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CUATRO

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El hombre que se tenía que encontrar con Aaron Shevick en la mesa del rincón de atrás del bar era un albanés de cuarenta años de apellido Fisnik. Era uno de los dos hombres que había mencionado esa mañana Gregory, el jefe ucraniano. Por consiguiente había recibido en su casa una llamada de Dino, diciéndole que pasara por la maderería antes de empezar su día laboral en el bar. El tono de voz de Dino no reveló nada inapropiado. De hecho, en todo caso había sonado alegre y entusiasta, como si le esperaran elogios y reconocimiento. Quizás nuevas oportunidades, o una bonificación, o las dos cosas. Quizás un ascenso, o una mejor posición en la organización.

No fue así. Fisnik pasó agachado por la puerta baja en el portón de enrollar, y olió pino fresco, y oyó el chirrido de una sierra, y se dirigió hacia las oficinas del fondo, sintiéndose bastante bien en general. Un minuto después lo sujetaron con duct tape a una silla de madera, y de repente el pino olía a ataúdes, y la sierra sonaba a sufrimiento. Primero le agujerearon las rodillas con una DeWalt inalámbrica con una mecha para pared de un cuarto de pulgada. Después siguieron. No les dijo nada, porque no tenía nada para decir. Su silencio fue interpretado como una confesión estoica. Así era la cultura de ellos. Por su fortaleza se ganó un poco de admiración resentida, pero no la suficiente como para detener el taladro. Murió más o menos al mismo tiempo en que Reacher y Shevick finalmente se fueron del bar.

La primera mitad de la caminata de un kilómetro y medio fue por entre cuadras abandonadas iguales a la cuadra en la que estaba el bar, pero después la vista se abrió a lo que alguna vez pudo haber sido un conjunto de tierras de pastoreo de cinco hectáreas cada una, hasta que los soldados volvieron a casa al terminar la Segunda Guerra Mundial, momento en el cual se removieron las tierras de pastoreo y se construyeron hileras rectas de casas pequeñas, todas de una sola planta, algunas con más de un nivel, dependiendo de las ondulaciones de los terrenos. Setenta años después a todas les habían vuelto a hacer varias veces los techos, sin que hubiera dos exactamente iguales, y algunas tenían ampliaciones y agregados y revestimiento exterior nuevo de vinilo, y algunas tenían el césped bien cortado y otras jardines silvestres, pero por lo demás el fantasma de la uniformidad mezquina de posguerra todavía marchaba a lo largo de todo el complejo, con lotes pequeños y calles angostas y veredas angostas y giros apretados en ángulo recto, todos medidos para el radio de giro máximo de Fords y Chevys y Studebakers y Plymouths de 1948.

Reacher y Shevick en el camino hicieron una parada en una estación de servicio. Compraron tres sándwiches de pollo y tres paquetes de patatas fritas y tres latas de gaseosa. Reacher cargaba la bolsa en la derecha y ayudaba a Shevick con la izquierda. Renguearon y reptaron a través del laberinto. La casa de Shevick resultó estar bien adentro, en una calle sin salida que tenía al fondo un mezquino espacio para dar la vuelta apenas más ancho que la calle misma. Como la ampolla en el extremo de un termómetro de los de antes. La casa estaba a la izquierda, detrás de una cerca blanca de madera por la que sobresalían los pimpollos de unas rosas tempranas. La casa era más bien pequeña y de una sola planta, los mismos huesos y los mismos metros cuadrados que todas las demás casas, con tejado asfáltico y revestimiento exterior blanco brillante. Se la veía bien cuidada, pero no de manera reciente. Las ventanas estaban polvorientas y el césped estaba crecido.

Reacher y Shevick renguearon por un sendero de cemento apenas lo suficientemente ancho como para que fueran lado a lado. Shevick sacó una llave, pero antes de que la pudiera poner en la cerradura la puerta se abrió frente a ellos. Una mujer estaba de pie allí. La señora Shevick, sin lugar a dudas. Había un vínculo obvio entre ellos. Ella era gris y encorvada y recientemente delgada igual que él, también de alrededor de setenta años, pero la cabeza de ella estaba en alto y sus ojos estaban firmes. Las llamas todavía ardían. Miraba fijo el rostro de su marido. Un raspón en la frente, un raspón en la mejilla, una costra de sangre en el labio.

—Me caí —dijo Shevick—. Me tropecé con el cordón. Me golpeé la rodilla. Eso es lo peor de todo. Este caballero fue lo suficientemente amable como para ayudarme.

