Читать книгу El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L.G. Castillo, L. G. Castillo - Страница 5
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ОглавлениеLeilani sintió un tembleque en el ojo derecho. Estaba segurísima de que se le iba a salir de la cuenca en los próximos diez segundos, cinco si Candy no cerraba la boca.
—Mi padre es daltónico o algo así. O sea, ¿en serio? Le dije que lo quería en rosa metalizado. ¿Para qué se molesta en preguntarme el color del Porche Baxter que quiero si luego no me lo va a conseguir? Me refiero a que, en serio, míralo.
Candy hizo un gesto rápido con la muñeca, salpicando gotas de agua al señalar a la ventana con un tenedor húmedo.
—¿A ti te parece que eso sea rosa metalizado? Ni se le acerca.
Leilani agarró el cuchillo de la carne que había estado limpiando, mientras el ojo le temblaba aún más rápido.
«Tendría que haberme quedado con la limpieza de los servicios». Cualquier cosa era mejor que seguir escuchando a Candy hablar una y otra vez sobre el maldito coche deportivo.
—Estás muy callada hoy. ¿Es que no vas a decir nada sobre mi regalo de cumpleaños?
Si Candy batía esas pestañas postizas una sola vez más, Leilani juró que lo haría...
«Necesito este trabajo. Necesito este trabajo. Piensa en Sammy».
Luciendo la más dulce de sus sonrisas, Leilani colocó cuidadosamente el cuchillo en la bandeja junto a los otros cubiertos. Uno de los ayudantes de camarero se los llevó rápidamente y dejó la bandeja sobre el mostrador.
—Es bonito —dijo con voz chillona mientras miraba la pesadilla rosa que se encontraba estacionada en los aparcamientos donde solía estar el puesto de tacos Sammy—. ¿Sabes? Algunas no tenemos la suerte de tener un regalo tan bonito como ese.
—Sí, tal vez. —Candy se echó sobre el mostrador, enrollándose un mechón de pelo en el dedo—. Supongo. Podría ser peor. O sea, podría no tener coche y que me tuvieran que llevar a todos lados, como a ti.
«No acaba de decir eso. ¿Dónde ha ido ese ayudante de camarero?»
—No te ofendas, Leilani. Me refería a que es estupendo que seas tan... eh... autosuficiente, especialmente después de la muerte de tu madre y tu padrastro y todo eso.
Apretó los puños, lista para darle un puñetazo a Candy si no cerraba el pico de una vez. De hecho, ni siquiera podía creer que fuera amiga de esa chica. Hacía tiempo, Candy era una chica guay. Entonces un día... ¡Pum! Aparecieron las tetas y el cerebro desapareció.
—No me ofendes. —Se tragó la ira y el orgullo. Pese a ser una Barbie cabeza hueca, si no fuera sido por Candy y por su padre, nunca habría conseguido el trabajo. Fue idea de Candy preguntarle a su padre si podía darle trabajo a Leilani en el restaurante. Aunque ella pensaba que lo hacía más por culpabilidad que por amistad. Solo unos meses después de que sus padres murieran, derribaron el puesto de tacos Sammy y pusieron un cartel anunciando el Restaurante y Resort Hu Beach.
—Oye, ¿sabes qué? Te dejo mi coche para que lo pruebes. Te gustará. Pero asegúrate de darte una ducha antes de cogerlo. Los asientos son de un cuero especial.
Ignorando el paseo en coche que Candy le proponía, Leilani se frotó el pecho. El dolor continuaba ahí. Siempre estaba ahí. Desde el mismo día en que se despertó en el hospital y vio el rostro de la tía Anela, un inmenso dolor se instaló en su pecho.
Tiene gracia cómo las cosas que una vez odiaste de repente se convierten en las cosas que más deseas.
