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SIETE

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Lo discutieron durante otros treinta minutos. Reacher y los Shevick, de un lado y del otro. Algunos hechos quedaron establecidos al principio. Los puntos fijos. Las cuestiones no negociables. Necesitaban el dinero sí o sí. Sin duda posible. Sin discusión posible. Lo necesitaban para la mañana siguiente sí o sí. Sin ningún margen. Sin ninguna flexibilidad.

De ninguna manera iban a decir por qué.

Ahorros ya no les quedaban. La casa ya no era de ellos. Habían acordado recientemente una venta de la nuda propiedad para personas mayores, por medio de la cual se les permitía vivir allí por el resto de sus vidas, pero el título de propiedad ya había pasado a manos del banco. La abultada suma que habían recibido ya la habían gastado. No se podía recaudar más. Sus tarjetas de crédito estaban en números rojos y habían sido canceladas. Habían pedido dinero usando como garantía sus pagos de jubilación de la Seguridad Social. Habían cobrado sus seguros de vida y habían dado de baja su teléfono de línea. Ahora que no tenían el coche ya habían vendido todas las cosas de valor. Lo único que les quedaba eran objetos personales. Entre sus propias cosas y las de la familia tenían cinco alianzas de nueve quilates, tres pequeños anillos de diamantes y un reloj de pulsera chapado en oro con una rajadura en el cristal. Reacher se figuró que en el día más feliz de su vida el prestamista más bondadoso del mundo les podría haber dado doscientos dólares. No más que eso. Quizás menos de cien en un mal día. Ni siquiera un grano de arena en el desierto.

Dijeron que habían recurrido por primera vez a Fisnik cinco semanas antes. El nombre les había llegado a través de un vecino. Como parte de un cotilleo, no una recomendación. Una especie de escándalo. Una historia indiscreta acerca del primo de la esposa del sobrino de otro vecino consiguiendo dinero prestado de un gánster en un bar. Llamado Fisnik, imagínese. Shevick había reducido el radio de búsqueda basándose en detalles y en rumores, y había empezado a revisar cada bar en el área prevista, uno por uno, ruborizado, avergonzado, observado, preguntándole a cada barman si conocía a un hombre llamado Fisnik, hasta que en su cuarta parada un hombre gordo de modales sarcásticos sacudió un dedo hacia la mesa de la esquina.

—¿Cómo fue? —preguntó Reacher.

—Muy fácil —dijo Shevick—. Me acerqué a la mesa, y me quedé ahí, mientras él me inspeccionaba, y después me indicó que me sentara, y eso hice. Supongo que al principio di unas cuantas vueltas, hasta que en un momento simplemente le dije, mira, necesito un préstamo, y entiendo que tú prestas dinero. Me preguntó cuánto, y se lo dije. Me explicó los términos del contrato. Me enseñó las fotos. Vi el vídeo. Le di mi número de cuenta. Veinte minutos después el dinero estaba en mi banco. Lo transfirieron desde algún lugar imposible de rastrear vía una empresa en Delaware.

—Me imaginé una bolsa de dinero en efectivo —dijo Reacher.

—Nosotros lo tenemos que devolver en efectivo.

Reacher asintió.

—Dos cosas en una —dijo—. Las dos al mismo tiempo. Usura y lavado de dinero. Transfieren electrones sucios y a cambio reciben efectivo limpio de las calles. Más una buena tasa de interés, encima. La mayor parte del lavado de dinero incluye perder un porcentaje, no ganar un porcentaje. Supongo que esos chicos no eran tontos.

—No según nuestra experiencia.

—¿Crees que los ucranianos van a ser mejores o peores?

—Peores, imagino. La ley de la selva parece que ya lo está demostrando.

—¿Entonces cómo les van a devolver el dinero?

—De eso nos ocuparemos mañana.

—No les queda nada que vender.

—Algo puede llegar a aparecer.

—En sus sueños.

—No, en la realidad. Estamos esperando algo. Tenemos motivos para creer que va a venir muy pronto. Tenemos que mantenernos firmes hasta que llegue.

De ninguna manera iban a decir qué era lo que estaban esperando.

Veinte minutos más tarde Reacher descendió del bordillo más alejado, libre de cargas, y cruzó la calle en cuatro zancadas rápidas, y subió el bordillo más próximo, y tiró de la puerta del bar. El interior parecía estar más iluminado que antes, porque el exterior estaba más oscuro, y estaba algo más ruidoso, porque había más personas, incluyendo a un grupo de cinco hombres apretujados alrededor de una mesa para cuatro comensales, todos rememorando alguna cosa u otra.

