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Capítulo 1

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Abandonado.

El rey Lucca de San Calliano no soportaba esa palabra. Cada vez que la oía, apretaba los dientes con furia y se ponía tenso. Cada vez que la oía, su temperatura aumentaba de tal manera que todo le parecía de color rojo.

Habían pasado dieciocho meses desde que la prensa lo llamó el Príncipe Abandonado por primera vez. Y tras su esperada, espectacular y globalmente televisada ascensión al trono del Reino de San Calliano, los pocos que se creían inmunes a su ira le habían cambiado el apodo por el de el Rey Abandonado.

Por lo visto, sus éxitos les parecían irrelevantes. No importaba que fuera uno de los jefes de Estado más progresistas de su tiempo. No importaba que hubiera cerrado una serie de acuerdos financieros que habían devuelto la prosperidad económica a San Calliano. Ni siquiera importaba que el soltero más deseado del mundo hubiera salido con infinidad de mujeres bellas antes y después de tropezar con la mujer que había traicionado su confianza.

Una mujer que solo era bella por fuera.

–Maldita sea…

Pasara lo que pasara, siempre sería la que le había dejado plantado, la que había dado la espalda a la riqueza, la influencia y el poder. Y, por si eso fuera poco, las personas más románticas habían llegado a la conclusión de que le había partido el corazón, lo cual dañaba terriblemente su imagen de conquistador.

Sin embargo, él no tenía corazón. O por lo menos, no tenía el tipo de corazón que volvía débiles a hombres como su padre y los llevaba a cometer errores tremendos que tenían consecuencias catastróficas para sus seres más queridos, empezando por la reputación de su familia. Y él había aprendido la lección. Había decidido no comprometerse con nadie mucho antes de conocerla a ella.

Pero entonces, ¿por qué había trazado el camino de su propia desgracia?

Había permitido que el deseo nublara su juicio. Había permitido que la belleza y la inteligencia de aquella mujer le cegaran por completo. Se había dejado engatusar por su encantadora sonrisa y había olvidado todo lo que había aprendido sobre el decoro y la discreción, todo lo que le habían enseñado sus tutores de palacio y propio padre.

Durante los cuatro meses de su relación, Lucca había estado tan fuera de sí que casi no recordaba su propio nombre.

Estaba fascinado, hechizado.

Y, luego, lo abandonó.

No, definitivamente no había sido muy discreto con ella. Y lo fue aún menos cuando desapareció sin dejar rastro.

Su desconcierto se convirtió en preocupación cuando se dio cuenta de que le habían desconectado el teléfono, así que habló con sus investigadores de confianza y les ordenó que la encontraran, sin reparar en gastos. Pero la búsqueda fue un fracaso, y Lucca tomó medidas impropias del príncipe heredero de San Calliano.

En su desesperado intento por encontrarla, dispensó favores a amigos y enemigos por igual, y se colocó en una posición ridícula.

Aquella mujer había estado a punto de dejarle sin un ápice de dignidad. Pero, irónicamente, su último acto sanó esa herida: poco antes de la coronación, ella le devolvió el regalo más importante que él le había hecho, junto con una nota. Y Lucca recuperó su orgullo.

Libre al fin, se acordó del acero con el que se había forjado su Reino y lo convirtió en un país que se ganó la atención y el respeto de todos. Se acordó de que su posición implicaba deber y responsabilidades, un deber y unas responsabilidades que había olvidado en cuanto puso los ojos en ella, como si no hubiera aprendido nada de los errores de su padre.

Eso, y el propio hecho de que ahora fuera rey, era lo que había impedido que saltara del avión tres meses antes, cuando le dijeron que la habían localizado. Optó por tomarse las cosas con calma, por sopesarlas con tranquilizar y trazar un plan.

Sin embargo, las palabras de aquella nota seguían grabadas en su corazón: Lo nuestro ha terminado.

Al recordarlas, se puso furioso, pero refrenó rápidamente su ira. No debía olvidar quién era, así que relajó el ceño, respiró hondo y se giró hacia la ventana del despacho. Al fondo, las brillantes aguas turquesa del Mediterráneo rivalizaban en belleza con el despejado cielo azul.

Si Mónaco era famosa por los ricos, San Calliano lo era por poder e influencia política, una joya verdaderamente especial entre un montón de gemas normales y corrientes, un tesoro que muchos usurpadores habían intentado robar durante sus seiscientos años de historia.

