Читать книгу Artículo 5 - Kristen Simmons - Страница 6

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Capítulo 3

ROSA DESAPARECIÓ entre los dos edificios con la falda remangada alrededor de los muslos. Los guardias comenzaron a vociferar cosas, pero no pude discernir sus palabras porque la adrenalina ya había empezado a propagarse rápidamente por mi cuerpo. Uno de ellos corrió de inmediato tras ella y otro tomó su radio y dio algunas órdenes telegrafiadas antes de unírsele a su compañero. Las chicas susurraban con nerviosismo, pero ninguna se movió.

La sangre latía en mis sienes. ¿A dónde iba? ¿Acaso había visto una salida que yo había pasado por alto?

Entonces pensé que debería correr en la dirección opuesta. Rosa había distraído a los guardias y al resto de las chicas del grupo; si escapaba, tal vez no lo notarían. Podía correr escaleras arriba hacia la puerta principal y… ¿y entonces qué? ¿Me ocultaría entre los arbustos hasta que un auto saliera y pudiera escabullirme tras él? Cómo no. Seguramente nadie lo notaría. El viaje en autobús no había revelado ninguna señal de civilización desde antes del amanecer, y tampoco podía caminar por la carretera llevando un uniforme de reformatorio sin correr el riesgo de que alguien me reportara.

¡Piensa!

Un teléfono. Tenía que haber un teléfono en los dormitorios o, tal vez, en el centro médico. ¡Sí! El personal necesitaría uno en caso de que alguien resultara herido de gravedad. El centro médico estaba cerca; habíamos pasado frente a él apenas unos minutos antes. Estaba justo al lado del edificio de ladrillo que tenía el hidrante enfrente.

Todos los ojos seguían fijos en el callejón que separaba los edificios entre los que había desaparecido Rosa. Incluso los guardias que se habían quedado cerca estaban mirando hacia allá. Sentí el aire rozar mi piel. Di un paso lento hacia atrás, y el césped crujió bajo mis nuevos zapatos negros. Era ahora o nunca.

Entonces una mano sujetó mi brazo con fuerza. Cuando me di la vuelta, los ojos azules de Rebecca me estaban lanzando dardos mortales. Su furia era sorprendente. Nunca creí que pudiera albergar tanta ira en su dulce persona.

—No —articuló sin emitir sonido alguno. Intenté quitármela de encima, pero me sostuvo con más fuerza. Podía sentir sus uñas clavándose en mi piel. Su piel había palidecido bajo el reflejo del sol matutino.

—Suéltame —dije en voz baja.

—¡La atraparon! —gritó alguien.

Todas las chicas, incluidas Rebecca y yo, avanzamos con curiosidad hacia el espacio que separaba los edificios. Me las arreglé para librarme de mi compañera de cuarto, pero ya no importaba mucho. Había perdido mi oportunidad. Los guardias nos estaban vigilando ahora que habían capturado a Rosa. Estaban alerta en caso de que alguna de nosotras se sintiera motivada a seguir su ejemplo. Rebecca había echado a perder mi oportunidad.

Me abrí paso entre dos chicas y vi a Rosa a seis metros delante de mí, acorralada en un callejón sin salida y sin escapatoria. Los dos guardias que cuidaban nuestra fila estaban tratando de atraparla. Estaban inclinados y tenían abiertos los brazos de par en par, como si estuvieran persiguiendo a una gallina. Rosa chilló cuando pasó por en medio de ellos, dirigiéndose hacia el asombrado grupo de chicas de diecisiete años. El soldado de mal aspecto la golpeó en ese momento; la embistió por un lado y la arrojó al suelo.

—¡No! —grité, y traté de acercarme a ella. Un guardia distinto me cerró el paso. Su piel se estiraba firmemente sobre su rostro, y su mirada maliciosa me produjo escalofríos.

“Inténtalo —parecía decir con sus ojos—, y serás la próxima”.

Todos observaban mientras el feo e incisivo Randolph contenía a la agitada Rosa con su rodilla, puesta con rudeza entre los omoplatos de la chica. Tras recuperar el aliento, arrastró el cuerpo de Rosa hasta un escalón y ató sus manos detrás de la espalda con unas esposas de plástico.

Y entonces la golpeó.

Mi vientre se llenó de horror a medida que la sangre fluía a chorros de la nariz de Rosa y cubría su piel oscura. Habría gritado si hubiera tenido fuerzas para hacerlo. Nunca en mi vida había visto a un hombre golpear a una mujer. Sabía que Roy golpeaba a mamá, pues había visto las secuelas, pero jamás había atestiguado el acto en sí. Era más violento que cualquier cosa que hubiera podido imaginar.

Fue entonces cuando me di cuenta de la realidad de la situación. Si eso era lo que podían hacernos a nosotras, a las niñas en rehabilitación, ¿qué podían estar haciéndole a la gente que supuestamente había cometido un crimen? ¿En qué nos había metido Chase? La necesidad de huir se hizo aún más fuerte. Temía por mi madre más que nunca.

—Está loca. —Oí decir a una de las chicas.

—¿Dices que está loca? —respondí con incredulidad—. ¿Acaso no viste que él acaba de…?

Las chicas que estaban a mi lado se alejaron en silencio mientras la Srta. Brock se abría paso. Miró a Rosa y luego a mí. Se me heló la sangre.

—¿Que él acaba de hacer qué, querida? —me preguntó, levantando las cejas, aunque no estaba segura de si era por apática curiosidad o para desafiarme.

—Él… él la golpeó —dije inmediatamente, y deseé no haber dicho nada en absoluto.

—Y aplacó a esa niña endemoniada, gracias a Dios —explicó, fingiendo alivio.

Sentí que mi boca se secaba.

La mujer evaluó a Rosa, observándola bajo su pequeña nariz puntiaguda durante varios segundos, al tiempo que chasqueaba la lengua dentro de su boca.

—Banks, lleve a la Srta. Montoya a la parte baja del campus, por favor.

