Читать книгу Luna azul - Lee Child - Страница 5
DOS
ОглавлениеEl hombre del dinero sabía a dónde iba. Eso estaba claro. No miró alrededor para orientarse. Simplemente salió por la puerta de la terminal y dobló hacia el este y empezó a andar. Sin dudar. Pero también sin velocidad. Andaba despacio y con dificultad. Se le veía un poco inestable. Tenía los hombros caídos. Se le veía viejo y cansado y exhausto y desanimado. No tenía entusiasmo. Se le veía como si estuviera de camino hacia dos puntos con la misma falta total de atractivo.
El tipo de la perilla lo seguía a más o menos seis pasos de distancia, quedándose por detrás, manteniendo el paso lento, conteniéndose. Lo cual parecía difícil. Era un individuo delgado, de piernas largas, venido arriba de la emoción y la expectativa. Quería ir y hacerlo. Pero el terreno no era el correcto. Demasiado llano y abierto. Las aceras eran anchas. Más adelante había un cruce de dos calles de doble sentido, con tres coches esperando en el semáforo. Tres conductores, aburridos, mirando alrededor. Quizás pasajeros. Todos testigos potenciales. Mejor esperar.
El hombre del dinero se detuvo junto al bordillo. Esperando para cruzar. Apuntando justo al frente. Donde había edificios más viejos, con calles más estrechas en el medio. Más anchas que los callejones, pero al resguardo del sol, y cercadas a ambos lados por paredones feos de dos o tres pisos de alto.
Un mejor terreno.
La luz del semáforo cambió. El hombre del dinero cruzó con dificultad la calle, obedientemente, como resignado. El tipo de la perilla lo siguió a seis pasos de distancia. Reacher redujo el trecho que le separaba de él. Sentía que el momento estaba por llegar. El chico no iba a esperar toda la vida. No iba a dejar que lo perfecto se hiciera enemigo de lo bueno. Dos bloques más y listo.
Siguieron andando, en fila, separados, abstraídos. El primer bloque era apropiado por delante y hacia los lados, pero detrás de ellos todavía se encontraba muy abierto, por lo que el tipo de la barbita se quedó atrás, hasta que el hombre del dinero cruzó la calle transversal y estuvo ya en el segundo bloque. Que parecía adecuadamente discreto. Estaba en sombras a ambos extremos. Había un par de locales tapiados, y una cafetería abandonada hacía tiempo, y un asesor fiscal con vidrieras polvorientas.
Perfecto.
Momento de decidir.
Reacher supuso que el chico iría a por ello, en ese momento, y supuso que el arranque iba a estar precedido por una mirada nerviosa a todo su alrededor, incluyendo detrás, por lo que se mantuvo fuera de vista a la vuelta de la esquina de la calle transversal, un segundo, dos, tres, lo cual estimó que era suficiente para todas las miradas que una persona podría necesitar. Después salió y vio al chico de la barbita ya reduciendo la distancia hacia delante, apresurándose, cubriendo la brecha de seis pasos con una zancada larga y ansiosa. A Reacher no le gustaba correr, pero en esa ocasión tuvo que hacerlo.
Llegó demasiado tarde. El tipo de la barbita empujó al hombre del dinero, que cayó hacia delante dando un golpe pesado y desigual, manos, rodillas, cabeza, y el tipo de la barbita se abalanzó con un movimiento diestro e impecable, hacia dentro del bolsillo todavía en movimiento, y fuera de él de vuelta con el sobre. Que fue cuando Reacher llegó, corriendo de manera torpe, un metro noventa y cinco de hueso y músculo y ciento quince kilos de masa en movimiento, contra un chico delgado que justo entonces se estaba incorporando después de haberse agachado. Reacher se estrelló contra él con un giro y un descenso de hombro, y el tipo voló por los aires como un maniquí para pruebas de choque, y aterrizó deslizándose en un largo enredo de extremidades, mitad en la acera, mitad en la cuneta. El cuerpo se detuvo y el chico se quedó quieto.
Reacher se acercó y le quitó el sobre. No estaba sellado. Nunca lo estaban. Le echó un vistazo. El fajo era de más o menos dos centímetros de grueso. Un billete de cien dólares por arriba, un billete de cien dólares por abajo. Hojeó el fajo pasando el dedo. También un billete de cien en cada una de las otras posiciones posibles. Miles y miles de dólares. Podían ser quince. Podían ser veinte mil.
Echó la vista hacia atrás. La cabeza del viejo estaba levantada. Estaba mirando alrededor, aterrorizado. Tenía un corte en la cara. De la caída. O quizás le sangraba la nariz. Reacher levantó el sobre. El viejo lo miró. Trató de ponerse en pie, pero no pudo.
Reacher se acercó andando.
—¿Se ha roto algo? —dijo.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo el hombre.
—¿Se puede mover?
—Creo que sí.
—Vale, dese la vuelta.
—¿Aquí?
—Boca arriba —dijo Reacher—. Después podemos hacer que se siente.
—¿Qué ha ocurrido?
