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CASTINGS PARA UN PISO COMPARTIDO
ОглавлениеAlmudena y María son amigas. Se conocieron en un máster de algo que incluía business y también marketing. Les encantaría vivir con gente como ellas, que gusten de la diversión sin abusar y que tengan la preciada virtud del “don de gentes”. Almudena y María se sientan en la terraza, una al lado de la otra. Almudena apunta, María pregunta. Almudena hizo Derecho y Administración de Empresas, pero ahora se dedica a la danza porque dice que ahí ha encontrado su razón de ser. María es licenciada en Comunicación Audiovisual y ahora trabaja en un estanco, aunque, para serme franca, tampoco le gusta mucho lo que estudió.
Almudena y María hoy tienen la agenda completa, irán cuatro personas más a ver el piso. Yo me fumo un cigarrillo y hablo de mí. Almudena apunta todo, sin descartar nada. Me promete que buscará en Wikipedia donde queda Lobería. Subraya con trazo fuerte que tengo vendada mi mano por una lastimadura que me hice abriendo la heladera. ¡Mala jugada! Y muchas gracias, ha sido un placer, vosotros los argentinos nos caéis bien, sois muy cachondos, cualquier cosa te llamamos y hasta pronto.
De haberlo sabido antes, quizás me hubiera preparado algún speech o me hubiera puesto el perfume que reservo para salir de fiesta. Hasta incluso puede que usara la ropa más cara que tengo. Pero nunca imaginé que la odisea de ver pisos para compartir iba a terminar convirtiéndose en una variante intermedia entre el casting actoral y las entrevistas de trabajo.
Encima es verano. Hay que tener mucho cuidado con Barcelona en verano. Hay que tocarla con suavidad y delicadeza porque al mínimo movimiento brusco empieza a transpirar y a expulsar fluidos. Aunque nunca renuncia a su coquetería, la ciudad huele bastante en verano. El olor no sale en las fotos, pero huele fatal. Los bloques para la basura y las cloacas colapsadas se maridan en un tufo omnipresente. En esta atmósfera pesada, bajo por Príncep d’Astúries a las 11 de la mañana, cabizbajo por haberla pifiado con Almudena y María.
La siguiente parada es Francesc Macià. Toco el timbre y me atiende Natalia, una chica peruana que se acerca a los 40. Su casa se cae a pedazos. La habitación que alquila es pequeña, húmeda y con un ventanuco insignificante. Pero estamos en el sueño de Sant Gervasi y merece la pena vivir aquí aunque no te puedas duchar demasiado tiempo porque ha subido el agua, ni tampoco tener la luz encendida hasta las tantas y la gente que venga deba ser poca y controlada. ¿Tú te drogas? Porque no me gustan los drogadictos, desde ahora te lo aclaro. ¿Vale? Ni tampoco los que están de fiesta todo el día. ¿Vale? Soy así, me gusta vivir así y al que le guste bien y al que no a tomar por saco. Me ha costado mucho llegar a donde llegué y así son las cosas conmigo. Su tremenda verborrea me ahorra el trabajo de presentarme. Lo único que me deja emitir es un número de teléfono falso para que me llame en caso de que se haya quedado contenta con mi cara.
Llegando al mediodía, Barcelona se convierte en un enorme animal acalorado al que parece molestarle que la gente le camine por el lomo. Una fiera que respira en un descanso sobresaltado y eléctrico, con un ojo abierto, como duermen todos los animales. Me uno a la marea que sale vomitada de los portales de los edificios y todos juntos hacemos transpirar al animal, que expulsa su sudor vaporoso hasta envolvernos y hacernos sentir que está incómodo, pegajoso y muy molesto.
Se acerca la hora de comer y Roger parece estar juntando toda la gula posible. Me atiende en su piso de Les Corts fumándose un porro, dándome la mano como si fuéramos negros del Bronx y presentándome la vivienda en claves antinómicas. Las paredes se caen a pedazos, pero la cocina es grande. La habitación es pequeña, pero está iluminada. Vivirás con tres fumetas, pero que trabajan y son limpios. Toda la casa, hasta el más pequeño rincón, es un desorden trabajado de meses y meses, indescriptible y muy poco fotogénico. Ni siquiera hay detalles de cosas sueltas, porque todo son capas superpuestas de cosas y más cosas. Me avisará por e-mail pronto a ver qué tal. En casa de Roger, aunque no se cuiden los protocolos en las presentaciones oficiales, también hay que pasar por el filtro del casting.