Por desgracia, las tres décadas de Gobierno de su padre habían sido desastrosas para el país. Primero, por su discutibles decisiones económicas y después, por los temerarios actos de su esposa.

Hasta él había estado a punto de olvidar lo que implicaba el legado de San Calliano, hechizado por una mujer.

Pero no volvería a tropezar en la misma piedra.

Lucca respiró hondo por segunda vez y miró a su ministro de Turismo y a sus ayudantes, que estaban esperando a hablar con él. Y no era de extrañar, porque no había pronunciado ni una sola palabra desde que le habían enseñado una fotografía de la mujer que tanto daño le había hecho.

–¿Señor?

Lucca se puso tenso al instante, pero no fue por el tratamiento elegido. Puestos a elegir entre señor y majestad, prefería lo primero; sobre todo, porque majestad le recordaba a la mujer por la que había perdido la cabeza, el motivo de su tensión.

¿Cómo olvidar su primer encuentro? Le había mirado con sus irónicos ojos marrones y le había llamado majestad aunque sabía que era incorrecto, porque en aquella época no era rey, sino príncipe. Y se lo llamó mil veces durante su constante ejercicio de seducción, hasta que lo soltó en un suspiro cuando la penetró por primera vez.

Naturalmente, Lucca también la despreciaba por eso. Era otro de sus muchos pecados.

Pero, por mucho que la despreciara, había personas que estaban convencidas de que ya no significaba nada para él; personas como su ministro de Turismo, quien acababa de proponer su nombre para el inminente Festival de Cine, Arte y Cultura de San Calliano. ¿Y por qué no se lo iba a proponer? Desde su punto de vista, tenía sentido. Le había visto con varias mujeres desde entonces, a cual más impresionantes. Todo parecía indicar que lo había superado.

Y no era así.

De hecho, Lucca ardía en deseos de castigarla por su traición. Era un diplomático consumado, y sabía cuándo debía olvidar un asunto, cuándo debía mostrarse magnánimo y cuándo debía demostrar toda la fuerza de su poder. Si la dejaba sin castigo, no se libraría nunca de los cuchicheos que sonaban a sus espaldas. Si la dejaba sin castigo, sería tan débil como lo había sido su padre.

Sin embargo, su ministro le había ofrecido la forma perfecta de vengarse y de limpiar su nombre y su reputación, así que se levantó del sillón y alcanzó la fotografía que le acababa de dejar en la mesa.

La fotografía de su antigua amante.

De la traicionera Delphine Alexander.

De la mujer que se había burlado de él como si estuviera imitando los pasos de su propia madre, cuyos escándalos habían llevado la desgracia al Reino y habían convertido a su padre en un amargado.

Pero había una diferencia entre las dos. Que él no hubiera podido hacer nada en lo tocante a su madre no significaba que no pudiera hacer nada con ella.

Podía hacerlo, y lo iba a hacer.

Lucca alcanzó el informe que acompañaba a la foto y lo leyó. Conocía casi todo su contenido, y lo que no conocía aumentó su determinación de llevar a cabo su plan. Aquella mujer había dañado gravemente su reputación, y la seguiría dañando si no tomaba cartas en el asunto.

Decidido, miró al grupo de personas que estaban ante él, clavó la vista en el ministro de Turismo y dijo:

–¿Debo entender que es su candidata favorita?

El ministro asintió.

–Sí, señor. Si podemos convencerla, claro.

Lucca pensó que convencerla no sería un problema. Ya se encargaría él.

–¿Por qué se han decantado por ella?

–Bueno, las otras candidatas son ciertamente atractivas, pero la señorita Alexander tiene un aire de misterio que, en nuestra opinión, refleja la esencia de la familia real.

Lucca estuvo de acuerdo con el ministro, aunque habría preferido no estarlo. Era tan seductora que hasta su negra e impecable piel competía en brillo con los legendarios diamantes de San Calliano, que tendría que exhibir durante el festival: un acontecimiento de primera línea, con exposiciones de pintores renacentistas, purasangres árabes, coches de lujo y, por supuesto, piedras preciosas.

–Aún no han hablado con ella, ¿verdad? –preguntó, consciente de que todo el Reino estaba esperando el festival.

