante de él.

Todavía maldiciendo, saltó del coche con la fluidez de atleta que caracterizaba todos sus movimientos, y enseguida advirtió que su faro delantero no había salido tan bien librado como el animal. Apartó con el pie los cristales rotos que rodeaban el árbol con el que había chocado, y el faro indemne iluminó al chucho que yacía, tembloroso, sobre la hierba.

–Calma, chico –le dijo en voz firme, pero tranquilizadora. Con la despreocupación y la confianza de una persona que no había experimentado ni un solo instante de nerviosismo con ningún animal, y aquel era grande y fuerte, Rafe deslizó sus competentes manos por la figura escuálida del animal. El perro soportó el reconocimiento con pasividad. Rafe no era un experto, pero parecía que solo padecía los efectos de la conmoción–. Esta es tu noche de suerte, amigo –Rafe rascó la oreja del perro, que lo miró con adoración–. No la mía –añadió con amargura. No le hacía falta mirar la chapa del collar para adivinar de dónde había salido aquel imprudente transeúnte.

No era la clase de animal por el que mucha gente se arriesgaría a romper el faro de su coche. Tenía aspecto fiero, y era el típico perro que siempre se quedaba en el refugio cuando los más atractivos habían sido seleccionados. Su pelaje blanco carecía de lustre, y estaba cubierto de una red de viejas cicatrices. Para colmo, adolecía de una grave halitosis canina. En resumen, solo había una persona que quisiera quedarse con aquel animal. Incluso cuando eran niños, ella siempre se las arreglaba para recoger a todos los animales perdidos o abandonados en un radio de quince kilómetros.

Intentando no pensar en las consecuencias para su tapicería de cuero, Rafe colocó al viejo chucho en el asiento de atrás. Se sentó otra vez detrás del volante y se dirigió hacia la pintoresca casita que Tess Trelawny había heredado de su abuela, la anciana Agnes Trelawny, hacía cuatro años.

Aunque se sorprendió al ver las luces encendidas, Rafe no habría dudado en despertar a Tess en caso contrario. De hecho, se alegraba de tener una razón legítima para gritarle a alguien… ¡porque aquella noche quería gritar! Y con Tess no tenía que preocuparse por la sensibilidad femenina; era dura de pelar y muy capaz de defenderse sola. Cuanto más lo pensaba, más feliz se sentía de dar aquel obligado rodeo.

Con el perro húmedo y maloliente en los brazos, dio un puntapié beligerante a la puerta de la cocina, que se abrió con una serie de chirridos de película de terror.

–Tienes que engrasar la puerta –anunció mientras traspasaba el umbral iluminado. No fue solo la luz brillante lo que le hizo parpadear y echarse atrás, estupefacto, sino el desorden que reinaba en la habitación. Por alguna razón, el contenido de todos los armarios estaba repartido en montones desordenados por toda la cocina–. ¡Dios mío! –exclamó, y dio voz a la primera posibilidad que se le pasó por la cabeza–. ¿Te han desvalijado la casa?

La figura menuda, vestida con un camisón de algodón y unos guantes de goma amarillos, una indumentaria que distaba de ser la creación de un modisto, hizo caso omiso de la pregunta. Tess, que estaba en cuclillas delante de uno de los armarios vacíos, se incorporó y avanzó con expresión angustiada.

–¡Baggins! –chilló–. ¿Qué le has hecho? –preguntó con indignación a Rafe.

–¿Por qué no has cerrado la puerta con llave? –inquirió él con un ceño reprobador–. ¡Podría haber entrado cualquiera!

Tess lanzó a su visitante una mirada furibunda antes de volver a prestar atención al animal.

–Pero fuiste tú el que entró. ¡Qué suerte tengo! –exclamó con sarcasmo.

–¡Suéltalo! –le ordenó Rafe con severidad cuando ella intentó tomar en brazos al animal–. Pesa demasiado para ti. Además, puede andar solo –para demostrarlo, dejó al perro en el suelo–. Pero no quería arriesgarme a que se fuera otra vez de paseo y matara a un pobre motorista desprevenido –declaró, y cerró la puerta con firmeza.

