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ОглавлениеPRIMERA PARTE: JUEVES, 9 DE ABRIL, PALM SPRINGS, CALIFORNIA
Mi padre me muestra los seis o siete libros raros de su colección. Fueron producidos entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII, en Londres, y publicados por la Cambridge University Press; son varias ediciones de la Biblia y del Libro de la Oración Común. Mi padre celebra los albores de la secularización durante la era isabelina. Basta de latín, basta de seguir mecánicamente al Papa, cuya autoridad superaba a la de la monarquía. Para convertirse en una potencia mundial, Inglaterra necesitaba su propia religión de estado, apuntalada por un frente mediático que la monarquía pudiera controlar. La editorial Cambridge University Press fue fundada por un acta constitutiva del rey Enrique VIII y publicó la liturgia de la Iglesia de Inglaterra. Su rector actuó también como censor para todas las publicaciones del reino. No muy distinta a la Prensa de Moscú establecida por Vladimir Lenin, funcionó como un flanco de propaganda institucional que les llevó nuevas ideologías a las masas.
Los libros, obviamente, son muy viejos. Están encuadernados en cuero de becerro y vitela; los lomos están reforzados por un conjunto de puntales hechos de cordel entrelazado e incrustados debajo del cuero. Las páginas tienen ese olor acre y enmohecido de las cosas que estuvieron demasiado tiempo en un sótano. Son delgadas como un suspiro y están poniéndose grises en los bordes. Todo se desmorona… A lo largo de los cuatro siglos de uso y curiosidad, las páginas de estos libros se desprendieron, fueron reunidas y vueltas a coser. Los más antiguos están compuestos en una pesada tipografía gótica inglesa. Rudimentaria y deliberada. Una tipografía que no iba a llegar muy lejos. Una tipografía que evoca un mundo de temor, fe e ignorancia, de plagas y hierbas curativas, estaciones, clima, colchones de paja y carretas tiradas por bueyes. Una cosmogonía donde uno se sentiría inclinado hacia un libro de oración común, donde “común” no significaba ordinario sino “colectivo”. Este espíritu de comunidad contenía la promesa de elevar al individuo de la mugre del pueblo y llevarlo hacia una consciencia más grande y radiante: una nación. Mundo sin fin, amén.
Hay un fetichismo conectado con los objetos en esta clase de coleccionismo amateur. Una experiencia ingenua de la sustancia y el mundo material. El objeto forma un lazo entre su origen y el coleccionista. El niño de la campiña lleva una caracola a su oído para escuchar el rugido del océano. Hay una emoción táctil embellecida por la imaginación. Esta imaginación requiere cierta alfabetización –la historia es como el océano–, una acumulación de referencias, sueños e historias desencadenados por el contacto con el objeto. En este sentido, el objeto simplemente funciona como un disparador de la colección real, que es completamente interna.
Mientras investigaba sobre los cultos de platillos voladores milenaristas, visité la extraña sala de libros de la Biblioteca Pública de Nueva York, y solicité un volante sobre la visión de la Virgen María por parte de dos niños en un pueblo en el interior de Inglaterra hacia 1425. Plegado como un acordeón, me trajeron el panfleto desde el sótano de la biblioteca, presentado en una bandeja y cubierto por un terciopelo aplastado de color borgoña. Fuera de la biblioteca, corría el año 1999, pero dentro de la sala de techos altos sin ventana estaba la prueba de que una banda de lunáticos alguna vez merodeó por la campiña inglesa profetizando la salvación a través del primer platillo volador del mundo: la Divina Virgen María. Fue escrito que ella se mostraría primero ante los niños, afirma el panfleto.
De forma similar, en la novela Conde cero (1986), de William Gibson, la caja sin nombre de Joseph Cornell que falta funciona como el máximo fetiche del coleccionista. La caja es totalmente erótica: la inocente encarnación de un mundo que vive fuera de sí mismo. El coleccionista Josef Virek despliega todos sus recursos para ubicarla. Y finalmente la encuentra. Pero la caja es irrecuperable, está a la deriva en el hiperespacio y no puede ser poseída. En esta novela, una de las novelas de ciencia ficción más modernistas que existen, la obra de arte es completamente implacable. Solo puede ser percibida dentro de su propio universo, en sus propios términos. Para ver la caja, Virek debe lanzarse al hiperespacio: un destino desde el cual, como la muerte, no hay regreso. Y Virek lo hace.