—Sí, señora. —El guardia de pelo rubio empujó a Rosa cuando pasó por mi lado. Tras él iba el guardia que había atacado a la chica, con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Intenté ver a Rosa a los ojos, pero aún parecía aturdida. Ver la sangre de cerca causó que una oleada de bilis subiera a mi garganta.

La Srta. Brock se dio vuelta, tarareando, y se alejó.

PASAMOS LAS SIGUIENTES HORAS reflexionando en silencio. A eso le llamaban “clase”: a sentarnos en sillas de madera de espaldar rígido y a leer hasta quedar bizcas, mientras las asistentes abrían los ojos como platos para arrojar comentarios ocasionales, como “Bajen la cabeza” o “Siéntense derechas”.

Temí por Rosa. No la habían traído de vuelta. Lo que le estuvieran haciendo, estaba tardando demasiado.

El guardia Banks había regresado, y junto con el temible Randolph patrullaban las filas para disuadir cualquier intento de escape o de mala conducta. Ninguna de las otras chicas susurraba. Parecían estar sobresaltadas por los acontecimientos de esa mañana y su comportamiento era impecable.

Ya que nadie, ni siquiera Rebecca, me daba una mirada de soslayo para corroborar la locura de la situación, decidí leer. No leí nada de ficción, como Frankenstein de Shelley, ni siquiera las obras de Shakespeare que habíamos estado estudiando en clase de Lengua. No podíamos leer nada que nos permitiera alejarnos de alguna manera de ese infierno.

Solo leíamos los estatutos. Los había leído a medias en el colegio, pero ahora que mis ojos leían las mismas palabras una y otra vez, sabía que iban a quedarse grabadas en mi cerebro para siempre.

El artículo 1 les negaba a las personas el derecho de profesar otras religiones distintas a la de la Iglesia de Estados Unidos o de distribuir propaganda relacionada con ellas. Al parecer, esto incluía faltar al colegio para celebrar la Pascua, como lo había hecho Katelyn Meadows.

El artículo 2 prohibía la parafernalia inmoral y el 3 definía el concepto de “familia integral”, que debía consistir en un hombre, una mujer y sus hijos. Los papeles masculino y femenino tradicionales se explicaban en el artículo 4, incluyendo la importancia de la sumisión de la mujer y su deber de respetar a su contraparte masculina, mientras que este, a su vez, traía el sustento a la familia en cumplimiento de su papel de proveedor y líder espiritual.

Volví a pensar en el antiguo novio de mamá. Roy no había sido ni un proveedor ni un líder espiritual, y cuando busqué alguna cláusula que prohibiera la violencia doméstica, no encontré nada, ni siquiera en el artículo 6, que proscribía el divorcio, las apuestas y todas las justificaciones de naturaleza subversiva para poseer armas de fuego. Era tristemente predecible.

Memoricé el artículo 5: “Los niños se consideran ciudadanos auténticos si fueron concebidos por un hombre y una mujer unidos en matrimonio. Todos los demás niños deberán ser sacados de sus hogares y sometidos a rehabilitación”.

Todos los artículos tenían algo en común: su infracción le daba plena potestad a la Oficina Federal de Reformas de abrir un proceso judicial.

Pero ¿qué significaba eso de “proceso judicial”? ¿Una simple rehabilitación? Me pregunté si mi madre se encontraba en una habitación como en la que yo estaba en ese momento, leyendo los estatutos, o si estaba a la espera de un juicio o incluso en la cárcel. Me pregunté si Chase la había dejado ir, y si ya estaba en casa esperando a que la llamara y le dijera dónde estaba.

Levanté la mano.

La Hermana que se encontraba en la parte delantera del salón se levantó de su escritorio y se acercó a mí. De cerca, pude ver que era más joven de lo que había sospechado en un principio. Tal vez tenía unos treinta años, pero su pelo estaba salpicado de cabellos canos y sus párpados caídos la hacían parecer mucho más vieja.

Me recorrió un escalofrío casi enfermizo. Las Hermanas les hacían a las mujeres lo mismo que la MM les hacía a los hombres: les sacaban el alma y les lavaban el poco cerebro que les quedaba después de eso.

—¿Sí? —dijo sin mirarme a los ojos.

—Tengo que ir al baño.

Rebecca, que estaba sentada frente a mí, se sobresaltó, pero no miró hacia atrás.

—Está bien. Randolph, por favor, escolte a la Srta. Miller al baño.

—Puedo buscarlo sola —dije rápidamente, y me sonrojé. ¿Acaso tenía cinco años?

—Son las reglas —dijo, y regresó a su escritorio.

Me puse de pie y mordí mi labio inferior con nerviosismo. No quería ir sola a ninguna parte con ese soldado. Aun si no hubiera golpeado a Rosa, me parecería espeluznante.

Me guio en silencio, teniendo cuidado de no caminar directamente enfrente de mí, sino con una ligera desviación, de modo que siempre estaba en su visión periférica. Mientras caminábamos, una imagen de Chase llenó mi mente: estaba vestido como soldado, con un uniforme como el de Randolph, y cargaba el mismo bastón y la misma arma. ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Estaba con mi madre? ¿Estaba dispuesto a defenderla del ataque de Morris, tal como lo había hecho por mí? Porque nadie del reformatorio había detenido los puños de Randolph.

Lo saqué con firmeza de mi mente.

Salimos del salón de clases y nos dirigimos hacia la entrada principal por un pasillo con suelos de linóleo. El sol se colaba a través de las ventanas. Había una vista casi veraniega fuera.

Había un baño de mujeres justo por la parte interna de las puertas principales. Entré y esperé un momento para asegurarme de que Randolph no me seguía. Cuando vi que se había quedado fuera, me abalancé sobre el inodoro y quité la tapa de porcelana de la cisterna.

Hay algo que puedo decir acerca de lo que implica vivir sin un padre: hacer las reparaciones domésticas por cuenta propia. Solo me tomó un segundo desenganchar la cadena para impedir que la cisterna de agua se volviera a llenar, y volver a poner la tapa con cuidado.

Un momento después regresé al pasillo.

