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MEDITACIÓN, EL ARTE DE LAS ARTES
ОглавлениеLa meditación es una poderosa disciplina de integración y transformación. Al replegarnos hacia nuestro interior en silencio y soledad, resintonizamos todo nuestro ser fragmentado y, además, nos hacemos conscientes de nuestro vínculo con la Realidad última.
Funciona en tres importantes niveles, totalmente relacionados: cuerpo, mente y espíritu. La conexión cuerpo/mente se manifiesta claramente en el funcionamiento del cerebro. Los cambios que se suceden en este sentido suelen requerir un verdadero cambio de perspectiva, que puede dar la sensación de ser un salto a lo desconocido. Se necesita valor y perseverancia mientras el ego, el aspecto consciente de nuestro yo, trata de resistir los cambios que conlleva. Sin embargo, el yo, la matriz inconsciente a partir de la que se desarrolla el ego, nos ayuda durante el proceso de percepción instintiva.
El logro es un término del ego, y aquí no tiene cabida. La transformación se debe a la gracia, es un don espiritual. La compasión, y no los efectos secundarios psíquicos, es una señal de que se ha producido un auténtico crecimiento.
Somos un sistema energético maravillosamente interconectado que está vinculado por entero a un conjunto universal mayor. Aun así, vivimos como si termináramos en los límites de nuestra piel, independientes y separados de los demás y de nuestro entorno. E incluso dentro de esta membrana exterior consideramos que estamos hechos de partes separadas: cuerpo, mente y espíritu. No solo eso, sino que además tenemos la fuerte tendencia a valorar solo una parte y negar la importancia de cualquier otra: quizá valoramos el cuerpo en lugar de la mente, o la mente en lugar del cuerpo, el ego material más que el yo espiritual, o un aspecto del ego por encima de otro. El resultado es una fragmentación y una falta de equilibrio. Hemos de ser conscientes de lo que estamos haciendo, comenzar a aceptar el hecho de que todos esos aspectos tienen el mismo valor y conforman un todo inquebrantable. En ciertas ocasiones sí sabemos que el cuerpo, la mente y el espíritu son aspectos diferentes de todo nuestro ser y que, por tanto, están estrechamente vinculados y se influyen mutuamente: nuestro cuerpo refleja el estado de nuestra mente, y nuestra conectividad con nuestro espíritu. Cuando nos comunicamos con los demás, lo hacemos en los tres niveles. Pero en otras ocasiones ignoramos esto por completo. El problema se acentúa especialmente en lo referente al ego/yo.
Se nos ha dado un cuerpo físico que nos permite actuar en este plano material. Además, por medio de nuestros sentidos, el cuerpo nos permite interactuar con el entorno que nos rodea. Tenemos emociones y deseos de profundizar nuestras experiencias, y tenemos una mente capaz de planear, racionalizar y analizar. Estos son los medios que nos permiten experimentar, aprender y sobrevivir en este mundo. El problema es que olvidamos que son solo un medio y no el final. Constituyen únicamente una parte de nuestro ser, de nuestro yo creado, de nuestro ego, que es temporal y está sometido a constantes cambios.
También tenemos un elemento más profundo, inalterable y eterno, el yo, que es nuestro vínculo con la naturaleza eterna de la divina Realidad. Muchos filósofos, teólogos e incluso científicos, como David Bohm, creen que tanto nosotros como toda la creación estamos envueltos en el principio esencial en la Realidad última en forma de «ideas seminales» 3 (san Agustín). El momento de la creación es un despliegue, una proyección a partir de esas ideas eternas. Por tanto, nuestra esencia sigue siendo, en realidad, parte de lo divino. A lo largo de los siglos, esta esencia de la humanidad ha recibido diferentes denominaciones: el nous, la chispa del alma, la chispa del amor, la conciencia crística y el verdadero yo.
La preocupación del ego por la supervivencia nos hace olvidar quiénes somos en realidad. El yo nos llama y trata de recordarnos que somos más de lo que se ve a simple vista. El sendero espiritual es una forma de integrar estos dos aspectos de nuestro ser, de recordar y reconectar con lo eterno que hay en nuestro interior y en nuestro exterior.
LA CONEXIÓN CUERPO/MENTE
Los efectos de la meditación muestran claramente la conexión que existe entre las partes que nosotros tendemos a separar. Los cambios corporales dan como resultado alteraciones en nuestra actitud mental ante la situación en que nos encontramos y nos permiten acceder al espíritu.
Hay estudios que han demostrado que la meditación produce importantes efectos psicológicos en el cuerpo –aminora el ritmo respiratorio, la tensión sanguínea y el ritmo cardíaco– debido a la respuesta respiratoria. Esto contrarresta el impacto del estrés, la ansiedad e incluso el dolor. Además, con ello disminuyen los impulsos que implican las distintas adicciones, que son una forma negativa de tratar de disminuir el estrés. Los pacientes que sufren enfermedades graves, como afecciones cardíacas y cáncer, consideran que esta disminución de tensión mejora su salud general y su estado mental, e incluso parece detener o ralentizar el avance de su enfermedad.
La respuesta curativa de relajación es resultado de diferentes cambios en el cerebro desencadenados por la meditación. La corteza prefrontal de nuestro cerebro está relacionada con los pensamientos, las imágenes y las fantasías, así como con la atención. Al concentrar nuestra mente en un punto de atención determinado, como un mantra, por ejemplo, inducimos el aumento de actividad en esas células de atención. A medida que aumenta nuestra concentración, la actividad de las células que intervienen en los pensamientos y en las imágenes disminuye considerablemente; esto se refleja en la pérdida de ondas beta, nuestras ondas de pensamiento: la parte del ego de nuestra consciencia. Prolongar la atención en un solo punto también activa las células del lóbulo temporal, y el aumento de la actividad en esta área provoca cambios en el sistema límbico, la región encargada de la respuesta emocional. La emoción del miedo, manifestada en la respuesta de supervivencia de lucha o huida, se convierte en una respuesta de aceptación, distensión y tranquilidad: la respuesta de relajación. Estos cambios se manifiestan en el incremento de ondas alfa y theta.
