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DOS

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–Ariel, ¿teníamos una cita?

La señorita Hayes, mi consejera escolar, alza la mirada desde su escritorio. Estoy parado en la puerta de su oficina, mi mochila cuelga sobre uno de mis hombros. Está bastante ocupada porque recién inicia el semestre, pero no tengo el lujo de programar una cita durante la hora del almuerzo porque no tengo hora de almuerzo; necesitaba tiempo para una clase AP extra. Con un poco de suerte, la señorita Hayes pueda tomarse un minuto para ayudarme antes de que empiece mi próxima clase.

–Mmm, no –respondo–. ¿Tiene unos minutos?

Su escritorio es un desorden de papeles. Y no hay una, ni dos, sino tres tazas de café delante de ella.

–Tiempo, tiempo… –murmura, cliquea su ratón y escanea la pantalla de su computadora–. Tengo exactamente cinco minutos hasta mi próxima cita. ¿Qué sucede?

Genial. Cinco minutos. Tiempo suficiente para discutir mi futuro académico ampliamente. Me cae bien la señorita Hayes, pero siempre tiene como trescientos alumnos asignados así que he intentado robar minutos de su tiempo libre desde primer año.

–Eh –me paro cerca de la silla en frente de su escritorio, mis manos se aferran al respaldo mientras la presión se acumula detrás de mis ojos.

¿Por qué me siento como si estuviera en problemas?

La señorita Hayes toma su teléfono y comienza a tipear. Demonios. Estoy perdiendo su atención. Tengo que hablar ahora.

–Reprobé un examen de matemáticas esta mañana –la señorita Hayes luce sorprendida y se me retuerce el estómago.

–Lamento oír eso. ¿Qué sucedió? –señala con la cabeza las sillas en frente de ella–. Adelante, siéntate.

Una de las sillas está cubierta con una torre de carpetas y panfletos, la otra tiene una caja archivadora. Apoyo la caja en el suelo y me siento.

–Estudié –digo, me mira detenidamente en silencio–. Quiero decir, supongo que podría haber estudiado más. Y mi papá no me dejó concentrarme esta mañana, pero pensé que había aprendido el contenido. Quiero decir, estará bien, ¿no? Solo es una calificación.

–Bueno, solo es un examen –replica la señorita Hayes–. No podemos volvernos locos por cada pequeña calificación.

Exhalo y me relajo un poco.

–Pero –continúa–, asumiendo que todavía quieres tener el mejor promedio, sí significa más para ti que para otros. Y cuando un estudiante toma casi todas clases AP, las universidades quieren asegurarse de que no se sobreexija. Así que definitivamente queremos volver a encaminarte –me sonríe. Una sonrisa. En un momento como este–. ¿Quién enseña Cálculo AB?

–Calculo BC, el señor Eller.

–Cierto, por supuesto. Déjame ver si puedo encontrar su programa –abre una barra de granola y le da un mordisco. Luego, masticando mientras cliquea en su computadora, dice–. Ahora sí. Está bien, los exámenes tienen un valor importante. Veinticinco por ciento de la calificación final. Déjame revisar… –cliquea un par de veces más–. Parece que tienes cinco evaluaciones este semestre, cada una representa un cinco por ciento, así que como puedes ver… ¿Qué porcentaje obtuviste?

–Cincuenta por ciento –mascullo.

Su silencio es un castigo. Calcula algo en su teléfono.

–Cincuenta por ciento en el cinco por ciento de tu calificación significa que perdiste un 2,5 por ciento. Nada catastrófico.

–¿No? –trago saliva.

–Para nada. Todavía tienes un 97,5 por ciento. Aunque esta calificación afecta tu margen de error de ahora en adelante, lo que podría ser desafiante a medida que aumente la dificultad de la clase –apoya su teléfono y me mira–. Las matemáticas son una batalla cuesta arriba.

–Entonces –juego con la tela del asiento–, ¿qué hago?

–Mi próxima cita está demorada –la señorita Hayes le echa un vistazo a su reloj–. Buenas noticias para ti. Dame un segundo, haremos un plan.

No estaría tan cerca de la meta final sin la señorita Hayes. Durante los últimos años, a pesar de nuestro tiempo truncado, me guio por un buen camino. Me anotó en las clases que necesitaba. Me explicó cómo inscribirme de oyente en clases como Orquesta para que no disminuyan mi promedio y cómo saltear la hora del almuerzo. Me inscribió en asignaturas durante el período cero; que se dictan antes del horario tradicional de clases. Y me recomendó hacer Gimnasia en línea para poder cursar créditos extra como Latín AP e Historia Europea AP que sí influyen en el promedio.

