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SEIS

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Shevick todavía tenía un teléfono móvil. Dijo que no lo había vendido porque era uno viejo con tapa que no valía prácticamente nada, y todavía lo usaba porque dar de baja el plan le habría costado más que mantenerlo. Además de que había momentos en los que realmente lo necesitaba. Reacher le dijo que este era uno de esos momentos. Le dijo que llamara a un taxi. Shevick le dijo que no se podía permitir un taxi. Reacher le dijo que sí que podía, solo por esta vez.

El taxi que vino era un viejo Crown Vic destartalado, con una capa gruesa de pintura color cáscara de naranja, con un foco de coche de policía en el pilar del conductor y una luz de taxi sujeta al techo. No un vehículo atractivo, visualmente. Pero funcionaba. Se movió con pesadez y gimoteando el kilómetro y medio hasta la casa de Shevick y se detuvo afuera. Reacher ayudó a Shevick por el sendero estrecho de cemento hasta la puerta. Una vez más esta se abrió antes de que pudiera poner la llave en la cerradura. La señora Shevick le miró fijamente. Tenía en la cara preguntas mudas. ¿Un taxi? ¿Por la rodilla? ¿Entonces por qué también ha venido de nuevo el hombre grande?

Y sobre todo: ¿Debemos otros mil dólares?

—Vuelve a ser complicado —dijo Shevick.

Regresaron a la cocina. El horno estaba frío. Nada de cena. Ya habían comido una vez ese día. Todos se sentaron a la mesa. Shevick contó su parte de la historia. Fisnik no estaba. Había en su lugar un sustituto. Un extraño pálido y siniestro con un gran libro negro. Entonces Reacher se ofreció como intermediario.

La señora Shevick desvió su mirada a Reacher.

Que dijo:

—Estoy bastante seguro de que era ucraniano. Tenía en el cuello un tatuaje carcelario. Alfabeto cirílico, definitivamente.

—No creo que Fisnik fuera ucraniano —dijo la señora Shevick—. Fisnik es un apellido albanés. Lo busqué en la biblioteca.

—Dijo que Fisnik había sido reemplazado. Dijo que el asunto que quien fuera tuviese con Fisnik ahora lo tenía con él. Dijo que los clientes de Fisnik ahora eran sus clientes. Dijo que si le debías dinero a Fisnik ahora se lo debías a él. Aclaró el mismo punto muchas veces. Dijo que no era astrofísica.

—¿Pidió otros mil dólares?

—Sostuvo el libro abierto tan cerca del pecho que resultaba incómodo. Al principio no estuve seguro de por qué. Asumí que no quería que yo viera lo que ponía ahí. Me preguntó mi nombre, y dije Aaron Shevick. Bajó la vista al libro y asintió. Lo cual me pareció raro.

—¿Por qué?

—¿Qué probabilidades había de que tuviera el libro abierto en la página de la S? Una entre veintiséis. Posible, pero improbable. Así que empecé a pensar que estaba escondiendo el libro no porque no quisiera que yo viese lo que ponía ahí, sino porque no quería que yo viera lo que no ponía ahí. Porque ahí no ponía nada. Estaba en blanco. Esa fue mi suposición. Después él lo demostró. Me preguntó cuánto debía. Él no lo sabía. No tenía la información previa de Fisnik. No era el viejo libro de contabilidad de Fisnik. Era un libro nuevo en blanco.

—¿Y todo eso qué significa?

—Significa que no fue una reorganización rutinaria interna. No mandaron a Fisnik al banco y pusieron a un bateador de emergencia. Fue una usurpación hostil desde afuera. Ahora hay una gerencia completamente nueva. Repasé las palabras del tipo. Su uso del lenguaje. Lo dejó claro. Alguien distinto se está metiendo en ese negocio.

—Espere —dijo la señora Shevick—. Lo escuché en la radio. La semana pasada, creo. Va a haber un comisario general de policía nuevo. Dice que en la ciudad hay bandas rivales de ucranianos y albaneses.

Reacher asintió.

—Ahí está —dijo—. Los ucranianos están interviniendo parte de los negocios albaneses. Ahora les toca tratar con gente nueva.

—¿Pidieron los mil dólares extra?

—Están mirando hacia delante, no hacia el pasado. Están dispuestos a condonar los viejos préstamos de Fisnik. Todos o parte de ellos. Porque es lo que les toca. No tienen opción. No saben lo que debe cada persona. No tienen la información. ¿Y además por qué no los condonarían? No era dinero suyo. Quieren sus clientes. Eso es todo. Para el futuro. Quieren cubrir sus necesidades durante los próximos años.