—El inodoro está averiado —le dije. Como esperaba, se abrió camino para comprobarlo por sí mismo.

Al parecer, Randolph no había crecido en un hogar que dependía de los cheques mensuales del subsidio del Gobierno. Seguramente su familia podía permitirse el lujo de llamar al fontanero. Movió pesadamente la manija varias veces y, por supuesto, el inodoro no funcionaba. Ni siquiera se molestó en levantar la tapa para verificar que la cadena estuviera en su lugar.

—¿No hay otro? —me quejé.

Asintió con la cabeza y comunicó el problema por radio mientras nos dirigíamos afuera. El cosquilleo del aire fresco a través de los agujeros del suéter tejido me reconfortó. Dimos vuelta a la izquierda por la parte externa del edificio y seguimos el camino de piedra, de vuelta hacia donde Rosa había huido horas atrás.

—¡Ahí! —dije, apresurando mi paso más allá del callejón donde aún podía ver a Randolph golpeándola—. En la clínica hay baños, ¿no?

Estábamos a solo dieciocho metros. Un gesto de duda se dibujó en su rostro y, por un momento, pensé que se opondría simplemente para no permitir que fuera yo quien decidiera a dónde íbamos. Sin embargo, después pareció darse cuenta de la poca trascendencia de mi petición y se desvió hacia la clínica.

La sala de espera era pequeña y estéril, y olía ligeramente a productos de limpieza. Mis zapatos chirriaron por el suelo brillante conforme el guardia pasaba junto a un mostrador donde una enfermera de pelo oscuro leía la Biblia. La mujer levantó la vista, pero no preguntó nada cuando crucé por el pasillo.

Encontré lo que estaba buscando en el mostrador de una estación de extracción de sangre, justo entre un refrigerador pequeño y una caja de plástico que contenía algodones empapados en alcohol y jeringas de plástico. Ahí estaba el teléfono. Mi corazón saltó de emoción.

Entré al cuarto de baño, cerré la puerta con tanta indiferencia como pude y comencé a exprimir mi cerebro para dar con la manera de distraer a la enfermera y a mi perverso guardia. No tuve que pensar mucho. Un ruido provino desde fuera, tan fuerte que atravesó las paredes del baño y de la clínica. Era un sonido chirriante, como el que emite un auto cuando alguien pisa los frenos de repente, provenía del edificio que estaba al lado, el que tenía un hidrante. Pero cuando lo oí de nuevo, ya no estuve tan segura de si el sonido era humano o mecánico. Mi ritmo cardiaco se aceleró; se sentía como si alguien estuviera apretando mi columna vertebral. Entonces me obligué a concentrarme en la tarea en cuestión.

Entreabrí la puerta y vi que tanto Randolph como la enfermera habían ido a la sala de espera. Aprovechando la oportunidad, rodeé de un salto la puerta del baño y llegué a la estación donde las enfermeras extraían sangre. Un momento después, sostenía el teléfono en mi mano.

Una vibración en el suelo me sobresaltó. Giré de un salto y vi a Randolph a solo sesenta centímetros detrás de mí. Me miraba fijamente. La bocina del teléfono cayó estrepitosamente sobre el mostrador.

—Adelante —ofreció. Sabía exactamente cuáles eran mis intenciones.

Tuve la sensación de que se trataba de un truco, pero la oferta era demasiado tentadora como para rechazarla.

Tomé la bocina y la acerqué a mi oreja. Se oyó un chasquido, y luego contestó un hombre.

—Puerta principal, habla Broadbent.

Randolph sonrió con sorna, y me aparté de él.

—Sí, ¿me puede comunicar con Louisville? —le dije con apremio.

—¿Quién habla?

—¡Por favor, necesito llamar a alguien!

Hubo un momento de silencio.

—No se pueden hacer llamadas al exterior. Los teléfonos solo se conectan con las demás extensiones de la instalación. ¿Cómo consiguió este número?

Mis manos temblaban. Randolph me arrebató el teléfono y colgó con una mueca arrogante en el rostro.

Un velo de desesperanza me cubrió.

PASARON VARIAS HORAS. Randolph había decidido vigilarme más de cerca basado en mi artimaña de la clínica y, aunque se me permitió ir a la cafetería con las demás chicas del grupo, solo me permitieron beber agua. No hubo almuerzo ni cena para mí. Verlas comer era una tortura, pero me negué a mostrar mi enfado ante Randolph, ante la Srta. Brock e incluso ante Rebecca.

Ya había tenido que pasar largos periodos sin comer. Hubo algunos meses durante la guerra, antes de que inauguraran el comedor, en los que la única comida con la que podía contar era con el almuerzo escolar financiado por el Gobierno. Siempre guardaba tres cuartas partes de él: la mitad era para mamá, y lo poco que quedaba, como una manzana o un paquete de galletas de mantequilla de maní, lo reservaba para la cena. El hambre acuciante que sentía en ese momento me recordó los días de contarme las costillas frente al lavabo del baño.

Una punzada aguda me hizo preguntarme si mi madre había comido hoy, si había comido un sándwich, porque adoraba los sándwiches, o algo del aparador del comedor comunitario. Para mantener la cordura, desterré la idea de mi mente, pero otros pensamientos prohibidos emergieron.

Chase. La misma pregunta aparecía una y otra vez: ¿cómo pudo hacernos esto? Nos conocía desde siempre. ¿Había considerado la posibilidad de que la situación fuera así cuando regresara, como me lo había prometido?

Pero ese era el problema. No había regresado. Ese no era él. El soldado que había estado frente a mi puerta no había sido más que un extraño.

En la noche se me permitió ir a la sala común con las demás chicas, y me alarmó saber que Rosa aún no había regresado de su castigo. Me pregunté si había sufrido una conmoción cerebral y luego pensé en la chica vacía que habíamos visto en la mañana; me preocupó el hecho de que Rosa hubiera sufrido heridas más graves.

Mientras agonizaba con esos pensamientos, Rebecca recitó con un entusiasmo repulsivo las reglas del reformatorio para las nuevas internas y después oramos, o al menos ellas lo hicieron. Yo solo seguí reflexionando ansiosa.