Pero se supone que ya había terminado con todo eso. Ya hice todos los planes y todas las maniobras. La única tarea pendiente es sencilla: obtener solamente A.

Y ya arruiné eso.

–Bien –la señorita Hayes se frota las manos–. En primer lugar, ¿ya hablaste con el señor Eller?

–Todavía no.

–Bueno, estoy segura de que ya sabes qué decir. Pregúntale si puedes corregir los errores a cambio de crédito parcial y si puedes hacer algún trabajo para obtener crédito extra. Unos pocos puntos compensarían la calificación.

–Correcto –respondo reclinándome. Un plan. Algo de la tensión abandona mis músculos–. Debería haber pensado en ello. Gracias.

–Segundo, recuerda que esto no es una excusa para concentrar toda tu atención en matemáticas y descuidar tus otras clases. No queremos que esto ocasione un efecto domino.

–Ajá –asiento y comienzo a tipear notas en mi teléfono. Está bien. Puedo recuperarme de esto.

–Tercero, parece que hay otro examen el viernes y como estudiar por tu cuenta no está funcionando, deberías conseguir un tutor.

Pauso y levanto la vista.

–Mmm… ¿Qué?

–¿Qué les pasa a los chicos de esta escuela? –suspira–. A veces, hasta las personas más inteligentes necesitan un tutor. Eso te incluye a ti.

Me muevo en mi asiento. Si estudio con un tutor de la escuela, la gente sabrá que estoy en problemas. Pari ya bajó la guardia. Si todo se mantiene así, tal vez pueda asegurarme el mejor promedio con una B en Cálculo.

–Ariel, ¿qué pasa?

–Nada –respondo.

–Mira, hay muchas opciones. Si prefieres, puedes conseguir un tutor afuera de la escuela.

Alguien golpea la puerta y aparece una niña pequeña con cabello rubio.

–Iré a buscarte a la sala de espera en un minuto, Becca –dice la señorita Hayes, la niña asiente con la cabeza y se marcha–. Esa es mi próxima cita. ¿Estás bien por ahora? Ya sabes los pasos a seguir: hablar con el señor Eller, no descuidar tus otras clases y conseguir un tutor. Todo eso es realizable, ¿no?

–Sip, todo realizable –digo con la garganta tensa.

–Excelente –la señorita Hayes sonríe–. Enorgulléceme.


Una cacofonía familiar entra en erupción a mi alrededor cuando abro las puertas dobles del salón de la orquesta. Sillas en movimiento y atriles que chillan contra el suelo. Se cierran casilleros, suenan los metrónomos y arcos silban sobre cuerdas. Y sobre todo eso, escucho gritos y risas mientras la gente charla sobre sus planes para el fin de semana.

Marco la combinación de mi casillero y saco la funda de mi violín. Lo llevo a casa todos los días para poder practicar; ayer descansó en la puerta de entrada porque estuve demasiado ocupado con otras cosas. Las lecturas para Literatura Inglesa están tornándose ridículas. Resulta que leer en idioma extranjero toma mucho tiempo.

Tendré que ponerme al día con la práctica este fin de semana. Orquesta debería ser mi clase más sencilla. Estoy cursando de oyente así que ni siquiera tengo calificación. Pero ser primer violín significa que todos los oídos se concentran en mí; no hay margen de error.

Desbloqueo mi teléfono y reviso mi correo electrónico. Una notificación de una universidad de respaldo y una de Harvard. Mi corazón se detiene. Abro el correo y lo reviso. Recuerda programar la entrevista con un exalumno antes de…

Ya programé mi entrevista. Dentro de un mes me reuniré con Hannah Shultz, CEO de AquaShroom, una empresa de hidroponía de hongos con una ferviente base de usuarios. No puedo evitar preguntarme si la mayoría de sus clientes cultivan hongos que Hannah no puede publicitar en su sitio web. Ya preparé fichas con información sobre Hannah, su empresa, la historia de Harvard y sobre mi propia biografía porque nunca puedes conocerte lo suficientemente bien para una entrevista con una universidad de la Ivy League.

Guardo el correo de todos modos. Puedo volver a confirmar con Hannah, no está de más ser precavido.