–No, señor. Queríamos consultárselo antes –respondió el ministro–. A fin de cuentas, la muestra incluye los diamantes de San Calliano y, por si eso fuera poco, ustedes son viejos conocidos.

Lucca apartó la vista de la fotografía de Delphine e intentó mirar las fotos del resto de las candidatas, pero le interesaron tan poco que volvió a ella. Por lo visto, le seguía gustando tanto como la primera vez, cuando le hechizó en una abarrotada sala de Nueva York.

Había un vínculo entre ellos. Y lo iba a romper.

–Tienen razón. Es la candidata adecuada –afirmó–. Pero no quiero que se pongan en contacto con ella. Seré yo quien le haga la oferta.

Un mes después

Delphie Alexander miró con asombro al rubio que estaba sentado a su lado. Parecía resacoso, pero eso no le llamó la atención. Había perfeccionado sus resacas con el paso de los años.

–¿Estás hablando en serio? ¿Has vendido tu participación en el equipo?

Hunter Buckman se encogió indolentemente de hombros y siguió disfrutando del sol de Qatar. Se habían conocido años atrás, y su actitud despreocupada había atraído a Delphie desde el principio; pero, últimamente, esa misma actitud le había empezado a desesperar.

Nunca se tomaba nada en serio.

Heredero único de un imperio petrolífero texano, era tan rico que no había trabajado en toda su vida. Casi todo el tiempo, estaba de brazos cruzados. No hacía nada en absoluto, no tenía más intereses que su hedonista estilo de vida y, por si eso fuera poco, su atención dejaba bastante que desear.

Sin embargo, Delphie había albergado la esperanza de que fuera algo más serio en esa ocasión. Pero no lo había sido.

–Lo siento, Delly. La oferta era demasiado buena. No la podía rechazar.

Ella apretó los puños, refrenando el deseo de gritar.

–Ni siquiera me has dado la oportunidad de hacerte una contraoferta –protestó.

–No te la he dado porque sabía que intentarías convencerme de que no vendiera mis acciones. O peor aún…

–¿Peor aún?

–Que intentarías comprarlas.

–¿Y qué tenía eso de malo?

Delphie no entendía nada. Ella no era como él. Estaba acostumbrada a trabajar duro. Se había tenido que esforzar a fondo desde la adolescencia, cuando se dio cuenta de que solo contaba con sus propios medios.

Hunter apartó la mirada e hizo un gesto a una criada. Los miembros del servicio conocían bien a su jefe, y la joven reapareció treinta segundos después con una botella helada de su cerveza preferida. Delphie tuvo que morderse la lengua para no informarle de que eran las nueve de la mañana.

–Sabía que harías verdaderas locuras con tal de conseguir el dinero necesario para comprarme las acciones. Y no lo podía permitir. Has sufrido demasiado.

–¿Estás diciendo que lo has hecho por mí?

Delphie se quedó horrorizada, aunque no podía negar que Hunter la había visto en sus peores días. Había estado a su lado, oyéndola llorar desconsoladamente. Primero, porque le habían partido el corazón y después, por la pérdida de su bebé.

Y, cuando por fin salió del pozo en el que había caído, Hunter no la incomodó con un sinfín de preguntas. La ayudó por el sencillo procedimiento de ser él mismo.

–¿Cuántas veces tengo que decirte que estoy bien? –prosiguió Delphie–. Ya he superado lo que pasó.

–Maldita sea… sabía que reaccionarías así –dijo él, antes de suspirar–. Mira, me han ofrecido ciento veinte millones de dólares. Una suma demasiado grande para ti.

Ella se estremeció, sorprendida. Efectivamente, era una cantidad demasiado elevada. Habría tardado varios meses, o quizá años, en conseguir los inversores necesarios para comprar las acciones. Y trabajar con demasiados inversores era un problema, porque todos tenían exigencias de lo más frustrantes.

A decir verdad, habría dado cualquier cosa por volver a la situación anterior. Le gustaba ser socia única de Hunter, aunque él tuviera el 90 por ciento de las acciones de Hunter Racing y ella, solo el 10. Le gustaba tanto que se había dedicado a la escudería en cuerpo y alma, y hasta había invertido en ella la totalidad de sus ahorros. Pero en secreto, porque no había salido de su pozo emocional hasta unos meses antes, cuando vio algo que la despertó.

