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LA VIDA EN ROUGE

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I

Cuando Sonia descubrió que yo había venido a Barcelona para hacer un Máster de Creación Literaria, se tentó con la idea de una novela sobre su vida. Después, se olvidó. Así era con todo: se ilusionaba como una niña a la misma velocidad que se olvidaba de la ilusión originaria y, enseguida, la reemplazaba por otra.

Yo no me olvidé. No puedo olvidar. Escribí mucho sobre ella y Jimena, sobre mi vida con las dos en un piso compartido y enorme en el Gaixample. Mantuve durante 9 meses una bitácora doméstica en libretas que llenaba desde la soledad de mi habitación, con el sobrio patio de un convento de monjas de clausura a mis pies.

Esa imagen del patio de monjas fue lo primero que me impactó el día que fui a conocer la casa. Una paradoja: lo primero que me llamó la atención estaba fuera. Unos días después de mudarme descubriría que ese primer impacto sería el espejo inverso de otro impacto, interior y doméstico.

Pero ese día, después de la visión casi fantasmal de esa monja anciana regando las plantas de su jardín, volví a la órbita de la casa y comencé a contar. Los primeros objetos me parecían exagerados, numerosos, demasiados: quince toallas blancas colgadas en el tendedero del balcón interior, siete ceniceros en el fregadero de la cocina, cinco habitaciones en una casa en la que seríamos tres personas. Todo parecía digno de estadística.

En el pasillo principal, Sonia abrió un cajón enorme que siempre estaba bajo llave. Y ya no pude seguir contando, tuve que rendirme ante la catarata de cajas y blísteres con pastillas de todos colores. En un movimiento mecánico, muy calculado, escogió un puñado y se lo metió en la boca, empinando una botella de Aquarius.

Una vez acabada la guía doméstica, me tomó del brazo y me acercó su cara para decirme que aquí siempre está todo ordenadito y que aquí no tenía más que pedir lo que yo quiera, cariño, que me sintiera en casa.

En la cocina coordinamos los detalles del día de la mudanza, mientras iba sacando del lavarropas una montaña de bragas y corpiños que desplegaba sobre la mesa. Sus tríceps se marcaban tensos en cada movimiento con el que doblaba la ropa interior y le tomaba el olor a cada prenda, músculos firmes en cada cucharada de atún de lata que iba alternando con el trabajo doméstico.

Lo último que me dijo antes de despedirnos fue que estaban todo el día en la casa, que me mudara a la hora que quisiera. Que si no estaba ella estaba Jimena. Que las dos trabajaban allí.

II

Cualquier discusión con Sonia se resolvía con mucha facilidad, incluso durante los primeros días de convivencia, esos en los que se supone que dos personas deben medirse y tantearse para ver hasta qué grado de intimidad se puede profundizar en una charla. Esas leyes no escritas de la diplomacia de los pisos compartidos. Pero con Sonia se borraban todos los protocolos. Los diálogos con ella siempre eran demasiado naturales, aunque estuviese maquillándose frente al espejo, vestida de mucama y con un tanga rojo embutido en el culo. –¿Te puedo hacer una pregunta?

–No tengo tiempo, mi amor. Está por venir, Walter. Así que te resumo: sí, soy puta. Las dos lo somos. Estás viviendo con dos putas.

–No, mirá, yo no es que tenga inconveniente, es que…

–Entonces nada, cielito. ¿Todo bien?

–Sí, claro. Estoy contento acá. Pero ¿por qué no me lo dijeron?

–Pensamos que te habías dado cuenta, mi amor. Tampoco era tan difícil ¿no?

–Bueno, yo no estoy mucho en casa tampoco y no te había visto así vestida, qué se yo…

–Tranquilo, bebé. Ven que te doy un besito. Muaaaá. ¡Ay, te he dejado la marca! Perdón, perdón. A ver… ya está.

–¿Es para vos el timbre?

–Sí, sí. Es Walter, un VIP. ¡Hasta ahora, cariño! Tú relájate y haz tus cositas. No tienes nada de qué preocuparte con nosotras. Estarás viviendo, a ver, cómo decirlo… ¡la vida en rouge! ¡Voilà!

Y cerró con fuerza la puerta del pasillo, riéndose y dejando la estela impregnada de Poison, su perfume de Christian Dior. Había pasado una semana de la mudanza y todavía seguía sin conocer a Jimena. Hubo noches de gritos de mujeres peleando, portazos, sonidos de tacones lentos y suspiros. Y por la mañana, estelas de perfume mezcladas con alcohol y tabaco, que solo podían ser de ella, de Jimena, porque Sonia no fuma ni bebe.