Antes de que pudiéramos ir a la cama, el guardia anunció que había un último asunto que atender. No sabía exactamente por qué, pero desde el momento en que la Srta. Brock puso un pie en la sala, presentí que su intención era hacerme daño.

—Señoritas —comenzó lentamente.

—Buenas noches —respondieron varias, incluyendo a Rebecca. Yo permanecí en silencio.

—Hubo otro incidente el día de hoy; alguien rompió las reglas. Aquellas de ustedes que han estado con nosotros más tiempo saben bien cómo manejamos estas situaciones, ¿no es así?

Me concentré en sentarme derecha, con la barbilla levantada y los ojos fijos en la bruja que se movía con sigilo delante de mí.

Al parecer, privarme de alimentos no había sido suficiente; quería humillarme públicamente por el incidente del teléfono. Ella podía hacer lo que quisiera, pero me negué a demostrarle mi miedo. Alguien tenía que enfrentarse al matón del colegio.

A continuación, sentí que Randolph me sacaba de un tirón de la silla. Me arrastró hasta una mesa auxiliar que había en la sala común, lo que puso a prueba mi determinación de ser valiente.

—¡Pero Ember es nueva, Srta. Brock!

Rebecca no pudo ocultar del todo el tono desafiante de su voz. Su rostro estaba encendido.

Me sorprendió bastante que me estuviera defendiendo ante la Srta. Brock.

—Tiene derecho a un periodo de prueba mientras aprende las reglas —añadió en el último momento.

Otro guardia se puso entre nosotras. Las chicas paseaban su mirada rápida y sucesivamente de la asistente estudiantil a mí, y luego a Brock. Nadie decía nada.

La Srta. Brock miró a mi compañera de cuarto durante varios segundos. Solo contuve la respiración. No quería el apoyo de Rebecca, pero sentí que lo mejor era mantener la boca cerrada.

Finalmente, la Srta. Brock exhaló ruidosamente por la nariz.

—Es rápida, Srta. Miller. —Su dura mirada se desplazó hasta Rebecca—. Es como un virus, y ya está infectando a nuestros miembros más brillantes. Pero ya ven —dijo, dirigiéndose al resto de los que ocupaban la habitación—, la Srta. Miller ya había atacado a un soldado, y sus acciones de hoy no pueden quedar impunes.

Las demás chicas nos miraban, algunas con sorpresa, otras con interés. Era repugnante.

—Acérquese, Srta. Miller.

La Srta. Brock señaló la mesa y la rodeó hasta quedar del lado opuesto. Randolph se puso detrás de mí y sacó el bastón de su cinturón. Tenía una mirada ausente y casi vacía. Mi respiración se aceleró.

—¿Puede, por favor, decirles a las demás cómo rompió las reglas el día de hoy?

Cerré la mandíbula tan fuerte como pude.

—Acabo de pedirle que se explique, Srta. Miller.

—Lo siento, Srta. Brock —le dije claramente—. Usted me dijo que, si no tenía nada qué decir, lo mejor era guardar silencio.

Sentí una oleada de triunfo al pronunciar las palabras en voz alta y pensé, tanto con orgullo como con temor, que mi madre me hubiera dado el visto bueno. Varias de las otras chicas se quedaron sin aliento. Me aparté por un momento para ver la expresión de Rebecca tornarse sombría.

La Srta. Brock suspiró.

—Parece que la insubordinación es una enfermedad contagiosa entre nuestras nuevas estudiantes.

—Hablando de eso, ¿dónde está Rosa? —le pregunté.

—Esa no era la pregunta —dijo ella—. La pregunta era si podía decirles…

—La respuesta es no. No veo la necesidad de dar explicaciones —le contesté con toda la firmeza que pude. Estaba tan enojada que mis órganos estaban vibrando.

El rostro de la Srta. Brock se arrugó de furia, y sus ojos se llenaron de ira. Sacó una vara larga y delgada de su cinto, que había estado oculta bajo los pliegues de su falda. Era gruesa como un palillo chino, aunque flexible y del doble de longitud. El extremo se agitaba de un lado a otro conforme la blandía frente a mi rostro.

¿Quién era esa mujer?

—Las manos sobre la mesa —ordenó fríamente.

Di un paso atrás y casi tropecé con Randolph. Me recorrió un escalofrío. No estábamos en la Edad Media. Aún existían los derechos humanos, ¿o no?

—No puede golpearme con eso —dije sorprendida—. Es ilegal. Hay leyes que prohíben este tipo de cosas.

—Mi querida Srta. Miller —dijo Brock con una calidez condescendiente—. Yo soy la ley en este lugar.

Mis ojos se dispararon hacia la puerta. Randolph vio mis intenciones y levantó aún más su bastón.

Quedé boquiabierta. Iba a tener que escoger entre la paliza de ella o la de él.

—Las manos sobre la mesa —repitió la Srta. Brock. Miré a las demás chicas. Rebecca era la única que estaba de pie, y la mayor parte de su cuerpo estaba oculta detrás de un guardia.

—Chicas… —empecé, pero no podía recordar sus nombres.

Ninguna se movió.

—¿Qué les sucede? —grité.

Randolph me agarró de las muñecas y las puso de un golpe sobre la mesa. Sentí un ardor y luego se adormecieron mientras luchaba.

—¡Suélteme!

No lo hizo. Con la mano libre acercó el bastón frente a mi rostro, de modo que casi me quedé bizca al verlo, y luego me dio un golpe justo en la garganta.

No podía respirar. Sentía que me había aplastado la tráquea y que lo que quedaba de ella ardía en llamas. Estaba ahogándome, pero cuanto más intentaba tomar aire, más entraba en pánico. No llegaba nada de oxígeno. Me había roto el cuello; me había roto el cuello y me iba a asfixiar. Mi vista se llenó de líneas brillantes.

—¡Por el amor de Dios, respire profundo! —me dijo la Srta. Brock.