–¡Vaya! –la angustia de Tess se redujo un poco cuando Baggins empezó a comportarse como el cachorro que ya no era–. Arreglé la valla, pero ha aprendido a escarbar y salir por debajo. Imagino que lo golpearías con ese llamativo coche tuyo –Tess frunció los labios en señal de desaprobación.

–Solo lo rocé.

Rafe advirtió que Tess estaba descalza. Como el resto de su cuerpo, sus pies eran menudos, y aunque era delgada, distaba de ser un palillo. Su esbeltez no era angulosa, sino sinuosa, suave y atractiva… por todas partes.

Aquella postdata mental lo tomó desprevenido, y una vez formulado el pensamiento, le pareció natural especular sobre lo que se escondía bajo aquel exiguo camisón. Carraspeó y logró controlar sus pensamientos carnales. No era pensar en el sexo lo que lo molestaba, sino pensar en el sexo y en Tess simultáneamente.

–Ahórrate los detalles sobre tus veloces reflejos… por favor.

Rafe, que estaba sudando tinta para controlar otro tipo de reflejos, desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos.

–Tomo nota de tu gratitud por mi sacrificio.

–¿Qué sacrificio?

–Un faro roto y, sí, gracias por preocuparte, salí indemne –una vez controlado el nivel de testosterona, Rafe comprobó con inmenso alivio que podía mirarla a los ojos y ver a Tess, su amiga, y no a Tess, una mujer. Era sabido por todos que el rechazo podía incitar a un hombre a hacer y pensar tonterías.

–Eso ya lo veo.

–¿Por qué tengo la impresión de que habrías preferido verme con un brazo roto? –reflexionó Rafe con ironía–. Si esta es la clase de bienvenida que das a tus invitados, dudo que tengas alguno.

–Ojalá no los tuviera –le espetó Tess.

–Antes de que me lances más piedras, encanto, intenta recordar que este cuerpo fuerte y masculino encierra un alma sensible –tomó la mano de Tess y la plantó con ademán enérgico sobre su pecho–. ¿Lo ves? Soy de carne y hueso.

Tess no halló indicio alguno de un alma, pero sí pudo percibir el calor corporal de Rafe y los latidos lentos y regulares de su corazón. Contempló sus propios dedos extendidos sobre la camisa durante lo que pareció una eternidad: era una experiencia extraña e inquietante estar allí en pie, así. Sintiéndose un tanto mareada, incluso confundida, alzó la mirada… pero el rostro de Rafe se tornó borroso.

Rafe contempló aquellos ojos grandes y luminosos y se apresuró a soltarle la muñeca. La mano de Tess cayó, sin vida, a un costado de su menudo cuerpo. Rafe carraspeó.

–Y, por si no lo sabías, hay una gran diferencia entre llamativo y elegante.

–No es más que uno más de tus juguetes –«debería haber comido algo», pensó Tess, mientras se llevaba la mano con preocupación a la cabeza, medio mareada.

–Si insultas a mi coche, me insultas a mí.

Tess exhaló un suspiro de alivio y sonrió. El rostro de Rafe ya no aparecía borroso.

–Preferiría insultarte a ti.

–Creía que ya lo hacías.

Tess se encogió de hombros… Rafe se estaba tomando bastante bien su impertinencia, lo cual intensificaba su culpabilidad. Sabía perfectamente que a quien quería gritar era a Chloe, solo que su sobrina no estaba allí y Rafe sí. Menos mal que él tenía las espaldas anchas… muy anchas, pensó, y deslizó una rápida mirada a aquellos hombros sólidos y poderosos.

–Bueno, parece que Baggins no te guarda rencor –reconoció. La exhibición de alegría juvenil estaba destinada a Rafe, no a ella–. Eres muy malo –lo regañó con afecto.

Rafe no cometió el error de creer que la regañina amorosa iba dirigida a él.

–Siempre has hecho gala de un concepto muy original de la disciplina, Tess –observó con ironía.

Tess chasqueó la lengua.

–Al menos, no soy un matón, como tú –replicó–. Anoche vi cómo tratabas a ese pobre hombre.

