Читать книгу Punto de quiebre (Artículo 5 #2) - Kristen Simmons - Страница 6

Оглавление

Capítulo 3

A LA MAÑANA SIGUIENTE, Wallace informó que la MM había organizado la brigada de reclutamiento para esa tarde en la Plaza.

Ahí desapareció la euforia de la noche anterior. Solo quedó una sensación amortiguada de expectativa. Algunos todavía querían usar la fuerza para atacar a los soldados, pero Wallace insistió en que no debíamos actuar sin contar con las órdenes de Tres. En lugar de eso, conformó un equipo —Houston, Lincoln, Cara y otros tres— para disuadir a la multitud. Voces aisladas que empezaran a objetar el control de la MM y su abuso del poder, y para dirigir el flujo de la conversación. Que fueran lo suficientemente sutiles para no meter a Wallace en líos con Tres, pero que de todas formas representaran una muestra definitiva de resistencia.

Vestidos con camisas raídas y jeans harapientos, los integrantes del equipo salieron por el corredor hacia las escaleras. Los vi desaparecer bajo el aviso rojo que indicaba la salida, sin poder sacudirme la sensación de que algo malo iba a ocurrir. Para empeorar las cosas, Riggins se iba a quedar operando los radios con Wallace. Escuché decir a Billy que nuestro paranoide compañero me estaba buscando de nuevo, lo cual resultaba ridículo con todo lo demás que estaba ocurriendo. De todas maneras, decidí evitarlo.

Mientras todo el mundo esperaba fuera de sus res­pec­­­ti­vas puertas, el cuarto piso se cargó de un ambiente pesado y tenso. La espera resultaba excesiva, y antes de que Riggins pudiera empezar alguna escena, decidí escaparme al techo para respirar un poco de aire fresco.

Pero yo no había sido la única en tener esa idea. Encontré a Chase sentado a solas, detrás de la escalera de incendios, en una banca cuya madera estaba tan podrida que ya no tenía centro. Cuando me vio, se puso de pie y escondió sus pensamientos detrás de una máscara que tenía bien practicada. Yo detestaba que hiciera eso; que lo hiciera con los demás, si quería, pero no conmigo. Entonces bajé la mirada y me concentré en la forma como la camiseta raída cubría su pecho, mientras yo alisaba mi propia camisa.

—Pensé que estabas durmiendo —dije—. No tienes ninguna misión ahora mismo, ¿cierto?

Chase negó con la cabeza.

Con actitud cautelosa, pasé a su lado y me senté en la banca. Después de unos segundos, se sentó junto a mí, apenas a unos centímetros. Nos quedamos mirando la base, aquellos edificios de un blanco impecable que se recortaban por encima de los techos, en la bruma de la mañana, a unos treinta kilómetros de nosotros, y dejamos pasar los minutos.

—¿Acaso hice algo que no debería? —le pregunté abiertamente, y vi cómo bajaba la guardia.

—¿Tú? ¡No! —Chase sacudió la cabeza—. No. Anoche… No fue mi intención… —Se pasó la mano por el pelo negro y luego se rio con torpeza—. No debí marcharme.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —pregunté.

Chase se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Los tacones de sus botas hacían un sonido audible al golpetear contra el cemento.

El aire fresco no parecía tan beneficioso en ese momento. Me levanté para regresar abajo, pero él me agarró de la mano.

—Tú estás sufriendo —dijo de modo atropellado—. No quería que pensaras, no sé, que me estaba aprovechando de ti. —Era evidente que le costaba encontrar las palabras para expresar lo que tenía dentro, y suspiró con frustración.

—Pensé que era yo la que me estaba aprovechando de ti. —Regresé adonde estaba sentada y bajé la mirada, sintiéndome un poco avergonzada. No había pensado que él se sintiera así.

Chase resopló.

—En ese caso, por favor, sigue haciéndolo.

Ambos nos reímos un poco de eso, pero en ese instante recordé la forma como me había abrazado, con el mismo desespero y temor que yo sentía. Yo no era la única que estaba sufriendo y no era la única que sentía el peso de la muerte de mi madre entre los dos.

Cuando bajó un poco la tensión, quise preguntarle sobre el edificio de al lado y contarle más sobre el camión de Horizontes y las provisiones que habíamos confiscado. En algún momento en el pasado hablar con él había sido tan fácil como respirar, pero ahora las cosas se habían complicado.

Me puse de pie, y le dije:

—¡Enséñame a combatir!

Después de unos segundos, él me siguió y ladeó un poco la cabeza con aire de curiosidad.

—¿De qué hablas?

Levanté los puños.

—De pelear —dije, y fingí que lanzaba un puñe­tazo—. Ya sabes, combatir.

Soltó una carcajada y algo dentro de mí empezó a palpitar.

—Tú no necesitas saber cómo pelear.

Bajé las manos y las apoyé sobre las caderas.

