Читать книгу E-Pack Bianca y Deseo agosto 2021 - Kira Sinclair - Страница 10
Capítulo 6
ОглавлениеCÓMO demonios sabes quién soy? –inquirió él.
A Zabrina le gustó haberlo sorprendido porque, de repente, la comprensión de que estaba con el rey había hecho que tuviese un cierto control sobre aquella horrible situación.
«Mantén la calma», pensó mientras el tren cruzaba la frontera que separaba a sus dos países.
«No dejes que adivine lo que estás pensando ni cómo te sientes. Porque, si lo hace, si lo hace tendrá todavía más poder del que tiene ya». Si Roman se daba cuenta de que se había sentido dolida y traicionada, podía ponerla todavía más en ridículo. ¿Cómo era posible que Zabrina se hubiese planteado renunciar a su título para vivir en una cabaña con él? Tenía que haberse vuelto loca.
–¿Desde cuándo sabes mi verdadera identidad? –le preguntó él en tono frío.
Ella se obligó a fulminarlo con la mirada.
–Supongo que lo que me estás preguntando es cuánto tiempo hace que sé que me estabas engañando, incluso antes de subir al tren.
–¿Y tú te atreves a hablar de engaño? –replicó él–. Si tenías planeado llegar a mi país y ser recibida a bombo y platillo después de haber tenido sexo con quien creías que era mi guardaespaldas.
Zabrina sintió que era la mala de aquella película, lo que probablemente era la intención de Roman. En esos momentos, entendía que, al conocerlo, le hubiese extrañado que fuese tan autoritario y que hubiese tenido tan poca humildad. ¿Por qué no se había fiado de su instinto y había intentado averiguar más cosas acerca de él? ¿Por qué había confiado en él? ¿Acaso no había aprendido hacía mucho tiempo que los hombres eran criaturas egoístas en las que no se podía confiar?
–¡Has empezado tú! –lo acusó–. ¡Tú me has seducido!
–¿Cómo?
–Diciéndome… Diciéndome que mi piel era suave y…
–¿Y siempre respondes así cuando un hombre te hace un cumplido? –inquirió Roman–. Si, digamos, uno de los sirvientes hubiese admirado el color de tus ojos, ¿también le habrías permitido que metiese la cabeza entre tus muslos?
–¿Cómo te atreves?
–Es una pregunta muy sencilla, Zabrina. ¡Solo tienes que responder sí o no!
–No debería responder a esa pregunta cuya respuesta sabes muy bien cuál es. La respuesta es no, por supuesto. Porque yo era inocente…
–¿Qué demonios quieres decir?
Zabrina había pensado que la situación no podía empeorar, pero se había equivocado.
–Que era virgen –le explicó.
–Venga ya –le dijo él, echándose a reír–. Tal vez ambos nos hayamos engañado, pero, a partir de ahora, deberíamos decir solo la verdad.
–Eso es lo que estoy haciendo.
–Te voy a dar tiempo para pensar en lo que acabas de decir y corregirte. No eras virgen, princesa. ¡Así que no me insultes fingiendo lo contrario!
De manera instintiva, Zabrina enterró los dedos en la colcha de seda mientras Roman la recorría con la mirada. Se preguntó si se había imaginado que la mirada se le volvía a oscurecer por un instante. ¿Todavía la desearía tanto como ella a él?
–¿Me estás diciendo que estoy mintiendo acerca de mi inexperiencia?
–Si eso te hace sentir mejor, seré generoso y diré que tienes mucha imaginación. Entiendo que quieras proteger tu reputación, pero no pensaría peor de ti si admitieses la verdad –añadió él–. En cualquier caso, eso no cambiaría lo que va a ocurrir ahora.
Tal vez ella debía haberle preguntado qué iba a ocurrir, pero Zabrina estaba tan horrorizada con la acusación de Roman que casi se olvidó de lo que acababa de decir.
–¿Por qué dices eso? –susurró, entonces, miró el asiento de sofá y descubrió que estaba limpio–. ¿Porque no hay ninguna prueba? ¿Pensabas enseñar la sábana en palacio después de nuestra noche de bodas? ¿No se supone que eso son cosas del pasado?