Una noche, dando uno de sus paseos por Qatar, se fijó en un niño al que se le acababa de estropear la bicicleta. Estaba desconsolado, y la cara de aquel pequeño la sacó del páramo en el que vivía y le dio una nueva dirección. Una causa que no solo la ayudó a afrontar el dolor por el niño que había perdido, sino que también revivió el recuerdo de su padre, que adoraba las carreras.

Sus días como modelo habían terminado. La dirección de la escudería se convirtió en su pasión. Y ahora, esa misma escudería estaba en peligro por las decisiones de Hunter.

Frustrada, tragó saliva y dijo:

–Llegué al equipo en el segundo trimestre del año pasado. Llevo poco tiempo en él. ¿No podías haber esperado a que me adaptara? Cambiar súbitamente de socio puede ser un problema para mí.

–Oh, vamos, no me vengas con esas. Te adaptaste al equipo el primer día. Llevábamos cuatro años al final de la clasificación y, en solo seis meses, conseguiste que acabáramos quintos. Hasta hicimos tres terceros puestos en seis de las carreras.

Delphie se frotó las sienes, intentando aliviar su tensión.

–Y, sin embargo, nos abandonas.

Hunter se volvió a encoger de hombros.

–Ya no me hace feliz, Delly. No tanto como a ti.

Delphie se quedó desconcertada con su afirmación. ¿Hacerla feliz? La felicidad era un concepto que casi le resultaba ajeno.

Había llegado a Qatar con el convencimiento de que no volvería ser feliz en toda su vida. Pero, diecinueve meses después, descubrió que podía seguir adelante a pesar de su dolor. Solo tenía que mantener vivo el fragmento de su corazón que aún añoraba sus días con el padre de su difunto hijo. Solo necesitaba un motivo para seguir viviendo.

Delphie se giró y contempló las brillantes aguas del Golfo Pérsico. Hunter había comprado aquella casa porque se rumoreaba que había pertenecido a la amante preferida de un sultán. Pero se había convertido en su santuario cuando su mundo estalló.

Sin embargo, no quería pensar en eso. Lo estaba empezando a superar, y ahora podía estar varias horas sin pensar en Lucca y el bebé. Desde luego, el recuerdo le hacía tanto daño como antes, pero había aprendido a sobrellevarlo o, por lo menos, a no hundirse en la angustia cuando se presentaba.

Fuera como fuera, Hunter le había ofrecido su casa y la había ayudado sin hacer preguntas. Era un amigo de verdad, y no quería enfadarse con él; así que respiró hondo varias veces antes de formular la pregunta clave:

–¿Quién es el comprador?

Él volvió a apartar la vista.

–No lo sé. Ha preferido mantenerse en el anonimato. Cosas de las empresas de los paraísos fiscales –respondió.

Ella suspiró, intentando mantener la calma.

–Soy dueña de parte de las acciones de la compañía. Tengo derecho a conocer el nombre de mi socio.

–Por supuesto, pero no quieren hacer el anuncio oficial hasta mediados de agosto, cuando se suspenda temporalmente el campeonato. Y no preguntes el nombre de la empresa, porque tampoco te lo puedo dar. Me han obligado a firmar un acuerdo de confidencialidad.

Delphie intentó achacar su estremecimiento posterior a la brisa marina, pero la brisa no podía explicar la súbita aceleración de su pulso ni la sequedad de su boca. Su origen era muy distinto, aunque no quisiera pensar en ello.

A pesar de haber compartido cama con el príncipe Lucca de San Calliano durante cuatro meses, nunca le había confesado que le encantaban las carreras de coches. Y tampoco le había contado nada relevante sobre su familia. Por supuesto, Lucca sabía que tenía una, pero ella se había limitado a decirle que no mantenía una relación estrecha con su madre porque su trabajo de modelo le impedía ir a Londres con frecuencia.

Juntos, habían explorado su amor compartido por la cultura y la gastronomía. Y Lucca la había iniciado en el mundo del petróleo y en el apasionante círculo de los diamantes, que conocía de primera mano por las empresas de su familia, que tenía minas en Sudamérica. Pero sobre todo, se entregaban a un universo de sensualidad que les dejaba tan agotados como saciados, sin energía para nada más.

