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II

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Pero no había nadie, y la habitación no era un lugar prohibido. Espaciosa, con dos divanes orientales a lo largo de las paredes con tejido de damasco, sin escritorios ni estanterías, la llamaban estudio, por alguna razón. Sin motivo aparente, Vadim estuvo caminando durante un rato, pasando los dedos por encima de la línea de antiguos chibouques en el estante de bronce, calentando sus manos en la cálida estufa de cerámica, observando distraídamente el simple adorno de los azulejos en forma de diminutas iglesias azules sobre fondo blanco. Luego se acercó a un viejo cofre con un elegante espejo ovalado oscilante en la parte superior, el espejo roto y deslucido reflejaba servilmente su semblante melancólico, partiendo su pecho en dos ―lo tanteó con las manos, el lustroso objeto de palisandro era grande pero no demasiado pesado― y lo levantó de la tapa del cofre. Lo colocó sobre una pequeña mesa redonda frente al diván, se recostó sobre las almohadas de seda y levantó la mirada, porque la pared y un cuadro se reflejaban en el espejo agrietado.

El cuadro llevaba un cortinaje; se decía que era una copia de la famosa Odalisca de Karl Brulloff, una bella mujer desnuda, sentada y a punto de vestirse con la ayuda de un esclavo feo de piel oscura. Antes de irse, el tío había enganchado los dos lados de la cortina, y solo se podía ver la cabeza de cabello negro de la Odalisca y un trozo del fondo. Al principio, Vadim se resistió al poder de los ojos oscuros de la mujer de piel blanca, pintada y a través del reflejo, por tanto doblemente falsa, diciéndose a sí mismo que había demasiados engaños en su contemplación de aquel objeto de arte, pero pronto no pudo apartar los ojos de aquella cara lívida, y le pareció que ahí, encaramado en los cojines, estaba observando la vida de alguien, como espiando a través de una antigua ventana. Tenía calor, la almohada de seda era agradablemente fresca; y dos estatuillas altas y esmaltadas de dos jóvenes indios, sentados con las piernas cruzadas en la parte superior de dos columnas tras los brazos del diván, eran como centinelas silenciosos para su languidez de ensueño. Vadim suspiró y comenzó a pensar en uno de sus poemas recientes.

Tintineo de llaves, cae la cadena; una puerta antigua se abre, los sueños murmuran,

conjurando, encantando; pensamientos más oscuros que miradas y palabras

más suaves que la nieve al caer; no se cansan del silencio, en ningún momento,

en algún lugar, en una puerta, chimenea o cachimba, a sotavento, a barlovento,

en la vieja casa con los errores y dolores,

siempre estuvo listo para los sueños. El zumbido blanco

fuera de las ventanas; es enero en el puesto de preparación.


En la contemplación del doble engaño del cuadro a través del viejo espejo, Vadim pasó algún tiempo tumbado en el diván hasta que la sed y el hambre lo obligaron a levantarse e ir en busca de lo que llamaban comida y bebida en esa casa; luego regresó al enrevesado engatusamiento de las cosas viejas y pintorescas. Sin mirar el cuadro, se echó en el diván y se quedó soñando hasta el crepúsculo.

Era tan agradable contemplar el abigarrado refinamiento de los indios esmaltados, sus expresivas cabezas con turbantes dorados y sus coloridas ropas orientales, sus pantalones bombachos, atados con cintos verdes con pequeños corazones azules, dorados en los tobillos y sobre las rodillas; de hecho, los pantalones rojos eran de dos tonalidades, la parte superior de las rodillas era púrpura adornada con flores doradas y verdes, y la inferior era escarlata sin ornamentos; sus chalecos cortos sin mangas y de cuello bajo estaban adornados con violetas brillantes a rayas doradas y verdes; sus zapatos violetas y verdes sobresalían debajo de sus piernas cruzadas; los brazos morenos tenían brazaletes dorados y los turbantes dorados tenían púrpura en la parte superior ―indudablemente, era agradable e incluso divertido contemplar estas estatuillas hábilmente labradas, y fantasear sentado en la oscuridad, pero no hoy―.

Los sueños, las plantas carnívoras que se colaban en el corazón, floreciendo ahí, flotando alrededor de los humanos como el humo de una cachimba; igual que el humo, los sueños se enroscaban y ramificaban para acabar desapareciendo. Las campanas sonaron suavemente; la figura china del pastor se inclinó ante su enamorada china seis veces, porque, según los mecánicos de Hamburgo, cada hora se celebraba con un beso. Cuando el pastor regresó a su cabaña de bronce, Vadim suspiró de nuevo.

Las aristas de las cosas y los muebles se difuminaban, fusionándose con el fondo oscuro y solo la cara blanca era distinguible vagamente en el espejo agrietado. Entonces, le pareció que el retrato se movía.

Las esquinas de los labios temblaban, y reconoció la sonrisa del día anterior de la señora, mirándolo desde el cuadro de la pared mientras se comía su porción de tarta de almendras en la mesa. Se sonrojó como una rosa. «¡Maldita bruja!». Recordando la vergüenza que había pasado y la pintura deteriorada, propiedad no suya, sino de sus parientes, que nunca le habían hecho ningún mal, saltó hecho una furia y al instante sus manos rápidas destrozaron violentamente la ligera cubierta de la imagen.

La famosa Odalisca desnuda estaba completamente vestida en esta copia del famoso cuadro, por capricho del artista o de algún comisario. Una larga túnica blanca cubría todo su cuerpo desde la parte superior de sus hombros, y su sonrisa resultaba ser aún más despectiva; el consabido esclavo hacía el otro trabajo, ofreciendo un aguamanil en lugar de ropa. Gruñendo, Vadim saltó del diván y se apresuró a salir del atardecer ensordecedoramente silencioso de la habitación.

Como si se tratara de una espantosa procreación de aquel silencioso atardecer, como una de las telúricas deidades vengadoras que emergen de la noche, la voz crepitante del conde Félix como una reminiscencia de la terrible conversación de la víspera, poco después de que Vadim fuese descubierto en aquella actitud, con los pies en el sofá, en la salita, mientras hacía algo con la ayuda de su cortaplumas en los ojos de la señora Récamier de la réplica de su retrato de François Gérard, sonaba en sus orejas enrojecidas: «…¡Vadim! ¡Vadim Korsak! ¡Estimado señor! ¿Cuál es la excusa para su mal comportamiento? ¡Annette y yo estamos esperando una explicación! La pintura ha sido comprada hace poco, pero no es la pérdida lo que me preocupa. Nos inclinamos a considerar su estado físico como una pérdida temporal de la cordura más que como una afrenta deliberada…»

En la inerte antesala, vio a Mitrich cómodamente echado sobre una gran cómoda y roncando, Vadim sintió repugnancia. «¡Maldita sea!… ¡Malditas cortinas y cuadros! ¡Malditas sean las habitaciones atiborradas y demenciales!». Se puso el abrigo y el gorro y salió corriendo.

–Oh… ¡Hola! ¿A dónde va? Yo, anoche…

Sonriendo, con un gran abrigo y el gorro cubierto de nieve por todas partes, Lodie Chartoborsky estaba frente a la entrada, aplaudiendo con las manos enguantadas y comenzando su relato sin prestar atención a la mirada disgustada de su amigo.

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