–¡Por favor, no intentes distraerme! –espetó él–. Sé cómo se comporta una mujer cuando es su primera vez con un hombre, con timidez y con cautela. A menudo, se siente abrumada por lo que le está ocurriendo.
–Qué enciclopédico suenas, Roman. Supongo que habrás tenido sexo con muchas mujeres vírgenes antes de hoy.
–Con alguna –le respondió él, encogiéndose de hombros–. No muchas.
–¿Y se supone que eso debería hacerme sentir mejor?
–En estos momentos, no pienso que haya nada que pueda hacerte sentir mejor –comentó él en tono irónico antes de suspirar–, pero, si te sirve de consuelo, yo me siento más o menos igual.
–¡No me sirve de consuelo! –replicó ella–. ¿Y no te has parado a pensar que tal vez las mujeres se comporten con timidez contigo porque eres el rey? Salvo cuando finges no serlo, por supuesto.
Zabrina dejó escapar una amarga carcajada antes de continuar.
–Me parece que lo que tú has hecho es peor que lo que he hecho yo. Porque tú sabías quién era yo. ¿Cuál era tu intención, Roman? ¿Seducirme? ¿Querías ponerme a prueba para ver si podía resistirme a la tentación antes de llegar a tus manos?
–De haber sido así, habrías fracasado por completo, princesa.
–¡Tal vez, porque no tengo tanta experiencia como tú piensas!
Hubo un silencio y el rey volvió a suspirar.
–Mira, ahora me doy cuenta de que no debía haberte acusado –admitió, levantando las palmas de las manos en un gesto conciliador.
–¿Por qué no dices lo que quieres decir realmente? –le preguntó ella, pensando que debía de ser un hombre que no sabía lo que era pedir disculpas.
–Yo había tenido sexo antes –continuó Roman–, así que supongo que no es tan descabellado que haya pensado que tú también.
–¿Pero? –le dijo ella, arqueando las cejas–. Tengo la sensación de que ahora viene un pero.
Él volvió a encogerse de hombros, pero en esa ocasión el gesto ya no era comprensivo.
–Ambos sabemos que, para que te casases conmigo, no podías haber tenido ningún amante antes, Zabrina. Estas cosas funcionan así. Tal vez la igualdad sexual esté vigente en casi todo el mundo, pero no ha llegado todavía a nuestros países. Y yo estoy seguro de que sabes la suficiente historia como para darte cuenta de que no puede haber ninguna duda acerca de la legitimidad de mi futura descendencia. Y, para ello, la novia tiene que ser pura.
–¿Pura? –inquirió Zabrina, fulminándolo con la mirada, quitándose la goma del pelo y sacudiendo con fuerza la cabeza–. Mira, lo creas o no, yo era virgen. Deja de ilustrar tus prejuicios con tan ridículos eufemismos. Me haces sentir como si fuese una pastilla de jabón.
Roman estuvo a punto de sonreír, pero entonces se acordó de la gravedad de la situación en la que se encontraba. Una situación que se debía resolver lo antes posible. Sacudió la cabeza. Ojalá pudiese salir de aquel vagón y fingir que todo aquello solo había sido un mal sueño.
O un sueño muy dulce…
Pero no podía. Ese era el problema. Nadie podía reescribir el pasado, por mucho poder que tuviese. Y, por desgracia, el pasado no era su único dilema. También tenía que ocuparse del presente. Deseó que Zabrina fuese otra persona, una persona anónima, con la que no tuviese un futuro planeado, para poder volver con ella al sofá. Habría dado cualquier cosa para que lo volviese a abrazar con aquellos suaves muslos, para oírla gemir de nuevo mientras la hacía llegar al clímax. Tragó saliva, la miró y vio que su gesto era desafiante.
Entonces, se recordó que no era una princesa virgen que se sentía agradecida porque iba a casarse con un rey. No, aquella era una princesa que había traicionado a sus dos países. Y que debía pagar el precio de su insensatez.
