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OCHO

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Más o menos la manera más segura de transportar un rehén indócil en un auto particular era hacerlo conducir sin el cinturón de seguridad puesto. Los tipos del Lincoln no hicieron eso. Optaron en cambio por una segunda mejor opción convencional. Pusieron a Reacher atrás, detrás del asiento delantero vacío del acompañante, con nada frente a él para atacar. El tipo que había hablado se subió al lado de él, de la otra parte, detrás del conductor, y se sentó medio de costado, atento.

—¿Adónde? —dijo.

—Da la vuelta —dijo Reacher.

El conductor giró en U a través del ancho de la calle, rebotando hacia arriba con la rueda delantera derecha en el cordón más alejado, y bajando el cordón de vuelta con una bofetada.

—Sigue derecho cinco cuadras —dijo Reacher.

El conductor hizo avanzar el auto. Era una versión más pequeña del primer tipo. No tan pálido. Caucásico, seguro, pero no deslumbrante. Tenía el mismo pelo cortado al ras, dorado y brillante. Tenía una cicatriz de cuchillo en el dorso de la mano izquierda. Probablemente una herida defensiva. Por el puño derecho de la camisa le sobresalía un tatuaje desteñido y de trazos muy delgados. Tenía orejas grandes y rosas, que le salían para afuera de los costados de la cabeza.

Los neumáticos golpetearon sobre asfalto roto y pedazos de empedrado. Después de las cinco cuadras derecho llegaron al semáforo con dos calles de doble mano. Donde Shevick había esperado para cruzar. Salieron del viejo mundo y se introdujeron en el nuevo. Terreno llano y abierto. Cemento y gravilla. Veredas anchas. Todo tenía un aspecto distinto en la oscuridad. La terminal de autobuses estaba más adelante.

—Derecho —dijo Reacher.

El conductor cruzó la luz verde. Pasaron la terminal. La recorrieron alrededor, una distancia amable detrás de los distritos de altos ingresos. Un kilómetro después llegaron adonde el autobús había salido de la carretera principal.

—Ve hacia la derecha —dijo Reacher—. Afuera hacia la autopista.

Vio que la calle de dos carriles para entrar a la ciudad se llamaba Center. Después se ensanchaba a cuatro carriles y tenía como nombre el número de una ruta estatal. Después venía el supermercado gigante. Los parques empresariales estaban más adelante.

—¿Adónde carajo estamos yendo? —dijo el tipo que iba atrás—. Nadie vive en esta zona.

—A mí me gusta —dijo Reacher.

La carretera era lisa y pareja. Los neumáticos siseaban. Delante de ellos no había tráfico. Quizás algo detrás. Reacher no lo sabía. No se podía arriesgar a mirar.

—Díganme de vuelta por qué quieren conocer a mi esposa —dijo.

—Nos parece conveniente —dijo el tipo de atrás.

—¿De qué manera?

—Le devuelves un préstamo a un banco porque te preocupa el puntaje de crédito y tu buen nombre y tu reputación en la comunidad. Pero para ti todo eso ya no existe. Estás en la mierda. ¿Qué es lo que te preocupa ahora? ¿Qué es lo que va a hacer que nos devuelvas el dinero?

Pasaron los parques empresariales. Seguía sin haber tráfico. El concesionario de autos estaba más adelante a lo lejos. Un alambrado, filas de siluetas oscuras, banderines que brillaban grises a la luz de la luna.

—Suena como una amenaza —dijo Reacher.

—Las hijas también sirven.

Seguía sin haber tráfico.

Reacher le pegó al tipo en la cara. De la nada. Una explosión de músculo repentina y violenta. Sin ningún aviso. Un mazazo, con toda la velocidad y torsión que podía reunir en el reducido espacio disponible. La cabeza del tipo golpeó hacia atrás contra el marco de la ventanilla. Una rociada de sangre de la nariz salpicó el vidrio.

Reacher recargó y le pegó al conductor. La misma clase de fuerza. La misma clase de resultado. Inclinándose sobre el asiento, un gancho apaleando recto la oreja del tipo, la cabeza del tipo golpeando hacia el costado, rebotando contra el vidrio, derecho a un segundo golpe recto a la misma oreja, y un tercer golpe, que apagó las luces. El tipo cayó sobre el volante.

Reacher se apretujó en el espacio de atrás para los pies.