Tras la muerte de sus padres, se encontró sentada sola en el puesto, deseando tener su antiguo trabajo. Deseaba que su madre saliera de la cocina bromeando sobre su corte de pelo y la fastidiara con el tema de las mesas. Deseaba que su padrastro apareciera barriendo el suelo y se acercara sigilosamente a su madre por detrás para agarrarla por la cintura y darle una vuelta en el aire. Deseaba poner los ojos en blanco cuando este besara a su madre intensamente y Sammy gritara "¡Eh! ¡Viejos!".
«Los deseos son sueños que jamás se hacen realidad».
Cogió una bayeta y secó enérgicamente el ya limpio mostrador, luchando contra el escozor de sus ojos.
Fue una estúpida al pensar que podría sacar adelante el puesto de tacos con la ayuda de la tía Anela. La realidad le abofeteó en la cara cuando averiguó que su padrastro tenía una enorme hipoteca y una deuda espectacular. Además, la tía Anela vivía gracias a una ayuda estatal. Apenas tenían lo justo para mantenerse. ¿Y qué banco iba a hacer un préstamo a una chica de quince años?
Sí, eso fue muy estúpido. Desear, soñar. Ya se había acabado toda esa tontería de niña pequeña.
—¡Dios mío! —Candy se inclinó y le susurró—: Hablando de ser una chica afortunada. Kai te lleva a casa todas las noches.
Kai estaba junto a la puerta de la cocina, vestido con su traje de la danza del fuego. Sus enormes bíceps exhibían su fuerza mientras se ajustaba el haku lei, un tocado hecho de hierba.
Candy batió las pestañas tan deprisa que estuvieron a punto de despegarse.
La verdad era que no podía culpar a Candy por babear por Kai. Un montón de chicas caían rendidas a sus pies cada vez que le veían, especialmente cuando llevaba el malo rojo, un pareo que dejaba al descubierto sus musculadas piernas.
Era todo músculo y la verdad era que había trabajado muy duro para conseguirlo. Entrenaba todos los días en el jardín levantando pesas y haciendo flexiones con Sammy como entrenador personal.
Se rió entre dientes al recordar como Sammy se subía en su espalda a contar, mientras Kai le levantaba por encima de la cabeza. Si no fuera sido porque Kai le pidió a Sammy que le ayudara con el entrenamiento, Sammy probablemente se habría quedado sentado en el salón viendo la tele sin ni siquiera prestar atención a lo que veía.
—Te queda muy bien el traje nuevo. Sabía que lo haría. ¡Oh! ¡Me encanta el tatu! —Candy pasó los dedos con sus uñas rojas sobre el tribal que Kai llevaba tatuado en la parte superior del brazo.
Él frunció el ceño. —Entonces, ¿esto fue idea tuya? ¿Pediste el tamaño microscópico o algo?
—No seas tonto. Fue idea mía y tenía razón. Te queda fabuloso.
Leilani puso los ojos en blanco. Si Candy le miraba boquiabierta un poco más, se le iban a salir los ojos de las órbitas.
Mmm... Pensándolo bien. Tal vez podría pedirle a Kai que flexionara los músculos solo un poquito más.
—Es demasiado pequeño y compacto. Apenas puedo moverme con esta cosa. —Dio un tirón del malo, sintiéndose todavía más incómodo.
—Yo puedo ayudarte con los temas de vestuario cuando quieras.
¡Santo Cielo! Esa loca estaba ligando con él. Kai era el típico bailarín de fuego que tenía esa chispa de chico malo y atraía a Candy y a todas las chicas que estaban a un radio de quince kilómetros. Pero para Leilani solo era Chucky.
—¿Qué te ocurre, Leilani? —preguntó Kai, ignorando a Candy.
«Que voy a vomitar».
—Nada. —Puso una sonrisa. A lo largo de los años había conseguido ser realmente buena a la hora de fingir sonrisas.