En 1992, la performance de William Gibson en colaboración con el artista Dennis Ashbaugh en The Kitchen, en Nueva York, investigó la confluencia de la objetualidad y el desvanecimiento en términos levemente diferentes. Transmitida simultáneamente a varias ciudades, Agrippa (A Book of the Dead) [Agripa (un libro de los muertos)] (1992), consistió en la lectura pública de un texto de Gibson que Ashbaugh grabó en un disco magnético sellado al vacío. El texto estaba programado para borrarse a los pocos minutos de ser expuesto el aire. Las palabras desaparecieron apenas fueron dichas.
El texto evanescente de Agrippa bien podría haber estado inspirado por la estrategia curatorial que se adoptó para exhibir las pinturas de las Cuevas de Lascaux en el centro de Francia. Descubiertos en 1940 en Dordogne, estos dibujos paleolíticos fueron abiertos al público hasta que, en 1955, los arqueólogos notaron que se deterioraban al entrar en contacto con el aire. En 1963, las cuevas se cerraron. Los visitantes fueron conducidos a Lascaux II, una imitación perfecta de la obra de arte original y su entorno en una ciudad cercana. Si las cuevas reales hubieran permanecido abiertas, las pinturas, que habían sobrevivido por 17.000 años gracias al sellado hermético producido por un accidente geológico, habrían desaparecido en el breve periodo de una vida humana.
El coleccionismo, en su forma más primitiva, implica una creencia profunda en la primacía y el misterio del objeto, como si este fuera algo salvaje. Como si tuviera un sentido y un peso que fueran inherentes, primarios, que superaran los intentos de clasificarlos. Como si el objeto no funcionara como una pizarra en blanco que espera ser escrita por la práctica curatorial y la crítica de arte.
Sin duda, esa clase de coleccionismo primitivo es totalmente irrelevante para el vacío preventivo del objeto y el carácter infinitamente intercambiable del sentido en el mundo del arte contemporáneo. No estoy hablando del papel del comercio en la producción, valorización, adquisición y colección de objetos de arte. El comercio era aquello contra lo que se rebelaron los dadaístas de comienzos del siglo XX, con sus diatribas glosolálicas y sus collages hechos de periódicos, basura y revistas. Escapando de la Primera Guerra Mundial en el Cabaret Voltaire de Zúrich, Hugo Ball, Emmy Hennings, Sophie Tauber y Hans Arp se sentían horrorizados por la mercantilización del “objeto” en el gran arte europeo y la mercantilización militar de la vida humana. Pero como Lenin (que a veces pasaba por el Cabaret para jugar al ajedrez) les debió decir, los anti objetos dadaístas se transformarían finalmente en tesoros artísticos mercantilizados: coleccionados, negociados, vendidos y comprados. El mundo del arte refleja el mundo que lo contiene antes que proporcionar una alternativa a este (Jeremy Gilbert-Rolfe, Beauty and the Contemporary Sublime, 1999). El comercio definió el movimiento del expresionismo abstracto de la década de 1950, y el pop art fue tan divertido, una década después, porque muchas personas glamurosas e interesantes lo compraron. Después de un breve periodo en el arte povera y el arte procesual, durante los setenta, el comercio volvió estruendosamente con “el regreso de la pintura” en los ochenta, y nunca más se volvió a ir.
El arte y el comercio han sido siempre las dos caras de la misma moneda y oponerlos sería falso. De lo que estoy hablando, en cambio, es de un desplazamiento que ha tenido lugar durante los últimos diez años en la forma en que los objetos de arte llegan al mercado, en cómo se los define y se los interpreta. La profesionalización de la producción artística –en congruencia con la especialización en otras industrias post capitalistas– ha significado que el único arte que alguna vez llegará al mercado ahora es el arte producido por graduados de escuelas de arte. La vida del artista importa muy poco. ¿Qué vida? Las vidas de los jóvenes artistas exitosos son prácticamente idénticas. En el mundo del arte contemporáneo hay poco margen para arruinar las cosas con accidentes o sorpresas imprevistas. En el mundo de los negocios los lapsos de desempleo en la historia laboral dejan automáticamente fuera del ascenso a ejecutivos de niveles medios, especialistas en tecnología de la información y abogados. De manera similar, el artista exitoso asiste a la universidad después de la escuela secundaria, obtiene un título de grado y luego se inscribe en un posgrado de arte de alto perfil. Después de obtener ese diploma, el artista consigue una galería e instala un taller.