Un segundo después el auto chocó contra el alambrado del concesionario a sesenta kilómetros por hora. Reacher oyó una explosión descomunal y un chillido de banshee y los airbags estallaron y su cuerpo se aplastó contra la parte de atrás del asiento que tenía enfrente, que cedió y colapsó contra el airbag que ahora se desinflaba adelante, justo cuando el auto se estrellaba contra el primer vehículo en venta, en la punta más cercana de la larga hilera debajo de las banderas y los banderines. El Lincoln lo chocó fuerte, de frente contra su flanco resplandeciente, y el parabrisas del Lincoln se hizo añicos y la parte de atrás se elevó por el aire, y se reventó de vuelta contra el suelo, y el motor se detuvo, y el auto quedó quieto y mudo, todo salvo por un siseo de vapor alto y furioso debajo del capot destrozado.

Reacher se desenrolló y trepó otra vez al asiento. Había recibido todos los estremecedores impactos en la parte alta de la espalda. Se sentía con el aspecto que había tenido Shevick en la vereda. Conmocionado. Todo dolorido. ¿Algo normal, o peor? Estimó que algo normal. Movió la cabeza, el cuello, los hombros, las piernas. Nada roto. Nada desgarrado. No tan mal.

No se podía decir lo mismo de los otros dos tipos. El conductor se había estrellado la cara contra el airbag, y después la parte de atrás de la cabeza contra el otro tipo, que había salido disparado hacia delante desde el compartimento de atrás como una lanza, directo hacia el parabrisas hecho añicos, donde todavía estaba, doblado desde la cadera sobre el capot estrujado, boca abajo. Sus pies eran lo que estaba más cerca. No se movía. Tampoco el conductor.

Reacher abrió la puerta a la fuerza contra el chirrido del metal deformado, y se arrastró hacia afuera, y cerró la puerta a la fuerza al salir. No había tráfico detrás de ellos. Nada tampoco más adelante, salvo luces delanteras titilantes y tenues, quizás a dos kilómetros de distancia. Viniendo hacia ellos. Poco más de un minuto a cien kilómetros por hora. El vehículo que había chocado el Lincoln era una furgoneta. Una Ford. Tenía todo el lateral abollado hacia dentro. Doblado como una banana. Tenía un cartel en el parabrisas que decía Sin Accidentes. El Lincoln estaba totalmente estropeado. Estaba plegado como un acordeón, todo hasta el parabrisas. Como un aviso de seguridad vial en un diario. Salvo por el tipo tendido arriba.

Las luces delanteras más adelante se estaban acercando. Y ahora de regreso hacia la ciudad había más. El alambrado del concesionario había quedado abierto como en un dibujo animado. Los jirones enrulados de alambre se curvaron prolijamente hacia los lados. Como si la estela los hubiese hecho retroceder. El espacio abierto tenía más de dos metros de ancho. Básicamente toda una sección se había salido. Reacher se preguntó si el alambrado tendría sensores de movimiento. Conectados a una alarma silenciosa. Conectada al departamento de policía. Quizás un requisito del seguro. Sin duda adentro había muchas cosas para robar.

Hora de partir.

Reacher pasó por el hueco en el alambrado, agarrotado y dolorido, golpeado y maltrecho, pero funcionando. Se mantuvo alejado de la carretera. Avanzó a los tropezones siguiéndola en paralelo, cruzando campos y terrenos baldíos, quince metros más allá, fuera del alcance lateral de las luces delanteras, mientras los autos pasaban a la distancia, algunos despacio, algunos rápido. Quizás policías. Quizás no. Rodeó el primer parque empresarial por la parte de atrás, y el segundo, y después cambió el ángulo y se dirigió hacia el playón de estacionamiento del supermercado gigante, apuntando a atravesarlo a pie y retomar la carretera principal donde tenía la salida.

Gregory recibió la noticia más o menos de manera inmediata, de un empleado que estaba limpiando en la sala de emergencias. Parte de la red ucraniana. El tipo se tomó una pausa para fumar y llamó directo. Dos de los hombres de Gregory, recién llegados en camillas. Luces y sirenas. Uno mal, otro peor. Los dos probablemente iban a morir. Se hablaba de un accidente automovilístico afuera de la concesionaria Ford.

Gregory llamó a sus cabecillas, y diez minutos después estaban todos reunidos, alrededor de una mesa en la sala trasera de la empresa de taxis. Su mano derecha dijo:

—Lo único que sabemos con seguridad es que hoy más temprano dos de los nuestros fueron al bar para hacer la corroboración de domicilio de uno de los clientes anteriores del negocio de créditos de los albaneses.