Delphie no sabía entonces que solo era un pasatiempo pasajero, y se quedó atónita cuando Lucca aceptó buscar esposa a partir de una lista de candidatas de la que ella estaba cruelmente excluida, como supo en París.

Le dijeron que no le importaba, que todas las palabras bonitas que le había susurrado al oído eran mentira, y se lo dijeron con tanta brutalidad como eficacia. Fue tan duro que no lo podría olvidar en toda su vida. Por lo visto, había una lista de mujeres esperando a ocupar su lugar. Y una de ellas sería reina de San Calliano.

La noticia la dejó destrozada, porque acababa de saber que estaba embarazada de Lucca. Y sus sueños saltaron definitivamente por los aires. O eso pensó, porque los hechos parecían demostrar que las cosas podían ser peor.

En cualquier caso, Delphie no quería plantearse la posibilidad de que Lucca tuviera algo que ver con lo sucedido en Hunter Racing. Le había devuelto el brazalete que él le había regalado, el brazalete que había tomado estúpidamente por un símbolo de compromiso; pero, en el fondo, seguía albergando la esperanza de que no la hubiera olvidado.

Se armó de valor y volvió a clavar la vista en Hunter. Se había terminado la cerveza, y estaba quitando la etiqueta a la botella.

–Hay algo más, ¿verdad? –le preguntó.

Delphie frunció el ceño. Daba la impresión de sentirse derrotado, algo increíble en Hunter Buckman, quien siempre había sido el espíritu de la fiesta, un hombre hedonista y decidido a disfrutar de la vida.

–Lo siento, Delly, pero los dos patrocinadores principales también lo van a dejar. Se irán después de agosto.

–¿Por qué? –preguntó, perpleja–. Estamos haciendo la mejor temporada de la historia de la escudería. ¿Por qué lo quieren dejar?

Él suspiró pesadamente.

–Se metieron en la empresa por mí. Pero de ti no saben nada.

Ella lo miró con furia.

–¿Se van porque soy una mujer?

Él se encogió de hombros.

–No lo sé, pero tienes un periodo de gracia antes de que se marchen.

–Sí, dos meses para encontrar un patrocinador que ponga más de tres millones sobre la mesa –ironizó.

Hunter se mantuvo impasible. Por muy juerguista que fuera, también era un hombre de negocios que dirigía un imperio económico, y ella sabía que no iba a cambiar de idea. Ni le podía convencer ni le podía pedir dinero para patrocinar la escudería.

Además, Hunter le había ofrecido un santuario cuando más lo necesitaba, sin hacer ningún tipo de preguntas. Y a pesar de ser bastante cotilla, lo mantuvo todo en secreto.

–Ya saldrá algo, Delly, Confío en ti.

Hunter sonrió, y ella se levantó y se fue como si él no hubiera destrozado sus sueños. Aún estaba reflexionando sobre las repercusiones de la decisión de su amigo cuando sonó su móvil y la sacó de sus pensamientos, recordándole que ahora era la jefa de una escudería, no la hundida amante del rey de San Calliano.

–¿Dígame?

–¡Delphie! ¡Mira que eres difícil de localizar!

Delphie se llevó una sorpresa al oír la ronca voz de Rachel, con quien no había hablado desde hacía dos años.

–¿Eres tú? ¿Rachel?

–La misma, aunque me honra que te acuerdes de mí –replicó–. Mira, no me voy a andar por las ramas. Tengo algo importante para ti.

–No –contestó, tajante.

–Pero si no has oído lo que…

–Me he retirado, Rachel. No me interesa lo que me puedas ofrecer.

Rachel suspiró y Delphie frunció el ceño. Era cierto que no le interesaba el trabajo, pero quizá no tuviera más remedio que aceptar el ofrecimiento de su antigua y formidable agente.

–Cariño, no sé lo que te pasa, pero esto es algo especial. Te pagarían tres millones, y eso es un montón de dinero. El cliente es particularmente generoso porque quiere asegurarse de que lo aceptes.

Delphie se estremeció al instante, y se alegró de haberse sentado, porque no estaba segura de que sus piernas la hubieran sostenido en ese momento.

–¿Quién es el cliente? –preguntó, aunque ya lo sospechaba.

–Técnicamente, el Ministerio de Turismo de San Calliano.

Delphie apretó el teléfono con fuerza.

–¿Técnicamente?

–Sí, porque me llamó Su Majestad en persona.