—Estás bromeando, ¿cierto? —Vivíamos bajo la amenaza constante de un ataque, incluso aquí, rodeados por la resistencia.

—No necesitas pelear de esa forma —aclaró, y se volvió a reír—. A menos que quieras dedicarte al boxeo.

Traté de no sonreír, pero era difícil cuando resultaba evidente que a él todo el asunto le causaba gracia.

—Entonces, ¿cómo?

—Bueno… —Chase dio un paso hacia mí y yo sentí que mi corazón se paralizaba. Luego agarró mis muñecas con sus manos, sin lastimarme, pero con la suficiente fuerza para evitar que me alejara—. ¿Cuál es tu plan? —Su sonrisa se había desvanecido.

Forcejeé por unos instantes, tratando de juntar mis puños, de liberarme de sus manos, de darme la vuelta, pero Chase tenía demasiada fuerza. Cedí entonces con un suspiro.

—La mayor parte de las personas que te tienen en la mira van a ser más grandes y más fuertes que tú —dijo, y se acercó todavía más, de forma que tuve que levantar la cabeza para mirarlo a la cara. Sentía los latidos de su pecho contra el mío y cada parte del cuerpo en la que estábamos en contacto. Pasé saliva. Continuó—: Pero tú eres rápida. No vas a vencerlos en una pelea a brazo partido, pero puedes escabullirte si alguien te agarra.

—¿Cómo?

—Dime, ¿por dónde rompes una cadena? —respondió Chase—. Mírame —dijo, cuando bajé la mirada hacia nuestras manos.

Me imaginé una cadena de metal, un eslabón tras otro, y mirándolo a los ojos respondí:

—Por el eslabón más débil.

—Entre mi pulgar y mis otros dedos hay un punto de quiebre. —Su pulgar rozó la piel sensible de mis muñecas—. Suéltate.

Respiré profundo y luego, tan rápido como pude, giré mis muñecas y las uní, justo por el espacio que había entre sus dedos.

Estaba radiante.

—¿Y luego qué?

—Y luego corres —dijo sonriendo—. Pero si no puedes hacerlo, busca los puntos débiles. Los ojos, los oídos, la boca, el cuello… —Chase hizo un gesto hacia más abajo y yo desvié la mirada—. Como te dije, tú eres rápida. No lo pienses dos veces. Golpea un punto frágil y huye.

Volvió a agarrarme de las muñecas y esta vez no vacilé. Me solté, y luego di media vuelta para salir corriendo, pero antes de que alcanzara a dar dos pasos, él me agarró y apretó su antebrazo suavemente contra mi cuello, de modo que si me movía, me asfixiaba. De inmediato subí las manos para tratar de liberarme, intentando en vano mover su brazo. Sus músculos se volvieron a flexionar contra mí, pero no me apretó. Mi espalda quedó cómodamente apoyada contra su pecho, su pecho tibio y sólido, que se estrujaba con firmeza contra mí a cada inhalación.

—Baja el mentón —susurró, y yo podía sentir el movimiento de sus labios contra mi nuca, lo cual me daba escalofríos.

Después de renunciar a la idea de mover su brazo, hice lo que me estaba diciendo y enterré mi mentón contra su músculo. Cuando logré deslizarlo por detrás de su brazo, pude respirar con más facilidad, aunque todavía no había escapado.

Chase me dijo que podía darle una patada con mi talón, apuntarle a la parte de la espinilla y luego apoyarme sobre su pie, pero cuando traté de hacerlo, él se hizo a un lado, y me arrastró como si fuera una muñeca de trapo.

—Toma todo el aire que puedas —me indicó— y luego, de un solo golpe, echa las caderas hacia atrás e inclínate hacia delante. Eso me hará perder el equilibrio.

Entonces respiré tan profundo como pude y lo empujé con toda la fuerza.

Pero no funcionó. Nos enderezamos, forcejeamos un poco más y luego, en cierto momento, nos quedamos inmóviles. Mi piel ardía y apenas podía respirar, mientras sentía cómo su corazón latía contra mi hombro.

—No fuiste lo suficientemente rápida —dijo con voz profunda.

Aunque aflojó un poco el antebrazo, siguió haciéndome presión sobre la garganta, mientras bajaba la otra mano y sus dedos rozaban mi cintura y estómago. Contuve la respiración.

—Puedes soltarte cuando quieras.

Sí, podía hacerlo, pero no quería. Su nariz acariciaba mi nuca y luego se metió por detrás de mi oreja. Entonces sentí que mis rodillas cedían, y cerré los ojos.

En ese momento alguien salió por la puerta de la escalera, y la puerta se golpeó tan duro contra el tope metálico que los dos nos separamos sobresaltados.

Era Sean. Mientras se acercaba, vimos que tenía el pelo desgreñado y una expresión atónita en el rostro.

—Lincoln envió un mensaje por radio desde la Plaza —dijo—. Tienen que oír esto.

Después de recuperar el ritmo de mi respiración y echarle un último vistazo a Chase a los ojos, seguí los pasos de ambos.