Pari está en nuestros asientos. ¿Hay alguna posibilidad de que se haya enterado de mi calificación? No, estoy siendo paranoico. Es Pari, mi amiga. No es una estudiante espía. Está practicando unas escalas de calentamiento con diligencia. Tiene clase de tenis justo después de la escuela así que ya está vestida con su falda y su musculosa deportiva. Yo solía apresurarme para llegar a fútbol después de la última campana, pero tuve que dejar el equipo el año pasado. El entrenamiento me quitaba mucho tiempo y estar en el equipo de la secundaria no era un logro suficientemente impresionante para mis solicitudes de ingreso a la universidad.

Ahora corro por mi cuenta. Lo disfruto y, de vez en cuando, me anoto en una carrera de diez kilómetros para aparentar ser un estudiante completo.

–Ey –me deslizo en mi asiento.

–¡Ey! –responde Pari–. ¿Ansioso por el fin de semana? ¿Harás algo divertido?

–Creo que será tranquilo –respondo–. Mi hermana tiene un partido de fútbol. Tengo que ir a alentarla.

–Qué lindo –Pari sonríe–. Me das ganas de tener un hermano mayor.

–¿Tú? –pregunto–. ¿Qué planes tienes?

Comienzo a afinar mi violín, desplazo el arco sobre las cuerdas y ajusto los tornillos de metal. Me gusta esta parte de la clase. La mezcla de notas, manos entrando en calor, el violín cómodo en mi agarre.

–Isaac y yo iremos a Nashville mañana temprano. Iremos a un museo, a un concierto y, por supuesto, comeremos una deliciosa barbacoa. No le digas a mi madre.

–No me atrevería –me río.

Pari es musulmana y nuestras madres harían un escándalo si supieran que cada tanto nos damos el gusto de algún alimento de cerdo. Nuestras familias no siguen una dieta estricta kosher o halal, pero el cerdo es un no definitivo para ellos.

–¿Por qué Nashville? –indago.

–Isaac se está postulando a Vanderbilt, así que pensamos en organizar un viaje. Me dije a mí misma que este de año iba a divertirme. Concepto extraño, ¿no es cierto? –demasiado cierto–. No puedo creer que nuestros padres accedieron. Quiero decir, nos quedaremos con la tía de Isaac, pero igual. Supongo que se están preparando para quitarnos las rueditas de entrenamiento, ¿sabes?

–Sí –respondo.

Me alivia escuchar que estará ocupada este fin de semana. Tal vez se está relajando de verdad con la escuela.

Las puertas dobles principales se abren, la doctora Whitmore entra dando zancadas y todos nos enderezamos en nuestros asientos. Luce como una directora de orquesta. Pantalones de vestir negros, camisa blanca. Su cabello está peinado en un rodete elegante. Se aclara la garganta y se coloca detrás del podio. Un tenso silencio cae sobre la habitación.

Estoy bastante seguro de que nos odia y el sentimiento es mutuo. No le importa nada más que asegurarse de que obtengamos el primer puesto en la competencia estatal cada año y la dejan ejercer sus duros métodos porque a la escuela le encanta el prestigio de esos premios.

La semana pasada, un chelista olvidó su partitura. La doctora Whitmore lo regañó durante cinco minutos, irónicamente, retándolo por desperdiciar el tiempo de los demás. No paró hasta hacerlo llorar. Por eso, la mayoría tiene varias copias de su partitura; algunas en nuestros casilleros y autos.

Pero estar preparado no es suficiente. Tenemos que ser perfectos. No le importa si las ampollas en nuestros dedos estallan y sangran; si no está contenta con un movimiento, una métrica o hasta con una nota, nos hará seguir, incluso después de hora, con dos palabras que nos aterrorizan: otra vez.

Muchos estudiantes renuncian. Abandonan en primer año. Ceden ante un padre preocupado en segundo año. Dicen “al diablo, esto no vale la pena” en tercer año. Pero muchos otros se quedan. Porque la verdad es que nosotros también queremos el prestigio. Ser los primeros del estado luce demasiado bien en una solicitud de ingreso a la universidad. Somos masoquistas y la doctora Whitmore lo sabe.

Pari saca la partitura de Mozart, el barniz naranja de sus uñas se descascaró un poco. Pero luego la doctora Whitmore dice:

–He preparado algo nuevo para nosotros.

Recibe silencio como respuesta. Generalmente, nos dan las partituras durante el verano. Las piezas son tan complicadas que necesitamos bastante tiempo para practicar antes de la competencia en otoño.