Sigo camino hacia una nueva visita bajo el calor despiadado. Aunque el barrio de Gràcia siempre es un alivio, porque también ha sufrido los machaques de la burbuja inmobiliaria y sus altos edificios embutidos en calles muy estrechas proveen de buenas sombras al caminante.
Voy a encontrarme con Icar, que acaba de salir de su trabajo. Icar vive en el piso donde antes vivía con su familia. Ahora lo maneja él, alquila las habitaciones y paga los impuestos. Ya es todo un hombrecito de gafas, un informático que no titubea jamás cuando habla, como todos los informáticos. Su piso reformado es grande y luminoso. Mi habitación reformada, además de ser grande y luminosa, tiene balcón. Es perfecta. Pero en la casa no hay comedor. O no he visto bien. No, no hay comedor, me confirma Icar con su vocecita nasal. ¿Qué clase de casa no tiene comedor? Pues la de Icar, que ha hecho un cerramiento para quedárselo él bajo llave, junto con la habitación donde lo engendraron sus padres.
Por la tarde pruebo con el Eixample. Camino hasta Roger de Flor para encontrarme con Marcelo. Por teléfono sonaba catalán, pero ahora que lo veo me doy cuenta de que es chino. Un chino con acento catalán que maneja una cadena de restaurantes chinos distribuidos por toda la ciudad. Un chino simpático y charlatán. También tiene su habitación al fondo y bajo llave, con un enorme salón que se alcanza a ver por una de las ventanas entreabiertas. Dice que no está casi nunca en el piso, que va de aquí para allá todo el tiempo. Que sólo viene cuando trae alguna de sus amiguitas porque así es la vida, hay que pasárselo bien y follárselas a todas porque eso es lo único que les gusta a las mujeres. Que se las follen, reafirma.
Confiesa tener un defecto que, quizás, no a todo el mundo pueda sentarle bien. ¿Somodiza serpientes? ¿Bebe pintura al látex? No. Le gusta que se hagan las cosas como él dice. Es un perfeccionista, un sibarita y un hombre de mundo. Le gusta de todo, lo mejor. No importa cuánto valga. Y quiere alquilar habitaciones a gente que mantenga ese espíritu. No tanto que lo profese, sino más bien que lo respete y acate. Por algún lado tenía que salir la marcialidad maoísta. Se ríe todo el tiempo y los ojitos rasgados le hacen una mueca extraña que se prolonga hasta las orejas, como si tuviera puesto un antifaz.
La odisea se acaba en Horta-Guinardó. Pablo y Laia viven juntos y buscan a una tercera persona. No son pareja. Son amigos. Pablo tiene esa típica cara de bueno que va perfecta para una publicidad de aspirinas o de muebles para el hogar. Laia es de Vic, morena, guapa y simpática. Me encanta Laia. Y el piso les sienta muy bien a los dos, como si se hubieran criado ahí. Luz, balcón y terraza. El paraíso de cualquier piso compartido. Será por eso que su agenda está que arde.
Me sientan en el comedor junto a un chico italiano lleno de granos y una asturiana raquítica con pozos en la cara. Paso los dedos por mi rostro y descubro que, a esta altura del día, soy la síntesis perfecta de mis dos competidores: ya me salieron algunos granitos y mis ojeras ahora son pozos ciegos.
Comienza el casting. Vamos presentando por turnos nuestras cualidades y nuestras estupendas vidas. Pablo y Laia ponen atención desmesurada a cada cosa que decimos, pero no apuntan nada. Todo lo retienen en su memoria, como los psiquiatras experimentados. “Nos caíste muy bien, pero al final nos hemos decantado por otra persona que creemos que encaja mejor en nuestro piso”, fue la respuesta por e-mail que recibí esa noche de la bella Laia, mientras daba largos tragos a una Xibeca helada y me probaba camisas y corbatas para el día siguiente.