Las oportunidades equitativas para los artistas blancos y asiáticos de ambos géneros han generado una uniformidad masiva. Lo mejor, por supuesto, para el artista, es ser heterosexual y estar en una pareja estable y monógama. Esto constituye una salvaguarda contra las filtraciones de la subjetividad que podrían poner en riesgo la obra y arrojarla de vuelta al espacio de lo “abyecto”. Y, como presuntamente todos acordamos, lo abyecto fue un exceso de la década de 1980 que hace ya mucho tiempo ha perdido credibilidad. Si el imaginario de la subcultura sexual debe ser desplegado, como en el trabajo de Dean Sameshima, graduado del Art Center, es importante que cualquier corriente subterránea de deseo sea apaciguada y relativizada por medio de la fusión del porno homoerótico con la pornografía de la belleza de consumo de los anuncios gráficos de moda. A través de esta fusión, el espectador es conducido hacia el estado más deseado de neoconceptualismo neocorporativo: el espacio vacío de la ambigüedad, que es algo completamente diferente al espacio desordenado de la contradicción. “La ambigüedad –escribió el filósofo holandés Baruch Spinoza, viéndolo todo doscientos años atrás– es el reino de la noche.”
Los críticos Dave Hickey, Jeremy Gilbert-Rolfe y David Pagel, en su defensa de la “belleza”, como opuesta a la “criticalidad”, son ahora la nueva policía del anti sentido. Durante mediados de la década de 1990 y durante algunos años más, la “criticalidad” (palabra clave para aquellos sin educación, aquellos con consciencia de raza y género, aquellos impulsados a hacer un arte que se refiera a las condiciones en el mundo social en vez de otro arte) se transformó en el malvado imperio que acechaba por fuera del mundo del arte de Los Ángeles. Estos tres críticos despotrican contra la influencia de la “academia”, con su énfasis en la “historia”, sobre la producción contemporánea de arte. Como los tres están empleados dentro de departamentos de arte de instituciones académicas (La Universidad de Nevada, el Art Center College of Design y el Claremont College, respectivamente), creo que a lo que se refieren, más específicamente, es a la perniciosa disciplina híbrida conocida como “estudios culturales”, que desde los setenta ha utilizado el feminismo, la historiografía, las teorías queer y poscoloniales como lentes a través de las cuales observar la propia experiencia del mundo.
Hicky define vagamente “la institución terapéutica” como la gran saqueadora del falso populismo que él ha identificado. El hecho de que Hickey sea de lejos el crítico del arte contemporáneo más legible, original y convincente, hace que sus argumentos sean prácticamente incuestionables. Él no es un mero esclavo de la academia, y conjuga una teoría de la “belleza” trascendente hecha de la improbable mezcla de esteticismo de las bellas artes, romanticismo del siglo XIX, cultura automovilística, bailarinas de Las Vegas y punk rock. De esta forma, Hickey ha logrado alejar a sus enemigas, “las feministas”, de cualquier participación en los discursos sobre el arte contemporáneo. Defiende el arte de Robert Mapplethorpe por su “belleza barroca y vernácula que precedió y claramente superó el canon puritano del atractivo visual abrazado por la institución terapéutica” ( The Invisible Dragon: Four Essays on Beauty, 1993). A pesar de que Hickey no nombra ninguna institución en particular, es probable que esté hablando de los programas de arte, basados en el contenido, de UC Irvine y CalArts. Hickey ve la emergencia de teorías científico– sociales durante el siglo XIX como una caída en desgracia del esteticismo cuando “Bajo los auspicios de Herder y Hegel, Darwin, Marx y Freud, se instituyeron nuevos regímenes de interpretación correctos, y… las obras de arte se reclutaron para hacer para sus nuevos jefes el mismo trabajo que alguna vez hicieron para los antiguos. Las pinturas que previamente argumentaban a favor de la gloriosa primacía de la iglesia, el estado y el patrimonio servían ahora, en argumentos circulares, tanto como síntoma y prueba de la selección natural, la necesidad histórica de la lucha de clases y la validez de la furia edípica” (“Buying the world” en Daedalus, 2002).
A diferencia de Pagel, que por su rol de crítico de arte del LA Times debe escribir sobre artistas contemporáneos particulares, Hickey y Gilbert-Rolfe son cuidadosos de no seguir legitimando su cantera al identificarlos. Salvo algunos chivos expiatorios obvios como Hans Haacke y Leon Golub, a los adversarios se les dice “feministas políticamente correctos”, “izquierdistas” y “académicos”. En cambio, a los dinosaurios del pensamiento mundial histórico se los defiende (como a Kant y Ruskin), o se los tilda (como a Hegel) de representantes de los “izquierdistas” y se los ataca. En Beauty and the Contemporary Sublime (1999), Gilbert-Rolfe aduce que nuestra cultura está “devotamente preocupada con las ambiciones culturales –ideológicas, históricas y sexuales (es decir, políticas)– reflejadas y expresadas en la conversión de Benjamin, Duchamp y Foucault en un instrumento unificado de redención (y administración). El discurso a cargo de los discursos del mundo del arte contemporáneo es una aplicación nueva y original, aunque no desinteresada, de Hegel, que ha sustituido el objeto de arte y la estética por un objeto cultural concebido y juzgado como una articulación… del espíritu de la época”. Para no salir de este celoso ahistoricismo, Gilbert-Rolfe rechaza decir cuál es ese discurso maestro, dónde aparece, y quién lo puso allí.