—¿Pagó al hombre?

—Me preguntó cuánto debía y yo me arriesgué y le dije que mil cuatrocientos dólares. Miró a la página en blanco y asintió solemnemente y coincidió. Así que le pagué mil cuatrocientos dólares. Momento en el cual dijo que me podía ir y confirmó que el préstamo estaba pagado en su totalidad.

—¿Dónde está el resto del dinero?

—Aquí mismo —dijo Reacher. Sacó el sobre del bolsillo. Apenas más delgado de lo que era antes. Todavía había doscientos once billetes en el sobre. Veintiún mil cien dólares. Lo puso en la mesa, en el medio, equidistante. Shevick y su esposa lo miraron fijamente y no dijeron nada.

Reacher dijo:

—Este es un universo arbitrario. Una vez por cada luna azul las cosas salen bien. Como ahora. Alguien inició una guerra y ustedes son el opuesto exacto de daño colateral.

—No si Fisnik aparece la semana que viene queriendo todo esto más otros siete mil dólares.

—Eso no va a suceder —dijo Reacher—. Fisnik fue reemplazado. Algo que viniendo de un gánster ucraniano con tinta carcelaria en el cuello casi seguro significa que Fisnik está muerto. O incapacitado de alguna otra forma. No va a aparecer la semana que viene. Ni ninguna semana. Y ustedes están en orden con los tipos nuevos. Eso es lo que dijeron. Están fuera de peligro.

Durante un largo rato se quedaron en silencio.

La señora Shevick miró a Reacher.

—Gracias —dijo.

Entonces sonó el teléfono de Shevick. Se fue renqueando hasta el pasillo y atendió la llamada. Reacher oyó un leve graznido plástico que salía del auricular. Una voz de hombre, le pareció. No pudo entender lo que decía. Un flujo largo de información. Oyó cómo respondía Shevick, alto y claro, a tres metros de distancia, balbuceando un consentimiento que sonó agotado y poco sorprendido, y así y todo decepcionado. Después Shevick formuló lo que fue inconfundiblemente una pregunta.

—¿Cuánto? —dijo.

Respondió el leve graznido plástico.

Shevick colgó el teléfono. Se quedó quieto por un momento, y luego regresó a la cocina renqueando y se volvió a sentar a la mesa. Cruzó las manos delante de sí. Miró el sobre. No con una mirada fija, tampoco contemplativa. Más bien agridulce. Equidistante. A la misma distancia de todas esas maneras de mirar.

—Necesitan otros cuarenta mil dólares —dijo.

Su esposa cerró los ojos y se apretó las manos contra la cara.

—¿Quién los necesita? —dijo Reacher.

—Fisnik no —dijo Shevick—. Tampoco los ucranianos. Ninguno de ellos. Es absolutamente el otro extremo de este asunto. La razón por la cual tuvimos que pedir el dinero prestado.

—¿Les están chantajeando?

—No, nada de eso. Ojalá fuera así de simple. Lo único que puedo decir es que hay unas facturas que tenemos que pagar. Una acaba de vencer. Ahora tenemos que encontrar otros cuarenta mil dólares. —Le volvió a echar un vistazo al sobre—. De los cuales una parte ya la tenemos, gracias a ti. —Hizo el cálculo mentalmente—. Técnicamente tenemos que conseguir otros dieciocho mil novecientos dólares.

—¿Para cuándo?

—Mañana por la mañana.

—¿Pueden conseguirlos?

—No podríamos conseguir ni dieciocho centavos.

—¿Por qué tan pronto?

—Algunas cosas no pueden esperar.

—¿Qué van a hacer?

Shevick no respondió.

Su esposa se quitó las manos de la cara.

—Pedirlos prestados —dijo—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—¿A quién se los van a pedir?

—Al hombre del tatuaje carcelario —dijo—. ¿Qué opción tenemos? En todos los demás lugares estamos en números rojos.

—¿Los van a poder devolver?

—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.

Ninguno habló.

Reacher dijo:

—Siento no poder ayudarles más.

La señora Shevick lo miró.

—Sí puede —dijo.

—¿Puedo?

—De hecho lo va a tener que hacer.

—¿Sí?

—El hombre del tatuaje carcelario cree que usted es Aaron Shevick. Va a tener que ir a pedir el dinero por nosotros.

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