La mirada de la mujer pasó a Reacher por un segundo, confundida, y luego de vuelta a su marido.

—Mejor que te limpiemos —dijo ella.

Dio un paso hacia atrás y Shevick entró al recibidor.

Su mujer empezó a preguntarle “¿Le…”, pero luego se detuvo, quizás avergonzada frente a un extraño. Sin dudas quería decir: ¿le pagaste al tipo? Pero algunas cuestiones eran privadas.

—Es complicado —dijo Shevick.

Durante un momento se hizo silencio.

Reacher alzó la bolsa con la comida.

—Trajimos el almuerzo —dijo—. Pensamos que podía ser difícil salir a la tienda, dadas las circunstancias.

La señora Shevick lo volvió a mirar, todavía confundida. Y después un poco herida. Abatida. Avergonzada.

—Lo sabe, Maria —dijo Shevick—. Fue detective en el Ejército y vio lo que me pasaba.

—¿Le contaste?

—Se dio cuenta. Tiene mucho entrenamiento.

—¿Qué es complicado? —preguntó ella—. ¿Qué sucedió? ¿Quién te pegó? ¿Fue este hombre?

—¿Qué hombre?

Ella miró directo a Reacher.

—Este hombre con el almuerzo —dijo ella—. ¿Es uno de ellos?

—No —dijo Shevick—. En lo más mínimo. No tiene nada que ver con ellos.

—¿Entonces por qué te sigue? ¿O escolta? Es como un guardia de prisión.

—Cuando estaba… —empezó a decir Shevick, y después se detuvo y lo cambió por—: Cuando me tropecé y me caí, él estaba pasando, y me ayudó a ponerme de pie. Entonces me di cuenta de que no podía caminar, así que me ayudó. No me está siguiendo. O escoltando. Está acá porque yo estoy acá. No puedes tener a uno sin el otro. No ahora mismo. Porque me lastimé la rodilla. Tan simple como eso.

—Dijiste que era complicado, no simple.

—Deberíamos ir adentro —dijo Shevick.

Su esposa se quedó quieta durante un momento, y después se dio vuelta y ellos entraron y la siguieron. Por dentro la casa era igual que como lucía por fuera. Vieja, bien mantenida, pero no de manera reciente. Las habitaciones eran pequeñas y los pasillos eran angostos. Se detuvieron en el living, que tenía un sofá de dos plazas y dos sillones, y tomas de corriente y cables pero no televisor.

—¿Qué es complicado? —dijo la señora Shevick.

—Fisnik no apareció —dijo Shevick—. Normalmente está ahí todo el día. Pero hoy no. Lo único que sucedió fue que nos pasaron un mensaje telefónico para que volviéramos a las seis en punto.

—¿Y dónde está el dinero ahora?

—Todavía lo tengo.

—¿Dónde?

—En el bolsillo.

—Fisnik va a decir que les debemos otros mil dólares.

—Este caballero piensa que no puede decir eso.

La mujer volvió a mirar a Reacher, y después de vuelta a su marido, y dijo:

—Deberíamos ir a limpiarte. —Después volvió a mirar a Reacher y señaló hacia la cocina y dijo—: Por favor ponga la comida en la heladera.

Que estaba más o menos vacía. Reacher llegó hasta allí y abrió la puerta y se encontró con un espacio bien fregado sin mucho adentro, salvo botellas usadas de cosas que podrían haber estado allí desde hacía seis meses. Puso la bolsa en el estante del medio y volvió al living a esperar. En las paredes había fotos familiares, agrupadas y reunidas como en una revista. Por encima de todo había tres marcos ornamentados con imágenes blanco y negro que se habían vuelto cobrizas por el tiempo. En la primera se veía literalmente a un soldado de pie frente a la casa, con lo que Reacher supuso era su nueva novia junto a él. El tipo estaba en un uniforme caqui nuevo. Un soldado raso. Probablemente demasiado joven como para haber peleado en la Segunda Guerra Mundial. Probablemente había hecho después un servicio de tres años en Alemania. Probablemente lo habían llamado de vuelta para Corea. La mujer estaba con un vestido floreado que le caía inflado hasta las pantorrillas. Ambos estaban sonriendo. El revestimiento exterior detrás de ellos brillaba al sol. La tierra a sus pies no tenía césped.

En la segunda foto se veía a sus pies ya un césped de un año, y un bebé en sus brazos. Mismas sonrisas, mismo revestimiento exterior brillante. El flamante padre estaba sin uniforme y con un par de pantalones tiro alto de fibra sintética y una camisa blanca de manga corta. La flamante madre había cambiado el vestido floreado por un suéter liviano y pantalón pescador. El bebé estaba mayormente envuelto en un chal, salvo la cara, que se veía pálida e indefinida.

