Читать книгу Pecados de un seductor - Kira Sinclair - Страница 5

Capítulo 1

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QUIÉN era?

Sin duda, una marioneta.

Zabrina hizo una mueca al darse cuenta de que casi no reconocía a la persona que había al otro lado del espejo. Porque la mujer del espejo era una impostora, tan arreglada. Volvió a sentir pánico. Cada vez quedaba menos para la boda y no iba a poder evitarla.

–Por favor, no frunzas el ceño –le dijo su madre automáticamente–. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? No es apropiado en una princesa.

Pero en esos momentos Zabrina no se sentía como una princesa, sino como un objeto. Un objeto al que se trataba con el mismo cuidado que a un saco de arroz a lomos de un burro de camino al mercado.

¿Acaso no era esa la historia de su vida?

Prescindible y desechable.

Dado que era la hija mayor, y mujer, siempre se había esperado de ella que salvaguardase el futuro de la familia. Por ese motivo, habían ofrecido su mano al futuro rey cuando era poco más que una niña. Solo ella podía salvar al país de la mala gestión de su débil padre, eso era lo que le habían dicho siempre y así lo había aceptado. No obstante, el momento de la verdad se estaba acercando y Zabrina tenía el estómago encogido de pensar lo que la esperaba. Se giró hacia su madre con gesto de pena, como si a aquellas alturas todavía fuese posible algún tipo de aplazamiento.

–Por favor, mamá –le pidió en voz baja–. No me obligues a casarme con él.

Su madre sonrió.

–Ya sabes que lo que me pides es imposible, Zabrina, siempre has sabido cuál era tu destino.

–¡Pero se supone que estamos en el siglo XXI! Pensé que las mujeres éramos libres.

–La palabra libertad no tiene lugar en una vida como la tuya –protestó su madre–. Es el precio que tienes que pagar por la posición que ocupas en la vida. Eres una princesa y las normas que gobiernan a la realeza son diferentes a las de los ciudadanos comunes. ¿Cuántas veces te hemos dicho que no puedes comportarte como tú quieras? Vas a tener que interrumpir esas misiones tuyas de madrugada, Zabrina. Sí, ¿no pensarás que no estamos al corriente?

Zabrina clavó la vista en sus brillantes zapatos plateados e intentó tranquilizarse. Había vuelto a meterse en un problema por ir a visitar un refugio que había a las afueras de la ciudad, decidida a utilizar sus privilegios para mejorar la vida de algunas mujeres en su país. Mujeres golpeadas por la pobreza y, algunas, controladas por hombres muy crueles. Había invertido los pocos ahorros que tenía en algo en lo que creía. Contuvo una sonrisa amarga. Mientras hacía aquello, la vendían al rey de un país vecino, lo que significaba que era igual de impotente y vulnerable que las mujeres a las que pretendía ayudar. ¡Qué ironía!

Levantó la mirada.

–Bueno, me temo que es evidente que no voy a poder comportarme como quiera cuando me case con el rey.

–No sé por qué pones tantas pegas –le respondió su madre–. Esta unión tiene muchos aspectos positivos, aparte de los económicos.

–¿Como cuáles?

–Como el hecho de que el príncipe Roman de Petrogoria es uno de los hombres más influyentes y poderosos del mundo y…

–¡Tiene barba! –espetó Zabrina–. ¡Y yo odio las barbas!

–Eso no ha impedido que tenga una legión de admiradoras, que yo tenga entendido –le respondió su madre con los ojos brillantes–. Pronto te acostumbrarás. La barba es, además, signo de virilidad y de fertilidad en muchas culturas. Así que acepta tu destino con los brazos abiertos y te verás recompensada.

Zabrina se mordió el labio inferior.

–Si al menos se me permitiera llevarme a una de mis sirvientas, eso me haría sentir un poco como en casa.

–Ya sabes que no es posible –le dijo su madre con firmeza–. Según la tradición, tienes que ir con tu marido dejando atrás tu anterior vida, aunque sea solo un gesto simbólico. Tu padre y yo llegaremos a Petrogoria con tus hermanos a tiempo para la boda.

–¡Pero si faltan semanas!

–Así tendrás la oportunidad de instalarte en palacio y de prepararte para tu nuevo papel como reina de Petrogoria. Después, si todavía deseas contar con alguno de nuestros sirvientes, estoy segura de que tu marido no pondrá ninguna objeción.

–¿Y si es un tirano? –susurró Zabrina–. ¿Y si discrepa conmigo por el mero hecho de llevarme la contraria?

–En ese caso, tendrás que adaptarte a la situación. Debes recordar que Roman es el rey y que será él quien tome las decisiones en vuestro matrimonio. Tu papel como reina es aceptarlo.

Su madre frunció el ceño.

–¿No te has leído esos libros que te di?

–Han sido una buena cura para mi reciente insomnio.

–¡Zabrina!

–Los he leído –admitió ella–. O, más bien, lo he intentado. Debieron de escribirlos hace por lo menos cien años.

–Se puede aprender mucho del pasado –le contestó su madre más serena–. Ahora, sonríe y vamos. El tren te está esperando en la estación para llevarte a tu nuevo hogar.

Zabrina suspiró. Se sentía atrapada porque lo estaba y no tenía escapatoria. Nunca había querido casarse con nadie, mucho menos con un hombre al que ni siquiera conocía.