–He decidido que la pieza de Mozart, si bien es encantadora, no es lo suficientemente difícil para exhibir nuestro talento de verdad, así que aprenderemos Scheherazade de Rimsky-Korsakov. Requiere una orquesta completa así que algunos miembros de la banda se unirán a nuestros ensayos durante el semestre. Violines, son los primeros. Hagan una fila en mi oficina para recibir sus partituras.

Presiono la raíz de mi nariz con dos dedos. ¿Cuándo demonios se supone que ensaye una nueva pieza? Dios, espero que no incluya un solo complicado.

Me paro y sigo a mis compañeros a la oficina de la doctora Whitmore. Masoquistas.

–¿Puedes creer que esté cambiando la partitura? –me susurra Pari–. Nadie tiene tiempo para esto. ¿Por qué todos los profesores piensan que su clase es la más importante? Juro que dejaría la orquesta si no amara tanto tocar el violín. Aunque está logrando cambiar eso.

Sí, debería abandonar la orquesta. Entonces no tendría que preocuparme por tener una mejor violinista a mi lado.

–Sí, es duro –digo.

Doy un paso hacia el escritorio. La doctora Whitmore me mira. Extiende la partitura justo a centímetros de mi mano.

–Ariel, hay un solo bastante complejo –maldición–. Sé que eres capaz de enfrentar el desafío. Y si no lo eres, bueno…

Deja la oración sin terminar y luego me da la partitura.

–Repasa el solo ahora. Tercer movimiento –dice–. Pasaremos el resto de la clase practicando toda la pieza.

Camino de vuelta a mi asiento en un trance mirando fijo las páginas. Las notas nadan delante de mis ojos, pero cuando llego al solo, las veo con una claridad abrumadora. Esto es de otro nivel. ¿No sabe que somos una orquesta de secundario y no la Sinfónica de Atlanta?

Pari me echa un vistazo mientras se sienta.

–¿Escuchaste que nos hará practicar toda la pieza hoy? –pregunto.

–Sí –suspira–. Esto será un infierno. Y no estoy celosa de ese solo. Buena suerte, amigo.

Fuerzo una sonrisa y luego vuelo a estudiar las notas. Diez minutos después, todos se acomodan en sus asientos. Lápices rasgan las páginas, dedos suben y bajan por los instrumentos. Estoy intentando comprender el retorcido inicio del solo, pero los primeros compases se niegan a tener sentido.

La doctora Whitmore se para detrás del podio.

–No soy un monstruo –dice y cientos de ojos se ponen en blanco–. Pero hoy practicaremos la pieza de principio a fin. Es una maravillosa oportunidad para practicar lectura a primera vista. Esa porción de la competencia nos costó el año pasado y sé que podemos hacerlo mejor. No espero que sea perfecto –esboza una sonrisa asquerosamente dulce que dice lo contrario–. Y lo haremos es un tempo lento. Si nos perdemos, nos detendremos y empezaremos otra vez. ¿Todos de acuerdo?

Como si pudiéramos negarnos.

Alza la batuta. Posicionamos nuestros instrumentos. Cae la batuta. La habitación estalla en sonido. Entusiasta pero desprolijo. Notas altas y ligeras. Melodías rítmicas con fines abruptos. La pieza es hermosa incluso con nuestra torpeza. Mis dedos trepan por mi violín. Por lo menos somos un desastre juntos. La doctora Whitmore sube y baja la batuta con fuerza como si pudiera hacernos tocar mejor si corta el aire con suficiente fuerza. Estoy contando el tiempo que tengo hasta que comience mi solo. Unas pocas páginas. Luego, líneas. Mis dedos sudan, casi se resbalan sobre las cuerdas de metal. Faltan algunos compases. Diez. Cinco. Mi arco se patina, pero mi pulgar lo reposiciona a tiempo para evitar que se caiga.

Dos compases.

Mi corazón palpita.

La habitación se calla y…

Mi primera nota es desafinada. Mis ojos se desenfocan mientras intento concentrarme en la página. Los ojos de la doctora Whitmore me perforan. Se supone que debo devolverle la mirada mientras toco, reconocerla a ella y a su batuta, pero no hay chance de que haga eso con música tan nueva. Mis dedos se atropellan como si fuera el peor violinista de la orquesta. Las notas chillan una por una, fuera de tempo y desafinadas. Es lo único que puedo hacer para tocar y respirar.

Termino con una nota fuera de tono y toda la orquesta levanta sus instrumentos para volver a tocar. Logro reunir valor para mirar a la doctora Whitmore a los ojos.

Desprecio.

Se supone que el movimiento debe continuar, pero deja caer la batuta. Bajamos nuestros instrumentos.