SEAN NO VACILÓ. Salió corriendo por las escaleras, mientras nosotros tratábamos de seguirlo, y sentíamos cómo la preocupación por lo que había ocurrido aumentaba con cada paso que dábamos.

—Ustedes dos eligieron un momento estupendo para desaparecer.

—¿Qué pasó? —le pregunté desde atrás—. ¿Qué fue? ¿Hay alguien herido? —seguí preguntando mientras recordaba los rostros de los que habían salido en misión esa mañana.

—Nosotros no —dijo Sean—. Ellos.

—¿Qué?

Cuando llegamos al cuarto piso, en lugar de responder, Sean se adentró en el corredor. Era como entrar a una fiesta. La gente estaba gritando de felicidad; hasta Riggins había iniciado la parodia de una pelea de lucha libre con los dos hermanos.

Se detuvo cuando nos vio. Tenía una expresión extraña mientras se acercaba, casi de curiosidad, a no ser por la censura permanente en su mirada. Me sonrojé, mientras me preguntaba si sabría lo que Chase y yo habíamos estado haciendo arriba, y me preparé para oírlo decir algo desagradable.

—¿Ustedes dos dónde estaban? —preguntó.

—Ahora no, Riggins —le advirtió Chase, y para mi sorpresa, Riggins asintió lentamente con la cabeza y guardó silencio.

Billy se abrió paso a codazos hasta donde estábamos, con su rostro rojizo. Llevaba alzada a Gypsy, que daba alaridos a causa de todo el ruido.

—¿Pueden creerlo, chicos? —La gata clavó sus dientes en la muñeca de Billy, y él soltó un aullido y la puso en el suelo. Gypsy salió corriendo por entre nuestras piernas.

—¿Qué está pasando? —A Chase nada de esto le parecía divertido.

Sean nos llevó a través del corrillo de gente hasta la sala de vigilancia, donde Wallace se paseaba de un lado a otro. Si no fuera por la sonrisa de oreja a oreja que tenía, habría creído que estaba muy angustiado.

Chase agarró un radio que estaba sobre la mesita y lo sintonizó en la frecuencia correcta. Lo pusimos entre nosotros acercándolo a la oreja, mientras nos tapábamos la otra oreja con la mano para acallar el ruido. Era el canal de la OFR y se oía el chisporroteo de una voz masculina:

—… Todas las unidades a la plaza de mercado. Hay un código siete vigente, repito, código siete. Cuatro soldados heridos a causa de disparos provenientes desde lo alto, acción individual, asalto con rifle de largo alcance. Todas las unidades quedan autorizadas para responder a los disparos.

—Llevan una hora repitiendo el mismo mensaje —dijo Sean.

—¿El francotirador? —Sentí que me ponía lívida—. ¿Qué es un código siete?

—Un código siete es el ataque a un soldado por parte de un civil. —Chase se puso serio. Parecía como si él y yo fuéramos los únicos a quienes aquello les parecía una señal de advertencia—. ¿Hay noticias de los nuestros? —le preguntó a Wallace.

—Nada todavía —dijo Wallace, y su sonrisa desapareció—. Regresarán cuando puedan.

Cerré los ojos.

—Probablemente están atrapados en medio de este alboroto.

No quería decirlo, y mucho menos visualizarlo. Pero ya era demasiado tarde. Tal vez todos los que estábamos ahí no éramos amigos del alma, pero no quería ver muerto a ninguno de ellos.

—Esos son los riesgos a los que nos exponemos —dijo Wallace, simple y llanamente, y a pesar de lo mucho que quería controvertirlo, él tenía razón.

—Tenemos que redoblar la vigilancia del perímetro —le dijo Chase a Wallace—. Ahora, antes de que los soldados empiecen a revisar los barrios bajos y el campamento.

Wallace bajó el ritmo hasta detenerse y sacudió la cabeza, como si estuviera despertándose de un sueño.

—De acuerdo, Jennings —dijo.

* * *

SE REFORZÓ LA SEGURIDAD, tal como recomendó Chase. Casi todo el mundo fue enviado fuera del edificio, asignado a tareas que protegían la seguridad de nuestro baluarte. Solo quedamos unos pocos: Billy, Wallace y yo. Incluso Chase fue enviado a vigilar el vestíbulo del motel.

Yo me había quedado en el cuarto piso, desasosegada desde que había escuchado el reporte de que el francotirador estaba tan cerca. También quería hacer algo, aunque no sabía qué.

Pasaron cuatro horas sin que hubiese movimiento alguno. Escuché los reportes de radio, que confirmaron que cuatro soldados habían sido abatidos por disparos de un francotirador ubicado en el techo de un edificio que daba sobre la Plaza. Se había presentado un tumulto breve y nueve civiles habían perdido la vida en el fuego cruzado. Rogué por que ninguno de ellos fuera de nuestro grupo.