—¡Oye, Candy! Tranquila. Puedo arreglármelas solo —dijo, separándole las manos de su malo antes de volver a dirigir su atención a Leilani—. ¿A qué hora termina tu turno? —le preguntó.
—¡Bien! —Candy resolló mientras se dirigía hacia la cocina—. El espectáculo comienza en quince minutos, Leilani.
—Vas a hacer que me despidan, Kai —dijo Leilani cuando Candy hubo desaparecido.
—Ladra pero no muerde. No te preocupes. Yo te cubro. Entonces, ¿cuándo acaba tu turno?
—Justo después del espectáculo.
—Vale. ¿Me esperas en los aparcamientos?
—Sí, claro. —Ella le hizo un gesto con la mano para que se fuera con los demás bailarines, que estaban haciendo un último ensayo. Cuando se fue, se quitó el delantal y lo arrojó sobre el mostrador.
Sonrisas fingidas. Gracias fingidos. Todo fingido. Eso era su vida ahora.
«Gracias por el trabajo, señor Hu. Gracias por derribar el puesto de tacos y cubrirlo con asfalto. Gracias por dejarme bailar hula con Candy todos los viernes y sábados por la noche».
Recordaba que hubo un tiempo en el que bailar era lo único que quería hacer. Ahora tan solo era una forma rápida de ganar unos pavos extra. El día en que sus padres murieron fue el día en que su mundo se oscureció al igual que toda la magia que había en él.
El vestuario era un lío entre las chicas y la laca. El aire estaba tan cargado que apenas se podía respirar.
—¿Así que ahora Kai y tú sois pareja? —Candy se sentó frente al espejo mientras se ponía polvos bronceadores en su enorme escote.
—¡No! Solo somos amigos. —Se sentó junto a Candy en la única silla que quedaba libre.
—¿Ah, de verdad? Pensaba que erais pareja porque él solo queda contigo.
Estupendo. Nunca iba a superar la vergüenza de haber permitido a Kai llevarla al baile graduación del instituto.
—Solo fue una cita. —Leilani dio un tirón de la goma con la que tenía el pelo recogido. Al quitarla, pasó los dedos por su abundante melena, ahuecándola.
—¡Ah! La cita por pena. Lo pillo.
«Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».
En realidad, no podía enfadarse con Candy porque sí que fue una cita por pena. Desde que sus padres murieron, Kai hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarles. Fue un hermano mayor para Sammy; les ayudaba con la casa arreglando las cosas que se rompían; e incluso se ofreció a prestarles dinero, el cual ella rechazó obstinadamente. Sin embargo, alguna vez había pillado a la tía Anela metiéndose algo de dinero en el bolsillo de su vestido de andar por casa mientras le daba una palmadita a Kai en la mejilla.
Sospechaba que la tía Anela y Kai planearon juntos lo del baile de graduación, pese a que era la última cosa que le apetecía hacer. Kai se lo pidió en la cena, delante de su tía. Le resultó muy difícil negarse especialmente después de que su tía dijera que sí por ella e inmediatamente fuera a su habitación y apareciera con un vestido que le había comprado para la ocasión.
Sí, fue totalmente premeditado.
—¿Sabes si se está viendo con alguien?
—No que yo sepa. Si estás tan interesada en él, deberías invitarle a salir.
—Mmm..., puede que lo haga. —Candy miró su reflejo pensativamente durante un momento—. Date prisa y ponte la falda. No llegues tarde como la última vez. ¡Oh! —Cogió un labial del mostrador y se lo lanzó a Leilani—. Ponte esto. Esa baratija que llevas no te queda nada bien. Tenemos que dar buena imagen. Necesitamos mantener el sitio lleno, ya sabes. ¿Has visto a las chicas del nuevo resort que hay al otro lado de la isla? Están buenísimas.
El ojo de Leilani volvió a temblar otra vez. «Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».
Candy quitó el vestidor provisional justo antes de que Leilani pudiera lanzarla al suelo.