Por tanto, prestar atención a nuestro mantra lleva al cerebro a pasar de unas células cerebrales a otras, lo que da como resultado un sentimiento general de laxitud y una reducción de pensamientos. Pero esto es tan solo el principio. A medida que la meditación se hace más profunda, también se profundiza la respuesta de relajación 4.
A su vez, esta profundización provoca una reacción en cadena que finaliza en una disminución de la actividad en la corteza parietal, un área del cerebro asociada con la orientación en el tiempo y el espacio y con la creación de barreras; yo / no yo, y el mundo de los opuestos: en gran medida, las aptitudes del ego. Este descenso de la actividad se refleja, a su vez, en una disminución de dichas habilidades, lo que explica por qué existe una sensación de que nuestra identidad separada –y el tiempo y el espacio– se disipa y todos los opuestos se unifican. Esto conduce a un sentimiento de conectividad con lo que nos rodea: en realidad, una señal de que sale a la luz el yo más profundo.
La importancia de esta secuencia es que la iniciativa para estos cambios deriva de la consciencia y de la voluntad: impulsamos deliberadamente el cerebro en un modo diferente de percepción por medio de la concentración en un solo punto de atención. Es interesante ver cómo la consciencia de nuestro ego, con sus necesidades de supervivencia en este plano material, está codificada en el circuito de nuestro cerebro, pero puede sortearse. Al hacerlo, «despejamos las puertas de la percepción y vemos la realidad tal como es, ¡infinita!» (William Blake). Volvemos a nuestra naturaleza original, que está entretejida con el resto de la creación y todo el cosmos.
Es perfectamente posible utilizar la meditación meramente por sus beneficios para la salud como una técnica de relajación de cuerpo y mente y no ir más allá. Es maravilloso detener el interminable parloteo de la mente y liberar el estrés y la tensión. Será estupendo tomarnos un tiempo libres de las preocupaciones, problemas, esperanzas y miedos que suelen acosarnos, detener la pérdida de energía de una mente que gira en círculos una y otra vez. Pero con ello perderíamos una gran oportunidad: la meditación es mucho más que solo el impacto psicológico que tiene en el cuerpo. Sin embargo, este impacto en el cuerpo y en la mente es un importante primer paso en el camino hacia la transformación, la claridad de visión y la consciencia total.
LA MENTE
Un practicante serio considera que distender el cuerpo es una preparación esencial que conduce al verdadero propósito de la meditación, la transformación completa de la mente. Para hacerlo, la meditación ha de ser una disciplina espiritual que implique soledad y silencio, en la que abandonamos todas las experiencias sensoriales, las imágenes, las emociones y los pensamientos.
La claridad de visión que resulta de ello nos ayudará también a ser conscientes de las emociones y deseos que tienen tendencia a abrumarnos y a influir en nuestro comportamiento. Afectará al ego en todos sus aspectos y derivará en su transformación y transparencia, lo que nos permite acceder a nuestra esencia, a nuestro yo. Atraviesa los velos que ocultan el conocimiento de nuestro verdadero yo, entre la realidad en la que vivimos y la Realidad última, garantizándonos una experiencia directa e inmediata de lo divino.
Una vez que hemos penetrado, una vez que hemos entrado en la infinita Realidad, no hacemos de ella nuestro mundo. Esto sería tan desequilibrado como aceptar solo el mundo material. La realidad material es energéticamente más densa que la realidad más elevada. Hemos de permitir que la luz, desde esta realidad más elevada, ilumine nuestra realidad ordinaria, para que nuestra visión se ilumine, se clarifique y se equilibre.
Esto, inevitablemente, resultará en una transformación de la consciencia y, por tanto, en una transformación de toda la persona. Nos transformará radicalmente haciéndonos pasar de ser personas que viven en la superficie a ser seres humanos completamente vivos. Nos permite darnos cuenta de nuestro pleno potencial, a lo que exhortan las principales religiones y tradiciones de sabiduría: «Yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia» (evangelio de Juan).
La cantidad de conocimiento de otro nivel que cambia la percepción de la realidad en la que vivimos depende de cada persona y de su destino. Para algunos de nosotros, que vivimos en la superficie, hacer lo que consideramos que es correcto es lo bastante gratificante. Solo la aceptación de la existencia de diferentes niveles es ya suficientemente valiosa como para enriquecer y orientar nuestra vida. Hay otros que consideran que la vida en la superficie es absurda. La falta de un auténtico significado lleva a un sentido del absurdo, tal como ilustra Joseph Heller en Trampa 22. Los pilotos de su historia de la Segunda Guerra Mundial, que participaban en más misiones de las aconsejables, estaban desequilibrados, y esto quería decir que deberían permanecer en tierra. Pero solo podían quedarse en tierra si lo solicitaban. Pero, si lo solicitaban, es porque estaban cuerdos, ¡y entonces no podían quedarse en tierra!
Cuando interpretamos la vida solo a nivel superficial, con su extraña lógica, puede empezar a parecernos irreal, sin sentido e incluso absurda. Sentimos que somos como un mero «actor que se arrebata y se contonea una hora sobre la escena» (W. Shakespeare, Macbeth).
PENSAMIENTOS
Para poder alterar nuestra mente debemos antes ser conscientes de su naturaleza habitual; solo el conocimiento y la consciencia conducen al cambio. Sin ellos, seguiremos obrando únicamente desde el aspecto egoico de nuestra consciencia y tan solo conseguiremos atisbar destellos de nuestro yo más profundo. Al aprender a observar la mente colaboramos en el proceso de integración de estos dos elementos.
Sin embargo, solo después de relajar nuestro cuerpo es cuando nos hacemos plenamente conscientes de los zumbidos de los pensamientos en nuestra mente. Ramakrishna comparaba la mente con un árbol lleno de monos parloteando y saltando de rama en rama. Este es un rasgo común de nuestra mente, y se sucede constantemente, aun cuando no seamos conscientes de ello. Cuanto más se reducen las distracciones de nuestro cuerpo, más aumenta nuestra consciencia de nuestros pensamientos. Y nos damos cuenta de lo farragosa que es nuestra mente. Enseguida valoramos que esos pensamientos forman una poderosa barrera en nuestro sendero de meditación. Cuando los contemplamos, observamos que algunos de ellos son triviales, cosas irrelevantes que hemos escuchado o visto en los medios de comunicación y en programas de entretenimiento y que nos impiden alcanzar la quietud y la armonía.
