Читать книгу E-Pack Bianca y Deseo agosto 2021 - Kira Sinclair - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеZABRINA se sintió sorprendida, no, horrorizada por lo que acababa de decir delante del jefe de escoltas.
Mientras intentaba ordenar sus ideas y decidir cómo salir de aquella extraña situación, se acercó a la ventana para observar los miles de estrellas que bañaban el paisaje de un haz plateado. Hacía mucho tiempo que no veía algo tan bonito y se sintió conmovida. Era las mismas estrellas que brillaban sobre el palacio de Albastasia, donde estaban sus hermanos, a los que ya estaba echando de menos.
Pero no podía ser una cobarde. Tenía que enfrentarse a su destino y si Constantin Izvor decidía denunciarla ante su jefe, ella tendría que asumir las consecuencias.
Se giró lentamente hacia él y, para su sorpresa, descubrió que no parecía indignado, ni siquiera sorprendido. Su mirada era más bien de curiosidad.
–Mire, ¿puede olvidar lo que acabo de decir? –le preguntó–. Ha debido de ser por los nervios y el cansancio. O por la falta de azúcar, como usted decía.
–O no –le respondió él.
–¿No?
–En mi experiencia, las personas no suelen decir cosas que no desean decir. Es evidente que está preocupada y las preocupaciones hay que resolverlas. ¿Qué le parece si pido que se lleven los platos mientras usted se sienta e intenta tranquilizarse?
Roman tocó la campana para que fueran a recoger la mesa.
–Y tal vez yo pueda ayudarla en eso –añadió.
Señaló uno de los sofás que había en el lado opuesto del salón y, una vez más, Zabrina tuvo la sensación de que se comportaba casi como si fuese su anfitrión y no un empleado de la casa real. Entonces, entró en el vagón un grupo de sirvientes que recogieron los platos, apagaron las velas y encendieron varias lámparas tenues colocadas por toda la estancia. Y cuando se marcharon, ella se dejó caer en el cómodo sofá e intentó pensar en cómo iba a justificar aquel inapropiado arrebato. De repente, la atmósfera le resultó demasiado íntima. Deseó que el resto del mundo desapareciese y que ella pudiese quedarse allí, con él, sana y salva.
Constantin Izvor se acercó a ella sin esperar su invitación y se sentó en la otra punta del sofá.
–Entonces –comentó–. Tiene dudas acerca de su inminente boda.
–¿Acaso no le ocurre a todas las novias? –le preguntó ella.
–¿Puedo preguntarle el motivo?
No era un tema que ella debiera discutir allí, pero el guardaespaldas la estaba mirando de un modo tan… accesible, que Zabrina deseó contárselo, aunque algo hizo que se contuviese. ¿No sería mejor fingir que jamás habían comenzado aquella conversación? Podía pedirle que se marchase y él, como era evidente, obedecería, y la siguiente vez que se encontrasen ambos actuarían como si aquello no hubiese ocurrido.
Puso los hombros rectos y susurró:
–Supongo que me he expresado mal…
Él negó con la cabeza, como si no estuviese de acuerdo.
–Se ha expresado así porque era como se sentía en ese momento, pero sepa que no pretendo juzgarla, Alteza, no soy quién para hacerlo. Solo me interesa su reacción y pienso que tal vez le venga bien desahogarse un poco antes de llegar al palacio, que puede llegar a ser un lugar abrumador.
–¡Pero si yo he crecido en un palacio! –se defendió Zabrina enseguida–. Y estoy acostumbrada a ese tipo de vida.
–Tal vez, pero no hay palacio en el mundo que iguale en esplendor a la ciudadela de Petrogoria –le dijo él–. ¿Por qué no me habla como si fuese un sacerdote en el confesionario y lo que me cuente será tratado por mí con total confidencialidad?
Ella pensó que no se parecía en nada a un sacerdote. Tragó saliva.
–He oído que el rey es un hombre… despiadado –dijo por fin.