Intenté tocar mi cuello, pero Randolph aún sostenía mis manos. Su rostro empezaba a verse borroso. Pero al fin, por fin, pasó un poco de aire por mi garganta. Las lágrimas rodaban por mi rostro. Tomé una bocanada de aire y luego otra. Había sido muy doloroso.

Había caído de rodillas, pero mis manos aún hormigueaban y permanecían fijas en la mesa. Traté de hablar, pero no salió ninguna palabra. Miré atónita los rostros de las chicas que estaban en la sala, pero todas se negaron a mirarme a los ojos. Incluso Rebecca estaba mirando fijamente su regazo.

Ninguna iba a ayudarme; todas estaban demasiado asustadas. Iba a tener que someterme a lo que había propuesto la Srta. Brock o me lastimarían aún más. Mi cuerpo se sentía como si estuviera lleno de plomo. Con los ojos fijos en Randolph, estiré mis dedos hasta aplanar mis manos temblorosas sobre la mesa.

Y con ese gesto, la Srta. Brock se inclinó hacia atrás y azotó mis manos con la delgada vara, mientras las otras chicas observaban, paralizadas de miedo. Un grito silencioso se abrió camino a través de mi garganta oprimida. Las líneas rojas que había dejado el latigazo sobre mis nudillos se convirtieron de inmediato en verdugones.

La expresión que se había dibujado en el rostro de la Srta. Brock era de demencia pura. Sus ojos se abrieron hasta que sus iris se convirtieron en islas rodeadas de un mar blanco, y una fila de dientes romos emergió detrás de sus labios retraídos.

Alejé mis manos de una sacudida, pero Randolph levantó el bastón de nuevo. Parecía una máquina: era frío, insensible y completamente inhumano.

Puse mis manos de nuevo en su lugar, tomé una bocanada de aire abrasador y apreté los dientes.

La Srta. Brock golpeó el dorso de mis manos una y otra vez. Las apoyaba con tanta fuerza sobre la mesa, que mis dedos se veían blancos. Olvidé que me observaban. El dolor era insoportable, y me desplomé sobre las rodillas una vez más. Los verdugones alargados se cruzaban entre sí, hasta que finalmente uno de ellos se abrió y sangró. También tenía sangre en la boca, justo donde había mordido la parte interna de mi mejilla. Era cálida y tenía un sabor metálico, y me hizo sentir ganas de vomitar. Brotaban lágrimas de mis ojos, pero aun así no emití ningún ruido; no quería darle la satisfacción de oír cómo me derrumbaba.

Despreciaba a la Srta. Brock. El odio que sentía hacia ella estaba más allá de lo que nunca sospeché que era capaz de odiar; la odiaba más que a la MM y a los estatutos, más de lo que lo odiaba a él por llevarse a mi madre, más de lo que me odiaba a mí misma por no haber tenido la fuerza suficiente para defenderla. Dirigí cada fibra de odio hacia esa mujer hasta que el dolor y la ira se convirtieron en una misma cosa.

Al final se detuvo, enjugándose una gota de sudor de la frente.

—¡Vaya! —dijo con una sonrisa—. Pero qué desastre. ¿Quieres una curita?

HABÍA DEJADO UNA FLOR sobre mi almohada. Era una margarita blanca con pétalos impecables y simétricos, y un tallo verde y largo. La imagen de él levantando la ventana y poniendo la flor delicadamente donde apoyaba mi cabeza, provocó un dolor en lo más profundo de mi ser.

Mis ojos se vieron atraídos hacia el alféizar de la ventana, donde había dejado otra flor. Era más pequeña pero no menos perfecta. Sonreí al imaginarlo escogiendo las flores adecuadas. Levanté la ventana y me asomé, casi esperando que él estuviera ahí, pero no era así.

Otra margarita yacía sobre el césped, justo en medio de nuestras casas. Emocionada por el juego, salí por la ventana y luego me incliné para recogerla y añadirla a mi creciente ramo. Miré a mi alrededor y encontré otra unos metros más adelante, cerca de la parte trasera de las casas. Señalaba hacia su patio.

Seguí el camino riendo y recogiendo una margarita a la vez. Mi expectativa creció a medida que imaginaba cómo me tomaría en sus brazos cuando lo encontrara, cómo iba a tocar mi rostro justo antes de que me besara.

Subí a la terraza y dije su nombre mientras cruzaba la puerta trasera. La habitación estaba a oscuras, y mis ojos tardaron varios segundos en acostumbrarse.

Algo andaba mal, lo presentía. Un hormigueo en mi nuca me advertía que no debía avanzar más.

—¿Chase?

Llevaba puesto un uniforme. La chaqueta azul estaba abierta hacia atrás y dejaba ver su cinturón. Sentí un vacío en mi estómago cuando vi el arma y el espacio donde debería ir el bastón.

—¡Ember, corre! —Me sobresalté al oír la voz de mi madre. Estaba de rodillas del otro lado de la habitación, con los dedos extendidos sobre la mesa de centro. La Srta. Brock estaba allí, con su látigo en alto.

Vi con horror que la sangre fluía a borbotones de los nudillos de mamá.

Dejé caer las margaritas y traté de acercarme a ella, pero Chase se interpuso. Sus ojos se veían fríos y vacíos, y su cuerpo era solo un remedo del chico al que había conocido. Con el bastón en la mano, me hizo retroceder hasta el rincón y, a su paso, aplastó con las botas las flores que habían caído sobre la alfombra.

—No te resistas, Ember.

ME DESPERTÉ SOBRESALTADA de la pesadilla; estaba sudando e incluso había quedado destapada. Tenía gotas de sudor en la frente y el cuello, y mi pelo estaba húmedo. Mi garganta ardía; estaba cerrada y dolía al tacto. Mis manos palpitaban intensamente, como si la piel estuviera en llamas.

La visión continuó mortificando mi mente: veía de nuevo a la Srta. Brock en la casa vecina, azotando las manos de mi madre, y a Chase arrinconándome. No te resistas, Ember.