Silencio.

La doctora Whitmore me mira fijo. Necesito todas mis fuerzas para no salir corriendo de la habitación.

–Bueno, eso no será suficiente –dice con voz dura–. Ariel, otra vez.

Trago fuerte, con la garganta tensa y los ojos ardientes. Recién nos dio las partituras. ¿Qué espera?

Alza la batuta. Posicionamos nuestros instrumentos. Vuelvo a tocar.


–¡Chicos, a cenar! ¡Lávense las manos! –grita papá desde la planta baja.

Despego mi rostro de la almohada y parpadeo. Debo haberme quedado dormido cuando llegué de la escuela.

–¿Ariel? ¿Estás bien?

Aclaro mi garganta y me siento, estoy un poco mareado. Mi hermana, Rachel, está parada en la puerta de mi habitación. Está en quinto año de primario, pero se salteó el kínder. Sus maestras querían que salteara tres años, pero mis papás dijeron que de ninguna manera. Su cabello oscuro y rizado como el nuestro cae por debajo de sus hombros y tiene su vestido tie-dye favorito.

–Sí, estoy bien –froto mi rostro–. Fue una semana larga. Estaba descansando los ojos.

–Mmm, sí, definitivamente estabas roncando. ¿Podemos jugar Scrabble después de cenar?

–Seguro –sonrío, pero tengo un nudo en el estómago. La doctora Whitmore dijo que necesitaba perfeccionar el solo de Scheherazade en dos semanas o si no

Literalmente dijo “o si no…”.

Me lavo las manos en el baño, luego reviso las notas en mi teléfono, escaneo todo el trabajo que tengo que hacer este fin de semana. La lista sin fin incluye Literatura Inglesa, tarea para Física AP y por supuesto, Cálculo. Tengo que obtener una A en la próxima evaluación así que necesito estudiar en cada minuto libre. El solo de violín tendrá que esperar hasta la próxima semana, a pesar de la amenaza de la doctora Whitmore.

–¡Chicos! –grita papá.

–¡Ya bajo! –respondo.

Hay una estricta política de nada de teléfonos en la cena de Shabat así que dejo el mío en la cama y bajo las escaleras detrás de Rachel. Mamá y papá están la cocina, terminando la cena. Mamá saca un jalá dorado del horno, el delicioso aroma de pan recién horneado inunda la cocina. Papá prepara una ensalada y añade una decoración de almendras trituradas. Un pollo asado descansa sobre la mesada.

–Huele increíble. ¿Necesitan ayuda con algo? –ofrezco.

–¿Quieres tomar los aderezos? –pregunta papá.

–Seguro –camino hasta el refrigerador y tomo los favoritos de todos.

–¿No hay sopa?

–Lo lamento, mamaleh, no tuve tiempo –replica mamá. Algunos viernes a la noche comemos sopa de bolas de matzá porque mis papás son superhumanos; trabajan duro toda la semana y de todos modos nos proveen comidas caseras.

Mamá viste su falda lápiz del trabajo, pero tiene una camiseta gastada de AC/DC. Se dirige a la mesa con la copa kidush y una botella de Manischewitz, un vino dulce kosher que básicamente sabe a jugo de uva.

Luego toma dos kipás de encaje y le pasa uno a Rachel. Caminan hacia el fregadero, donde dejamos las velas de Shabat; sobre la ventana para que el mundo pueda verlas desde afuera. Encienden las velas y agitan las manos en círculos delante de sus ojos tres veces antes de rezar: Baruj ata Adonai Eloheinu Melej haolam, Asher kideshanu bemitzvotav, Vetzivanu lehadlik ner shel Shabbat.

–Amén –decimos papá y yo.

Todos nos sentamos y papá bendice el vino. Pasamos la copa, todos bebemos un poco, incluso Rachel. Muchos chicos judíos tienen permitido beber un sorbo de vino en Shabat desde la infancia. Y en nuestra familia, cuando cumplimos quince años, nos permiten beber de verdad en Pésaj, lo que significa cuatro copas de vino durante un Séder de cuatro horas. Solo logré beber dos copas y media antes de caerme de la silla riéndome, dándome por vencido.

–Ariel, ¿quieres encargarte del jalá? –pregunta mamá.

–Seguro –coloco mi mano sobre el pan trenzado y guío nuestra oración final. Siempre es confortable decir las palabras familiares en hebreo. Me aliviana de una manera que es difícil de explicar.