–Hay quien dice que hay que serlo para poder ser rey. Ha hecho crecer la riqueza de nuestro país de manera considerable desde que llegó al trono y llegó a un acuerdo de paz en una región que ha sido muy inestable a lo largo de la historia. Como sabe, Petrogoria sufrió en el pasado el asedio de algunos países vecinos. Incluido el suyo, Alteza.
Zabrina asintió. No iba a defender los actos de sus ancestros, cómo iba a hacerlo, si habían plantado la bandera de Albastasia en un territorio que no era suyo y que en esos momentos estaba volviendo a manos de su legítimo dueño.
–Ya sé todo eso –espetó–. ¡Solo desearía no ser utilizada como un sacrificio humano! En realidad, me gustaría no tener que casarme con nadie, pero mucho menos con un extraño.
Él se quedó pensativo.
–Como resultado del matrimonio, ganará un importante paquete económico –comentó él–. Además, ya sabe todos los privilegios que tiene la vida de la realeza, y todas las obligaciones. ¿Acaso no quieren la mayoría de las princesas casarse con un rey?
–Pero fue una decisión que alguien tomó por mí.
–Ese es uno de los inconvenientes, y también una de las ventajas, de la monarquía hereditaria. Las necesidades del país están por encima de las personales.
–¿Y al rey le parece bien este acuerdo? –preguntó ella.
–El rey se rige por hechos, no por emociones. Sabe perfectamente que lo más preferible es un matrimonio de sangre real –le contestó Constantin.
–El padre del rey se casó con una plebeya, ¿no? –le preguntó Zabrina–. ¿No fue ese uno de los motivos por el que tuvieron un terrible divorcio? ¿Ella no se marchó, o algo así?
El guardaespaldas hizo una mueca, como si acabase de probar algo muy amargo.
–Algo así –admitió a regañadientes–. Esa es una experiencia que, sin duda, lo ha marcado, pero hay quien dice que una niñez dura da lugar a un hombre poderoso.
Zabrina nunca lo había visto así, pero tenía otra duda que la preocupaba.
–¿Es un hombre cruel? –inquirió de repente.
Él no respondió de inmediato.
–No.
–Lo dice muy seguro.
–Eso es porque estoy seguro. Lo conozco mejor que nadie. Es cierto que algunas mujeres han acudido a la prensa y han dado entrevistas en las que han hablado de crueldad –comentó con naturalidad–, pero tal vez sea porque no les dio lo que más deseaban.
–¿Y qué es lo que más desean las mujeres? –le preguntó ella.
–¿No lo adivina?
–¿Sexo? –sugirió Zabrina.
–No, no sexo –le contestó él, riendo suavemente–. El sexo es fácil.
–Entonces, ¿el qué?
–Amor –le dijo Constantin–. Ese concepto tan abstracto que genera tanta infelicidad a la humanidad. ¿Y para usted, Alteza? ¿Es muy importante el amor?
–¿Cómo voy a saberlo, si no lo he sentido nunca? –le dijo ella en voz baja.
–En ese caso, debería considerarse afortunada, porque hay quien dice que es solo una locura y otros opinan que no existe –continuó él, sacudiendo la cabeza–, pero permita que disienta. Y no sé cómo hemos terminado hablando de este tema. ¿No se supone que estábamos hablando del rey?
–Sí, supongo que sí –admitió Zabrina casi sin aliento.
–Roman es severo y exigente en ocasiones, como casi todos los hombres de éxito –prosiguió él–, pero no pide más de lo que él mismo está dispuesto a dar. Hay quien lo define como un adicto al trabajo, es verdad, pero en el fondo es un buen hombre.
Zabrina se dio cuenta de que se le habían quedado los labios secos y que tenía el corazón acelerado. De repente, le apetecía todavía menos conocer al rey.
–Esa no es precisamente la mejor recomendación que he oído.
