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FLYERS A LA PARRILLA
ОглавлениеNunca agacharse. La actitud sumisa nunca impone respeto, conduce al rechazo. Siempre recto. Espalda recta. Los brazos relajados, sueltos y amables. Elongación de hombros, tríceps y bíceps, pasos básicos en la antesala de la actividad aeróbica. Practicar la sonrisa, nunca muy cómplice, nunca muy distante. Sonrisa templada y sutil, amigable sólo hasta cierto punto. Rotación de cintura y muñecas para aceitar los engranajes. Cuádriceps y gemelos, al final. Los auriculares puestos. El bolso colgado en bandolera. Llave a la puerta. El Eixample a mis pies.
Salgo de casa silbando Chemical Brothers, me voy acercando al Gaixample. Cruzo lindas panaderías, restaurantes de moda, chaflanes con camionetas de carga y perros pequeños atados con correa. Aragó parte en dos la Plaça Letamendi. Giro a la izquierda y miro mi último mensaje de texto: Te dejo los panfletos en una bolsa negra al lado de un árbol, frente al restaurante. Ahí está la bolsa. Se ve desde la esquina. Negra y amorfa, entre el frenesí de automóviles y peatones que la ignoran. Desato el doble nudo, deposito la carga en mi bolso y sigo caminando. Me detengo en la tienda Desigual y arrojo la bolsa al tarro de residuos. Doy una mirada rasante y panorámica por el Passeig de Gràcia. El semáforo se pone verde. Tengo que cruzar.
El medio es el mensaje. Yo soy el medio. No hablo, sólo reparto. Reparto el mensaje. Yo soy el medio que habilita el mensaje. Sin filtro ni operaciones. Sin conciencia. Soy un agente de las brasas. Un apático militante de la carne argentina. El mensaje es un trozo de papel cuadrado impreso en blanco y negro que promete buenos precios en entrecot, vacío, entraña y otros derivados de la vaca, aceptables para la cultura ibérica y turística en general. El mensaje: A classical Argentinian restaurant where you can enjoy with family, friends or fellow workers, wonderful lunches and dinners, from Monday to Saturday, with the most delicious meats imported daily from Argentina.
Nadie sabe quién soy, qué haré ni dónde me detendré mientras cruzo anónimo por Aragó, entre la masa de paseantes silenciosos. Una masa que se disuelve al cruzar, en la vereda de enfrente. Gotas de agua que se pierden, que viajan juntas en un chorro diluido en un océano. Yo me disuelvo en la entrada de la Casa Batlló, entre los dos hormigueros turísticos que se forman ahí todos los días: el de los que hacen fila para entrar y el del amontonamiento de cámaras que la fotografían desde afuera. Me miro los pies. Están firmes sobre las pulidas baldosas de corales que Gaudí diseñó en exclusiva para el Passeig de Gràcia. Doy una mirada rasante por todos los edificios que hay alrededor. En uno de ellos estará Mónica, fumando hiperquinética y observando mis movimientos.
El concepto de flâneur prescribía movimiento. Sin desplazamiento no había flâneur. ¿Cómo observar pensando si uno no se mueve? ¿Sobre qué ciudad se reflexiona en la quietud? El dandy intelectual recorría las calles de París del siglo XIX y escribía sobre sus personajes y sus atmósferas. Yo también quiero ser un flâneur. Pero de acá, en esta esquina del Passeig de Gràcia, que también es del siglo XIX. Sólo que tengo un inconveniente: estoy estático, no me muevo. Los personajes y las atmósferas vienen a mí, de golpe. Yo no los busco. Ellos son los que pasan y pasean. Aunque también es cierto que en la etimología de la palabra está “silla” y “holgazán”. Por eso, veré el mundo que me circunda con cierta curiosidad perezosa. Retomaré la leyenda de los primeros flâneurs y miraré lo me que traiga la marea. En vez de pasear tranquilo como un dandy, seré yo el paseado. Seré yo el recorrido por los paseantes.
Empezar es fácil. No hacen falta muchos aspavientos ni prolegómenos. Se saca un manojo de papeles y se empiezan a repartir, sin olvidarse nunca de mirar a los ojos y sonreír. Nada más. Y no perder el ritmo, nunca. Porque pasa mucha gente todo el tiempo. Nunca dejan de pasar y hay que aprovechar las dos horas del mediodía, que son las más flojas para la cocina. De 12 h a 14 h. La gente nunca sabe bien a dónde puede ir a comer. Yo les enseño un camino, les doy una alternativa, les muestro la luz de las brasas. Nuevo mensaje de texto: ¡¡¡Nene!!! No te pongas muy en la esquina, esperalos más en frente a la Casa Batlló. Por si tenés que hablar con ellos es más fácil. Los agarrás mejor. ¿Entendés? Mónica está atenta a todo. Qué suerte tenerla con nosotros.