–Creía que no tenías televisor… para estar a tono con tu estilo de vida ecológica a base de lentejas y arroz integral.

La burla la sacó de sus casillas. ¿Cómo se atrevía a despreciarla de aquella manera? Era evidente que no se le pasaba por la cabeza que podía echar de menos las noches de teatro o de concierto que antes habían ocupado una parte tan importante de su vida.

–Era la abuela la que no tenía televisor, y el mío es portátil. Y solo porque cultivo hortalizas no me gusta que insinúes que me he convertido en una –le dijo con aspereza–. Además, no eres el más indicado para hablarme así. Al menos, cuando yo hago algo, lo hago por convicción –o, en aquel caso, llevada por el deseo de reducir los gastos de comida. Las verduras frescas de cultivo ecológico costaban un riñón.

–¿Y crees que yo no?

–Bueno, no parecías muy interesado en salvar el planeta antes de conocer a Nicola –Nicola, la activista medioambiental, había sido una de las primeras novias formales de Rafe. Junto con sus sólidas convicciones, Nicola, al igual que las demás novias que la habían sucedido, tenía unas piernas interminables, un cuerpo sensacional y una melena rubia larga y ondulada–. No la habrás olvidado, ¿verdad?

Nicola había quedado muy lejos y, a decir verdad, los recuerdos de Rafe sobre ella eran un poco difusos.

–Un hombre no olvida a una mujer como Nicola –desplegó una sonrisa lasciva por si Tess no había cazado la broma… aunque fue innecesario–. Esa chica tenía un gran entusiasmo.

Un entusiasmo tan grande como la talla de su sujetador, si hubiera querido llevar alguno, recordó Tess con ironía.

–Algunos lo llamarían fanatismo.

Se distrajo del tema cuando la cola de Baggins chocó con un montón de platos y lanzó uno al suelo. Rafe lo atrapó un momento antes del impacto.

–Este perro es una joya –gruñó.

–Si insultas a mi perro, me insultas a mí –replicó Tess, copiando la anterior respuesta de Rafe–. Debería llamar al veterinario, para asegurarme de que no le ha pasado nada –pensó en voz alta con nerviosismo, y tanteó el lomo del animal.

–Si de verdad te preocupa, estoy seguro de que Andrew estará encantado de hacerte una visita.

Rafe no estaba al tanto de la progresión de su romance, pero era bien sabido en la aldea que el veterinario de mediana edad había estado suspirando por Tess desde que comprara la clínica veterinaria de la localidad. Aunque Rafe apenas lo conocía, lo consideraba un hombre insípido, pomposo y pagado de sí mismo.

Tess se sonrojó al oír la pulla y se puso rígida.

–¿No sabías que Andrew ha vendido la clínica? Se ha mudado al norte –Tess estaba al tanto de lo que Rafe y el resto de la aldea pensaban. Si se atrevía a fingir pesar…

¿Por qué todo el mundo daba por hecho que, solo porque era soltera, mujer y a punto de cumplir los treinta, se moría por recibir las atenciones de cualquier hombre medio decente de los alrededores? Cierto que los hombres medio decentes escaseaban y que Andrew había sido una grata compañía, pero aunque lo único que habían compartido era una buena comida de vez en cuando, a juzgar por los comentarios maliciosos y las miradas sagaces, la aldea entera creía que Tess tenía una relación mucho más íntima con él.

Rafe elevó el labio superior.

–Siempre me pareció un adulador –dijo en tono ofensivo.

–Si te sirve de consuelo, a él tampoco le caías muy bien.

Rafe dio unas palmaditas al cariñoso animal.

–¿Es nuevo?

–Como casi todas las cosas desde la última vez que nos honraste con tu presencia.

–Tú sigues siendo la misma.

Tess no se sintió halagada, no creía que esa fuera la intención de Rafe.

–En realidad, es de segunda mano. Era el perro del señor Pettifer. ¿Te acuerdas de él? –Rafe asintió. Recordaba vagamente al frágil octogenario–. Nadie lo quería.

–¡No me sorprende! –no creía que hubiera muchos hogares dispuestos a acoger a aquella fea bestia.