En la tercera foto se los veía a los tres más o menos ocho años después. Detrás de ellos las plantas junto a los cimientos cubrían la mitad del revestimiento exterior. El pasto a sus pies era abundante y fuerte. El tipo era ocho años menos huesudo, un poco más grueso de cintura, un poco más pesado de hombros. Tenía el cabello engominado hacia atrás, y ya un poco lo estaba perdiendo. La mujer estaba más linda que antes, pero cansada, en todos los sentidos en los que lo estaban las mujeres en fotos de los años cincuenta.

La niña de ocho años parada delante de ellos era casi con seguridad Maria Shevick. Algo en la forma de su cara y en la franqueza de su mirada. Ella había crecido, ellos habían envejecido, ellos habían muerto, ella había heredado la casa. Esa era la suposición de Reacher. Que el siguiente grupo de fotos demostró correcta. Ahora en colores Kodak desteñidos, pero en el mismo lugar. La misma parcela de césped. La misma porción de pared. El mismo tipo de tradición. En la primera se veía a la señora Shevick con quizás veinte años de edad, junto a un señor Shevick mucho más erguido y mucho más esbelto, también con alrededor de veinte años de edad, sus rostros agudos y jóvenes y angulosos por las sombras, sus sonrisas amplias y felices.

En la segunda de la nueva secuencia se veía a la misma pareja con un bebé en brazos. Crecía a saltos y brincos, de izquierda a derecha cruzando la siguiente fila de abajo, hasta ser una bebé más grande, después una niña de alrededor de cuatro años, después seis, después ocho, mientras que arriba de ella los Shevick circulaban por peinados de la década de 1970, altos y tupidos, por encima de musculosas y mangas acampanadas.

En la siguiente fila de abajo se veía a la misma niña convertirse en una adolescente, después en una graduada del colegio secundario, después en una joven mujer. Después una mujer que envejecía a medida que las Kodak eran más nuevas. Debía estar cerca de los cincuenta años ahora, asumió Reacher. Como fuera que se llamara esa generación. Los primeros hijos de los primeros boomers. De alguna manera se tenía que llamar. Todas las demás generaciones tenían un nombre.

—Aquí está usted —dijo la señora Shevick, detrás de él.

—Estaba admirando sus fotos —dijo él.

—Sí —dijo ella.

—Tienen una hija.

—Sí —dijo ella otra vez.

Entonces entró Shevick. Ya no tenía más la sangre en el labio. Sus raspones brillaban con alguna poción amarilla. Tenía el pelo peinado.

—Comamos —dijo.

Había una pequeña mesa en la cocina, contorneada con bordes de aluminio, y una superficie laminada ahora apagada y descolorida por décadas de tiempo y de pasarle el trapo, pero en algún momento brillante y centelleante y atómica. Había un juego de tres sillas de plástico. Quizás todo comprado hacía mucho cuando Maria Shevick era una niñita. Para sus primeras comidas de niña grande. Cuchillo y tenedor y por favor y gracias. Ahora muchos años después les dijo a Reacher y a su marido que se sentaran, y puso los sándwiches que estaban en la bolsa en platos de porcelana, y los snacks en boles de porcelana, y las gaseosas en vasos de vidrio opaco. Llevó servilletas de tela. Se sentó. Miró a Reacher.

—Debe pensar que somos muy tontos —dijo ella—. Para habernos metido en esta situación.

—Realmente no —dijo Reacher—. Muy desafortunados, quizás. O que están muy desesperados. Estoy seguro de que esta situación es un último recurso. Vendieron el televisor. Más muchas otras cosas, sin duda. Asumo que hipotecaron la casa. Pero no alcanzó. Tuvieron que encontrar arreglos alternativos.

—Sí —dijo ella.

—Estoy seguro de que hubo buenas razones.

—Sí —dijo ella otra vez.

Y no dijo más nada. Ella y su marido comían despacio, de a un pequeño mordisco por vez, una patata frita, un trago de gaseosa. Como saboreando la novedad. O preocupándose por la indigestión. La cocina estaba en silencio. Ningún ruido de auto, ningún sonido de la calle, ninguna conmoción. En las paredes había viejos azulejos de metro, y empapelado donde no los había, con flores, como el vestido de la madre de la señora Shevick, en la primera fotografía, pero más pálido y delineado de manera menos clara. El piso era de linóleo, picado hacía mucho por tacones aguja, ahora restregado hasta estar casi otra vez liso. Los electrodomésticos habían sido cambiados, quizás allá cuando Nixon era presidente. Pero Reacher se figuró que las mesadas eran las originales. Eran de laminado amarillo pálido, con líneas finas y ondulantes que parecían latidos en una máquina de hospital.