—Primero necesito comprobar que usted está bien. Podría tener que llamar a la ambulancia. ¿Tiene teléfono?
—Nada de ambulancias —dijo el hombre—. Nada de doctores.
Cogió aire y apretó los dientes, y se retorció y se sacudió hasta ponerse boca arriba, como alguien en la cama cuando ha tenido una pesadilla.
Exhaló.
—¿Dónde le duele? —dijo Reacher.
—Por todas partes.
—¿Lo normal, o peor?
—Me imagino que lo normal.
—Todo bien entonces.
Reacher puso la mano por debajo de la espalda del hombre, con la palma hacia arriba, en la parte superior, entre los omóplatos, y le dobló hacia delante hasta dejarlo sentado, y lo giró, y lo movió, hasta que se quedó sentado en el bordillo con los pies en la carretera, lo cual sería más cómodo, pensó Reacher.
—Mi madre siempre me decía que no jugara en la calzada —dijo el hombre.
—La mía también —dijo Reacher—. Pero ahora no estamos jugando.
Le dio el sobre. El hombre lo agarró y lo apretó por todos lados, entre los dedos y el pulgar, como confirmando que fuera real. Reacher se sentó a su lado. El hombre miró dentro del sobre.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo otra vez. Señaló—: ¿Ese tipo me atracó?
Unos seis metros a la derecha el tipo de la perilla estaba boca abajo e inmóvil.
—Le siguió desde el autobús —dijo Reacher—. Vio el sobre en su bolsillo.
—¿Usted también estaba en el autobús?
Reacher asintió.
—Salí de la terminal detrás de ustedes —dijo.
El hombre volvió a guardar el sobre en el bolsillo.
—Se lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón —dijo—. No tiene idea. Más de lo que pueda llegar a expresar.
—No hay de qué —dijo Reacher.
—Me salvó la vida.
—Fue un placer.
—Siento que le debería ofrecer una recompensa.
—No es necesario.
—De todos modos no puedo —dijo el hombre. Se tocó el bolsillo—. Esto es un pago que tengo que hacer. Es muy importante. Lo necesito todo. Lo siento. Pido disculpas. Me siento mal.
—No se sienta mal —dijo Reacher.
Unos seis metros a la derecha el chico de la barbita hizo fuerza con los brazos hasta quedarse apoyado en manos y rodillas.
—Nada de policía —dijo el hombre del dinero.
El chico miró hacia atrás. Estaba aturdido y tembloroso, pero ya estaba seis metros más allá. ¿Debería ir a buscarlo?
—¿Por qué nada de policía? —dijo Reacher.
—Cuando ven mucho dinero en efectivo hacen preguntas.
—¿Preguntas que no quiere responder?
—De todos modos no puedo —dijo otra vez el hombre.
El chico de la barbita se fue a toda prisa. Se puso de pie tambaleándose y se dio a la fuga, débil y golpeado y flojo y descoordinado, pero igualmente muy rápido. Reacher lo dejó ir. Para un solo día ya había corrido demasiado.
—Tengo que irme yendo —dijo el hombre del dinero.
Tenía rasguños en la mejilla y en la frente, y sangre en el labio de arriba, de la nariz, que había recibido un buen impacto.
—¿Está seguro de que está bien? —preguntó Reacher.
—Más vale que lo esté —dijo el hombre—. No tengo mucho tiempo.
—Déjeme ver cómo se pone de pie.
El hombre no pudo. O había perdido su fuerza central, o sus rodillas no estaban bien, o ambas cosas. Difícil saberlo. Reacher le ayudó a quedarse de pie. El hombre se quedó quieto en la calzada, mirando hacia el otro lado de la calle, encorvado y torcido. Se dio la vuelta, con mucha dificultad, moviendo los pies en el lugar.
No pudo subir a la acera. Puso el pie en la posición, pero la fuerza propulsora necesaria para alzarse quince centímetros era demasiada carga para su rodilla. Debía estar dañada y dolorida. La tela de los pantalones estaba casi rajada, justo donde estaría la rótula.
Reacher se colocó detrás de él y ahuecó las manos por debajo de sus codos, y tiró hacia arriba, y el tipo subió ingrávido, como un hombre en la luna.
—¿Puede andar? —preguntó Reacher.
El hombre lo intentó. Podía dar pasos cortos, delicados y precisos, pero hacía muecas de dolor y jadeaba, corto y agudo, cada vez que el peso recaía sobre su pierna derecha.
—¿Cuán lejos tiene que ir? —preguntó Reacher.
El hombre miró a todo su alrededor, calibrando. Asegurándose de dónde estaba.
—Tres manzanas más —dijo—. Del otro lado de la calle.
—Muchos bordillos —dijo Reacher—. Mucho bajar y subir.
—Andaré.
—Muéstremelo —dijo Reacher.
El hombre empezó a andar, dirigiéndose hacia el este como antes, arrastrándose de manera lenta, con las manos un poco hacia afuera, como para mantener el equilibrio. Las muecas y los jadeos se oían alto y claro. Quizás estaba empeorando.