Exasperada, Tess se retiró el pesado flequillo de pelo castaño de los ojos con impaciencia y fijó la mirada en el rostro apuesto y severo de Rafe.

–Tiene un corazón de oro.

–Y mal aliento.

–Pues Ben lo adora –por la forma en que lo dijo, Rafe dedujo que, en opinión de Tess, no existía mejor recomendación.

Tal vez estuviera equivocada, porque no veía mucho a Rafe últimamente, pero tenía un aire distinto. No sabía lo que era exactamente…

–¿Has estado bebiendo? –especuló Tess en voz alta.

–Todavía no –contestó Rafe con una carcajada temeraria y discordante–. ¡Justo lo que necesitaba! –anunció, y sacó una botella polvorienta del botellero. Sus ojos oscuros leyeron la etiqueta–. Licor de bayas, mi favorito. ¿El sacacorchos? –añadió en tono imperioso, y extendió la mano.

¡El licor de bayas de la abuela! Tess tuvo la certeza de que algo iba mal. En otras circunstancias, lo habría hostigado para que le contara lo que era, pero en aquellos momentos, no le importaba mucho conocer las preocupaciones de Rafe, solo quería quitárselo de encima para poder pensar… aunque, por el momento, no le había servido de mucho, reconoció a regañadientes.

–¿No pretenderás ofrecer a tu paladar el licor casero de la abuela? –se burló.

–A solas, no.

–Una invitación tentadora, pero son las tres de la madrugada –le recordó Tess, y consultó de forma automática su reloj de pulsera para confirmar su afirmación. Solo que su muñeca estaba desnuda. A decir verdad, ella tampoco estaba muy vestida, reconoció con incomodidad, y tiró del borde de su gastado camisón de algodón.

Tuvo el recuerdo de haber agitado los brazos, y solo Dios sabía lo que habría dejado al descubierto. Aun así, allí solo estaba Rafe, que ni siquiera habría pestañeado aunque la hubiera encontrado completamente desnuda.

Aunque fueran las tres de la madrugada, Rafe estaba vestido con la cansina perfección acostumbrada. Cómo no, su indumentaria era cara y elegante. Consistía en unos pantalones de color verde oliva y una fina camisa… claro que los detalles no importaban, sobre todo, cuando medía uno noventa, tenía un cuerpo atlético, hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas, y se paseaba por ahí emanando la clase de sensualidad pensativa que hacía que las mujeres pasaran por alto el hecho de que su rostro no era del todo bonito. Fuerte, atractivo e interesante, sí… bonito… no.

–Sé la hora que es… aunque no sé si tú… –Rafe paseó la mirada por el desorden de la cocina–. ¿Sueles tener arrebatos de limpieza bien avanzada la noche, Tess?

–No podía dormir –le explicó ella en tono defensivo, y se quitó los guantes amarillos para arrojarlos sobre el escurridor.

No le importaba si Rafe la consideraba una excéntrica, o incluso una chiflada. Últimamente, no le importaba mucho lo que Rafe pensara. En su opinión, el éxito no lo había cambiado para mejor. Había sido un niño agradable, aunque irritante, cuando tenía dos años menos que ella. Tess seguía siendo dos años mayor, pero el tiempo parecía haber devorado la diferencia de edad y la había despojado de la sensación de superioridad que proporcionaban unos cuantos meses en la niñez.

No era probable que muchas personas se sintieran superiores en compañía de Rafe. Era una de esas contadas personas a las que la gente obedecía instintivamente… aunque ella no se consideraba uno más de los borregos que lo escuchaban boquiabiertos.

Aun así, y a pesar de que a menudo lo hostigaba sobre su ascendencia, no era como el resto de los Farrar, una familia de esnobs anclados en el pasado. Según dictaba la tradición, y los Farrar eran fieles a las tradiciones, el hijo menor ingresaba en el ejército y el primogénito ascendía en el escalafón del banco que había sido fundado por uno de sus antepasados.