Soy un hombre libre. O eso creo. El flâneur prescribía la libertad, aunque también el ser ocioso. Y yo estoy trabajando. No para los registros de Hacienda, pero estoy trabajando. Balzac hablaba de “la gastronomía del ojo”, la exquisitez visual como parte fundamental de todo flâneur. Una parrilla es gastronomía. Tengo el mensaje de las brasas. Y tengo el ojo. Y devoción por la multitud y el anonimato, por mezclarme en esta masa ingente y desproporcionada que crece y crece sobre la vereda. ¡Gracias, Baudelaire!: “Su pasión y su profesión han de ser una sola carne con la multitud. Para el flâneur perfecto, para el espectador apasionado, es una alegría inmensa establecer un hogar en el corazón de la multitud, en medio del flujo y reflujo del movimiento, en medio del fugitivo y lo infinito”. Walter Benjamin me da el último impulso, decretando la muerte del flâneur con el triunfo del capitalismo y de la sociedad de consumo, viéndolo ya no como un apasionado observateur parisino sino como otro signo más de la alienación urbana. Un burgués diletante que surge, al igual que el fenómeno turístico, con este capitalismo de consumo y esta vida moderna. ¡Perfecto!
Kafka decía que en el cine nunca es la mirada la que escoge las imágenes, sino que son ellas las que escogen la mirada. Desorbitado por la velocidad de la secuencia, mareado, necesitaba pausas, ese detenimiento que sólo puede brindar la fotografía. Para Víctor Fournel la experiencia del flâneur era como “una fotografía en movimiento de la experiencia urbana”. Y, qué novedad, después de Kafka todos nos sentimos cucarachas o anónimos K ante la multitud. Y como soy yo el paseado y no el paseante, el visitado y no el visitante, la secuencia ininterrumpida de caminantes me irán escogiendo a mí para que yo pueda diseccionarlos y clasificarlos, para que pueda tomar fotografías mentales entre flyer y flyer, entre el tedio del trabajo manual cronometrado y el mareo de la velocidad de una masa hiperquinética de personas.
Todos se mueven, menos yo. Todos pasan llevando en bolsas sus pequeños trozos del paseo: ropa, cápsulas de Nespresso, juguetitos de Vinçon o joyas. Soy un observateur subocupado que intenta capturar a los paseantes y ubicarlos en ciertas tipologías, por la manera que tienen de acceder (o no) a mi mensaje de la carne. El flyer será la focalización. La punta de muchos icebergs. El punto de muchas partidas.
¿Esto como se llama? Respondo. ¿Es Gaudí? Afirmo. La mujer tiene más de 60 y habla un castellano rudimentario. Ante el descubrimiento saca su cámara y comienza a tomar algunas fotos. Ni siquiera se toma 10 segundos para mirar algún detalle de la Casa Batlló. La primera visión que tendrá de la atracción, desde ahora y para siempre, será a través del visor de su Nikon. Sus cuatro amigas hacen lo mismo. Toman sus cámaras como pueden, haciendo malabares con sus bolsas de regalos, sus mapas y sus grandes carteras. Vasile las mira con su fría risa de moldavo, las mejillas coloradas, transpirado, fumando en la puerta de la empresa de catering que funciona al lado de la casa diseñada por Gaudí. Vasile siempre se acuesta a las 5 de la mañana. Mis charlas con él son sus monólogos sobre las juergas que pasa con los pinches de cocina, contratando prostitutas de varios países. Ahí va todo su sueldo, aunque debería ahorrar más, dice, porque quiere traer a su mujer de Moldavia y no sabe cuándo podrá hacerlo. Vasile fuma y habla, con la sonrisa dibujada en su cara cuadrada y maciza, que le empequeñece aún más los ojos. Mi teléfono móvil me avisa que tengo otro mensaje de Mónica: Nene. A ver si te ponés las pilas y te ponés a repartir. Estaría bueno ¿no?