Ya muy tarde regresaron tres de los nuestros, oliendo a sudor y con la ropa manchada de hollín. No habían visto a los demás, pero trajeron la noticia de que la Plaza fue cerrada por los soldados y que estos obligaron a todo el mundo a tenderse en el suelo hasta que evacuaran los techos de todos los edificios. Habían arrasado el campamento en el fragor de la búsqueda.

Dos horas más tarde regresaron Houston y Lincoln, quienes se burlaron de la locura que habían presenciado allá fuera. Era una risa algo forzada, tal vez, pero el hecho es que reían.

Nadie mencionó a Cara; ni siquiera Billy, a quien le había costado mucho trabajo mantener la boca cerrada.

Cada vez más aumentaba mi irritación con los reportes de radio. Pasaban una y otra vez el mismo mensaje. Las víctimas del francotirador ya sumaban once. Las carreteras habían sido cerradas, lo que significaba que nadie que no trabajara para la OFR podía entrar o salir de Knoxville. Las cosas habían cambiado. Algo se sentía diferente en la ciudad, incluso al interior del Wayland Inn.

Esa noche nadie dijo ni una palabra durante la cena, ni siquiera para quejarse por las arvejas, que estaban amarillentas después de todo el tiempo que llevaban enlatadas.

PASADO EL TIEMPO, al recordar la reunión que tuvo lugar a la mañana siguiente, habría sido capaz de identificar al menos una docena de pistas que deberían haberme hecho comprender que todo estaba a punto de cambiar: la forma como Billy se negaba a mirarme a los ojos, por ejemplo, o como Wallace me miraba fijamente, perdido en sus pensamientos, y luego la forma como ignoró a Riggins cuando preguntó si Cara se había reportado; la forma como los radios, que habían estado cubriendo distintos canales durante toda la noche, se quedaron todos en silencio.

—Silencio —dijo Wallace. Su expresión era una combinación de asombro y preocupación, como si algo lo tuviera muy sorprendido. Eso hizo que mi estómago se volviera un nudo. Wallace nunca se sorprendía con nada.

—Es Cara —le susurró Lincoln a Houston. Tenía el rostro de un color cenizo, lo cual resaltaba sus pecas.

—La perdí de vista —dijo Houston, más para sí mismo—. Antes incluso de que empezara el tiroteo. —Luego soltó una maldición terrible, iracundo.

—Ella suele hacer eso —dijo uno de los otros chicos—. No te preocupes. Cara solo sigue sus propias reglas. Eso no significa nada. Siempre reaparece.

Me di la vuelta para ver al chico que había hablado. No era mucho más alto que yo y tenía una barba desigual y una nariz puntiaguda. Le decían Sykes.

Wallace levantó el radio de mano.

—Comenzaron a transmitir un nuevo comunicado hace unos veinte minutos —dijo—. Tarde o temprano todos van a enterarse, entonces lo mejor será que enfrentemos esto juntos. Como una familia.

El radio siseó con estática mientras Wallace lo ponía en la frecuencia correcta.

La voz reconocida de un periodista llenó el silencio del corredor, donde la preocupación por Cara amenazaba con desbordarse:

—… La oficina de inteligencia de la OFR ha emitido una lista de cinco sospechosos que se cree que están colaborando con el francotirador. Todas las bases de la Región Dos-quince tienen instrucciones para difundir en la comunidad fotografías de estos individuos y ofrecer vales de raciones para compensar pistas válidas. Se pone en efecto un código uno para los siguientes fugitivos:

”John Naser, alias John Wright, extremista religioso infractor del artículo uno; Robert Firth, antiguo capitán de la OFR, sospechoso de venderles armas a los civiles; Patel Cho, activista de los derechos políticos, que evadió la captura durante las demostraciones de los artefactos explosivos de larga distancia en la Zona Roja Uno.

Miré a través del corredor a Chase, cuya expresión se había tornado más sombría. Nunca había oído hablar sobre artefactos explosivos de larga distancia, pero sabía lo que podían hacer las bombas. Cuando era niña, había visto en las noticias lo que pasaba después de las explosiones.

—… Aiden Dewitt, antiguo doctor en medicina, responsable por la muerte de cinco oficiales de la OFR durante una inspección casera de rutina.

Recordaba al doctor Dewitt. Era oriundo de algún lugar de Virginia y había estado en boca de todo el mundo en el comedor comunitario unos cinco años atrás, después de que se divulgó en mi ciudad la noticia sobre cómo había perdido el control. Algunos de los otros estaban susurrando; supongo que ellos también lo habían oído nombrar.

—… y Ember Miller, responsable de múltiples cargos de traición, quien se escapó de la base de la OFR en Knoxville después de fingir su ultimación hace aproximadamente cuatro semanas. Se considera que todos los sospechosos están armados y son peligrosos. Fin del informe por ahora.