Pagel, por su parte, en un artículo del LA Times, levanta la alegre pancarta de los “estándares” visuales y el neoformalismo. Dichosamente carente de referentes filosóficos, su desagrado con la crítica institucional y la política de género y de identidad está articulado de forma general en esta línea: Fuck art/Let´s dance (A la mierda con el arte/bailemos). Pagel elogia la recuperación del “ojo mordazmente crítico” del que Louise Lawler hizo uso en sus primeros trabajos para hablar a favor de sus nuevas y “sorprendentes” fotografías en la Richard Telles Gallery. Estas fotografías fuerzan al lector a reconsiderar que el “arte funciona principalmente como una crítica: ya sea a estilos anteriores, su contexto institucional o los males sociales actuales… Al no criticar nada salvo la fealdad, su obra cautivante comienza a hacer su trabajo al transformar una pequeña parte del mundo en algo hermoso de contemplar”. Al mismo tiempo, rechaza la instalación de Andrea Zittel, Charts and Graphs [Cuadros y gráficos] en Regan Pojects, por su intento “subjetivo, egocéntrico” y su falta de interés visual. Esta obra, dice, no es otra cosa que “[…] un poco de autobiografía de diario íntimo disfrazada con el traje de una ciencia social mediocre” (LA Times, 18/2/2000).
Juntos, los tres críticos funcionan como una fuerza de seguridad interior para mantener al esteticismo, tal como ellos lo han definido, limpio y seguro.
Cuando los coleccionistas pagan diez mil dólares por un paisaje de David Corty, no están comprando una agradable acuarela de un cielo nocturno que envuelve una colina. Otros artistas más ingenuos han hecho esas pinturas de forma más coherente, y es posible, incluso, que las hayan hecho “mejor”. Lo que los coleccionistas adquieren es una actitud, un gesto, que Corty manifiesta a través de su elección anacrónica de un tema. El “significado” real de la obra tiene muy poco que ver con las imágenes representadas en sus pinturas –cielos nocturnos que envuelven un cerro–, o con cómo están hechas. El “significado” (y el valor) residen más bien en el hecho de que Corty, que acaba de graduarse del posgrado de arte de la UCLA, se animara a dar un giro retrospectivo hacia la tradición y hacer algo tan anacrónico como un paisaje, utilizando el pintoresco medio de la acuarela. Después de todo, tiene a su disposición el banco de imágenes de toda la historia del arte para elegir.
De forma similar, cuando Andy Alexander, graduado del posgrado del Art Center, pinta con aerosol “Fuck the Police” [Cágate en la policía] en las ventanas del pasillo de su instalación I Long For The Long Arm Of The Law [Añoro el largo brazo de la ley] (2000), la pieza no es relegada al reino de lo “político”. Las obras de arte “políticas”, al fin y al cabo, son “las obras más irremediablemente autorreferenciales de todo el arte… Mientras que la obra de arte como tal… existe para crear ambigüedad, la obra de arte política busca resolverla”. (Gilbert-Rolfe, Beyond Piety: Critical Essays of the Visual Arts, 1986-1993, 1995). En la revista Artext, a Alexander se lo elogia por su “sutil esteticismo”, que promulga “una dilación y una contracción entre la esfera psicológica y la social”. Andy Alexander es un artista joven inteligente y entusiasta. Su padre fue el alcalde Beverly Hills. Entrevistado por Andrew Hultranks en el notable artículo de la revista Surf and Turf que proclamó la superioridad de las escuelas de arte del Sur de California, Alexander expresa su entusiasmo por la escuela de arte como un lugar que “te enseña ciertas formas de mirar las cosas, una forma de ser crítico sobre una cultura que es increíblemente imperativa, especialmente en este momento”. Como la mayoría de los artistas jóvenes de estos programas, Alexander mantiene cierto optimismo sobre el arte; quizás sea la oportunidad de hacer algo bueno en el mundo.