III

Durante mi segunda semana dentro del camarín de las putas me dispuse a un detallado y solitario reconocimiento del terreno. Soy lento. Me adapto bien, eso sí. Pero soy lento, sobre todo para instalarme. No soy un neurótico del confort, así que tardo días en deshacer maletas y minutos en hacerlas para cualquier viaje.

El cuarto que me asignaron se usaba, también, como trastero. Y siguió siéndolo, en parte, porque el armario guardaba objetos del pasado de las chicas, que mantenían un orden sistemático en toda la casa con excepción de este mueble. Pensaba que poner toda mi ropa en el armario y acomodar mis papeles y libros en el escritorio sería un trámite. Pero no lo fue: tuve que hacerme sitio, previa confección de dos inventarios.

Inventario de objetos del armario:

- 1 par de patines color rosa del tipo roller tamaño niña.

- 4 edredones negros de 2 plazas.

- 5 caballetes de madera.

- 2 cajas de cartón grandes y pesadas rotuladas como “Fotografías” y encintadas con muchas vueltas.

- 2 pares de medias del tipo soquetes de color lila con flores estampadas.

Inventario de objetos del escritorio:

- 1 oso de peluche blanco con el logo “I Love NY” colgado en el cuello.

- 1 cuaderno con hojas arrancadas y dibujos de niño con motivos de soles, personas, casas y árboles.

- 1 monitor de ordenador Hewlett Packard y 1 impresora Epson sin enchufes ni cables.

- 14 lápices de colores apenas usados.

- 3 botes vacíos de crema antiarrugas.

Dejé todo tal cual, apilado a un costado, y me hice un lugar para poner la ropa. Revisé mi cama de dos plazas y media, con su cabecera imitación de cama antigua, saltando en el colchón sin escuchar el mínimo ruido, a pesar de que los caños se movían en cada salto, amenazando con derrumbar toda la estructura. No podía explicar semejante incoherencia de la física, hasta que descubrí unos soportes en forma de L unidos a los cuatro vértices, un refuerzo adosado para evitar el ruido.

Podía imaginarme a Sonia atada a la cabecera con unas esposas o aferrada con sus brazos duros fingiendo orgasmos increíbles. Me encantaba mi cama y me prometí hacer todo lo posible para sacarle el máximo provecho durante mi estadía. Pero al mes siguiente la cambiarían por otra, luego por otra y otras más. Nunca supieron explicarme a qué se debía esta rotación permanente de las camas.

La casa estaba dividida en dos partes. La cocina era la frontera, territorio neutral compartido. Hacia el lado de la calle, vivían Sonia y Jimena, con sus tres habitaciones y un largo y oscuro pasillo que comunicaba con el portal de entrada. Hacia el lado del convento, mi rincón: una habitación con balcón interno frente a otra habitación que Sonia llamaba “El Escritorio” y que siempre estaba cerrado con llave. En medio de las dos, un hall muy iluminado por el pulmón de manzana con un televisor de 50 pulgadas, una Play Station y un sofá negro de dos plazas.

No había un solo cuadro en toda la casa. Las paredes siempre se mantuvieron blancas, impecables. La casa entera parecía un territorio de paso y de nadie.

IV

Recién a los 15 días de entrar en el piso pude conocer a Jimena. Desde mi habitación escuchaba el televisor encendido en la cocina, un talk show con una voz chillona que no me permitía seguir acostado. En un extremo del sofá del hall alguien había dejado mi ropa lavada, planchada, doblada y perfumada. En la otra punta, la perra shih tzu dormía despatarrada y boca arriba. Me levanté, le acaricié la barriga y se estremeció. Parecía estar en un sueño profundo, pero de repente abrió los ojos y salió corriendo hacia la puerta de entrada.

Adiós, cariño, adiós, que vaya bien, nos vemos prontito, chaucito, chaucito, muuuua, jeje, adiós, adiós. ¡Ay, pero bienvenido, corazón!

Jimena me dio dos besos sonoros, fumando y riéndose en cortas y silenciosas muecas. La colilla de su cigarrillo se iba embadurnando de rouge entre pitada y pitada. Le quería agradecer lo de la ropa pero antes de que pudiera decirle algo me aclaró que fue Sonia y que la próxima vez lo haría ella, que no me preocupara.

Cuando quise decirle que no hacía falta, desapareció del plano. Y reapareció en la cocina, abriendo una lata fría de cerveza para calmar la sed de las 10 de la mañana, despeinada y con ojeras, bebiendo sorbos largos y golosos. Se sentó en una silla y comenzó un zapping vertiginoso, deteniéndose en un canal de música. Me ofreció un café, algo para comer, un cigarrillo y un chicle. Apagó mal el cigarrillo en el cenicero y la estela del humo comenzó a subir espesa y serpenteante. Apoyó su cabeza en un brazo, suspiró y volvió a reírse. Con la mano del otro brazo se acomodó las medias de encaje y pidió disculpas para irse a la cama tras el tercer bostezo, porque aún no se había acostado y esto, a sus 56 años, cariño, no es muy saludable.