La habitación quedó tan silenciosa que se podría haber escuchado la caída de un alfiler. El periodista de la OFR siguió diciendo unas cuantas cosas: todavía había patrullas apostadas en las calles de la ciudad de Knoxville, se podía encontrar más información en el servidor central, y luego su voz se desvaneció en medio de la estática, de la misma forma en que yo quería desaparecer por entre los tablones de aquel motel barato.

—¡Huy! —dijo Sean.

—¡No! Nada de reacciones instintivas, ni una sola. ¿Entendido? —Varias personas musitaron su acuerdo—. ¿Jennings? ¿Miller? —llamó Wallace de forma específica—. Les queda prohibido salir de aquí hasta nueva orden. A los dos.

Chase estaba justo a mi lado y no parecía estar oyendo lo que decía Wallace. No necesitaba decir una sola palabra. Yo sabía exactamente lo que estaba pensando. Tucker Morris, su antiguo compañero, el soldado que asesinó a mi madre, había incumplido su promesa y me había delatado. Era la única explicación. Cómo pude confiar en que él no nos iba a delatar, aunque eso significara poner en peligro su valiosa carrera, parecía ahora un misterio.

Un pequeño sonido de pánico brotó involuntariamente de mi garganta. Parpadeé y vi en un instante su cara, esos sádicos ojos verdes y su pelo perfecto y dorado. El brazo enyesado que Chase le había roto, y en su cuello, los arañazos de mis uñas. Yo tuve la oportunidad de matarlo, para liberarnos de toda culpa, para vengar a mi madre, y no lo había hecho.

Unas cuantas palabras resonaron en mi mente. Palabras como cobarde.

—No te preocupes —dijo Billy, haciendo un esfuerzo para dar la impresión de que sabía de qué estaba hablando—. Nadie va a creer que una chica tuvo algo que ver con todo eso.

Esas palabras fueron como una bofetada y Billy se frunció al ver mi mirada fulminante. Por primera vez esa mañana me fijé en Riggins, de pie en el cuarto de vigilancia, detrás de Wallace. Su cabeza rapada estaba ligeramente ladeada, pero cuando nuestros ojos se cruzaron, desvió la mirada.

—Ven —dijo Chase, mientras me halaba del codo hacia la privacidad del cuarto de suministros. Él quería que me sentara, pero yo no podía hacerlo. Entonces me puse a hurgar entre las cajas de uniformes y alimentos robados para estar cerca de la ventana. Me sentía más segura estando cerca de una salida.

—Esto es una locura, ¿no? —dijo Houston, mientras iba tras nosotros.

—Porque ustedes nos lo hubieran contado, si hubiesen matado a esos soldados —terminó de decir Lincoln. Billy también entró tras él, fingiendo que necesitaba una toalla.

—¡He estado aquí durante todo el último mes! —estallé—. ¿Cómo podría haber…?

—¡Fuera! —les dijo Chase.

—¿Qué? No fue mi intención… —dijo Lincoln, moviéndose con nerviosismo.

—Fuera. Largo. Tú también, Billy.

—¿Yo qué hice? —protestó Billy, mientras Chase lo empujaba para que saliera.

Al quedarnos solos, la habitación parecía demasiado silenciosa. Demasiado tranquila. Totalmente opuesta a las ganas de salir corriendo que sentía dentro de mí, o de pelear, de hacer algo. Sentí una gota de sudor que se escurría desde la cabeza. Parecía como si me hubieran apuntado con un reflector gigante. Era solo cuestión de tiempo para que todos los soldados de la ciudad llegaran a este sitio.

Chase me observaba con cautela, como si yo fuera un globo de agua que alguien hubiera llenado demasiado. Siempre era aterrador ver mi propia desesperación reflejada en su mirada cautelosa.

—¿Qué es un código uno? —Mi voz sonaba atenuada y desconocida. Al ver que Chase vacilaba, agregué—: Prometiste decírmelo todo. Nada de secretos.

Me di cuenta de que aquello mostraba mi doble moral. Yo no le había contado todo lo que había sucedido en la base con Tucker, pero no me importaba. Su secreto acerca de la muerte de mi madre había sido mucho más destructivo que eso.

—El código uno significa tirar a matar. Pueden disparar aunque solo se trate de una sospecha. No tienen que interrogarte. No tienen que llevarte a la base para hacerte un juicio.

Sentí que todo dentro de mí se hundía, como si se encontrara bajo la presión de una fuerza de gravedad inmensa.

—¿Qué pasa si confunden a otra persona conmigo? —susurré horrorizada.

Chase hizo una mueca y su rostro cobrizo palideció.

—Nada bueno.

Sentí que abría mucho los ojos. Apenas podía respirar y él estiró la mano para tocarme, pero yo me alejé.

—Wallace tiene razón. Tenemos que quedarnos aquí —dijo entre dientes.

—¿Nosotros? No oí que mencionaran tu nombre en ese informe.