Hay dos primeras tipologías claves para entender a los caminantes del Passeig de Gràcia. Una es el sibarita, generalmente un hombre, de traje o bien vestido, con su Smartphone en una mano y una bolsa pequeña de algo acabado de comprar en la misma mano, lo que engrandece su gran palma de macho alfa. El sibarita nunca camina encorvado, va derecho por el mundo y ante la amenaza del flyer nunca pierde la calma ni detiene su marcha. Simplemente dice “ya la conozco” con risa autosuficiente y te da un golpecito imperceptible en el hombro con su mano libre.
El otro es el mundano, muy cercano al sibarita, incluso similar y tal vez derivado de éste, salvo que se distingue del primero por su manera de acercarse al flyer. No se sabe si la conoce o no, porque niega el flyer sin hablar, guiñando tenuemente un ojo y frunciendo la boca como diciendo no puedo, por más que quiera, no me vas a ofrecer nada mejor de lo que ya tengo, ese papel no me va a deslumbrar ni a cambiar mi existencia.Sibaritas y mundanos son caminantes que el Passeig de Gràcia reclama, necesita y fabrica. La avenida de la burguesía catalana pujante, el emblema de la ciudad europea se mantiene vivo, sobre todo, gracias a ellos.
Se acercan las dos de la tarde. Hasta las 19 h no tendré ningún mensaje más de Mónica. Eso es lo bueno de acabar la mitad de la jornada del día de hoy. Lo malo es tener que volver a la parrilla a entregar el sobrante, marcar tarjeta simbólica y escuchar a Raúl, su esposo, diciendo que Mónica no está muy convencida, que me tengo que esforzar más, que necesitamos a alguien con la camiseta puesta y que si sigo así Mónica me va a echar a la mierda. Mónica manda. Raúl comunica.
Dejo los flyers en el mostrador de la parrilla, intercambio unos chistes escatológicos con el uruguayo que cocina y salgo por Aragó oliendo a humo de vaca a la parrilla. Siempre me pregunto si algún otro repartidor de flyers hará lo mismo que yo, en otra esquina de Barcelona. Nunca lo sabré. Lo que sí sé es que todos mis datos son recabados sobre el terreno. Nada de estudios o informes o manuales. He conseguido, incluso, ciertas estadísticas. El Efecto Carro Ganador, por ejemplo, es muy gráfico para entender algunos comportamientos del caminante. Cuando una turba cruza por Aragó después de un semáforo verde, si el de adelante acepta, todos aceptan. El Efecto Carro Ganador siempre funciona. No hay error. Basta con que una sola persona de los primeros lugares acepte para que todos la imiten. Todos acatan la onda verde. No es lo mismo si el primero que acepta es alguno del medio, ahí el optimismo en masa se difumina y las garantías de éxito son nulas. También hay tendencias. Ciertos tipos de personajes un tanto tópicos que responden al flyer según su vestimenta o aspecto. ¿Por qué? Quién sabe. Pero lo cierto es que los hippies, los hípsters y los japoneses nunca aceptan. Y que los musculosos de anabolizantes aceptan siempre.
Vuelvo a mi casa por Enric Granados. Las calles que la cruzan justo después de Aragó ilustran las conquistas del viejo reino homónimo: València, Mallorca, Provença, Rosselló y Còrsega. Camino a casa, todas las conquistas, una por una. Camino a casa, el esplendor de la corona. De regreso al trabajo, a las 19 h, cuando cae el sol, las conquistas se pierden, en orden decreciente, una por una: Còrsega, Rosselló, Provença, Mallorca y València. Hasta llegar a Aragó y volver a abrir la puerta del restaurante.
Mónica es una rubia teñida de Bahía Blanca. Habla con voz nasal y hasta parece una mujer guapa. Es muy raro que te mire a los ojos, quizás porque siempre está hablando por el móvil o con alguien sobre algo que implique dinero, inversión, construcción y otros derivados de la economía. Me entrega un montoncito de flyers. Noto sus dedos fríos y su mirada, esta vez sí, directa a mis ojos. Inquisidora. Y sonriente.