Pero hay también pensamientos más profundos que suelen girar en torno a asuntos más importantes que consideramos esenciales para sobrevivir en el mundo en el que vivimos, como nuestra imagen personal, nuestro trabajo y nuestras relaciones.
Pronto nos hacemos conscientes de cuánto influyen nuestros pensamientos en nuestra forma de ver la realidad, en nuestra forma de percibirnos a nosotros mismos, a los demás y el mundo en que vivimos. Todo ello depende del contexto condicionado de nuestros pensamientos, que, de hecho, define nuestro punto de vista: «Los límites de mi lenguaje (es decir, pensamientos) significan los límites de mi mundo» (L. Wittgenstein).
Mi mundo es completamente diferente al tuyo, aunque puede que vivamos en circunstancias similares en el mismo país. No vemos a las personas y las situaciones como son realmente, sino coloreadas por nuestros pensamientos, opiniones, prejuicios, experiencia y emociones.
Además, la mayor parte de nuestros pensamientos giran en torno a nuestras propias preocupaciones de un modo u otro, en forma de recuerdos, tanto buenos como malos, miedos, esperanzas, deseos y planes. De hecho, podríamos fácilmente decir que caminamos en un paisaje de nuestra propia mente, un mundo de ilusión fabricado por nosotros mismos. ¿Qué es ficticio y qué es real?
«Estamos hechos de la misma materia de la que están hechos los sueños; y nuestra corta vida termina en un sueño» (W. Shakespeare, La tempestad).
Esta creación de nuestra mente llega a ser tan poderosa que puede parecer que es la única realidad que existe. Puede ocultar la existencia de una Realidad superior.
Aquí los dos elementos importantes son, en primer lugar, que esta realidad construida a partir de nuestros pensamientos y sentimientos está limitada a la parte superficial de nuestro ser, el ego, y modelada por ilusiones del pasado y del futuro. Al yo no le afecta en absoluto, dado que existe estrictamente en el momento presente. Aquí somos «hijos de Dios» y «templos del Espíritu Santo» (san Pablo). En segundo lugar, esta realidad superficial que creamos es temporal, sujeta al constante cambio vinculado a nuestra actitud: «Se altera cuando alteración encuentra» (W. Shakespeare, Sonetos).
CAMBIO
Además, esto también puede aplicarse al ámbito de actuación del ego: el verdadero mundo material. La inevitabilidad del cambio en el mundo y en nuestra vida dentro de él se ha manifestado desde los albores del tiempo: todo fluye, nada permanece igual. «Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces» (Heráclito, siglo V a. C.). Si la única constante es el cambio, entonces el único aspecto positivo de todo ello es que nuestra consciencia de la realidad externa en la que nos encontramos puede cambiar considerablemente.
Sin embargo, estamos con frecuencia atrapados en la idea de que el cambio no es posible, y en especial cuando nos hemos convencido de que nuestra actitud y nuestra opinión son correctas. Un cambio de cualquier tipo puede verse como una amenaza para nuestra seguridad y supervivencia. Es el miedo al cambio, el miedo a lo desconocido, lo que nos reprime. El ego, el rey de la supervivencia, se sirve de este miedo para evitar el cambio. Por tanto, preferimos el sufrimiento conocido de tratar de nadar corriente arriba contra el flujo del cambio. Tenemos que superar este miedo, y darnos cuenta de que su naturaleza es ficticia también. Necesitamos valor y perseverancia para afrontar el miedo que provoca nuestra ceguera. Hemos de aceptar que en esta tierra no hay nada permanente, sino solo cambio y crecimiento. Solo entonces podremos ver de verdad, y enfrentarnos a maneras obsoletas de pensar y de comportarnos y abrazar la creativa oportunidad para el crecimiento que el cambio representa. Solo entonces nuestro oculto potencial se hará visible.
Para ello, la meditación es útil al ignorar los velos que fabrica el ego y que ocultan nuestro yo más profundo. En ese momento somos capaces de amar los apremios procedentes del yo, que nos ayudan a ser conscientes de lo que motiva al ego. Y entonces el miedo es sustituido por la consciencia del amor.
Al llevar a la consciencia instintos inconscientes, cuando los reconocemos y aceptamos, tiene lugar un profundo cambio, que a menudo pasa inadvertido. No ocurre de un día para otro, sino que es un proceso lento y gradual que nos altera imperceptiblemente.
En todo esto no estamos tratando de suprimir el ego y de vivir únicamente del yo. Esto crearía un desequilibrio igual de peligroso que si viviéramos exclusivamente del ego. Lo que estamos tratando de conseguir es silenciar provisionalmente la mente superficial para poder ser conscientes de la consiguiente quietud y silencio interiores de este aspecto más profundo de nuestra consciencia. Los destellos superficiales del verdadero yo que vislumbramos por la gracia se convierten entonces en una consciencia imperecedera y significativa.
AUTOCONSCIENCIA VERSUS AUTOCONOCIMIENTO
La importancia que se asigna al conocimiento que deriva en autoconocimiento se revela en el consejo esencial que ofrecen maestros espirituales y filósofos: «Hombre, conócete a ti mismo». Se nos anima a que conozcamos el ego y la forma en que se ve motivado, lo que nos conducirá no solo a la posibilidad de cambio, sino también al auténtico autoconocimiento: «Cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, entonces seréis conocidos y caeréis en la cuenta de que sois hijos del Padre viviente. Pero, si no os conocéis a vosotros mismos, estáis sumidos en la pobreza y sois la pobreza misma» (Evangelio de Tomás 3).