—Necesita un bastón —dijo Reacher.
—Necesito muchas cosas —dijo el hombre.
Reacher se colocó junto a él, a la derecha, y le envolvió el codo, y sujetó el peso del hombre en la palma de la mano. Mecánicamente, lo mismo que un palo o un bastón o una muleta. Una fuerza ascendente, básicamente a través del hombro del tipo. Física newtoniana.
—Inténtelo ahora —dijo Reacher.
—No puede venir conmigo.
—¿Por qué no?
—Ya ha hecho lo suficiente por mí —dijo el hombre.
—Ese no es el motivo. Habría dicho que en realidad no podía pedirme eso. Algo ambiguo y amable. Pero en cambio fue mucho más enfático. Dijo que no puedo ir con usted. ¿Por qué? ¿Adónde está yendo?
—No se lo puedo decir.
—No puede llegar hasta allí sin mí.
El hombre inhaló y exhaló, y sus labios se movían, como si estuviera ensayando algo que decir. Levantó la mano y se tocó el rasguño de la frente, después la mejilla, después la nariz. Más muecas de dolor.
—Ayúdeme a llegar hasta la manzana a la que tengo que ir —dijo—, y a cruzar la calle. Después dese la vuelta y vuelva a su casa. Ese es el favor más grande que me podría hacer. Lo digo en serio. Le estaría agradecido. Ya le estoy agradecido. Espero que lo entienda.
—No lo entiendo —dijo Reacher.
—No tengo permitido ir con nadie.
—¿Quién lo dice?
—No se lo puedo decir.
—Suponga que de cualquier manera yo iba en esa misma dirección. Usted podría irse y cruzar la puerta y yo podría seguir de largo.
—Usted sabría adónde fui.
—Ya sé adónde va.
—¿Cómo puede saberlo?
Reacher había visto todo tipo de ciudades, por todo Estados Unidos, este, oeste, norte, sur, todo tipo de dimensiones y épocas y condiciones actuales. Conocía sus ritmos y sus gramáticas. Conocía la historia horneada en esos ladrillos. La manzana en la que estaba era uno de otros cien mil lugares como ese al este del Mississippi. Oficinas administrativas de mayoristas de la industria textil, algún minorista especializado, alguna industria ligera, algunos abogados y agentes de transportes y agentes de bienes raíces y agentes de viajes. Quizás algunos cuartos de alquiler en los patios traseros. Todos en su pico en términos de actividad a fines del siglo XIX y principios del XX. Ahora desmoronados y corroídos y vaciados por el tiempo. De ahí los locales tapiados y el restaurante abandonado ya hacía tiempo. Pero algunos lugares resistían más que otros. Algunos lugares resistían más que todos. Algunas costumbres y algunos apetitos eran tercos.
—A tres calles de aquí hacia el este, y cruzando la acera —dijo Reacher—. El bar. Ahí es adonde usted está yendo.
El hombre no dijo nada.
—Para efectuar un pago —dijo Reacher—. En un bar, antes de la comida. Por lo tanto a alguna clase de usurero local. Esa es mi suposición. Quince o veinte mil dólares. Usted está en problemas. Creo que ha vendido su coche. Consiguió el mejor precio en efectivo fuera de la ciudad. Quizás un coleccionista. Una persona común y corriente como usted, puede haber sido un coche antiguo. Fue hasta allí en el coche y ha vuelto en autobús. Pasando por el banco del comprador. El cajero puso el efectivo en un sobre.
—¿Quién es usted?
—Un bar es un lugar público. Me da sed, igual que a cualquiera. Quizás tengan café. Me sentaré en otra mesa. Puede fingir que no me conoce. Va a volver a necesitar ayuda para salir. Esa rodilla se va a endurecer un poco.
—¿Quién es usted? —dijo otra vez el hombre.
—Mi nombre es Jack Reacher. Fui policía militar. Me entrenaron para detectar cosas.
—Era un Chevy Caprice. Antiguo. Todo original. En perfectas condiciones. Muy pocos kilómetros.
—No sé nada de coches.
—A la gente ahora le gustan los Caprice viejos.
—¿Cuánto le pagaron?
—Veintidós quinientos.
Reacher asintió. Más de lo que pensaba. Billetes frescos y nuevos, todos apretados.
—¿Lo debe todo? —dijo.
—Hasta las doce en punto —dijo el hombre —. Después sube.
—Entonces va a ser mejor que vayamos yendo. Este podría llegar a ser un proceso relativamente lento.
—Gracias —dijo el hombre —. Mi nombre es Aaron Shevick. Estoy para siempre en deuda con usted.
—La amabilidad de los desconocidos —dijo Reacher—. Hace girar el mundo. Alguien escribió una obra de teatro al respecto.
—Tennessee Williams —dijo Shevick—. Un tranvía llamado deseo.
—Uno de esos ahora mismo nos vendría bien. Tres bloques por cinco centavos sería una ganga.
Empezaron a andar, Reacher dando pasos lentos y cortos, Shevick saltando y picoteando y dando tumbos, todo torcido a causa de la física newtoniana.