Entonces, recordó también cómo había sido acariciarla y lamentó no poder volver a hacerlo jamás. Nunca había tenido un sexo así. Se había sentido como si hubiese ido a morir si no la poseía. Como si su vida hubiese dependido de estar dentro de ella. Roman había intentado controlar el terrible deseo que lo había invadido al tenerla cerca. Había querido parar antes de llegar a un punto de no retorno, pero no había sido capaz de darle la espalda a aquella dulce tentación. No había podido evitar desnudarse y desnudarla, y perderse en su increíble dulzura. Y, al penetrarla, la había mirado a los ojos y había visto un anhelo tan intenso como el suyo. Y, entonces, había pensado que aquella mujer era su igual.
Tuvo que admitir que Zabrina habría sido una estupenda amante, pero no era la mujer apropiada para ser su esposa.
Se preguntó si salvaría las apariencias abandonando su incipiente relación causando el menor revuelo posible, o si necesitaría que él le hablase con claridad. Roman pensó que tal vez iba a tener que hacerlo, porque ella lo estaba mirando casi como si nada hubiese cambiado. Cuando, en realidad, había cambiado todo.
Pero Roman sabía que aquella era una situación muy delicada que exigía un tratamiento cuidadoso y diplomático, si quería que las consecuencias fuesen las mínimas posibles.
–Tienes muchos atributos, princesa –le dijo muy despacio–. Eres una mujer bella e inteligente, y estoy seguro de que encontrarás a otro hombre que quiera casarse contigo. Aunque, tal vez, no tenga una posición como la mía, eso es cierto.
Le dedicó una sonrisa para intentar tranquilizarla, sí, pero también para intentar convencerse a sí mismo de que no ganaría nada haciéndole el amor otra vez. Intentó no volver a pensar con la bragueta.
–Y puedes estar segura de que lo que te dije es cierto. Nada de lo ocurrido saldrá de estas cuatro paredes –añadió–. Tu secreto está seguro conmigo.
–¿Mi… secreto?
–Nadie sabrá lo que ha ocurrido entre nosotros, princesa. Será como cerrar un capítulo de un libro.
Zabrina cambió el gesto, no solo porque sus palabras la estaban enfureciendo, sino porque, al mismo tiempo, la estaban excitando. ¿Cómo podía hacerle eso? Durante unos segundos, se sintió casi indefensa bajo los efectos de su fría mirada. Recordó lo increíble que había sido que Roman le quitase la ropa interior, que la acariciase con la lengua entre los muslos hasta hacerla llegar al orgasmo. Recordó, tragando saliva, su segundo orgasmo con él en su interior. Solo de pensarlo volvió a sentir que se derretía, sintió calor. Y se dijo que como no tuviese cuidado, el rey se daría cuenta de lo que le estaba ocurriendo.
Y no podía permitir que eso ocurriese.
Apretó los labios y lo miró fijamente.
–¿Quieres decir que ya no vas a casarte conmigo?
Él suspiró.
–No puedo casarme contigo, princesa, por los motivos que ya te he explicado y que estoy seguro de que comprendes. Sé sincera conmigo, ¿tú serías capaz de intercambiar votos públicamente con un hombre al que en teoría has traicionado incluso antes de conocerlo?
–Yo…
–Hay que cancelar la boda lo antes posible, solo tenemos que encontrar la mejor manera de hacerlo y de devolverte a tu país. Intentaremos minimizar los daños.
Aquello la enfadó todavía más. ¿Cómo podía aquel hombre estar hablando de mandarla de vuelta a Albastasia, como una niña castigada, y de minimizar los daños al mismo tiempo? Resopló con indignación. La naturaleza humana podía ser muy contradictoria. Solo unas horas antes habría vendido las pocas joyas que poseía si alguien le hubiese garantizado que así podría evitar casarse con el horrible rey barbudo.
Salvo que no era horrible.
Era tan impresionante que le había entregado su virginidad. Aunque él no la creyese. ¡Así que no solo la había engañado, sino que la acusaba de mentir! Ella había cometido muchos errores, pero no podía pararse a analizar los detalles. No, debía tener una visión global y no pensar en si habían herido sus sentimientos o no, porque, al fin y al cabo, eso no importaba. Los sentimientos pasaban.