El autoconocimiento es esencial, pero la autoconsciencia forma una poderosa barrera al conocimiento de nuestro yo más profundo y nos ciega ante la realidad transpersonal. Necesitamos cambiar al yo la prioridad que damos al ego. Necesitamos un ego capaz de ver una imagen más completa, un centro consciente que se vea como una parte integral del conjunto. Esta es la segunda parte del proceso de individuación en el que llegamos a una «síntesis de los elementos conscientes e inconscientes de la personalidad». Jung afirmaba que alcanzar esta integración y totalidad psicológica era muy importante. Porque así obramos desde una base equilibrada utilizando todos nuestros recursos, todas nuestras capacidades conscientes e inconscientes, racionales e intuitivas. Y entonces todo llenará y orientará nuestra vida, permitiéndonos sacar provecho del Amor y Sabiduría universal. En realidad, necesitamos un regreso consciente a nuestra consciencia original antes de que se instaure el circuito del ego.
Este verdadero autoconocimiento no es en su propio beneficio, sino que constituye un paso intermedio para experimentar la Realidad última: «La realidad que llamamos Dios ha de descubrirse primero en el corazón humano; más aún, no puedo llegar a conocer a Dios si antes no me conozco a mí mismo» (Maestro Eckhart).
ESTRATEGIAS DE HUIDA
Si no entendemos bien la meditación y la consideramos únicamente como una forma de relajación, una forma de olvidar nuestros problemas o de evadirnos en nuestra imaginación y fantasías, podemos meditar durante años sin aumentar nuestra consciencia o sin conseguir ninguna transformación. De hecho, tan solo reforzaría las impresiones que tenemos de nosotros mismos y de los demás. En lugar de llegar al autoconocimiento usamos la meditación para suprimir aspectos de nuestra naturaleza a los que no nos gusta enfrentarnos, nuestra sombra, y seguimos, por tanto, fragmentados. Necesitamos abrirnos al conocimiento que nos proporciona nuestro yo más profundo y mostrar el deseo de reconocernos y aceptarnos a nosotros mismos tal como somos en realidad.
Además, en lugar de concentrarnos en entendernos de verdad a nosotros mismos, preferimos evitar el cambio centrándonos en tratar de comprender racional e intelectualmente la Realidad superior a la que nos sentimos atraídos. Lo primero que enseñan la filosofía y la teología es la esencial imposibilidad de que nuestras capacidades racionales limitadas alcancen dicho entendimiento. No hay respuestas correctas definitivas; las ideas suelen contradecir y sustituir intentos previos. Todas las teorías y teologías son intentos de interpretación personales y limitados.
«Es imposible meditar sobre el tiempo y el misterio del paso creativo de la naturaleza sin sentirse abrumado por las limitaciones de la inteligencia humana» (Alfred Whitehead).
Tomás de Aquino es un buen ejemplo. Después de toda una vida escribiendo y teorizando sobre lo divino, tuvo una experiencia espiritual que le hizo profundamente consciente de nuestros intentos de racionalización. Vio todos sus escritos como paja y dejó de escribir. Subrayó la importancia de la experiencia.
La búsqueda del conocimiento es algo natural y loable. Pero es nuestro aspecto egoico, aquel al que le gusta teorizar sobre la Realidad última y queda siempre fascinado por los intentos de otras personas, hasta llegar incluso a querer superarlas. De modo que el resultado no es sabiduría, sino conocimiento que lleva a conflictos serios. La interpretación de la experiencia espiritual de nuestros maestros iluminados, como Jesús o Buda, de lo que significaron ellos y sus enseñanzas, provocó discusiones y división poco después de su muerte.
Pero teorizar, filosofar, teologizar, es una actividad segura y placentera. Es una forma ideal de evitar el trabajo real que ha de hacerse. No es bueno especular sobre lo divino y tratar de ser uno con lo divino si no empleamos nuestras energías en identificar lo que nos impide experimentar intuitivamente esta Realidad última.
EL ESPÍRITU
Aunque tenemos trabajo que hacer en nuestra mente y en nuestro cuerpo, la propia transformación espiritual está fuera de nuestro control. Este cambio total de consciencia no puede alcanzarse de ningún modo, sino que es un don de la divina gracia.
Aunque el viaje espiritual se presenta aquí de forma lineal, primero el cuerpo, luego la mente, luego el espíritu, estos niveles no son fases progresivas, sino niveles de profundización simultáneos, solapados. Nos movemos en torno a ellos en espiral, mientras se nos permite atisbar destellos a medida que practicamos.
Con frecuencia, al comienzo del viaje espiritual hay ya un espontáneo conocimiento espiritual profundo, un recordatorio de nuestra verdadera naturaleza, un atisbo de una dimensión más amplia y un alejamiento de la preocupación por la realidad superficial. Recordamos que la Luz habita ya dentro de nosotros; ya estamos iluminados: «Hemos venido de la luz, el lugar donde la luz se ha originado por sí misma [...] Somos sus hijos» (Evangelio de Tomás 50). Los primeros Padres de la Iglesia llamaron a este momento de conversión metanoia; una transformación del corazón y de la mente, una conversión esclarecedora que permite que el recuerdo del verdadero yo se haga más nítido con el tiempo. Esto nos permitirá cruzar el umbral entre los diferentes niveles de percepción. Literalmente significa una transformación en el nous. Nous es el término que utilizó Platón para definir nuestra esencia humana, pero incluía también nuestra mente. Cuando entramos en nuestro ser interior en el sendero de la contemplación, dejamos atrás nuestra inteligencia racional, nuestras emociones y nuestras percepciones sensoriales, y actuamos exclusivamente desde la facultad superior a la razón en el nous: nuestra inteligencia intuitiva. Este es nuestro vínculo y canal de comunicación con lo divino. Ahora lo llamamos nuestro yo más profundo, nuestra naturaleza espiritual. El yo no se ve afectado por los acontecimientos externos de nuestra vida y es libre para ayudarnos con sus percepciones e intuiciones, que se nos conceden tras el silencio de la meditación o en sueños, y de otras maneras que el yo espiritual encuentra para llegar hasta nosotros.
