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UNA HISTORIA TAN VIEJA COMO EL MUNDO

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El origen de las cartas del tarot, prácticamente desconocido, se pierde más allá de los límites del mito. En efecto, a partir del periodo prerromántico y romántico, con el auge de la filología y de la arqueología, la supuesta «invención» del tarot empezó a retroceder cada vez más en el tiempo hacia un antiquísimo origen iniciático que sólo resultaba accesible para pocos, y únicamente después de haber superado pruebas durísimas.

Había quien, como el filólogo Court De Gebelin, lo consideraba fruto de la civilización egipcia y quien, como el abad esoterista Eliphas Levi, atribuía su invención a los antiguos hebreos, o bien quien afirmaba que la primera aparición de las cartas del tarot se remontaba a la India, donde ya mil doscientos años antes de Cristo causaba furor una baraja de cartas redondas correspondientes a las diez reencarnaciones del dios Visnú.

Además, también había quien consideraba que las cartas del tarot eran una herencia de antiguos oráculos, o bien fruto de la fantasía gitana e incluso otros el último legado de una civilización misteriosa y perdida: la mítica Atlántida, a la que también apunta Platón en uno de sus célebres diálogos. Pero cualquiera que haya sido la civilización que las haya ideado, lo que de verdad importa en las cartas del tarot es el evidente significado religioso-simbólico que enlaza todas las cartas hasta constituir un ciclo completo, una especie de poema iniciático que se desarrollla a través de un largo proceso de purificación y de evolución interior.

De hecho, en el simbolismo más profundo de la baraja no es difícil reconocer los cimientos del esoterismo occidental, las leyes mágicas de los antiguos saberes sintetizadas en la famosa tabla esmeraldina atribuida a Hermes Trismegisto: «Así en la tierra como en el cielo, así abajo como en lo alto; una parte representa el todo; todo posee dos polos, uno masculino y el otro femenino; los extremos se tocan, etc.».

Existen dos formas distintas de acercarse al saber esotérico, dos vías iniciáticas distintas, una seca, es decir intelectual, racional, activa, que se podría considerar de factura occidental, y otra húmeda, interior, receptiva, intuitiva, oriental.

En el tarot, estas dos formas complementarias de vivir la relación con el universo forman una única vía, sintetizada por los dos arcanos que abren y cierran la serie de los veintidós mayores.

El arcano n.o 1, el Mago, representa al joven activo, emprendedor, preparado para dominar el mundo con los instrumentos de la magia.

El rojo, el color de la acción, predomina en su ropa mientras que el sombrero, en forma de ocho invertido, alude al universo y a la eternidad.

En cambio, el arcano que cierra la serie es el Loco, símbolo del conocimiento pasivo. Es muy posible que se trate del mismo joven que abre la serie pero que, a diferencia de este, está preparado para deshacerse de su saber, que lleva recogido con desdén en un pequeño fardo.

El Loco le da la espalda a la vía racional a favor de la del corazón.

Por eso se burla de los valores que dominan la sociedad, ha abandonado el grupo y ahora, completamente solo, prosigue su marcha por el camino de lo irracional, del mundo al revés.

Sin la vía del corazón, sintetizada por la figura del Loco, la búsqueda racional y científica del Mago no llevaría a nada, igual que del mismo modo, sin la iniciativa y el dinamismo de este, el vagar irracional del Loco sólo sería una pérdida de tiempo, vana locura.

Sólo en la conciliación de los opuestos, en el matrimonio de la acción y de la racionalidad con la intuición y con la fe, puede nacer la perfección verdadera, la plenitud del ser que el asceta busca en sus agotadoras prácticas y el alquimista en su secreto laboratorio.

El valor iniciático de la baraja también parece confirmado por la etimología. En árabe, tar rog significa literalmente «vía real». Sin embargo, opiniones y étimos giran sin aclararse alrededor de esta serie de cartas tan completas y sugestivas: según algunos expertos, tarot podría derivar del griego etairoi = compañeros, o del latín terere = batir, del hebreo tarah = hacer sortilegios, o incluso del árabe tar = revancha, para llegar a tara, la voz que se utilizaba en el Renacimiento para designar el sistema de imprenta de la parte posterior de las cartas, que se punteaban de oro. Pero, tal vez, todavía parece más sugerente la propuesta de Guillaume Postel, que reconoce en el término taro (carta del tarot) un anagrama de rota, con una evidente alusión a la ininterrumpible rueda del destino.

Sin embargo, a pesar de la exótica terminología y de su evidente arcaísmo, las cartas del tarot hacen su aparición en Europa relativamente tarde, solamente a partir del 1300-1400, época en la que empiezan a extenderse como juego de azar.

Así pues, entre los orígenes míticos, simbólicos e iniciáticos y la historia hay un vacío. Además, es bastante probable que los arcanos mayores y los arcanos menores tengan orígenes e historia distintos.