La señora Shevick terminó su sándwich. Acabó su gaseosa. Juntó los últimos fragmentos de sus patatas fritas con la punta de un dedo humedecida. Presionó la servilleta contra sus labios. Miró a Reacher.

—Gracias —dijo ella.

—De nada —dijo él.

—Usted cree que Fisnik no puede pedirnos otros mil dólares.

—En el sentido de que no debería. Supongo que eso es distinto de que no lo va a hacer.

—Yo creo que vamos a tener que pagar.

—No tengo problema en ir a conversarlo con él. De parte de ustedes. Si quieren. Podría mencionar unas cuantas razones.

—Y estoy segura de que sería convincente. Pero mi marido me contó que usted está solo de paso. Mañana no estará aquí. Nosotros sí. Probablemente sea más seguro pagar.

—No lo tenemos —dijo Aaron Shevick.

Su esposa no respondió. Hizo girar los anillos que tenía en el dedo. Quizás de manera inconsciente. Tenía una pequeña alianza de oro, y un diamante de compromiso al lado. Estaba pensando en la casa de empeño, supuso Reacher. Probablemente cerca de la terminal de autobuses, en una calle barata. Pero iba a necesitar más que una alianza y un solitario pequeño, para conseguir mil dólares. Quizás todavía tenía las cosas de su madre, guardadas en un cajón. Quizás había habido herencias casuales, de viejas tías y tíos, prendedores y dijes y relojes por jubilación.

—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo —dijo ella—. Quizás sea razonable. Quizás no lo pida.

—Esta no es gente razonable —dijo su marido.

—¿Tienes pruebas de eso? —le preguntó Reacher.

—Solo circunstanciales —dijo Shevick—. Fisnik me explicó las distintas sanciones, bien al principio. Tenía fotos en el teléfono, y un video breve. Me hicieron mirarlo. En consecuencia, nunca nos retrasamos con ningún pago. Hasta ahora.

—¿Pensaron en hacer la denuncia a la policía?

—Claro que lo pensamos. Pero fue un contrato al que entramos de manera voluntaria. Les pedimos dinero prestado. Aceptamos sus condiciones. Una de las cuales era nada de policía. Me hicieron ver el castigo, en el teléfono de Fisnik. En total pensamos que era demasiado arriesgado.

—Probablemente sensato —dijo Reacher, aunque no lo decía en serio. Se figuró que lo que Fisnik necesitaba era un puñetazo en la garganta, no respeto contractual. Quizás seguido de estrellarle la cara contra la mesa, allá en el rincón del fondo. Pero por otro lado Reacher ni tenía setenta años ni estaba encorvado ni hambriento. Probablemente sensato.

—A las seis en punto vamos a saber en qué situación nos encontramos —dijo la señora Shevick.

Evitaron el tema el resto de la tarde. Una suerte de acuerdo tácito. En lugar de eso intercambiaron biografías, como conversación amable normal. La señora Shevick había en efecto heredado la casa de sus padres, que la habían comprado mediante la GI Bill, la Ley del Soldado, sin haberla visto de antemano, envueltos en la loca fiebre de tierras de posguerra de la clase media. Ella había nacido un año después, como el césped que se veía en la foto, y había crecido allí, y después sus padres murieron y conoció a su marido todo en el mismo año. Él era operador de máquinas industriales, muy calificado, criado cerca de allí. Una ocupación esencial, por lo que no fue reclutado para ir a Vietnam. Tuvieron una hija en el primer año, lo mismo que los padres de ella, y la hija creció allí, la segunda generación en hacerlo. Le fue bien en la escuela, y consiguió un trabajo. No se casó nunca, ningún nieto, qué se le va hacer. Reacher notó que el tono de ellos cambiaba mientras la historia se iba acercando al presente. Se volvía más desolado, y ahogado, como si hubiera cosas que no podían decir.

El reloj en su cabeza dio las cinco. Un kilómetro y medio él lo recorría en quince minutos, la mayor parte de las personas en veinte, pero al paso de Shevick iban a demorar cerca de una hora entera.

—Es hora —dijo—. Vamos.

Luna azul

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