El impulso hacia la metanoia suele ser un punto crítico o un acontecimiento importante en cualquier etapa de nuestra vida, cuando la realidad aparentemente segura e inmutable que vivimos se vuelca de modo desconcertante. Un individuo o un grupo nos rechaza; afrontamos el fracaso, la pérdida de la autoestima; perdemos un trabajo preciado o de pronto nos falta la salud. El resultado puede ser, o el rechazo a aceptar el cambio, un descenso a la negatividad, la desconfianza y la desesperación; o quizá, frente al hecho de que nuestra realidad no es tan inmutable como pensábamos que era, afrontamos el desafío de mirarnos a nosotros mismos, nuestro marco habitual y nuestras opiniones y valores con otros ojos.
En un momento así, cuando la cadena que se compone de todos nuestros condicionamientos, todos nuestros pensamientos, recuerdos y emociones se rompe temporalmente, es cuando estamos libres y liberados en el «aquí y ahora»: el momento eterno. Durante un instante vemos la realidad tal como es. Lo que esto quiere decir de verdad lo demuestra claramente María Magdalena. Tras la crucifixión de Jesús, va a la tumba y la encuentra vacía. Está angustiada, absorta en su propio dolor, en su propia aflicción. E incluso, cuando Jesús aparece, ella está tan desbordada por su dolor que no es capaz de verle con claridad. No le reconoce y le confunde con el jardinero. En el momento en que Jesús la llama por su nombre, ella se abre paso a través de la visión nublada de la realidad, que está centrada en sus propias emociones y necesidades y le ve en su auténtica realidad.
Eckhart Tolle, en su libro El poder del ahora, describe la crisis que le hizo emprender su viaje. Desde un sentimiento perpetuo de temor, de mundo ajeno, hostil y sin sentido, incluyendo su propia vida, llegó instantáneamente a la toma de conciencia de su verdadera naturaleza y de la verdadera naturaleza de la Realidad. En su momento de mayor desesperación le surgió la pregunta fundamental: «¿Quién soy yo realmente?», y en el vacío, dejándolo todo de verdad, él nació de nuevo en la consciencia de la Realidad última, que ofrece luz y vida a nuestra realidad ordinaria.
El conocimiento de la verdadera Realidad de Bede Griffiths no surgió a partir de una crisis, sino de la contemplación de la naturaleza. En La cuerda de oro describe cómo la belleza del canto de un ave y de un arbusto de espino en flor le llevó a un profundo sentimiento de asombro al contemplar la puesta de sol mientras una alondra «derramaba su canción». Sintió que «estaba siendo consciente de otro mundo de belleza y misterio», y especialmente por la noche sintió en muchas otras ocasiones la «presencia de un misterio insondable».
Habrá personas que reconozcan conscientemente la semejanza entre su propio estado mental al comienzo de su búsqueda en alguna de las experiencias descritas más arriba; para otras se reflejará a un nivel inconsciente.
Este momento no siempre es tan dramático. Nuestra sensibilización perceptiva varía enormemente de una persona a otra, de un momento a otro. Puede que algunos de nosotros hayamos tenido un momento de trascendencia, la percepción de una realidad diferente, una huida de la prisión del ego, mientras escuchábamos música, poesía o estábamos absortos en una obra de arte. Puede que otros nunca hayan percibido conscientemente un momento real de conocimiento, y aun así, en cierto modo, han sido siempre conscientes de la existencia de una Realidad superior. Sin saberlo, están sintonizando cada vez más con esta realidad. Ya en un momento temprano de la meditación solemos alcanzar la experiencia de la verdadera paz e incluso de la borboteante alegría. Momentos como estos, en que nos liberamos de la preocupación por nosotros mismos, son dones divinos.
En cualquier caso, este atisbo no es el final, sino el principio: un impulso a crecer. El deseo de saber más sobre esta realidad intuida se intensifica y buscamos a alguien que pueda ayudarnos a acercarnos más a ella. En este momento, a menudo descubrimos la meditación, de otra manera. Es el comienzo del trabajo de esclarecer e integrar la experiencia y, al hacerlo así, de permitir el ascenso a la consciencia espiritual, a la autenticidad personal y a la verdad transpersonal.
Aunque esta repentina y atemporal percepción sea efímera y transitoria, puede tener efectos duraderos, pero se necesita trabajo, esfuerzo y gracia para conseguir una transformación permanente. Se necesita una danza, una danza de integración del ego con su sombra, del ego con el yo, del yo con la Realidad última.
LA FILOSOFÍA PERENNE
La posibilidad de integración del yo con la Realidad última está claramente expresada en la filosofía perenne 5, que describe la base común de todas las grandes religiones y filosofías. Es importante recordar que la uniformidad, la comunalidad, que destaca esta filosofía se basa en una auténtica experiencia espiritual práctica que tiene lugar más allá del tiempo y del espacio de nuestra realidad material habitual. Además, Bede Griffiths dice: «Cuando la mente humana alcanza cierto punto de experiencia, llega a este mismo entendimiento, y eso es lo que constituye la filosofía perenne». Se refiere a la forma intuitiva de entender, y no a la racional, una función predominantemente de la parte derecha del cerebro, no de la izquierda.
La filosofía perenne afirma con seguridad que hay una Realidad última que es al mismo tiempo universalmente inmanente y trascendente en la creación. La realidad que podemos percibir con nuestros sentidos está integrada en y sustentada por esta Realidad dominante. La cualidad esencial de esta Realidad superior es que no pueden alcanzarla los sentidos ni la mente racional: los pensamientos o imágenes no pueden expresarla con claridad; es incomprensible e inefable. Pero hay algo en el eterno yo más profundo de un ser humano, más allá del ego personal, que tiene algo en común con esta Realidad última y puede, por tanto, relacionarse con ella. Es la base de nuestro yo personal que compartimos con los demás y con toda la creación; es ahí donde somos uno.
Todos poseemos esa esencia, el yo. La filosofía perenne sostiene la firme convicción de que todos, no solo los tipos «místicos», pueden, pues, alcanzar la unión con la Informidad última, independientemente de cómo se manifieste esta: nirvana, no mente, iluminación, unión con la deidad. Al practicar la meditación como una disciplina espiritual contemplativa seria, nos hacemos personalmente conscientes de este innato potencial para la unidad omniabarcante y nos transformamos poco a poco por la gracia para estar cada vez más sintonizados con este nivel de conciencia más elevado.