El tipo pálido estaba todavía en la esquina de atrás al fondo.

Reacher anduvo hacia él. El tipo pálido lo miró durante todo el trayecto. Reacher se moderó un poco. Había que respetar las convenciones. Prestamista y prestatario. Caminó con lo que él consideraba que era su andar amigable, pura locomoción desinhibida, ninguna amenaza para nadie. Se sentó en la misma silla que había usado antes.

El tipo pálido dijo:

—Aaron Shevick, ¿no?

—Sí —dijo Reacher.

—¿Qué te trae de vuelta tan pronto?

—Necesito un préstamo.

—¿Ya? Acabas de cancelar una deuda.

—Surgió algo.

—Te lo dije —dijo el tipo—. Los perdedores como tú siempre regresan.

—Lo recuerdo —dijo Reacher.

—¿Cuánto quieres?

—Dieciocho mil novecientos dólares —dijo Reacher.

El tipo pálido negó con la cabeza.

—No puedo —dijo.

—¿Por qué no?

—Es un salto importante desde los ochocientos de la última vez.

—Mil cuatrocientos.

—Seiscientos de eso fueron tasas y cargos. El capital eran solo ochocientos dólares.

—Eso fue entonces. Esto es ahora. Es lo que necesito.

—¿Lo vas a poder pagar?

—Siempre pude —dijo Reacher—. Pregúntale a Fisnik.

—Fisnik es historia —dijo el tipo pálido.

Nada más.

Reacher esperó.

Después el tipo pálido dijo:

—Quizás haya una manera de ayudarte. Aunque tienes que entender que voy a estar asumiendo un riesgo, el cual va a tener que estar reflejado en el precio. ¿Te sientes cómodo con esa situación?

—Supongo —dijo Reacher.

—Y debo decirte que soy más bien una persona de números redondos. No puedo darte dieciocho novecientos. Tendríamos que decir veinte. De allí sacaría mil cien como tasa administrativa. Recibirías la cantidad exacta que necesitas. ¿Quieres escuchar las tasas de interés?

—Supongo —volvió a decir Reacher.

—Las cosas han seguido su curso desde los tiempos de Fisnik. Ahora estamos en una era de innovaciones. Operamos con lo que se conoce como tarifa dinámica. Ajustamos la tasa para arriba o para abajo, dependiendo de la oferta y la demanda y cosas por el estilo, pero también dependiendo de lo que pensamos del prestatario. ¿Será fiable? ¿Podemos confiar en él? Cuestiones como esas.

—¿Y yo dónde estoy? —preguntó Reacher—. ¿Arriba o abajo?

—Voy a empezar poniéndote bien arriba, en la cima de todo. Donde están los peores riesgos. Lo cierto es que no me caes muy bien, Aaron Shevick. No estoy teniendo una buena sensación. Te llevas veinte esta noche, me traes veinticinco, dentro de una semana a partir de hoy. Después de eso, los intereses siguen al veinticinco por ciento por semana o parte de una semana, más un cargo por mora de mil dólares por día, o parte de un día. Después del primer plazo, todos los montos están sujetos a ser pagados en su totalidad inmediatamente si son reclamados. Una negativa o una incapacidad de pago bajo demanda te pueden dejar expuesto a cosas desagradables de diferentes tipos. Tienes que entender eso por anticipado. Necesito escucharte decirlo, con tus propias palabras. No es el tipo de cosa que se puede escribir y firmar. Tengo fotos para que veas.

—Grandioso —dijo Reacher.

El tipo pulsó un poco su teléfono, menús, álbumes, presentaciones, y lo entregó de lado, en horizontal, no en vertical, lo cual fue apropiado, porque todos los sujetos de todas las imágenes estaban tumbados. En su mayoría estaban atados con cinta americana a una cama de hierro, en una habitación con paredes encaladas grises por el tiempo y la humedad. A algunos les arrancaban los ojos con una cuchara, y a algunos les habían hecho cortes con una sierra eléctrica, cada vez más profundos, y a algunos los habían quemado con una plancha, y a algunos los habían taladrado con herramientas eléctricas inalámbricas, que aparecían en las fotos como una prueba, amarillas y negras, pesadas en la parte de arriba y bamboleantes, con las brocas de dos tercios enterradas en la carne blanda.

Bastante feo.

Pero no lo peor que Reacher hubiera visto.

Aunque quizás sí lo peor que había visto todo junto en un solo teléfono.