Ella tragó saliva.

–¿En qué consiste el trabajo?

–Es un encargo de una semana. Te enviaré los detalles cuando terminemos de hablar. Pero, resumiendo, tendrías que estar en palacio dentro de diez días. El Festival de Cine, Arte y Cultura empieza dentro de dos semanas –respondió Rachel–. Durante ese tiempo, tendrás que exhibir la colección real de diamantes.

–¿Solo eso?

–No, también tendrás que llevar el diamante de San Calliano el último día, en el baile de clausura –dijo–. Pero es un trabajo fácil y muy bien pagado, por no mencionar que disfrutarás de todo tipo de lujos. ¿No crees que merece que salgas de tu retiro? Sobre todo, teniendo en cuenta que lo quiere el rey en persona.

Delphie estuvo a punto de romper a reír, aunque no precisamente de felicidad. Todo el mundo estaba al tanto de su relación con el rey de San Calliano, pero pocos sabían cómo había terminado. Además, la súbita reaparición de Lucca confirmó su sospecha de que tenía algo que ver con lo sucedido en Hunter Racing.

–¿Delphie? ¿Sigues ahí?

Delphie no quería saber nada de su antiguo amante. Habría dado lo que fuera por no volver a verlo en toda su vida y, especialmente, por no volver a caer en el pozo de tristeza y desesperación donde había caído cuando le abandonó. Pero, por otra parte, no podía permitir que Lucca le arrebatara su sueño.

–¿Qué le digo? ¿Que sí? –insistió Rachel.

–No, no le digas nada. Se lo diré yo misma.

Diez días después, Delphie salió de la ducha de su suite del Gran Hotel San Calliano, decidida a no dejarse acobardar por la serie de pequeños terremotos que se habían producido tras la llamada telefónica de Rachel.

La última carrera, el Grand Prix de Gran Bretaña, tendría que haber sido especialmente placentera, porque se celebraba en su patria. Pero se convirtió en una pequeña pesadilla por culpa de los pilotos, que estaban preocupados por el futuro de la escudería y de los rumores sobre el abandono de los patrocinadores.

Como Delphie no podía decir que estaba haciendo gestiones entre bastidores, se limitó a prometer a su equipo que les daría respuestas tan pronto como las tuviera, lo cual contribuyó a aumentar su nerviosismo.

Cuanto más tiempo pasaba, más segura estaba de que el nuevo dueño le estaba complicando la vida a propósito. Además de los rumores, la prensa estaba repentina y sospechosamente bien informada sobre lo que pasaba en la escudería. Lo sabía todo, y publicaba detalles que solo podía conocer un miembro del equipo.

Ya no tenía duda de que Lucca estaba detrás y, por supuesto, eso la reafirmó en su decisión de rechazar la oferta de trabajo. Solo quedaban dos semanas para la siguiente carrera, que se iba a celebrar en Doha, y Delphie tenía intención de rechazar la oferta en persona.

Tras secarse en el cuarto de baño, regresó al dormitorio. Hasta su alojamiento era una prueba de que Lucca estaba moviendo los hilos de todo el asunto. Delphie había reservado una habitación normal; pero, cuando llegó al hotel, le dijeron que no estaba disponible y le intentaron llevar a la suite real, que costaba varios miles de dólares por noche.

Su firme negativa a aceptar la suite provocó un gran revuelo entre el personal del hotel, y Delphie tuvo que cambiar de idea cuando le informaron de que no encontraría alojamiento en ningún otro sitio. Por lo visto, el festival había despertado tanta expectativa que todos los hoteles, hostales y moteles de San Calliano estaban al completo.

Desde luego, Delphie se abstuvo de preguntar cómo era posible que, en tales circunstancias, la suite real estuviera libre. No quería que le confirmaran lo que ya sabía: que había sido cosa de Lucca.

Fuera como fuera, ahora tenía que concentrarse en la reunión con el hombre al que había intentado sacar de su corazón y su cabeza. Pero solo faltaba una hora, así que se quitó la toalla, entró en el opulento vestidor y descolgó su vestido blanco sin mangas que siempre aumentaba su confianza en sí misma. Su cuello duro y su escote pronunciado proyectaban refinamiento y profesionalismo a la vez.