No sabía por qué Tucker no había delatado también a Chase, pero eso no importaba. Todo lo pernicioso que la MM nos había hecho se debía a que insistíamos en permanecer juntos. Sus terribles peleas durante el entrenamiento básico, el operativo en el cual habían arrestado a mi madre por violar el artículo cinco, el escape de la base, todo porque no queríamos separarnos, y ahora esto. Todo estaba más claro que nunca. Si permanecíamos juntos, íbamos a hacer que nos mataran.

Yo quería que él se fuera. En ese momento, quería que Chase estuviera a miles de kilómetros. Quería que se fuera al refugio. Que estuviera en el campamento. O en otro lugar de la resistencia. No pude salvar a mi madre, pero tal vez todavía podía salvar a Chase.

—Tenemos que separarnos —dije.

—Esa sí que es una reacción instintiva —dijo con tono indignado.

—Me están buscando a mí. Tú oíste el informe. ¿Qué? —pregunté al ver que Chase negaba con la cabeza—. Puedo arreglármelas sola.

—Tú… —Trató de responder, pero las palabras se ahogaron en el fondo de su garganta—. Claro que puedes. Yo estaba ahí, en la base, ¿recuerdas? Tú me salvaste la vida.

—¿Cuántos más quedaron para morir allá?

Me asustó pensar en lo fácil que había sido esa decisión. Habría permitido que Tucker matara a todos los que estaban en esa base con tal de que Chase viviera.

Su rostro se ensombreció y luego arrugó la frente. Después de masajearse la sien con el pulgar, dijo:

—No había nada que pudiéramos hacer por ellos.

—¿Nada? Al igual que con mi madre, ¿verdad? No había nada que hubieras podido hacer.

Las palabras salieron de mi boca como si hubieran estado presionando mis entrañas durante semanas. Chase dio un paso hacia atrás, lo cual permitió que el espacio entre nosotros se volviera grueso y sólido como un vidrio. Pasé saliva con mucha dificultad y traté de mantenerme firme.

—No tienes que cuidarme más. Las cosas han cambiado. Yo no soy la que solía ser. Ni siquiera recuerdo a la chica que solía ser.

Chase retrocedió como si lo hubiese golpeado. Cuando trató de acercarse, yo di un paso hacia atrás, y luego otro. Si me tocaba, me desmoronaría, y ahora necesitaba ser más fuerte que nunca.

—Por favor, vete —dije—. Por favor —le rogué cuando sus brazos trataron de abrazarme. Entonces los dejó caer.

Sin mirar hacia atrás, Chase salió del cuarto y despareció por el pasillo.

ME DEJÉ CAER EXHAUSTA sobre una caja de uniformes. Sentía el pecho tan apretado que apenas podía respirar. No sabía adónde había ido Chase, pero dondequiera que estuviese, podía sentir su dolor dentro de mí, magnificado por el odio hacia Tucker Morris, que había mentido, tal como debería haber anticipado que lo haría. ¿Por qué me había sorprendido tanto que me hubiese delatado? ¿Cómo pude esperar que el asesino de mi madre hiciera algo bueno por mí?, y ahora estaba atrapada ahí, y ponía en peligro a todo el mundo. Yo era como gasolina en una montaña de leños, y Tucker era el fósforo. Su ataque final era solo cuestión de tiempo.

—¡Vaya mañana!

Volví a sobresaltarme, dispuesta a decirle al que fuera que se largara de allí, hasta que me di cuenta de que se trataba de Wallace, que estaba recostado casualmente contra el marco de la puerta. El radio de mano, que nunca parecía soltar, colgaba de su mano sostenido por la antena y se balanceaba como un péndulo.

Sentía la garganta demasiado seca para responderle.

—¿Sabes? Cuando llegaste le pedí a Billy que buscara sobre ti en el servidor central. Por curiosidad, ¿conoces la lista de proezas que se te atribuyen? —Al ver que yo no respondía, Wallace siguió hablando—: Ataque a un soldado durante una requisa, haber huido de un centro de rehabilitación, estar vinculada con un desertor e implicada en todo tipo de delitos, desde asalto con arma mortal hasta amenazas terroristas. En los archivos, ustedes dos figuran como ultimados, muertos. Esa no es una hazaña fácil de lograr. La fotografía no te favorece mucho, pero ¡desde luego!

La fotografía me la habían tomado en el reforma­torio, justo después de que se llevaran a mi madre. No era la primera vez que la publicaban en la base de datos de la MM.

—Tu escape de la base fue agregado recientemente. En combinación con todo lo demás, no me sorprende que piensen que tú eres la asesina.

Tragué saliva para tratar de pasar el nudo que sentía en la garganta. Un par de días atrás había sentido una extraña familiaridad con Wallace, pero ahora me sentía tan a la defensiva como la primera vez que lo vi.

—No soy una asesina —dije. No debería tener que explicarle eso a alguien que ya lo sabía.

—Eso no es lo que está diciendo la OFR.

—Pero ¡son mentiras! —le espeté.