«¡Increíble! Las cosas que hay que hacer para pagar las facturas». Se pintó los labios y se miró fijamente en el espejo.
¡Maldita sea! Candy tenía razón. Ese color no le sentaba nada bien.
Tiró el labial sobre la mesa, se sacó los zapatos, se puso el traje y caminó hacia el escenario sin hacer ruido.
Echó un vistazo al público. Todas las mesas de la terraza cubierta estaban llenas. Eso pondría muy contento al señor Hu.
Algunos de los ayudantes de camarero estaban ocupados encendiendo las antorchas que rodeaban la parte exterior del perímetro. El público hacía ruido entusiasmado mientras algunas chicas del hula se mezclaban con los invitados.
Odiaba esa parte del trabajo. Se sentía como si fuera un florero para los turistas. Estaba a punto de unirse a ellas cuando una extraña sensación se apoderó de ella.
Algo iba mal.
«¡Sammy! ¿Dónde está Sammy?»
Examinó al público, inquieta.
Entonces dejó escapar un suspiro al verle sentado en la mesa donde le había dejado.
Pobre niño. Parecía estar aburrido. Estaba retrepado hacia atrás contra la silla con los pies apoyados sobre la mesa mientras leía un libro de cómics. Estaba acostumbrado a esperarla hasta que acabara su turno, ya que había veces que la tía Anela no se sentía bien para cuidar de él. Él nunca se quejaba.
Sin embargo, la sensación de ansiedad no desapareció. De hecho, se iba haciendo cada vez más fuerte.
Miró entre el público, preguntándose qué había diferente. Cerca del escenario había cinco mesas llenas con lo que parecían ser chicos de una hermandad que llevaban camisetas con letras griegas. Como no, Candy estaba en una de las mesas escribiéndoles su número de teléfono en una servilleta.
El corazón de Leilani latía con fuerza. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Ella nunca se ponía nerviosa.
Empezó a sonar la música de fondo. Era la señal de que el espectáculo de hula estaba a punto de comenzar. Su corazón latió aún más deprisa cuando Candy y las otras chicas subieron al escenario y se colocaron cada una en su lugar.
—¿Te encuentras bien, Leilani? —preguntó una de ellas.
Ella asintió con la cabeza mientras miraba fijamente al fondo de la terraza cubierta. Justo detrás de un par de antorchas, vio una sombra.
Entornó los ojos, tratando de ver quién era. El fuego danzaba bloqueándole la vista, como si le estuviera tomando el pelo. La silueta se movió y ella dio un respingo hacia atrás conforme los recuerdos se le venían a la cabeza.
El chirrido de los neumáticos. Los gritos de Sammy. El todocaminos girando y quedándose del revés. El crujido del metal. Los cristales rotos. El fuego abrasador. Y entonces... él.
Un cabello dorado surgió entre el humo. Un fuego abrasador con la forma de las alas de un ángel dio paso a su perfecto y esculpido cuerpo. Sus ojos zafiro le miraban con ternura.
«¡No! Ahora no».
Se presionó los ojos con las palmas de las manos, tratando de mandar todos esos recuerdos a donde debían estar: en lo más profundo de su mente, enterrados.
Era el mismo sueño que había tenido cada noche desde que ocurrió el accidente. Le había llevado meses para que desapareciera.
No sabía por qué soñaba con Jeremy. El tonto del culo ni siquiera se molestó en ir a ver si estaban bien. Simplemente se fue sin decir una sola palabra.
Tanto ella como Sammy estaban mejor sin él de todos modos. Era una tontería pensar que el Chico dorado se había preocupado por ellos alguna vez. No era más que otro estúpido haole.
La música comenzó a sonar más alto, así que arrancó la mirada de la silueta que había detrás del fuego. Probablemente era otro estúpido turista con un cuerpo similar al suyo. No tenía tiempo para detenerse a pensar en el pasado.
Esta era su vida ahora.