—¿Cuánto tarda una corroboración de domicilio? —dijo Gregory—. Deberían haber terminado hace rato. Esto tiene que ser algo totalmente distinto. Obviamente es algo aparte. No puede haber sido la corroboración de domicilio. Porque ¿quién vive allá donde está la concesionaria Ford? Nadie. Por lo que dejaron al tipo en su casa y anotaron la dirección, quizás sacaron una foto, y después se dirigieron hacia la concesionaria Ford. Debe haber habido un motivo. ¿Y por qué chocaron?

—Quizás los persiguieron en esa dirección. O los llevaron hasta ahí engañados. Después chocaron y se salieron de la carretera. Es bastante solitario ahí de noche.

—¿Crees que fue Dino?

—Tienes que preguntar: ¿por qué esos dos en particular? Quizás los siguieron desde la puerta del bar. Lo cual sería apropiado. Porque quizás Dino está queriendo decir algo con esto. Le robamos su negocio. Esperábamos algún tipo de reacción, después de todo.

—Después de que se diera cuenta.

—Quizás ya se dio cuenta.

—¿Cuánto más va a querer decir?

—Quizás esto es todo —dijo el tipo—. Dos hombres por dos hombres. Nosotros nos quedamos con el negocio de préstamos. Se estaría rindiendo con honor. Es un hombre realista. No tiene demasiadas opciones. No puede empezar una guerra, con los policías vigilando.

Gregory no dijo nada. La sala quedó en silencio. Ningún tipo de sonido, salvo un parloteo apagado del radio de los taxis en la oficina de adelante. A través de la puerta cerrada. Solo ruido de fondo. Nadie le prestó ninguna atención. Si lo hubieran hecho, habrían escuchado a un conductor que llamaba para decir que había dejado a una señora mayor en el supermercado, y que iba a usar el tiempo en el que ella hacía las compras para ganar algún dólar extra llevando a un pasajero a su casa, hasta las viejas casas tipo al este del centro de la ciudad. El tipo estaba a pie, pero tenía un aspecto razonablemente civilizado y tenía dinero en efectivo. Quizás se le había averiado el auto. Eran seis kilómetros de ida y seis kilómetros de vuelta. Iba a haber terminado incluso antes de que la señora mayor saliera del sector de panadería. Sin daño no hay falta.

En ese momento Dino estaba recibiendo una instantánea mucho más incompleta y temprana de una parte de las noticias. Se había demorado una hora en recorrer la cadena hasta arriba. No incluía nada del accidente automovilístico. La mayor parte del día se había pasado en deshacerse de Fisnik y su mencionado cómplice. La reorganización había quedado para muy tarde. Casi una idea de último momento. Habían enviado un reemplazo al bar, para retomar el negocio de Fisnik. El tipo al que eligieron había llegado allí un poco después de las ocho de la noche. Inmediatamente había visto matones ucranianos en la calle. Custodiando el lugar. Un Lincoln Town Car, y dos hombres. Había ido a escondidas hasta la puerta contra incendios de atrás del bar, y había echado un vistazo dentro a escondidas. En la mesa de Fisnik en el rincón de atrás al fondo había un ucraniano, hablando con un tipo grandote, con aspecto desaliñado y pobre. Obviamente un cliente.

En ese punto el reemplazo elegido se reagrupó y se retiró. El tipo al que le dijo llamó a otro tipo. Que llamó a otro tipo. Y así. Porque las malas noticias viajaban despacio. Una hora después Dino escuchó al respecto. Llamó a sus cabecillas, a la maderería.

Dijo:

—Hay dos escenarios posibles. O la cuestión de la lista del comisario general de policía era verdad, y de manera oportunista y desleal usaron el desorden para meterse en nuestro negocio de préstamos de dinero, o no era verdad, y esto fue algo planeado desde el principio, y de hecho nos engañaron para que les despejáramos el camino.

—Supongo que tenemos que tener la esperanza de que sea la primera —dijo su mano derecha.

Dino se quedó en silencio por un largo rato.

Luego dijo:

—Me temo que tenemos que hacer de cuenta que fue la primera. No tenemos otra alternativa. No podemos empezar una guerra. No ahora. Vamos a tener que dejar que se queden con el negocio de préstamo de dinero. No tenemos una manera práctica de recuperarlo. Pero lo vamos a entregar con honor. Tiene que ser dos por dos. No nos podemos permitir hacer menos. Maten a dos de sus hombres, y así quedamos a mano.

—¿Cuáles dos? —preguntó su mano derecha.

—No me importa —dijo Dino.

Después cambió de parecer.

—No, elíjanlos con cuidado —dijo—. Tratemos de encontrar una ventaja.

Luna azul

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