El primogénito, Alec, había accedido gustoso a presidir el banco, aunque por lo que Tess sabía, el único interés que había tenido en el dinero había sido para gastarlo. Pero no creía que la familia se hubiera sorprendido demasiado cuando Rafe decidió no colaborar dócilmente con los planes que tenían para él. Como había sido expulsado del prestigioso internado en el que habían estudiado generaciones de Farrar, siempre esperaban lo peor de él y Rafe solía satisfacer sus expectativas.

Pero no se había convertido en un vago y en un inútil, como habían predicho. Había ascendido, y bastante deprisa, por cierto, en la plantilla de un diario nacional. Causó una impresión favorable en el periódico, pero era su trabajo como presentador de un prestigioso programa de actualidad lo que lo había hecho famoso.

El trabajo estaba hecho a la medida de Rafe. No era agresivo ni hostil, no le hacía falta. Tenía la habilidad de cautivar y de arrancar respuestas sinceras de los políticos más astutos. Tan sencilla parecía su técnica, que no todo el mundo valoraba aquel don, ni comprendía cuánta investigación de fondo era necesaria para respaldar aquellas preguntas engañosamente espontáneas.

Tal era su reputación, que las figuras de la vida pública hacían cola para ser entrevistadas por él, convencidas, sin duda, de que eran demasiado sagaces para dejarse envolver por un falso sentido de seguridad. Sin menospreciar las dotes de periodista de Rafe, Tess sospechaba que su fotogenia tenía algo que ver con que se hubiera convertido casi en un objeto de culto de la mañana a la noche.

–Además, pienso mejor mientras trabajo –alegó Tess con soltura. Aunque, al parecer, aquella noche era una excepción. Una nueva oleada de pánico le retorció las entrañas al comprender, una vez más, que no existía una solución mágica para su dilema.

Rafe entornó los ojos y reparó en los párpados hinchados y enrojecidos de Tess. Tenía la clase de piel pálida, casi translúcida, que reflejaba todos sus estados de ánimo, ¡por no hablar de las lágrimas! Recordó lo frágil que le había parecido su muñeca al agarrarla.

–Prometo no decirte que todo se arreglará… no lo creo.

«¡Como si yo no lo supiera!», pensó Tess.

–Nunca has sido optimista, Rafe, pero esa actitud agorera es nueva.

–Soy realista, encanto. La vida es un asco… –descorchó la botella y vertió un buen chorro en una taza.

–¡Me alegro tanto de que hayas venido, ya me siento mejor! –distraídamente, aceptó la taza que le tendía–. Mm, está bueno –anunció con cierta sorpresa antes de tomar otro sorbo menos vacilante del famoso licor de su abuela. Famoso, al menos, en los confines de la parroquia por su potencia más que por su delicado paladar.

Rafe se estremeció al probar la bebida, pero decidió no desilusionarla.

–¿Qué te ha pasado que sea tan terrible? –inquirió con condescendencia, mientras rellenaba su propia taza.

–¡Desde luego, no has cambiado nada! –a Tess le produjo una sensación de perverso placer ver el destello de irritación en los ojos de Rafe–. Siempre tienes que superar a los demás en todo, ¿verdad? ¡Incluso tienes que sentirte desgraciado a gran escala! –Tess sintió una oleada de calor en la boca de su estómago vacío. No había podido probar bocado desde la terrible llamada de Chloe.

–¿Qué insinúas?

–Insinúo que la felicidad y la desgracia de mi vida sencilla no pueden compararse con tus inmensas alegrías y tus hondas penas.

Rafe elevó sus cejas oscuras.

–¿Has sacado todo eso de un simple: «¿qué pasa?»?

–Me has preguntado, pero en realidad, no te interesaba –lo acusó y le tendió su taza para que se la rellenara–. Claro que ¿por qué iba a interesarte?

–Pensaba que éramos amigos, Tess.

–Lo éramos cuando teníamos diez y ocho años respectivamente –lo corrigió, e inyectó una cruda burla en su observación–. La verdad, pensaba que no frecuentabas mucho los barrios bajos últimamente, Rafe.