—Ah, vale —dijo y sonrió—. Te sientes mejor, ¿no es cierto?

Se dio media vuelta para marcharse, pero antes de hacerlo se detuvo.

—Ember, no necesité ver tu currículo en el computador para saber que perteneces a este lugar. Lo supe desde el segundo que entraste por la puerta.

Me dejó enfurecida. Yo no pertenecía a ese lugar, no en este momento en que todos los soldados de la región me estaban buscando. No pertenecía a ningún lado. Yo era un peligro para nuestra causa, para Chase, para Sean y para Billy. Era un peligro para mí misma. Solo era cuestión de tiempo que la MM me capturara.

Me alejé de la puerta y le di una patada a lo primero que encontré: una caja de cartón. Un montón de blusas azul pálido y faldas plisadas azul oscuro se regaron sobre la alfombra sucia. Los uniformes de las Hermanas de la Salvación que Cara había traído.

Frustrada, agarré una toalla y hui hacia el baño. Me lavé el pelo con frenesí, como con la necesidad de limpiarme. Lo corté a la altura del mentón y luego lo teñí de negro con una botella de algo que parecía como melaza y que estaba bajo el lavamanos. Era un tinte temporal que terminaba por desaparecer y por eso no dejaba ver las raíces que llamaban la atención de quienes vivían buscando esas conductas frívolas. Yo sabía que no importaba mucho. Ellos debían saber que podía cambiar mi apariencia, e incluso con un pseudónimo, mi fotografía del reformatorio terminaría siendo publicada en impresos. Fuera como fuese, tenía que hacer algo.

Vi en el espejo mi nuevo reflejo. Los ojos marrones y grandes que se parecían tanto a los de mi madre, y la nariz afilada que compartíamos. Deseé poder hablar con ella.

—NO PUEDE SERVIRLES PRIMERO A ELLOS —se quejó el hombre. Se veía como cualquier otro hombre de negocios desplazado que recorría las calles en busca de trabajo: lentes torcidos, corbata floja, el cuello de la camisa sin el botón. Llevaba una bolsa de lona colgada del hombro y señalaba una hoja de papel mientras le gritaba a la empleada del comedor comunitario.

—¿Sí ve? Mire. Así es, baje la cabeza, como una niña buena.

La mujer que estaba al otro lado del mostrador parecía a punto de llorar. Yo estaba cinco personas detrás del hombre, pero la fila se había dispersado cuando él levantó la voz, y ahora todo el mundo prestaba atención.

Vi que mi madre se apresuró a abandonar su posición de voluntaria, fuera del camión refrigerado que transportaba los alimentos perecederos. Se secó las manos con el delantal.

—¿Cuál es el problema, señor? —Quedé paralizada al oír su tono: por lo general ese tono anunciaba que venía algo agresivo.

—Ah, gracias a Dios. Alguien razonable. Mire, estos tipos pretenden recibir las mismas raciones que una familia. Como si fueran una familia.

Los ojos de mi madre se desviaron un segundo hacia los dos jóvenes que estaban a su derecha. Uno le estaba diciendo al otro: “Vámonos, solo vámonos”. Pero el otro tenía la cara roja y sacudía la cabeza.

—¿Entonces? —preguntó mamá.

El hombre resopló.

—Que claramente no son una familia. Mire lo que dice aquí: Artículo dos. Se considera una familia normal aquella conformada por un hombre, una mujer y sus hijos. Todas las otras combinaciones no serán consideradas bajo la categoría familia —dijo e hizo un gesto con las manos para indicar que estaba haciendo una cita literal—, y por lo tanto, no serán beneficiarios de impuestos, ocupación, educación, beneficios de salud u otros.

—Ah. Los Estatutos de Comportamiento Moral. —Mamá tomó el papel y el hombre asintió con aire pretencioso mientras los demás lo miraban. Me estaba dando la espalda cuando mi madre leyó—. No veo nada relacionado con no recibir raciones de comida —dijo finalmente.

Me quedé helada. Quería que ella cerrara la boca. Este hombre no era un soldado, pero fácilmente podía denunciarla si quería. Podía saltar por encima de la mesa y atacarla, si quería.

El hombre soltó una carcajada y luego se dio cuenta de que mi madre no estaba bromeando. Los otros dos muchachos se quedaron quietos. Me abrí camino hasta la parte delantera de la fila, sin saber muy bien qué iba a hacer si él se enfurecía.

—Claramente está implícito —dijo.

—Claramente no —respondió mamá y se apoyó sobre la mesa—. Déjeme decirle lo que sí está implícito: el respeto, y si eso le molesta, me dará mucho gusto recomendarle otro comedor comunitario que reciba gente que es, obviamente, mejor que el resto de nosotros.

Me puse toda roja, en parte por miedo, pero sobre todo de orgullo, y ese orgullo me llenó por completo. Mi madre parecía tan viva y poderosa en ese momento, con esa mirada que desafiaba al hombre a decir otra palabra. Sentí que copiaba esa misma expresión y pensé que debería mirarme al espejo cuando regresara a casa para asegurarme de haberla aprendido bien.