Si el sibarita y el mundano tenían un punto en común o uno era una versión del otro, hay dos tipos que son claramente antagónicos. Hablo del interferente y del sintonía. En el interferente entran los padres de familia anglosajones o escandinavos, que caminan veloces, controlando de cerca a sus hijos que van como patitos en fila. Estos padres van siempre con cara de estar pensando en algo más, en algo que está sólo un poco más allá de las farolas, las tiendas y los automóviles de la avenida. Por eso la interferencia: el flyer lo saca de su letargo intelectual de curtido buen viajero. Y eso no puede ser. La otra cara de la moneda es el sintonía, el que agrupa a la familia árabe tipo, en su amplio y heterogéneo conjunto. El padre de familia árabe camina muy lento, cargando su panza maciza con absoluta despreocupación. Sus hijos se le cruzan, van y vienen, se pegan y se gritan. Y él, imperturbable, con su mujer detrás en silencio. El flyer no sólo no le molesta sino que se detiene al recibirlo, lo estudia sin apuros y agradece con una palmada en el hombro.
Otra vez en mi puesto para completar la jornada. Recorro con la vista la fachada de la Casa Batlló. Nunca puedo dejar de mirarla. Las ventanas cavernosas, las columnas como huesos, el confeti psicodélico. Y los mitos sobre su interpretación. Hay quienes hablan de un arlequín que arroja papel picado sobre los balcones, rememorando el carnaval. Y están los más épicos que hablan de un homenaje a la leyenda de Sant Jordi: arriba está el dragón, los balcones serían las calaveras de los hombres que se comió el animal, las columnas los huesos, aunque una de ellas, en su parte superior, termina en una flor. Y lo que antes se veía como confeti, desde esta perspectiva sería la sangre del héroe catalanizado. La polémica sigue viva y aumenta el mito sobre el Gaudí que algunos consideran místico, otros católico, otros masón.
Lo que sí es seguro y no admite discusión alguna en este rincón de Barcelona es que los cabezas de familia son un objetivo básico para la captura de clientes. El flyer placebo es el indicado para los padres que llevan el carrito de bebé a cuestas. Es fijo: hombre con carro siempre acepta, sin excepción. Ese pequeño cuadrado de papel le sirve de distracción (fugaz, momentánea) en su marcha monótona, a sus ojos apesadumbrados de padre primerizo con nostalgia de esos veintipocos años que nunca volverán.
A veces, sobre la marcha, la táctica se acomoda y apunta a los niños. A esos que te miran por ser algo un poco diferente de toda esa monotonía incomprensible de maniquíes calvos y palacetes modernistas que sus padres les obligan a ver. Cuando el niño recibe el flyer, su hermano inicia una corta estampida para tener el suyo, acercándose corriendo tan celoso a reclamar igualdad de oportunidades.
Una última tipología es la del flyer marcial, el que determina una disciplinada espera de todos los integrantes de la familia. Funciona así: ante el intento de alcanzarlos con el trocito de papel, todos esperan unos segundos mirando al padre de familia. Es él quien debe tomar la sabia decisión de aceptarlo o no. Si lo toma, ahora sí, todos se acercan a la órbita del sensei para compartir su observación silenciosa. Si no lo toma, la familia espera las explicaciones pertinentes en un pequeño debate, pequeñísimo, que dura los pocos metros que me separan de la Casa Batlló.
Alzo la vista: tantas oficinas desconocidas, tantos edificios ocupados por los descendientes de los burgueses ricos que se quedaron, aquellos que no huyeron hasta la montaña cuando el Eixample se masificó de clase media. Me gustaría saber dónde está Mónica. La imagino riendo con sus comisuras de Nosferatu parafinado, mirándome a mí desde arriba, diminuto, tratando de localizar en vano su refugio. Puteo a Cerdà por haber diseñado el Passeig de Gràcia tan amplio, tan abrumador.
Cerca de las 20 h, cuando ya queda poca gente en la esquina, me aburro más que de costumbre y camino un poco, sólo un poco, lo suficiente para no salir del radio visual de Mónica. Llego hasta la Casa Ametller con pasos lentos y me detengo en el diseño de Puig i Cadafalch. La fachada irregular, dos mitades diferentes, la huella de los palacetes medievales belgas en esta rémora de la casa de Hansel y Gretel en honor al empresario chocolatero. Y las esculturas: Sant Jordi rodeado de animales mitológicos de toda índole, hasta un mono que me saca una foto con su cámara de principios del siglo XX. Miro las baldosas de corales. Siguen impecables. Sólo algunas colillas de cigarrillos. Y nada más. ¿Dónde van los flyers cuando mueren? A las papeleras, siempre. Es de mal gusto verlos muertos, hechos unas bolitas amorfas sobre el piso del Passeig de Gràcia. Por eso la esquina tiene buena provisión de cementerios de flyers, tarros de hierro que guardan un acervo de huellas digitales.