Sin embargo, si un artista negro o chicano que trabajara fuera de la institución montara una instalación que contuviera las palabras “Fuck the Police”, se la reseñaría de forma muy diferente, si es que llegara a reseñarse. Una instalación como esa sería vista como una obra atrapada en la política de la identidad y el didactismo que azotó el mundo del arte de Los Ángeles durante la década de 1990. En un artículo del LA Times de 1996, el crítico David Pagel descartó dos dé-cadas de la obra de Isaac Julien, artista y realizador de cine nacido en India occidental, exhibida en la Margot Leaven Gallery, tildándola de “miope y oportunista”. “Esta conservadora exposición”, escribió Pagel, “sostiene que el grupo social al que el artista pertenece es más importante que la obra que realiza… El arte como autoexpresión terminó en la década de 1950”, concluye Pagel triunfalmente, “aunque esta muestra intente negarlo… Es la investigación de mercado la que encierra a las personas en categorías; el arte solo empieza cuando las categorías empiezan a romperse”.
Mientras que el modernismo creía que la vida del artista poseía las claves mágicas para leer las obras de arte, el neoconceptualismo ha enfriado esta creencia y la ha corporativizado. La biografía del artista casi no importa. ¿Qué vida? Mientras más vacía mejor. La experiencia de vida del artista, si es canalizada en la obra de arte, solo puede impedir el propósito neoconceptual, neocorporativo, del arte. Lo que queremos leer es la biografía de la institución.
En The Collector Shit Project [El proyecto de la mierda de coleccionista] (1993), el curador y artista Todd Alden invitó a numerosos curadores, coleccionistas y artistas contemporáneos de renombre a “donar” muestras de su materia fecal. Cada espécimen fue enlatado, firmado por el artista y numerado. A cada lata se le otorgó un certificado de autenticidad en una edición muy limitada (1 de 1). Collector’s Shit responde, con un poco de ingenio conceptual, al prolongado entusiasmo que se irradió durante una década en el mundo del arte sobre “lo abyecto”, una condición descrita por Julia Kristeva en 1982 en Los poderes del horror: un ensayo sobre lo abyecto. Pero, en retrospectiva, el proyecto de Alden también ofrecía un guiño referencial al artista del Nuevo Realismo Piero Manzoni, que hizo exactamente el mismo proyecto (Merda d’artista [Mierda de artista]) en Italia, en 1961. Expuestas en latas de colores brillantes, y apiladas alegremente como en un estante de supermercado, Merda d’artista fue la crítica mordaz de Manzoni al consumismo de la posguerra: una oferta pública de su mierda. El trabajo de Manzoni, como el de sus contemporáneos del Nuevo Realismo de Italia y Francia, fue pronto absorbido por el Pop Art con base en Nueva York, en el que el mismo imaginario se utilizó con una ironía festiva carente de la furia original. El Pop Art fue esencialmente un gran fuck you al expresionismo abstracto. Al utilizar la iconografía consumista, habló principalmente de cosas que sucedían en el mundo del arte sin preocuparse en absoluto del movimiento consumista que estaba teniendo lugar, en ese momento, en la cultura en general.
La relación con Manzoni y su historia concomitante no representaron demasiado en la repetición de Alden de 1993. Lo más importante fue “lo abyecto”, y la obra tuvo un éxito notable. Montones de coleccionistas le enviaron montones de mierda. Los que no lo hicieron le enviaron cartas, que también se exhibirían. Y luego, tuvo la suerte de que la muestra fuera cancelada por el lugar que había elegido para montarla, el almacén Crozier. Crozier era donde almacenaban sus obras las galerías de alta categoría de Nueva York. Cuando el gerente supo el contenido real de la muestra de Alden, se sintió razonablemente impresionado. “No puedes”, le escribió en una carta al artista, “realizar una exhibición de excremento”. Finalmente, todo el asunto se mostró en la Art Matters Foundation en Nueva York. Alden, que acababa de graduarse del posgrado de arte de Whitney Studio, se tomó la abyección con mucha seriedad. En aquel momento, el programa del Whitney promulgaba dos cosas: la comprensión de lo que realmente significaba “lo abyecto” para Kristeva, y la crítica institucional. “Le di forma a mi incapacidad para representar lo abyecto”, le dijo Alden a Sylvère Lotringer en una entrevista, años más tarde (More & Less, 2000), “a través de una suerte de configuración semiótica, al presentarla en una lata en la que el excremento obtiene sentido por medio del lenguaje, y no, por medio, sabes…”. “¿De la mierda?”, preguntó Lotringer.
Estamos viviendo una vida cotidiana tan despreciable y trivial que la pornografía se vuelve la única réplica apropiada.