Barajó sus distintas opciones. Podía llegar a un acuerdo con Roman para lanzar un comunicado conjunto, emitido por ambos países, anunciando que la boda no tendría lugar. Podían inventarse un motivo, aunque en esos momentos no se le ocurriese cuál. No podían argumentar que eran incompatibles, porque en un matrimonio concertado eso era lo de menos.
Tragó saliva. También había que considerar todos los gastos, las celebraciones que habría que cancelar, por no mencionar la decepción de sus súbditos, que estaban deseando que llegasen los tres días de fiesta nacional que tendrían después de la boda. Aunque todo aquello no tenía importancia en comparación con el verdadero motivo de aquella unión…
Su país necesitaba urgentemente una inyección de fondos para salir de la ruina económica en la que se encontraba.
Si se cancelaba la boda, todo el mundo pensaría que ella había fracasado. Por muchas vueltas que le dieran al tema, sería conocida siempre como la princesa Abandonada, a la que el rey había dejado plantada. Porque sería ella a quien juzgasen duramente, dado que estaban en una región en la que los hombres seguían considerándose más importantes que las mujeres. Su padre se pondría furioso, por supuesto, pero quienes sufrirían más aquel fracaso serían sus hermanos.
Zabrina respiró hondo, con determinación. No. Por mucho que el rey la provocase, no podía escapar a su destino.
–Pero yo no quiero cancelar la boda –le dijo en voz baja.
Él frunció el ceño, aunque, por un instante, Zabrina vio sorpresa en su mirada. Era evidente que no estaba acostumbrado a que nadie lo contradijese. Tuvo la sensación de que veía cómo le salía humo de la cabeza al intentar decidir cómo aplastar aquel acto de rebelión antes de que fuese a más.
–Siento decepcionarte, princesa, pero no tenemos elección.
–Me parece que no me has entendido, Roman. No estoy decepcionada. Esta es una decisión que he tomado con la cabeza, no con el corazón. No tiene nada que ver con mis emociones, porque las emociones no tienen lugar en un matrimonio como el nuestro. Yo nunca lo he querido, es verdad, pero siempre he estado dispuesta a aceptar mi destino.
–¿Eres consciente de cuánto me estás insultando? –inquirió él.
–No he pretendido insultarte. Solo te he dicho la verdad. Aunque el pasado es irrelevante.
Zabrina respiró hondo.
–Esta unión debe tener lugar. Hace tiempo que se acordó. Tanto tu país como el mío van a beneficiarse de ella. ¿O acaso se te ha olvidado cuánto deseas ese trozo de tierra?
–¿No se te está olvidando algo? –le replicó él–. ¿Algo menos pragmático? Se supone que mi futura esposa tiene que ser…
–¿Pura? –lo interrumpió ella en tono sarcástico–. Eso dices tú. Tal vez lo fuese y tal vez debería sentirme mucho más ofendida de lo que estoy en realidad al ver que no me crees, pero no me siento ofendida en absoluto. Supongo que es porque en lo que respecta a los hombres, mis expectativas son muy bajas.
–Tus opiniones negativas acerca de los hombres no me interesan. Y creo que no me has entendido, Zabrina. No te considero una compañera adecuada y no te quiero como esposa.
–Eres tú el que no me ha entendido –rebatió ella furiosamente–. ¡Has dicho que mi virginidad formaba parte de nuestro acuerdo de matrimonio, pero cualquiera que sepa de leyes sabe que las cláusulas no escritas no significan nada!
La mirada de Roman se endureció.
–¿Quieres obligarme a casarme contigo? ¿Es eso lo que quieres? ¿Y todo porque tu ego no soporta un rechazo?
–Esto no tiene nada que ver con mi ego, sino con asegurar un futuro próspero a mi país.
–Y, después, ¿qué? –le preguntó él–. Estar con alguien que en realidad no quiere estar contigo no es la mejor receta para tener una vida feliz, ¿no?