–Estoy intentando ser honesto, princesa. ¿O prefiere que le cuente un cuento de hadas en el que el rey sea el hombre que usted quiere que sea? No le están prometiendo arcoíris y rosas, no, sino algo más sólido. Un matrimonio concertado tiene muchas posibilidades de funcionar.
–Por eso, para aumentar esas posibilidades de éxito, me van a sumergir en su cultura, sin ninguna influencia exterior. Me van a llevar a Petrogoria sin mi familia ni mis sirvientes. Me van a preparar para su rey, como preparan a un pollo antes de meterlo en el puchero.
Zabrina había hablado sin pensar, pero el comentario hizo reír al guardaespaldas y a ella el sonido le resultó muy sexy.
–Pero un pollo es frío y sin vida –le dijo él, sacando la pistola de su funda y dejándola encima de la mesita que había delante del sofá–, mientras que usted es cálida y muy activa.
Aquel inesperado cumplido la sorprendió e hizo que se le endurecieran los pechos y se le acelerase el corazón. Zabrina sabía que lo que estaba ocurriendo era inapropiado, pero no era capaz de controlar su propio cuerpo. Clavó la vista en los ojos color estaño del guardaespaldas y sintió que se le encogía el vientre mientras lamentaba que jamás sabría cómo sería estar entre los brazos de Constantin Izvor ni cuál era el sabor sus labios.
Pensó en las fotografías que había visto de su futuro marido: a caballo, empuñando una espada, en un evento en Nueva York con dignatarios internacionales, vestido de esmoquin en una fiesta benéfica. Lo había visto vestido de manera tradicional, de uniforme, y ninguna de aquellas imágenes habían provocado en ella el menor deseo.
–Es como un oso –susurró, consciente de que a Constantin le brillaban de repente los ojos y que estaba mucho más cerca de lo que ella había pensado–. Con esa barba. Y…
Hizo una pausa.
–¿Y? –la alentó él.
Zabrina lo miró y supo que era demasiado tarde, que ya había hablado demasiado. Podía pedirle al guardaespaldas que se retirase y asumir las consecuencias de sus palabras, pero, en esos momentos, no era capaz de moverse. Solo quería estar sentada allí, perdiéndose en sus ojos.
–Y odio las barbas –terminó con voz firme.
Roman asintió. Supo que debía sentirse enfadado, pero sentía de todo menos ira. Tal vez no estuviese acostumbrado a semejante candor. Además, había en los ojos de Zabrina algo más, deseo, un deseo sexual que debía de ser tan intenso como el que él mismo sentía. Un deseo sexual que había estado presente desde que se habían conocido y que, en esos momentos, era más evidente que nunca.
Zabrina no quería casarse con el que era su futuro marido y, sin embargo, lo deseaba a él. Roman se sintió cegado por el brillo de sus ojos. Estudió su rostro y se sintió embriagado. Tal vez fuese porque llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer y no había estado preparado para enfrentarse a semejante tentación.
Solo podía ver el brillo de sus labios, el modo en que sus pechos subían y bajaban, sus ojos verdes derretidos por el deseo. Roman no se sintió ni como un frío monarca ni como un falso guardaespaldas, sino como un hombre de carne y hueso cuyos sentidos estaban abrumados ante aquella mujer.
Sin darse cuenta, se cernió sobre ella y respondió al sugerente brillo de sus ojos, alentado por el suave suspiro que acababa de escapar de sus labios y que pasó a los de él al besarla. Se dijo que ella entraría en razón en cualquier momento y lo apartaría, pero no lo hizo. Zabrina lo agarró por los hombros y lo acercó a ella, como si quisiese que profundizase el beso, y él lo hizo. Sintió sus pechos pegados al de él y sus lenguas se entrelazaron mientras ella gemía suavemente.
Roman metió la mano por debajo de la camiseta y entonces fue él quien gimió al acariciar el pecho cubierto por un sujetador de encaje. Amasó su suave piel y pensó que eran unos pechos mucho más sabrosos de lo que había imaginado. Le pellizcó la punta endurecida y la oyó gemir de nuevo.