La energía del aspecto del yo de nuestro ser se reflejará con una energía similar en la Realidad divina:
Todo lo que está limitado por forma, apariencia, sonido y color
es llamado objeto.
Entre todos ellos, solo el hombre
es más que un objeto.
Pero, al igual que los objetos, tiene forma y apariencia.
No está limitado a la forma. Es más.
Puede alcanzar la informidad.
(CHUANG TZU)
LOGROS ESPIRITUALES
No hay nada por lo que luchar; no es un logro. Solo hemos de recordar que este don divino es inherente a nuestra naturaleza humana. La esperanza y la confianza que provienen de saber que tenemos este potencial innato hacen que nuestra práctica sea significativa y la eleva del terreno de la mera relajación. Todas las tradiciones aseguran que no hay un logro definitivo, y que los denominados logros a lo largo del sendero espiritual son solo subproductos y no se les debería prestar atención.
«Logro», «meta», son términos del ego, y, por tanto, no son relevantes en este sendero. Sin embargo, esto, de nuevo, es ir a contracorriente, dado que estamos fuertemente condicionados para valorar los logros y estamos programados para darles la mayor prioridad.
Los Padres y Madres del desierto del siglo IV (véase el Epílogo) también vieron la búsqueda del logro como algo provocado por la desviación de las fuerzas emocionales del ego: los demonios. Buda también pensó brevemente en los logros, y los llamó vehículos del ego:
Buda estaba caminando a la orilla de un río y se encontró con un sadhu que parecía estar sentado en profunda meditación. Cuando el hombre dejó de meditar, Buda le preguntó qué estaba haciendo con tanta intensidad.
–Quiero cruzar el río caminando sobre las aguas.
–Ya veo –dijo Buda, y prosiguió su camino.
Durante los siguientes veinte años, Buda se cruzó en varias ocasiones con este hombre, que seguía intentando su objetivo sin conseguirlo aún. Por fin, un día, mientras Buda pasaba por allí cerca, el sadhu, con una gran sonrisa, le dijo a Buda que por fin podía caminar sobre las aguas. Buda le felicitó, pero luego le preguntó suavemente si quizá no habría sido más sencillo pagar al barquero.
La perspicacia repentina, los cambios de consciencia, la experiencia kensho y la iluminación no pueden provocarse solo con el mero esfuerzo. Cuanto más tratemos de alcanzarlas, más lejos parecerán alejarse.
La transformación tendrá lugar solo cuando abandonemos nuestras aspiraciones para lograrla y todo voluntario esfuerzo que nos atrape en nuestra mente superficial. La gracia podrá entrar. La actitud deseada es la de desapego de todo lo que pueda o no pueda pasar, que ilustra maravillosamente este dicho de El camino de Chuang Tzu:
Cuando un arquero dispara porque sí,
está en posesión de toda su habilidad.
Si está disparando por ganar una hebilla de bronce,
ya está nervioso.
Si dispara para conseguir un galardón de oro,
se ciega
o ve dos blancos...
¡Pierde la cabeza!
Su habilidad no ha variado. Pero el premio
lo divide. Está preocupado.
Piensa más en vencer
que en disparar...
Y la necesidad de ganar le resta poder.
ESPIRITUAL VERSUS PSÍQUICO
Hay que destacar la importancia del desarrollo espiritual, moral y emocional que se producen de forma paralela. La consciencia más elevada que se obtiene en la meditación, el siguiente paso en nuestro crecimiento espiritual evolutivo, debe llevar a un cambio real de todo el ser, y solo así conducir al equilibrio y la armonía. Si todos estos aspectos no crecen uno junto a otro, puede surgir una potencialmente peligrosa unilateralidad. No es extraño ver maestros, avanzados espiritual y psicológicamente, cuyo desarrollo moral y emocional y cuyas habilidades interpersonales son muy escasos, con consecuencias muy lejos de ser deseables.
La energía que se libera al seguir una práctica contemplativa puede utilizarse para la percepción y la transformación en todos los niveles que llevan al plano espiritual. Pero puede también ocurrir que el ego que no desee abandonar su posición dominante se aproveche de ello, evite futuros crecimientos y secuestre los llamados logros en el sendero espiritual. Jung denominó a esto el peligro de la inflación. El contacto con el yo más profundo, el Espíritu, da entonces como resultado una exagerada visión de uno mismo. Pensamos que somos especiales; nos sentimos superiores, contemplamos presuntuosamente a los demás desde arriba; nosotros lo sabemos mejor, lo sabemos todo. Y antes de que nos demos cuenta sufrimos un complejo de superioridad, que con el tiempo puede convertirse en megalomanía. El ego se ha apropiado de todo lo que la profundidad espiritual de nuestra naturaleza ha hecho posible. Esto puede conducir a la afectación y a la exageración de la práctica. Como se hace en el marco equivocado de la mente, es contraproducente y puede incluso llegar a ser peligroso.
Uno de los logros es el resurgimiento de las capacidades psíquicas, que el ego confunde con el objetivo del viaje. Las capacidades psíquicas pudieron haber sido fuerzas humanas elementales que todos poseíamos en épocas anteriores. Quizá fueron importantes en una primera etapa de nuestro desarrollo evolutivo antes de que adquiriésemos la capacidad de usar lenguaje complejo. Con el desarrollo del lenguaje, estas primeras capacidades quizá se abandonaron.
Pero la nueva fase evolutiva de nuestro desarrollo puede requerir la construcción de vínculos entre las antiguas y nuevas capacidades intelectuales e intuitivas: de ahí el resurgimiento de las capacidades psíquicas cuando meditamos. En términos neuropsicológicos, se activan senderos neurales entre el lado izquierdo del cerebro –el aspecto racional– y el lado derecho –el aspecto intuitivo, holístico–. El cerebro sigue el ejemplo que ha comenzado nuestra disciplina, integrando al mismo tiempo lo que somos.