No obstante, había aceptado su destino, sobre todo, porque era lo que se había esperado de ella. Siempre había sido consciente de los problemas económicos de su país y de que ella podía cambiar esa situación. Tal vez porque era la hija mayor y quería a sus hermanos, se había convencido de que podría hacerlo. Al fin y al cabo, no sería la primera princesa de la historia destinada a un matrimonio concertado.

Así que había estudiado la historia de Petrogoria y su idioma. Había estudiado la geografía del país que iba a convertirse en su nuevo hogar, en especial, la extensa zona que ocupaba el bosque Marengo. La parte del bosque que estaba en su país pasaría a manos de su marido después del matrimonio a cambio de una buena suma de dinero. Pero, en esos momentos, Zabrina tenía la sensación de que todo aquello no tenía nada que ver con su vida real. Como si hubiese estado soñando y, de repente, se hubiese despertado.

El vestido largo acarició los suelos de mármol mientras seguía a su madre y bajaba las escaleras de palacio que conducían a la enorme entrada, donde numerosos sirvientes empezaron a inclinarse al verlas aparecer. Sus dos hermanas corrieron hacia ella, mirándola con incredulidad.

–¿Zabrina, de verdad eres tú? –le preguntó Daria.

–¡No pareces tú! –exclamó Eva.

Ella se mordió el labio inferior mientras las abrazaba y les decía adiós. Tomó en brazos a la pequeña Eva, de siete años, y la apretó con fuerza contra su cuerpo porque la consideraba casi una hija. Quería llorar. Quería decirles lo mucho que las iba a echar de menos, pero eso no habría sido sensato, no habría estado bien. Tenía que ser adulta y madura y concentrarse en su nuevo papel de reina, no podía dejarse llevar por la emoción.

–No sé por qué no te vistes así más a menudo –comentó Daria–. Te queda muy bien.

–Probablemente, porque no es la ropa más adecuada para montar a caballo –le explicó Zabrina–. Ni para correr por los jardines de palacio.

Casi nunca se ponía vestidos, le gustaba sentirse libre y llevar el pelo recogido en una sencilla coleta, no rizado y adornado con perlas gracias a la estilista de su madre.

–Cuánto me alegro de verte vestida como a una mujer joven, para variar –le dijo el rey con la voz ronca–. Y no como a un mozo de establo. Me parece que el papel de reina de Petrogoria te va muy bien.

Por un instante, Zabrina se preguntó cómo reaccionaría su padre si le contestaba que no iba a hacerlo. No obstante, sabía que, aunque su país no hubiese tenido una importante deuda, su padre jamás habría querido ofender a su vecino más cercano anunciándole que la boda no tendría lugar. El resultado habría sido una grave crisis política y muchos egos destrozados.

–Eso espero, papá. De verdad –le respondió, girándose hacia su hermano, Alexandru.

Este la miraba con preocupación, pero no podía hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, solo tenía diecisiete años. En realidad, era un niño. Además, Zabrina se recordó que estaba haciendo aquello por él. Quería que Albastasia volviese a ser un gran país a pesar de que sospechaba que Alexandru no tenía el deseo de convertirse en su próximo rey.

Zabrina avanzó hacia el coche que la estaba esperando fuera y, mientras se subía a la parte trasera del antiguo Rolls-Royce, pensó en el viaje que tenía por delante. El coche la llevaría a la estación de ferrocarril, donde la esperaba el tren del rey Roman de Petrogoria, con su equipo de seguridad dispuesto a acompañarla. En aquella bonita tarde de primavera, el tren atravesaría los campos y el espectacular bosque Marengo que dividía los dos países. Al día siguiente llegarían a Rosumunte, la capital de Petrogoria, donde ella conocería por fin a su futuro marido, idea que la aterraba. Llevaba días convenciéndose de que tendría que poner expresión de amabilidad y agradecimiento, y hacer la reverencia lo mejor que pudiese, con la mirada bajada, hablando solo para responder si le hacían alguna pregunta. Esa noche habría fuegos artificiales y celebraciones.

Todo el mundo iba a festejar que dos extraños iban a pasar el resto de sus días juntos.

Zabrina miró hacia los establos con añoranza y pensó en su querido caballo, al que había montado por última vez esa mañana. ¿Cuánto tiempo tardaría Midas en echarla de menos? ¿Se daría cuenta de que, hasta que pudiese llevárselo a Petrogoria, sería uno de los mozos el que lo pasearía todos los días para que tuviese su dosis diaria de ejercicio?

Ella pensó en aquel rey barbudo y supo que ella tenía mucho más de qué preocuparse. ¿Y si su aspecto físico le resultaba repugnante? A pesar de sus comentarios jocosos, había leído el libro que le había regalado su madre, aunque casi toda su educación sexual procedía de Internet y de una versión online del Kama Sutra. También había visto alguna película que le había hecho sentirse fascinada y repugnada a partes iguales por el tema. De hecho, se había puesto a sudar al pensar en tener que hacer lo que había visto hacer a los actores. ¿De verdad podría soportar las indeseadas caricias del rey barbudo durante el resto de su vida?

Tragó saliva.

Sobre todo, siendo totalmente inocente.

Supo que debía resignarse. Nunca la había tocado ni mucho menos besado un hombre, ya que su virginidad tenía un papel fundamental en aquella boda concertada.

El coche arrancó, dejando atrás los aplausos y vítores de sus sirvientes, y Zabrina empezó el viaje hacia su indeseado destino con el corazón en un puño.

Pecados de un seductor

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