Ya vestida, se puso unos zapatos de tacón a juego y se empezó a cepillar su rizado cabello. Los repetitivos movimientos la tranquilizaron y, cuando por fin dejó el cepillo, se sentía mucho mejor.

A continuación, alcanzó su perfume preferido y se puso unas gotitas en las muñecas. Y justo entonces, llamaron a la puerta.

El pulso de Delphie se aceleró al instante, como burlándose de su frágil tranquilidad y, aunque aún faltaba media hora para la cita, supo instintivamente que la persona que estaba llamando a la puerta era el rey de San Calliano.

Rápidamente, adoptó la fría compostura de la jefa de la escudería Hunter Racing, pero el corazón se le encogió en cuanto abrió las puertas dobles y clavó la vista en los ojos grises de Lucca.

¿Se habría equivocado al pensar que podía rechazar su oferta en persona? ¿Había pecado de imprudente y arrogante? Tal vez, porque enfrentarse cara a cara a su dragón personal iba a ser notablemente más difícil que hacerlo por teléfono, a miles de kilómetros de distancia.

Sin embargo, Lucca no parecía el mismo hombre que había estado con ella. Estaba distinto, y tardó unos segundos en catalogar los devastadores cambios. El tiempo había aumentado su gravedad y su carisma, acentuando el aura de su más que formidable poder y, por si eso fuera poco, su imponente metro noventa y tres de altura le hacía parecer no un rey, sino casi un dios entre los hombres.

El hecho de que la naturaleza hubiera sido particularmente generosa con su aspecto casi resultaba irrelevante en comparación con su increíble sensualidad, que había aumentado tras su ascenso al trono. Una sensualidad que había aprovechado con ella cuando se conocieron, un arma que debilitó sus defensas y la arrojó a una experiencia profundamente intensa, de la que salió destrozada cuando supo que su relación no tenía futuro.

Ella no estaba en la lista.

Pero eso era cosa del pasado, y ahora se tenía que enfrentar al elegante hombre de raíces italianas, que habría llamado la atención en cualquier sitio. Hombros anchos, caderas estrechas, cuerpo perfecto. Y todo ello, embutido en un traje hecho a mano por los sastres de palacio que enfatizaba su atractivo.

–Llegas pronto –acertó a decir.

Él la miró de arriba abajo, poniendo a prueba sus ya castigados nervios.

La miró durante un largo minuto, sin decir nada. Un minuto durante el que ella se dedicó a observar a los guardaespaldas de mandíbula pétrea que esperaban en el corredor.

Ninguno la miraba, pero Delphie supo que estaban atentos a cualquier movimiento que pudiera hacer, preparados para defender a su señor ante cualquier eventualidad. Ella lo sabía por experiencia, porque les había visto en acción dos años antes, cuando un paparazi cometió el error de acercarse a Lucca.

–Ciao, Delphine –replicó él, rompiendo por fin el silencio.

Lucca sonrió, y su tono de barítono la estremeció por dentro, recordándole sus noches de pasión.

–Se suponía que habíamos quedado abajo, dentro de media hora –protestó ella.

La protesta de Delphie no fue superflua. Por muy grande que fuera la suite real y muchas habitaciones que tuviera, seguía siendo un lugar íntimo que le recordaba demasiado a los que habían compartido en su tórrida relación. Espacios dedicados al placer, donde cualquier esquina podía ser un campo de juego para dar rienda suelta a sus apetitos sexuales. Espacios donde había gritado su nombre más veces de las que podía recordar.

Una vez más, se arrepintió de haberse empeñado en hablar con él en persona. Habría sido mejor que dejara el asunto en manos de Rachel.

Pero ya era tarde, y la experiencia le decía que huir de los problemas no hacía que desaparecieran por arte de magia. Estaba allí, delante de él, y no tenía más opción que sacar fuerzas de flaqueza y hacer lo posible por no sucumbir a ningún tipo de debilidad.

–Te has estado haciendo la dura durante dos semanas –dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos–. Quizá he llegado antes para seguirte el juego y dar la impresión de que no podía esperar ni un segundo más. O quizá, porque ardía en deseos de hacerte ver que lo que va a pasar a continuación no depende de ti.

Lucca se encogió de hombros y volvió a sonreír, arrancándole otro estremecimiento.

–Sea como sea… ¿me vas a invitar a pasar, Delphine?

E-Pack Bianca y Deseo marzo 2022

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