Sin embargo, concentrarse en estas capacidades y recalcarlas en exceso son pasos retrógrados. El verdadero crecimiento espiritual está obstaculizado, y el resultado es el estancamiento. Lo que hacemos es permanecer en el plano material; de hecho, el ego nos atrapa en esa realidad. Puede que experimentemos ocasionales atisbos de una dimensión espiritual, pero no entenderemos el verdadero significado que tiene. Lo consideramos como otro logro, como el alcance de otro nivel de potencial humano, señal de que hemos alcanzado un nivel superior de consciencia; de nuevo lo usamos para alimentar el ego. El resultado es que no puede tener lugar ninguna transformación o integración del todo de nuestro ser, y que no emergerá el yo basado en dichas experiencias. Los beneficios psíquicos de la meditación y el conocimiento de diferentes niveles de consciencia serán evidentes, pero el bagaje emocional y los condicionamientos seguirán distorsionando la perspectiva sobre la realidad e influirán adversamente en nuestras acciones en la vida. La fuerza motriz en lo individual será la propia conveniencia más que la compasión.
ORIENTACIÓN
La tradición advierte de que cuanto más lejos avanzamos por el sendero espiritual, más peligrosas se vuelven estas tentaciones de alcanzar logros motivadas por la vanagloria.
Por tanto, recorrer a solas ese sendero se considera peligroso, puede conducir con facilidad no solo al autoengaño y el orgullo, sino también a la locura: «Decían los ancianos: “Si ves a un joven subir al cielo por su propia voluntad, agárrale del pie y tíralo al suelo, pues no le conviene”» (Sentencias de los Padres del desierto).
Aunque a lo largo del tiempo el silencio y la quietud de la meditación nos llevan a encontrar el Maestro interior, el Cristo dentro, que nos proporciona percepciones sobre la base de nuestro comportamiento, sigue siendo recomendable que un maestro o un compañero de viaje más experimentado verifique estas percepciones o experiencias. Para discernir si estas percepciones provienen del ego o están inspiradas por lo divino y llegan a nosotros por medio del yo, se requiere experiencia basada en la práctica. Esta es una de las razones de la importancia que la meditación cristiana concede a la asistencia regular a un grupo de meditación. Además, la meditación se observa en el marco de una vida espiritual que tiene como elementos clave la fe y la confianza en la naturaleza benévola de la Realidad última. Se considera que es un aspecto complementario que ahonda y completa el conjunto de la disciplina espiritual de la oración. «La meditación es la dimensión que falta en gran parte de la vida cristiana hoy día. No excluye otros tipos de oración, e incluso profundiza el respeto por los sacramentos y la Escritura» (Laurence Freeman).
En los escritos de los Padres del desierto hay un relato muy acertado sobre recorrer a solas el sendero:
Acordaos de lo que no ha mucho visteis con vuestros propios ojos: cómo el anciano Herón fue víctima de una ilusión diabólica y precipitado de un estado de gran penitencia hasta el más profundo abismo. Él había permanecido cincuenta años en este desierto –lo recuerdo perfectamente–, conservando de continuo una fidelidad a toda prueba, y había amado como nadie el retiro de la soledad con un fervor admirable. ¿Cómo, pues, sufridas tantas penalidades, pudo él dejarse alucinar por el tentador y tener esta grave caída, que nos ha llenado a todos en el desierto de profundo dolor? ¿No fue eso debido a que, falto de discreción, prefirió guiarse por su propio juicio antes que seguir los consejos y prácticas de sus hermanos y obedecer las reglas de nuestros Padres?
Siendo joven se había forjado una ley tan rígida y absoluta, mostrándose tan celoso de su soledad y del retiro de su celda, que ni siquiera la solemnidad de la Pascua pudo jamás conseguir de él que compartiera la comida de sus hermanos. Año tras año, esta festividad les congregaba a todos en la iglesia; solo faltaba él. Y ello por temor a que no pareciera que, tomando con ellos ciertas legumbres durante la comida, se relajaba un tanto en el ideal de abstinencia que había abrazado.
Este orgullo fue el lazo en que cayó prendido. Porque, engañado con tal presunción, dio acogida al ángel de Satanás cual si fuera un ángel de luz, y hospedole con la más profunda veneración. Y, poniéndose a su servicio, obedecía en todo sus órdenes. Con esta persuasión se echó de cabeza en un pozo. Tal era su profundidad que los ojos no podían divisar el fondo desde el brocal. Estaba firmemente persuadido de la promesa que le había hecho de que, por el mérito de su virtud y de sus trabajos, saldría en adelante ileso de todo peligro. Quiso saber por experiencia que se hallaba inmunizado contra todo mal. Así pues, a medianoche se precipitó en el pozo, pensando probar el extraordinario mérito de su vida cuando se le viera salir de él sano y salvo. Pero los hermanos tuvieron que sacarle luego a duras penas, estando ya medio muerto. Expiró dos días después.
Lo peor del caso es que se obstinó en su ilusión. Ni siquiera aquella dolorosa experiencia que iba a costarle la vida pudo persuadirle de que había sido juguete del demonio. Por eso los monjes, movidos a compasión, a vista de tantas privaciones y de los largos años pasados en el desierto, no obtuvieron sino con trabajo que el sacerdote y abad Pafnucio no le reputara entre los suicidas ni fuera juzgado indigno de la memoria y oblación que suele hacerse por los difuntos (Juan Casiano, Colaciones II,5).
La tradición del desierto no solo destaca el valor de la orientación, sino que al mismo tiempo nos advierte para que tengamos cuidado a la hora de escoger nuestros guías: «El maestro debe alejarse del afán de dominio, de la vanagloria, del orgullo y que nadie pueda ganarlo mediante la adulación ni cegarlo con dones, ni vencerlo con el vientre, ni dominarlo por la cólera; que sea paciente, dulce y tan humilde como sea posible. Que sea probado y, sin hacer diferencia, lleno de solicitud para las almas» (Amma Teodora).
La formación debe estar basada en la experiencia personal, no solo en el conocimiento teórico: «Es peligroso que nadie enseñe si antes no ha sido formado en la vida práctica. Porque si alguien que posee una casa en ruinas recibe invitados en ella, es perjudicial por la ruina de la casa. Lo mismo ocurre en el caso de alguien que no ha construido antes una morada interior: provoca daños a quien acude a él. Con sus palabras puede convertirlos a la salvación, pero el mal comportamiento les perjudica» (Amma Sinclética).