Lo entregó de vuelta. El tipo pulsó un poco otra vez por los menús, hasta que llegó adonde quería. Asuntos serios ahora.

—¿Entiendes los términos del contrato? —dijo.

—Sí —dijo Reacher.

—¿Los aceptas?

—Sí —dijo Reacher.

—¿Número de cuenta?

Reacher le pasó los números de Shevick. El tipo los escribió, allí mismo en el teléfono, y después pulsó un rectángulo verde grande en la parte inferior de la pantalla. El botón de transferir.

—El dinero va a estar en tu banco en veinte minutos —dijo.

Después pulsó iconos a través de más menús, y de repente alzó el teléfono en función de cámara, y le sacó una foto a Reacher.

—Gracias, señor Shevick —dijo—. Un placer hacer negocios. Le veré otra vez exactamente en una semana.

Después se dio un golpecito en su cabeza hirsuta con su dedo blanco hueso, el mismo gesto que antes. Algo acerca de recordar. Alguna clase de insinuación amenazadora.

Como quieras, pensó Reacher.

Se puso de pie y se alejó andando, cruzó la puerta, salió a la oscuridad. Había un coche junto al bordillo. Un Lincoln negro, con el motor en marcha a la espera, y el conductor a la espera al volante, recostado en su asiento, la cabeza contra el respaldo, codos bien separados, rodillas bien separadas, como los chóferes de todas partes, tomándose un descanso.

Había un segundo tipo, en el exterior del coche, apoyado contra el guardabarros trasero. Estaba vestido igual que el conductor. Y que el tipo del interior del bar. Traje negro, camisa blanca, corbata negra de seda. A modo de uniforme. Tenía las rodillas cruzadas, y los brazos cruzados. Estaba esperando. Tenía el aspecto que tendría el tipo de la mesa de la esquina, después de más o menos un mes al sol. Blanco, no luminiscente. Tenía el pelo pálido rapado casi al ras del cuero cabelludo, y la nariz rota, y tejido de cicatrices en las cejas. No era un gran peleador, pensó Reacher. Obviamente le habían pegado mucho.

—¿Eres Shevick? —dijo el tipo.

—¿Quién pregunta? —dijo Reacher.

—La gente que te acaba de prestar dinero.

—Suena a que ya sabes quién soy.

—Te vamos a llevar a tu casa en coche.

—¿Y qué tal si no quiero que me lleven? —dijo Reacher.

—Es parte del trato —dijo el tipo.

—¿Qué trato?

—Necesitamos saber dónde vives.

—¿Por qué?

—Como garantía.

—Búsquenme.

—Ya lo hicimos.

—¿Y?

—No estás en la guía. No tienes ninguna propiedad a tu nombre.

Reacher asintió. Los Shevick habían dado de baja su teléfono de línea. El título de la casa ya había pasado a manos del banco.

—De modo que tenemos que hacer una visita personal —dijo el tipo.

Reacher no dijo nada.

—¿Hay una señora Shevick? —preguntó el tipo.

—¿Por qué?

—Quizás también la podríamos visitar un poco a ella, mientras miramos dónde viven. Nos gusta tener a nuestros clientes cerca. Nos gusta conocer a la familia. Nos resulta provechoso. Ahora sube al coche.

Reacher negó con la cabeza.

—No te enteras —dijo el tipo—. Esto no es una elección. Es parte del trato. Te prestamos dinero.

—Tu amigo blanco leche del interior me explicó el contrato. Repasó todos los términos, con un detalle considerable. La tasa administrativa, la tarifa dinámica, las sanciones. En cierto momento incluso se sirvió de ayuda visual. Después de lo cual preguntó si yo aceptaba los términos del contrato, y yo dije que sí, así que en ese momento el trato estaba cerrado. No pueden empezar a añadir cosas después, sobre llevarme a casa y conocer a mi familia. Tendría que haber aceptado eso por anticipado. Un contrato es una cosa de dos. Sujeto a negociación y consentimiento. No se puede hacer de manera unilateral. Es un principio básico.

—Te crees inteligente.

—Tengo esa esperanza —dijo Reacher—. A veces me preocupa ser solo un pedante.

—¿Qué?

—Puedes ofrecerte a llevarme, pero no puedes insistir en que acepte.

—¿Qué?

—Me has oído.

—Vale. Me estoy ofreciendo a llevarte. Última oportunidad. Sube al coche.

—Por favor.

El tipo hizo una pausa muy, muy larga. Dijo:

—Por favor sube al coche.

—Vale —dijo Reacher—. Dado que lo has pedido de manera tan amable.

Luna azul

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