Las palabras de Tess contenían el grado justo de verdad para incomodarlo, y el grado justo de injusticia para enojarlo. Antes de que Tess tuviera el bebé y dejara atrás su vida en la ciudad, se habían visto con frecuencia. Tal como estaban las cosas, no solía ir a la aldea a menudo, y después de las primeras negativas, había dejado de invitar a Tess a Londres.

–Tú también te has apartado –le recordó.

–Yo he vuelto –y ese era el quid de la cuestión. Cuando era una profesional ambiciosa todavía tenían algo en común, pero ese algo se había esfumado cuando la vida de Tess se había centrado en torno al bebé. Ella se sentía bastante satisfecha con su vida, pero no era tan ingenua como para esperar que otras personas, incluido Rafe, compartieran su interés por los dientes de leche de Ben.

Rafe estuvo a punto de recordarle, con cierta grosería, que su decisión no había nacido enteramente de la nostalgia por la vida idílica de su infancia. Se mordió la lengua y se señaló el pecho con el dedo.

–¿Y qué es esto, un holograma?

–Una visita de la realeza –Tess hizo una reverencia burlona sin percatarse de que el escote de su holgado camisón ofreció a Rafe una vista excelente de sus senos y de un ápice de pezones sonrosados–. ¿Te has traído a tu última novia? ¿Vas a impresionarla con la cripta familiar o con el fantasma de la familia?

Tess profirió una carcajada burlona al malinterpretar el motivo del rubor oscuro de los altos pómulos de Rafe.

–¿O es ese el problema, que no ha venido? Una libido frustrada explicaría que entraras aquí con tanto rencor, como un personaje de una tragedia griega… Estoy en lo cierto, ¿verdad? Tu novia no ha podido o no ha querido venir –especuló con sagacidad. Al menos, lanzar crueles hipótesis sobre los problemas de otra persona le impedía pensar, de momento, en los suyos.

Ya que por fin sabía lo que había debajo del camisón, a Rafe le iba a costar mucho más trabajo dejar de pensar en ello.

–¿Tan obvio es que me han dejado tirado? –le espetó.

–¿Como una colilla? –sugirió Tess en tono servicial. Resultaba difícil compadecerse de Rafe cuando lo más terrible que podía ocurrirle era que le hubiesen hecho un mal corte de pelo. Miró con desprecio su grueso pelo oscuro y reluciente–. No hace falta ser adivino para ver que has venido aquí a buscar pelea.

A pesar de su creciente enojo, Rafe no pudo evitar reír ante la ironía de aquella acusación.

–No podía haber llamado a mejor puerta, ¿verdad?

–Ni siquiera llamaste, entraste por las buenas… –con la misma brusquedad con la que había surgido, la hostilidad abandonó el alma de Tess. Débil como se sentía, exhaló un profundo suspiro–. Quizá esté harta de que me traten con condescendencia… ¿De verdad te han dejado tirado? –su sonrisa de asombro era burlona. No concebía aquella posibilidad.

–¿Te parece divertido?

A Tess le parecía increíble.

–Debes reconocer que tiene el aliciente de la novedad. Míralo por el lado bueno…

–Como empieces con tus razonamientos optimistas, te arriesgas a que te estrangule –le advirtió Rafe en tono sombrío.

–¡Qué miedo! Mira cómo tiemblo.

Rafe contrajo la mandíbula al ver el brillo burlón en los ojos de Tess, y se sorprendió pensando en lo difícil que sería hacerle temblar de verdad… ¡y no estaba pensando en tácticas intimidatorias! Aunque lo que se le estaba pasando por la cabeza lo asustaba un poco. Si quería aplacar su frustración con alguien, no podía hacerlo con Tess.

–No hay mal que por bien no venga –dijo Tess en tono pensativo–. Hace tiempo que tenías pendiente una lección de humildad.

–Entonces, te daré un buen motivo para reír, ¿quieres? –le espetó Rafe con furia–. La mujer con la que quería pasar el resto de mi vida y tener hijos ha decidido no dejar a su marido –la exclamación de sorpresa de Tess pudo oírse en el breve y tenso silencio que sucedió a sus palabras–. ¿Te parece suficiente humillación?

Amigo o marido

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