Después de la oración, arranco un trozo gigante de pan y lo parto en trocitos, luego lo reparto sobre la mesa para que todos tengan un poco.

–Entonces –dice mamá, pasándome el recipiente de la ensalada–. ¿Cómo fue su semana? Momento gracioso y momento destacado.

Todos estamos tan ocupados durante la semana –mamá persigue una historia, papá investiga casos, Rachel tiene muchas actividades extracurriculares– que el Shabat suele ser la primera vez que podemos sentarnos juntos. Así que a mamá le gusta ponerse al día con las mejores partes y los momentos más cómicos de nuestra semana.

Rachel lanza un tomate cherry en el aire y lo atrapa con la boca, luego nos sonríe ampliamente.

–¡Bueno! –dice porque siempre quiere contar primera y a ninguno de nosotros nos molesta–. Elegí mi pirata para la semana de alta mar y adivinen a quién voy a representar. ¡Adivinen! ¡Adivinen! Bueno, se los diré. ¡Seré Ching Shih!

Todos intercambiamos miradas sorprendidas.

–¿Quién? –pregunto.

Ching Shih –repite Rachel exasperada–. ¡La pirata más temida de todos los tiempos! Fue una prostituta en el 1800, luego se casó con un famoso pirata y cuando él se murió, ella ocupó su lugar, se tornó superescalofriante y tomó el mando.

–Pirata prostituta –dice mamá–. Suena apropiado.

–Es genial. Ya verán. Haremos toda una semana de actividades y haré una presentación de dos horas.

–¿Dos horas? –pregunta mamá.

–¡Con juegos y otras cosas! Como una búsqueda del tesoro. Será genial. Nuestra profesora dijo que es la mejor parte cada año.

–Me alegra que estés emocionada –dice papá, evitando un pepino–. ¿Y tu momento gracioso?

–Mmm…. –Rachel mueve las piernas y mira fijo el cielo como si pudiera encontrar la respuesta allí–. Puede que haya dejado abierta la jaula del conejo de la clase y puede que haya terminado en el patio del colegio intentando excavar debajo de la cerca.

–Rachel, ¿en serio? –indaga papá.

–Sí, y puede que tengas que firmar una nota de mi maestra diciendo que hablamos de responsabilidad.

Mamá suspira, luego sonríe y besa a Rachel en la frente.

–Siempre una aventura contigo. Saúl, ¿quieres ser el próximo?

Papá nos cuenta sobre un triunfo en un caso de discriminación por edad y que derramó café sobre unos papeles importantes. Luego, mamá nos cuenta sobre cómo logró conseguir una entrevista con el nuevo alcalde y que recibió una multa por aparcar en el lado equivocado de la calle.

–Juro que lo cambian cada semana –se queja mamá–. ¿Quién puede mantenerse al día?

–Tal vez deberías tener una clase de responsabilidad –dice Rachel con una sonrisita.

Mamá le echa un vistazo a Rachel y todos nos reímos.

–Okey, Ariel –pide mamá–. Momento gracioso y destacado.

Vacilo.

–Casi salgo de casa sin camiseta esta mañana –cuento–. Papá me salvó.

Rachel se ríe y papá también, pero mamá luce preocupada.

–Tal vez necesitas desacelerar un poco a la mañana –dice.

–Estoy bien, mamá. En serio.

–Podrías ir a dormir más temprano. O correr algunos kilómetros menos a la mañana.

–Pensé que era divertido –me muevo en mi silla–. Se suponía que te reirías. Fue divertido, ¿verdad, papá?

Los ojos de papá saltan entre mamá y yo.

–Soy un hombre inteligente. No me meteré en el medio de esto.

–Honestamente, Saúl –mamá pone los ojos en blanco–. Eres tan débil.

–Es verdad, Miriam –concuerda–. Bueno, Ariel, ¿momento destacado?

Guau. Tengo tantos de donde elegir. Puedo hablar de mi examen fallido de Cálculo o sobre el solo de orquesta que arruiné. Despedazo mi jalá en pequeños trozos. Mi familia no tiene fallas reales. Tienen equivocaciones, errores graciosos. Yo soy el único que está arruinando cosas importantes.

–¿Ariel?

–Eh –trago fuerte–. Esta mañana corrí un minuto más rápido que mi promedio.

–Bien –papá choca los cinco conmigo en el aire.

–Estoy orgullosa de ti, jovencito –dice mamá.

–Gracias.

Vuelvo a romper mi jalá una y otra vez hasta transformarlo en migas.

Imperfecto

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