Traté de concentrarme en el recuerdo verdadero: el antiguo Chase había estado esperándome dentro, con los brazos abiertos y una sonrisa, pero después de todo lo que había hecho, incluso el recuerdo parecía falso.

Poco a poco, el mundo real se hizo tangible. Aún estaba en el reformatorio, en el dormitorio.

Escuché que algo hizo clic y luego se sacudió en un traqueteo. Venía del lado de la habitación donde estaba Rebecca, desde la ventana.

¡Alguien está entrando! Mis músculos se tensaron, listos para correr a la puerta.

—¡Rebecca! —dije con voz ronca, y tragué saliva dolorosamente. Mis pies ya estaban en el suelo, envueltos en calcetines. La falda se había arremolinado en mis caderas y había dejado mis piernas libres.

Rebecca se movió. Agucé el oído, pero no se oía nada. De hecho, no se oía ningún ruido en absoluto, ni siquiera el de la respiración de Rebecca.

Me obligué a tranquilizarme. Seguramente una ráfaga de viento había golpeado el cristal o, tal vez, había sido la rama de un árbol u hojas muertas, o algo así. No era un intruso. Nadie iba a venir por mí, aun si lo deseara.

—¿Rebecca? —pregunté, esta vez un poco más fuerte que un susurro. No se movió.

Me deslicé para salir de la cama y caminé hacia la ventana, sin dejar de mirar a través del cristal.

Dije su nombre otra vez, pero se quedó completamente inmóvil.

Puse mi mano sobre el colchón. La luna brillaba a través de la ventana e iluminó con un azul tenue las vendas que cubrían mis nudillos hinchados. Mis dedos se extendieron un poco más hasta sentir la manta… y la almohada que estaba debajo.

—Pero ¿qué demonios? —dije en voz alta. Mis ojos se dispararon a través del cristal hacia el bosque, donde una figura vestida de blanco cruzaba la línea de árboles. Mi mandíbula cayó al suelo.

Rebecca estaba corriendo, la muy farsante. Apenas unas horas antes me había impedido hacer lo mismo, pero ella había estado planeando hacerlo desde antes. Aun así, no tenía tiempo para centrarme en eso. Rebecca había encontrado alguna forma de escapar, algo más elaborado que la huida impulsiva de Rosa, y yo estaría condenada a quedarme si me dejaba atrás.

Metí los pies en los zapatos y me puse la chaqueta que estaba en la silla a mis espaldas. No estaba cansada ni tenía hambre. La emoción de la perspectiva de huir se mezcló con el terror absoluto de ser atrapada, pero prevaleció mi instinto de subversión.

No dudé en pisar la cama de Rebecca con mis zapatos sucios, aunque hubiera podido regocijarme mucho más al hacerlo. Abrí la ventana y sonaron el mismo clic y el mismo traqueteo que había oído antes, cuando creí que alguien estaba entrando, no saliendo.

Desde nuestra habitación en la planta baja, era increíblemente fácil sentarse sobre el alféizar de la ventana y estirar las piernas hasta tocar el suelo. Era tan fácil que, de hecho, me pregunté por qué nadie lo había intentado. La duda repentina me obligó a detenerme. Tenía que haber una razón que explicara por qué no habían desaparecido todas las internas después del toque de queda, pero si la Hermanita adorada de Brock estaba fuera, seguramente sabía bien lo que estaba haciendo.

Respiré lenta y dolorosamente, y continué. La falda subió hasta mis caderas y el frío de la noche punzó la piel de la parte superior de mis muslos, pero, tan pronto como mis pies tocaron el suelo, comencé a correr.

La tenue luz de la noche me permitía ver parcialmente el camino. Corrí a través de un sendero estrecho hacia el lugar del bosque donde había visto desaparecer a Rebecca. El zumbido de un generador de energía disimuló el crujir de las hojas secas que sonaba cada vez que daba un paso, lo que era tanto bueno, como malo. Nadie me podía oír, pero yo tampoco podía oír a nadie.

Aunque me preocupaba ser atrapada, mis pies continuaron. Rebecca había estado allí tres años. Conocía bien el sistema y las instalaciones. No habría intentado escapar a menos que estuviera completamente segura de que su plan funcionaría.

Cuanto más profundo me adentraba en el bosque, más oscuro se hacía, incluso bajo la luz de las estrellas. Me pregunté a dónde íbamos. Tal vez hacia una alambrada rota. Las sombras alargadas se mezclaban con el cielo nocturno y únicamente dejaban ver unas cuantas ramas desnudas y algunos troncos de árboles ásperos. Caminé con las manos extendidas delante de mí para guiarme. Empecé a sentirme ansiosa y temí que la hubiera perdido. El generador se oía cada vez más fuerte.

Finalmente, oí voces. Una era de hombre y la otra era tan alborozada que no podía ser otra que la de Rebecca. Me detuve en seco, me agaché y me oculté tras el tronco roto de un árbol. No alcanzaba a oír lo que decían. Tan sigilosamente como pude, me acerqué más.

—No puedo creer que Randolph la golpeara —escuché decir a Rebecca.

—Sí, y el muy maldito lo disfrutó. —La voz me parecía conocida.

—Sean… ¿qué le hicieron?

—Brock nos ordenó que la lleváramos a la barraca. Vamos, sabías qué era lo que le esperaba.

Mis músculos se tensionaron. No estaban hablando de mí; estaban hablando de Rosa.

En mi mente vi el edificio de ladrillo que estaba al lado de la clínica. ¿Era esa la “barraca”? Brock había ordenado que llevaran a Rosa a la “parte baja” del campus; tal vez eso era lo que había querido decir. Mi memoria evocó el chirrido metálico que había oído cuando había encontrado el teléfono de la clínica. ¿Esos habían sido los gritos de Rosa?

La cabeza me daba vueltas. Aún no podía identificar la otra voz.

Rebecca se quedó callada por un momento.

—Supongo que sí.

—¿Qué? ¿Sientes lástima por ella? No estés triste, Becca. Oye, apuesto a que puedo animarte.

Se quedaron callados y temí que se estuvieran yendo sin mí. Presa del pánico, levanté la cabeza para ver por encima del tronco.