La besó en el cuello, pasó la lengua por su piel y sintió cómo se estremecía. Se sintió completamente hechizado por ella. Bajó la mano a la cinturilla del pantalón y ella acercó las caderas a él. Y todas las preguntas que Roman tenía que haberle hecho, acerca de él y de ella misma, se evaporaron de repente.
¿Acaso no le había dicho a la princesa que todo lo que ocurriese entre aquellas cuatro paredes se quedaría allí? ¿No contaba eso también para todo lo que hiciesen?
–Princesa –le dijo con la voz ronca, mirándola a los ojos.
Zabrina se quedó inmóvil un instante, pero siguió deseándolo con la misma intensidad. Él le estaba preguntando de manera tácita si quería que continuase y ella sabía muy bien lo que debía responder. A pesar de su inexperiencia, sabía que estaban perdiendo el control de la situación, no obstante, no quería parar. Durante toda la cena, se había sentido fascinada por él. Se había sentido atraída por él físicamente, sí, pero también había sentido que podía confiar en él.
Constantin le había dicho que podía confiar en él y, por algún motivo, ella lo había creído, tal vez porque la luz de sus ojos grises le había parecido auténtica y sincera. Así que había confiado en él. Le había contado más de lo que le había confiado a nadie, aunque, en esos momentos, esas confidencias le parecían un arma de doble filo. Le había sentado bien quitarse aquel peso de los hombros y verbalizar sus dudas con alguien que no perteneciese a su familia, no obstante, el haberlo hecho también la hacía sentirse extrañamente nerviosa e… incompleta.
Así que había deseado más. Había deseado no ser una princesa a la que habían vendido a un hombre al que no conocía, sino una mujer con capacidad para tomar sus propias decisiones. Como a quién quería entregarle su cuerpo, o cuándo quería tener sexo por primera vez en su vida. Constantin había intentado tranquilizarla al explicarle que Roman era un hombre más exigente que cruel, pero eso no cambiaba el hecho de que seguía sin gustarle.
El que le gustaba era Constantin.
Le gustaba mucho más de lo que podía expresar. Sobre todo, mientras le estaba quitando la camiseta y pasaba la boca por sus pechos. Zabrina echó la cabeza hacia atrás y sintió que todo su cuerpo temblaba cuando él le chupó con fuerza un pezón y le acarició suavemente el vientre. Quería más, mucho más. Podía sentir calor y un cosquilleo entre los muslos y la necesidad de tenerlo allí. Se le había secado la boca ante aquella sensación tan intensa que hacía que todo su cuerpo le pidiese que continuase con aquello.
Así que lo hizo.
Se dijo que sería solo un minuto. No más.
Él bajó la mano y le acarició en el centro de las braguitas, que estaban sorprendentemente húmedas, y Zabrina dejó escapar un suave grito. Tragó saliva. Se preguntó si estaba mal que Constantin le acariciase con firmeza aquella parte tan íntima de su cuerpo. ¿Cómo iba a estar mal cuando la sensación era tan maravillosa?
Cerró los ojos y las caricias de Constantin hicieron que contuviese la respiración, acercó los labios a él, que la besó, y eso hizo que se sintiese todavía mejor.
–¿Princesa? –rugió él contra sus labios.
Y ella sintió que estaban a punto de cruzar otra barrera y que él le estaba pidiendo permiso. Tal vez, si hubiese dicho su nombre, la habría hecho entrar en razón, pero el hecho de que utilizase de nuevo su título la hizo sentirse ligeramente desconectada de la realidad, ajena a las consecuencias. Era como si aquello no le estuviese ocurriendo a ella, sino a otra persona, a otra persona a la que no conocía bien. A una extraña salvaje que, de repente, había habitado su cuerpo y le exigía que aliviase aquel feroz anhelo.
–Sí –le respondió, y él le quitó la camiseta–. Sí, por favor.