V

Hola. Me llamo Anna, soy una preciosa mujer, de esas chicas que cuando las ves pasar dejas volar la imaginación y quieres quitarle la ropa con pasión. ¿Para qué imaginar más? Aquí tienes a tu chica soñada. Además, conmigo gozarás de mi encantadora personalidad, llena de dulzura, simpatía y un trato cariñoso.

Todo empezaba en ciertas webs de anuncios, en las pestañas de Sexo, Chicas o Acompañantes. Había que pagar bastante para rankear en los primeros puestos. Sonia destacaba, entendía que la imagen era importante y por eso tuvo el detalle de contratar a un fotógrafo para un set privado en su habitación. En el anuncio, Sonia miraba a cámara, con sus tetas operadas y el labio inferior sugerente. No sé si era seductora, pero llamaba la atención. Y creo que con eso bastaba para que los clientes mordieran el anzuelo.

En la intimidad me involucro con ternura y pasión. Una gran amante para caballeros ardientes. Decide aceptar mi reto y prepárate para vivir momentos excitantes. Serás recibido en mi confortable apartamento, muy discreto y acogedor, ubicado en el centro. Mis fotos son absolutamente reales. Estaré encantada de conocerte, por lo que me puedes llamar y te informaré de mi disponibilidad, tarifas y servicios.

Sonaban sus móviles, las chicas soltaban la oferta con absoluta simpatía y el cliente aceptaba o no. Los precios nunca se negociaban, no había posibilidad alguna de regateo. Si aceptaban, se acordaba la hora del encuentro y el cliente recibía las coordenadas de la esquina en la que estaba el piso. Una vez allí, el cliente tenía que volver a llamar al mismo número y, sólo en ese momento, se le daba el número del edificio y del departamento. La contraseña eran tres timbres y la tarifa venía con dos extras: una bebida (Coca-Cola, tónica, ron con cola, whisky, gin tonic, cerveza o whiscola) y una ducha caliente (las chicas se reservaban el derecho a decidir si antes o después, dependiendo del grado de higiene del cliente).

Para los vecinos, Sonia y Jimena regentaban una agencia matrimonial. Así lo demostraba el cartel de un sensual angelito tallado en la puerta con un enorme corazón enflechado. El alquiler se pagaba con puntualidad y todos contentos, nadie preguntaba. La vida del edificio seguía su curso, sin alteraciones ni conflictos.

“No se atienden moros, bajo ningún punto de vista”, decía Sonia, justificando su negativa en que le daban mal rollo, sobre todo los marroquíes. Tampoco le gustaban las salidas, sólo trabajaba en casa y de día. Jimena, en cambio, vibraba en la noche, esperaba ansiosa las invitaciones a Luz de Gas o al Trainning Pedralbes y luego al hotel, pero siempre tenía su casa como segunda opción.

El horario de atención en la casa era de 9 de la mañana a 7 de la tarde. Los sábados se reservaban para algún cliente VIP o alguna otra interesante transacción a tiempo completo, pero si no, no se trabajaba. El domingo, descanso absoluto.

VI

A un mes de mi llegada, las chicas me trataban como si fuera de la familia. Cenábamos juntos, salíamos a caminar y pronto organizarían mi fiesta de cumpleaños, con pizzas caseras, globos y una torta de chocolate. Nunca supe por qué decidieron alquilarme una habitación por una suma de dinero que Sonia podía ganar en tan sólo 2 horas de sexo. Protección, complicidad, compañía, mera presencia masculina en un piso tan femenino. Nunca supieron decírmelo con certeza.

Tal vez esa omisión haya reforzado el vínculo familiar que establecimos entre los tres, como si hubiera sido así siempre, de manera natural. Y quizás alimentara, también, la escritura de la novela sobre mi vida con ellas.

Los nueve meses que pasé en esa casa están escritos en libretas apiladas en un armario, listas para convertirse en esa novela que Sonia, hace tan sólo unos meses, recordó haber deseado, cuando le escribí un e-mail para comentárselo. Lejos de Barcelona y de la prostitución, ahora vive entre Mendoza y Santiago de Chile, cruzando con frecuencia la Cordillera de los Andes, que fue su cuna y donde pasó su adolescencia. Y que ahora ha redescubierto como un refugio, después de su larga aventura barcelonesa.

Barcelona inconclusa

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