Quedé boquiabierta.

Rebecca Lansing estaba sentada encima del generador y llevaba puesto un enorme abrigo de lona azul. Sus piernas desnudas estaban alrededor de las caderas de un guardia; el soldado de pelo rubio. El mismo guardia casi apuesto que había aprobado su formación esa mañana. Tenía una mano entre el pelo rubio y desordenado de la chica, la otra sobre su muslo desnudo. Sus labios se unieron con pasión desenfrenada.

Una parte de mí sabía que se trataba de un sueño. No era posible que, en toda la historia de la raza humana, la mojigata y santurrona Rebecca, mi compañera de cuarto y asistente estudiantil, estuviera haciendo eso con un soldado… en las instalaciones del reformatorio… en medio de la noche.

La ira me invadió. Rosa estaba castigada en la barraca, mientras que Rebecca estaba revolcándose con un sujeto sobre el generador de electricidad. Mis manos se apretaron en puños y mi mandíbula se tensó. Pero si la razón no me había abandonado del todo antes, lo hizo en ese momento.

Antes de darme cuenta, estaba de pie.

—¿Qué fue…?

No me sorprendió que me cegara la luz de una linterna. Apuntaba directamente a mi rostro, lo que me impedía ver a las personas que estaban detrás de ella. Levanté una mano para proteger mis ojos y caminé a ciegas hacia delante, tras rodear el tronco y las ramas partidas.

—¿Quién es? —escuché a Rebecca preguntar. Y luego—: ¡Dios mío!

El guardia blasfemó. Ella lo había llamado Sean. El sujeto se separó de Rebecca y se abalanzó hacia mí. Casi deseé que me atrapara. Todo lo que vi cuando lo miré fue el mismo rostro pétreo con el que se había llevado a Rosa a rastras.

—¡Basta! —dijo Rebecca bajando del generador y saltando delante de él—. Ember, ¿qué haces aquí? —Detestaba su vocecita alegre.

—¡Mentirosa! —gruñí.

—¿Qué? ¿Hace cuánto estás aquí?

—Lo suficiente, Becca. —Mis palabras, aunque roncas, fluyeron como agua de una tubería rota.

—No es lo que parece.

—¿En serio?

—¡Pensé que habías dicho que estaba dormida! —dijo Banks, casi gritando.

—¡Cállate, Sean! —espetó ella. Como no reaccionó, Rebecca tomó mi manga y tiró de mí, como llevándome hacia el dormitorio—. Vamos, debemos regresar.

—No lo creo —le dije—. Ya te obedecí lo suficiente.

—Tienes que venir conmigo. El próximo guardia llegará dentro de unos minutos. Si te atrapan, estás muerta, ¿comprendes?

—¿Solo yo? Creo que no —le dije, con una voz que sonaba como la mía, pero más audaz. Todo en mí parecía desconectado. Mi piel estaba helada, pero la sangre que corría bajo ella hervía, y todos mis órganos se sentían como fragmentos aislados. Tuve que esforzarme para poder respirar el aire helado. Sentía que no era yo misma en absoluto.

—¿Crees que les importa que Sean y yo estemos aquí? —dijo, agitando los brazos en señal de frustración—. ¿Crees que no han hecho lo mismo? Se protegen entre sí, ¿entiendes? Te van a castigar por delatarlo.

—Tal vez lo hagan —admití, y sentí que aumentaba mi resentimiento—, y tal vez a los guardias no les importe, pero estoy segura de que a la Srta. Brock le encantaría enterarse de que la luz de sus ojos se escabulle por las noches con uno de los soldados.

Banks la miró con su rostro retorcido del pánico; al parecer era una emoción auténtica. Entonces me miró fijamente, y su terror se convirtió en desesperación.

—Nunca te creerá —me dijo.

—Tal vez no. Pero van a vigilarla a ella, ¿no es así? Van a poner a un guardia en nuestra habitación para asegurarse de que no intente nada y… —Sinceramente, no sabía lo que haría la Srta. Brock, pero la mirada sombría de Sean me indicó que había dado justo en el blanco.

—No te atreverías, Miller, ¿o sí? Becca sale en tres meses; tienes que darle otra oportunidad.

—Déjame manejar esto, Sean —dijo ella.

Me sorprendió por completo su demostración de caballerosidad. ¿En realidad intentaba protegerla? Crucé los brazos sobre mi pecho. Tal vez no estaban tan muertos por dentro como parecían. Bueno, al menos, algunos de ellos no lo estaban.

—No… no puedes reportarnos, Ember. No puedes.

—¿Y qué me lo impide?

Sean inhaló audiblemente e hizo el gesto de ir a sacar el arma que tenía en su cintura. Me di cuenta por sus ojos redondos y contrariados que no quería dispararme, pero eso no redujo mi miedo. En ese momento recordé el bastón de Randolph en mi garganta y el látigo de Brock en mis manos, y me pregunté por qué tenía la sensación de que ese soldado no sería capaz de hacer lo mismo.

Luché contra el impulso de correr.

—¡Ella dijo que el próximo guardia llega dentro de unos minutos! —grité—. Si me disparas, ¿cómo vas a explicarle por qué Rebecca está aquí? —En ese momento estaba temblando. Tenía la esperanza de que ninguno de ellos pudiera verlo en la oscuridad. No me iba a disparar, no se atrevería, no podía hacerlo. Era demasiado riesgoso.

Por favor, que no me dispare.

—Sean —dijo Rebecca con suavidad. El guardia bajó la mano, pero aún no me atrevía a respirar.

—¿Qué quieres? —preguntó Sean. Iba a proponerme un trato a cambio de mi discreción.

—Tengo que salir de aquí. Necesito buscar a mi madre —dije. Mi voz sonaba más ronca cuanto más hablaba.

—¡Tenemos que irnos! —chilló la voz de Rebecca en un tono aún más agudo. Estaba mirando por encima del hombro, tal vez tratando de visualizar al siguiente guardia. Ahora que había amenazado con decírselo a Brock, temía que le dijera a todo el mundo.