De hecho, parece que los mayores están estrechamente vinculados a la serie de los Naibi, una baraja con intenciones didácticas reservada a la educación de los niños, una síntesis sumaria del saber medieval en la que estaban incluidas las musas, los planetas, las artes liberales, los vicios, las virtudes y los acontecimientos vitales.

Por el contrario, parece que los menores derivan, por lo que se refiere a las cartas numeradas, del dominó y por lo que concierne a las figuras (rey, reina, caballo y sota), del ajedrez.

Tal y como hemos visto, la historia determina la aparición de las primeras cartas de juego en el 1200 a. de C. y las sitúa en China, donde estaba en boga un curiosísimo juego llamado «mil veces diez mil», y en la India, donde la gente se divertía con las cartas redondas que representaban a las diez encarnaciones divinas. El vacío de más de dos milenios que hay entre nuestras cartas y aquellas sigue siendo un misterio.

¿Cómo y cuándo han llegado hasta nosotros? ¿Quién las introdujo en Europa a pesar de los fuertes impuestos y de las prohibiciones legales, primero en las mesas de juego y más tarde en los salones y en los misteriosos antros de lo profético? Se pueden formular dos hipótesis, ambas igualmente aceptables.

Primera hipótesis: los gitanos, como prueba la similitud de su lengua con el sánscrito, el idioma de los antiguos hindúes. Alrededor del siglo XIV d. de C. una fortísima oleada migratoria de desclasados empezó a remontar el valle del Indo y, al pasar por Oriente Medio, se dividió en dos ramas. La primera se dirigió hacia los Balcanes; la otra llegó hasta Egipto (de ahí el término inglés gipsy = gitano = egipcio), donde probablemente entró en contacto con las prácticas esotéricas que se cultivaban profusamente en ese país y que hoy en día, tal y como sostiene Court De Gebelin, se pueden reconstruir perfectamente a partir de los caracteres simbólicos de nuestra baraja. Por otra parte, es bien sabido que entre las profesiones típicas de los gitanos (caldereros, danzadores, criadores de caballos) también están incluidas las artes adivinatorias; tanto es así que la lectura de las cartas y de la mano, en los siglos de la Inquisición primero y después en los del racionalismo, fue durante mucho tiempo una prerrogativa exclusivamente suya. Por lo tanto, el simbolismo esotérico de las cartas del tarot habría llegado hasta nosotros desde Egipto a través de la cartomancia gitana.

Segunda hipótesis: los templarios, Caballeros del Sagrado Sepulcro. Estos, que se habían desplazado hasta los Santos Lugares para defender a los peregrinos, tuvieron ocasión de conocer los antiguos saberes de los hebreos, que desde siempre han sido minuciosos descifradores de letras y números de la Biblia.

La orden templaria no vivió demasiado tiempo, pero en los dos siglos que precedieron a su supresión por parte de Felipe el Hermoso, consiguió acumular inmensas riquezas.

El hecho de que los templarios fuesen esotéricos también lo demuestra el complejo simbolismo de las catedrales góticas, de las que ideológicamente fueron los creadores; por otro lado, que se dedicasen activamente a la alquimia lo corrobora su misma regla, que en una de sus disposiciones prohíbe expresamente fabricar oro en presencia de extraños.

Según esta teoría, el simbolismo de las cartas del tarot, impregnado de esoterismo, habría llegado a Europa desde Israel de la mano de los templarios, que no sólo hicieron de intermediarios, sino que también se ocuparon de codificar esos conocimientos y transmitírnoslos en el críptico lenguaje confiado a la arquitectura y a la escultura góticas.

Y he aquí, sólo para los grandes amantes de las fechas, algunos momentos fundamentales de la historia del tarot:

– 1377: el monje Johannes atestigua la presencia del tarot en Suiza;

– 1379: las crónicas de Covelluzzo aluden a la difusión del juego en Viterbo;

– 1393: se crea en Italia la compañía de pintores de cartas;

– 1432: Bonifacio Bembo pinta las famosas cartas del tarot de los Visconti;

– 1582: en Francia se gravan con impuestos las barajas del tarot para limitar su uso.

Entre las cartas del tarot de la época, se pueden destacar las tres barajas pintadas por Jacquemin Gringonneur para alegrar al rey Carlos VI de Francia y distraerle de las crisis depresivas en las que había caído. Probablemente este es el primer tarot de todos los que conocemos actualmente.

Algo posterior es el pequeño tarot boloñés, compuesto de sesenta y dos cartas entre las que faltan el dos, el tres, el cuatro y el cinco de todos los palos. Después, por orden, aparecieron la baraja de Mantegna, de cincuenta naipes, y las Minchiate Florentinas, que por el contrario incluyen noventa y seis cartas, ya que a los veintidós arcanos mayores y a los cincuenta y seis menores se añaden los cuatro elementos y los doce signos zodiacales.

El tarot

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