Por un instante, Zabrina se quedó perpleja con sus palabras, porque estaba segura de que Roman no era tan tonto como para creer en los cuentos de hadas ni en las vidas felices. A lo más que podían aspirar era a ser educados y a tolerarse, así funcionaban las cosas. Lo importante en un matrimonio real era lo que la pareja representaba, no la relación que hubiese entre ambos. Ella ya había esperado tener que cerrar los ojos ante el comportamiento del rey, quien, sin duda, tendría relaciones con otras mujeres. Y había estado preparada para hacerlo porque ese siempre había sido el papel de las esposas de los reyes.
Lo miró y pensó en lo que Roman le acababa de decir.
–Pero, en realidad, tú sí que quieres estar conmigo –le dijo.
–¡No estoy hablando de sexo! –replico él.
–Pero también eso es importante, ¿no? ¿O es que lo que ha ocurrido entre nosotros es lo habitual?
–No, no es lo habitual –admitió él–. Deberías saberlo.
Zabrina asintió. Eso había pensado ella. Tal vez, en otra situación, le habría alegrado oír que el rey sentía la misma química que ella, pero había en su tono de voz una cierta amargura, y reproche. La indirecta acerca de su supuesta experiencia en el terreno sexual no se le había pasado por alto, pero Zabrina estaba acostumbrada a las injusticias y sabía que era algo con lo que se podía aprender a vivir.
–Entonces, ¿por qué no seguimos adelante con el plan? Sé que no es lo ideal, pero tienes que entender, Roman, que llevo años preparándome para mi destino y que, de no haberlo hecho, tal vez mi vida hubiese sido diferente. No quiero volver a Albastasia como la princesa a la que han abandonado y supongo que tú tampoco quieres tener que buscarte a otra futura esposa que pueda darte un heredero. Y esto, al fin y al cabo, es lo importante, que tengas un sucesor al trono.
Él guardó silencio unos instantes y después le preguntó:
–¿Quieres decir que deseas darme hijos?
Siempre se había dado por sentado que lo haría y Zabrina siempre había querido tener hijos. Pensó en lo mucho que quería a sus hermanos y cómo iba a echarlos de menos. Crear una familia era una parte esencial de un matrimonio real, pero no era un tema del que se hablase en voz alta. No obstante, cuando Roman le hizo aquella pregunta, ella se sintió ligeramente esperanzada.
–Eso sí que ha sido siempre parte del trato, ¿no? –le respondió–. Podríamos hacer que el matrimonio funcionase, si ambos quisiésemos. No parece que haya ningún problema de comunicación entre nosotros y eso sería un punto a nuestro favor. Además, ninguno de los dos cree en el amor, solo en la obligación. No nos hacemos ilusiones tontas, ¿verdad, Roman? A ninguno de los dos se nos va a romper el corazón. Así que, si llegamos a un acuerdo, terminaríamos este viaje y, una vez en tu palacio, en Petrogoria, yo me prepararía para mi nueva vida como reina, tal y como habíamos planeado.
Roman tardó en contestar.
–¿Así, sin más?
–¿Por qué no?
Él frunció el ceño y su mirada la traspasó como una espada.
–Tienes respuesta para todo, ¿verdad, princesa?
Ella deseó que no la llamase por su título en aquel tono burlón, porque le gustaba. Le gustaba demasiado.
–Digamos que intento sacar lo mejor de una mala situación.
–¿Y si me niego? Entonces, ¿qué?
Zabrina imaginó que aquel tono serio intimidaría a muchas personas, pero no iba a intimidarla a ella. Se encogió de hombros y oyó el traqueteo del tren, que seguía avanzando en la noche, camino de Petrogoria. Si hubiese sido otra persona, tal vez lo habría amenazado con acudir a la prensa, porque se imaginaba que podían pagarle mucho dinero por una historia como aquella, pero en el fondo sabía que un hombre como Roman el Conquistador jamás cedería ante algo parecido a un chantaje.
–No creo que vayas a negarte –le dijo, aguantándole la mirada–, porque necesitas este matrimonio tanto como yo.