Sean contuvo el aliento.

—Si te ayudo, juras que no se lo dirás a la directora. —No era una pregunta. Había avanzado un paso más, poniéndose entre su novia y yo. Me sorprendió lo delgado que se veía ahora que su rostro solo demostraba miedo. Sus ojos se veían enormes y pude percibir las líneas delgadas que rodeaban su boca.

—No. ¡Sean, no! —Rebecca tiraba de su brazo como lo hacían los niños. Como el guardia siguió mirándome fijamente, lo empujó para abrirse paso y se paró a unos centímetros de mí—. Si lo atrapan, se meterá en problemas. Problemas muy graves. No lo…

—¿Miller? —apremió Sean, ignorándola.

—Sí, lo juro. Si me sacan de aquí, no le diré nada a la Srta. Brock. —Sentí que una parte dentro de mí se rompía, y de repente recordé el horror que había visto en el rostro de mi madre cuando había obligado a Roy a irse de nuestra casa. Estaba intentando hacer lo correcto, pero la idea de lastimar a alguien más para lograr ese objetivo era casi insoportable. No era diferente de lo que estaba sucediendo en ese momento, aunque apenas conocía a esas personas.

—Muy bien —dijo Sean—. Voy a… pensar en algo. —Le dio una patada al tronco tras el cual me había estado ocultando.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —La sangre recorrió mi cuerpo rápidamente al oírlo acceder.

—Ahora no. Ella tiene razón. El próximo guardia llegará pronto. Necesito pensar.

Estaba decepcionada, pero sabía que no iba a obtener nada mejor esa noche.

—Gracias… Sean —le dije. Pronunciar su nombre lo hacía parecer infinitamente más real, como un chico que podría haber conocido en el colegio. Su hombro se sacudió. Su rostro estaba lleno de desprecio.

Un momento después, Rebecca se quitó la chaqueta y se la lanzó al guardia. Se miraron durante un largo rato. Incluso en la oscuridad, vi que el rostro de Rebecca se relajaba al contemplarlo.

—Lo siento —susurró—. Todo saldrá bien, lo prometo.

Una de sus manos se apoyaba de forma extraña sobre la parte de atrás de su cuello, como si sus músculos estuvieran demasiado tensos. Se hundió en la chaqueta y desapareció en la oscuridad.

El rostro de Rebecca se endureció de nuevo cuando comenzó a dirigirse a pisotones hacia nuestra habitación. La seguí de mala gana, molesta porque estaba tropezándome y trastabillando, mientras ella caminaba casi sin esfuerzo. Tuve que recordarme que ella había hecho ese mismo recorrido más de una vez.

Cuando llegamos a la tercera ventana de izquierda a derecha, Rebecca abrió el marco con más fuerza de la que habría usado si yo hubiera estado durmiendo dentro, ágilmente subió de un salto y apoyó la cadera en el alféizar. Luego se inclinó hacia atrás y rodó sobre su cama. Hice lo mismo, pero con más torpeza.

Una vez dentro, nos envolvió un silencio incómodo y tenso.

—¿Cómo pudiste? —espetó finalmente. Bajo la tenue luz de la luna que entraba por la ventana, pude ver que su rostro estaba encendido a causa del frío y la ira—. Debí dejarte huir, como lo hizo esa tal Rosa. Sabía que querías hacerlo. ¡Lo hubiera permitido si hubiera sabido que te atreverías a chantajearme! ¿Cómo te atreves?

Toda la ira, el miedo y la conmoción que sentía se liberaron de golpe.

—¿Yo? ¡Tú eres la hipócrita! ¡Te pedí ayuda y me ignoraste! Dijiste toda esa basura acerca de que este lugar era como un campamento de verano y que adorabas estar aquí, como si fueras el perro faldero de Brock. ¡Todo es mentira! Eres diez veces más perversa que ella, solo que lo ocultas mejor.

—Tienes toda la razón. ¿Y qué? —Apoyó las manos en sus caderas.

Mis ojos se abrieron.

—Necesitas medicamentos para corregir eso, en serio. Y yo no soy ninguna idiota por haberte creído. Simplemente eres una excelente actriz.

—Sí —dijo ella—, lo soy.

Me senté en la cama, de frente a ella, y ella se sentó en la suya, frente a mí. Era como si fuéramos niñas haciendo un concurso de miradas. Fue Rebecca quien finalmente rompió el silencio.

—Lo estás poniendo en peligro sin razón —dijo—. Nadie puede escapar. Solo se sale con la autorización de salida o en la parte trasera de una furgoneta de la OFR.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, y se hizo un nudo en mi garganta. Mis dedos se acercaron a la contusión que tenía en mi cuello.

Hizo un ruido de dolor.

—Los guardias tienen órdenes de dispararle a cualquiera que logre salir de la propiedad.

Mis manos adoloridas se unieron sobre mi falda. Por eso Sean había tomado su arma. Pudo haber fingido que estaba escapando. Nadie lo habría cuestionado cuando encontraran mi cadáver tan lejos de los dormitorios. Sentí una repentina oleada de afecto por Rebecca. Si no hubiera estado presente, y si Sean en serio hubiera querido matarme, estaría desangrándome en un bosque de Virginia Occidental en esos momentos.

Pero recordé que yo no hubiera estado allí si ella no hubiera escapado en primer lugar.

—¿Crees que serían capaces de hacerlo? —le pregunté casi sin dudar. Había visto las miradas frías y vacías en los ojos de los soldados. Podía imaginar a varios de los que había visto, como a Morris, el amigo de Chase que me había arrestado, y a Randolph, el guardia del colegio, matando a una chica.

—Sé que lo harían. La última a la que ellos… —Vaciló y miró hacia la ventana, preguntándose, seguramente, dónde estaba Sean—. Era la antigua compañera de cuarto de Stephanie.

Con una punzada, recordé que Rosa era la actual compañera de habitación de Stephanie.

Rebecca tragó saliva.

—Su nombre era Katelyn. Katelyn Meadows.

Artículo 5

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