COMPASIÓN
Si no nos vemos tentados por los logros, la meditación nos llevará a la transformación. El signo exterior de que esto ha tenido lugar y de que la Realidad última se ha hecho evidente en una persona es el crecimiento de la compasión, un amor generoso, sin apegos a resultados ni expectativas, guiado por la auténtica sabiduría.
Compasión e iluminación, al descubrir la Realidad última, están inexorablemente vinculadas, pero la compasión es prioritaria: «A menudo ocurre que, mientras estamos en oración, vienen hermanos a buscarnos; estamos entonces en esta alternativa: interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestro hermano, despidiéndolo sin responderle. Pero la caridad es más grande que la oración; la oración es una virtud particular, en cuanto que el amor contiene todas las virtudes» (Juan Clímaco, siglo VII).
Todos hemos experimentado que es difícil ser verdaderamente felices si estamos en desacuerdo con personas que nos importan. El sendero espiritual nos ayuda a cerrar el espacio que hay entre nosotros mismos, los demás y la creación. Si experimentamos la verdadera realidad de nosotros mismos, nos damos cuenta de que también los demás tienen a Cristo dentro, o, en términos budistas, naturaleza de Buda. Se vuelve más sencillo aceptar a los demás y tener en cuenta sus sentimientos y pensamientos poniéndonos en su lugar.
Como resultado, el mundo se convertirá en un lugar más pacífico; no cambiando el mundo, sino cambiando nuestra propia actitud egoísta por una actitud que se preocupa por los demás, independientemente de nuestras conexiones familiares, nuestro origen, cultura o religión. «Sé el cambio que quieres ver en el mundo» (Gandhi). Esto también fue la esencia de la enseñanza de Jesús.
El siguiente relato ilustra extraordinariamente la transformación que se necesita en el sendero espiritual:
Awid Afifi el Tunecino fue un maestro derviche del siglo XIX que obtenía su sabiduría de las amplias extensiones del desierto del norte de África. En cierta ocasión compartió con sus discípulos una historia que comenzaba con una suave lluvia que caía sobre las altas montañas en una lejana tierra. La lluvia era al principio suave y silenciosa, y goteaba deslizándose por las laderas de granito. Poco a poco fue incrementando su fuerza, mientras riachuelos de agua oscura corrían sobre las rocas y caían por los nudosos y retorcidos árboles que crecían en ese lugar. La lluvia caía, como cae siempre el agua, sin pensar en ello. El maestro sufí pronto comprendió que el agua no tiene nunca tiempo para practicar su caída. Enseguida se convirtieron en aguas torrenciales y unas rápidas corrientes de aguas oscuras fluyeron al unísono en el nacimiento de un torrente. El riachuelo se abrió paso montaña abajo, atravesando un pequeño grupo de cipreses y de campos de verdolaga con flores de espliego y cayendo en cascadas de agua. Avanzaba sin esfuerzo, salpicando entre las rocas, aprendiendo que un arroyo interrumpido por las rocas es el que más noblemente canta. Finalmente, después de haber dejado atrás las alturas de las distantes montañas, el riachuelo se abrió paso hasta los límites de un gran desierto. Arenas y rocas se extendían más allá de lo que la vista podía alcanzar. Después de haber superado todos los obstáculos de su camino, el arroyuelo esperaba poder salvar este obstáculo también. Pero cuanto más rápido sus olas salpicaban el desierto, más velozmente desaparecían en las arenas. Poco después el agua escuchó una voz que susurraba y que parecía venir del propio desierto, que decía:
–El viento cruza el desierto, el riachuelo también puede hacerlo.
–Sí, ¡pero el viento puede volar! –exclamó el riachuelo, estrellándose con la arena del desierto.
–Así nunca conseguirás cruzar –susurró el viento–. Has de permitir que te lleve el viento.
–Pero ¿cómo? –gritó el riachuelo.
–Tienes que dejar que el viento te absorba.
Pero el riachuelo no podía aceptarlo, no quería perder su identidad ni abandonar su propia individualidad. Después de todo, si se entregaba al viento, ¿podría estar seguro de que volvería a ser un riachuelo alguna vez?
El desierto contestó que el riachuelo podría seguir fluyendo, y quizá algún día se convertiría en un pantano allí, a la orilla del desierto. Pero que jamás cruzaría el desierto siendo un riachuelo.
–¿Por qué no puedo seguir siendo el mismo riachuelo que soy? –se lamentó el agua.
–O te conviertes en un pantano o te abandonas al viento.
El riachuelo permaneció en silencio durante largo tiempo, escuchando los distantes ecos de su memoria, sabiendo que partes de él mismo ya habían estado en brazos del viento. Desde aquel lugar, tanto tiempo olvidado, fue poco a poco recordando que el agua conquista solo si se entrega, fluyendo a través de los obstáculos, convirtiéndose en vapor cuando la amenaza el fuego. Desde las profundidades de ese silencio, lentamente, el riachuelo elevó sus vapores a los acogedores brazos del viento y subió hacia arriba, y fue dulcemente transportado en grandes nubes plateadas sobre el extenso desierto. Al acercarse a las distantes montañas del extremo más alejado del desierto, el riachuelo comenzó de nuevo a caer como fina lluvia. La lluvia, al principio, era suave y silenciosa, y goteaba deslizándose por las laderas de granito. Poco a poco fue incrementando su fuerza, mientras riachuelos de agua oscura corrían sobre las rocas y caían por los nudosos y retorcidos árboles que crecían en ese lugar. La lluvia caía, como cae siempre el agua, sin pensar en ello. Y enseguida se convirtieron en torrenciales aguas oscuras que fluyeron al unísono –una vez más– en el nacimiento de un nuevo torrente. Awad Afifi se negó a decir qué significaba aquel relato, cómo había que interpretarlo. Sencillamente señaló el desierto cercano a sus alumnos y les instó a averiguarlo por sí mismos 6.