El hombre dio media vuelta, como si fuera a marcharse, pero luego hizo una mueca y volvió a su lugar. Mi madre fue quien se ocupó de entregarle sus raciones.

—MILLER, ¡deja de portarte como una chiquilla! —Sean golpeó la puerta con su puño y me sacó del trance en que me encontraba—. Te van a linchar si sigues acaparando el baño.

Respiré profundo, pues sabía que no me podía esconder para siempre, y salí. La expresión de Sean cambió tan pronto me vio y parpadeó con sorpresa.

—Pero… ¿quién diablos eres? —dijo en cuanto se recuperó—. Estoy buscando a una mujer de pelo castaño, más bien bajita y bastante temperamental, que desapareció por aquí hace como una hora.

Pasé frente a él y escudriñé con la vista el corredor en busca de Chase, pero no estaba entre los que holgaza­neaban a la salida de la oficina de Wallace. Mi corazón se sacudió al recordar la forma como nos habíamos despedido.

—Entonces… —dijo Sean con cautela—. Qué locura todo lo que está pasando.

—Sip.

—¿Quieres hablar sobre…?

—Nop.

Sean escondió una breve sonrisa tras una tos muy oportuna.

—Becca dice que si las chicas no hablan de sus sentimientos les da un patatús. —Luego hizo un gesto divertido con la mano en el aire y yo casi suelto la risa al ver lo bien que lo había entrenado mi antigua compañera de cuarto.

—Yo no soy como la mayoría de las chicas.

—Lástima —dijo, y me pasó el brazo por encima de los hombros—. Siempre me he preguntado cómo sería eso, morir de una sobrecarga emocional. Suena tremendo.

—Además de desagradable —coincidí, contenta de que Sean estuviera por ahí, aunque yo no quisiera hablar. Entonces cambié de tema—: ¿Noticias de tu nuevo recluta?

Sean también parecía contento por el cambio de tema, y dijo:

—Al parecer todavía está vivo. Lo voy a traer mañana.

Asentí, pensando si este nuevo recluta podría tener información sobre Tucker, o por qué me había delatado.

—Billy dice que cree que hay un grupo de resistencia en Chicago —agregó, con más entusiasmo—. Encontró una lista de la OFR con los nombres de los más buscados en la región. La mayoría son sospechosos de “actividad terrorista” —dijo e hizo un gesto con los dedos para indicar que estaba citando literalmente.

Me alivió un poco la idea de que hubiera cosas que tenía que hacer. Teníamos que encontrar a Rebecca. De alguna manera, aunque mi nombre estuviera por todas partes en el informe de la OFR, debía infiltrarme en la ciudad que tenía la base más grande del país, y ello implicaba salir de este hotel, atravesar las carreteras bloqueadas y evitar que me dispararan.

Ningún problema.

—¿Cómo los encontramos? —pregunté.

Sean negó con la cabeza, y de repente, su expresión cansada regresó.

—Estoy trabajando en esa parte. Entretanto, Wallace convocó una reunión. Te está esperando. Chase ya está allá.

De modo que el que había venido a buscarme había sido Sean y no Chase. Probablemente me lo merecía.

El cuarto de Wallace estaba solo dos puertas más allá, a mano derecha. Con cautela, seguí a Sean a través de la puerta, que se abría sobre un cuarto de techo bajo que parecía mucho más grande que el mío sin la cama. Contra las paredes había cantidades de objetos de contrabando —sobre todo armas y aparatos electrónicos dañados—, y varias sillas distintas habían sido traídas hasta aquí para hacerle compañía al sofá apolillado. Los muebles formaban un arco alrededor de una mesa llena de rayones y cubierta de pilas, velas a medio gastar y municiones. Ya estaban todos allí. Houston y Lincoln, al igual que Riggins, Billy, Wallace y otra media docena de personas.

Chase pareció sorprendido cuando registró mi presencia en la reunión. Alisé mi pelo corto y negro con timidez y traté de enderezarme un poco más de lo normal. Cuando Lincoln me chifló, Chase se mordió los nudillos y miró hacia otro lado.

—Felicitaciones, señorita Miller —dijo Wallace—. Si no le hubiera asignado el trabajo de limpiar la letrina a Billy por el resto de su vida, ahora sería suyo.

Me sentí apenada, pero no tenía ganas de disculparme. Lincoln señaló a Billy y soltó una carcajada.

—Tenemos una oportunidad única —empezó a decir Wallace—. La señorita Miller ha reaparecido mágicamente en el servidor de la OFR, y ahora podemos dejar pasar esta oportunidad o hacer algo al respecto.

Tuve un mal presentimiento cuando oí esa palabra: oportunidad.

—Estoy pensando en enviar a Ember a la ciudad —dijo Wallace.

Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

Подняться наверх