Читать книгу Ajuste de cuentas - Lee Child - Страница 6

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El poli salió del coche exactamente cuatro minutos antes de recibir el disparo. Se movía como si ya supiera cuál era su destino. Abrió la puerta, que se movió despacio porque las bisagras estaban duras, y dejó a la vista el raído asiento de vinilo. El policía plantó ambos pies en la carretera. Luego, agarró la puerta con ambas manos y se dio impulso para ponerse de pie y salir del coche. Permaneció así unos instantes. Hacía frío. Entonces se dio la vuelta y cerró la puerta. Siguió allí unos instantes más. Después, se dirigió hacia la parte delantera del coche y se inclinó sobre el capó, junto a una de las luces.

El coche era un Chevy Caprice de siete años. Era negro y no tenía ningún distintivo de la policía, pero llevaba tres antenas de radio y unos sencillos tapacubos cromados. La mayoría de los polis con los que hablas juran que el Caprice es el mejor coche de policía que se ha fabricado jamás. Desde luego, daba la sensación de que este poli en concreto estuviera de acuerdo porque, dado que parecía un detective veterano vestido de calle, debía de tener a su disposición cualquier vehículo de la flota de su comisaría. Y, sin embargo, conducía aquel viejo Chevy porque quería. Como si no le interesaran lo más mínimo los nuevos Ford. Solo con ver su forma de moverse, habría jurado que era uno de esos polis de la vieja escuela. Era corpulento, y llevaba un traje oscuro y sencillo de lana gruesa. Era alto pero iba encorvado. Un hombre mayor. Miró la carretera a derecha e izquierda y, después, estiró su grueso cuello para mirar por encima del hombro la verja de la universidad. El hombre estaba a unos treinta metros de mí.

La verja de la universidad era solo ornamental. De la acera emergían dos altas columnas de ladrillo ante el jardín bien cuidado que se extendía a ambos lados de la vía de entrada. Las columnas estaban conectadas por una alta verja de dos hojas de hierro retorcido, trabajado en clásicas formas curvas. Era de color negro brillante. Parecía que acabaran de pintarla hacía poco. Y, de hecho, era probable que la pintaran después de cada invierno. La verja no tenía ninguna función de seguridad. Cualquiera que quisiera evitarla yendo en coche podía, sencillamente, subirse a la acera y bordearla por la hierba. En cualquier caso, estaba abierta de par en par. Detrás de ella, a cada lado del camino de acceso y como a dos metros y medio de la entrada, había dos postes de hierro que llegaban a la altura de la rodilla. Tenían una especie de cerrojo que sujetaba cada una de las hojas de la verja. Los cerrojos estaban echados. La verja estaba abierta de par en par. El camino de acceso llevaba hasta una serie de edificios de ladrillo dorado situados a unos cien metros. Los edificios tenían tejados cubiertos de musgo, protegidos por las copas de grandes árboles. A los lados del camino de entrada había árboles. A lo largo de la acera había árboles. Había árboles por todas partes. Las hojas empezaban a brotar. Eran pequeñas, estaban rizadas y tenían un brillante color verde. En seis meses serían grandes y habrían adquirido un color rojo o dorado, y los fotógrafos irían de aquí para allá para sacar fotos con las que ilustrar el folleto de la universidad.

A veinte metros de donde se encontraban el policía, su coche y la verja, al otro lado de la carretera, había una camioneta aparcada. Estaba pegada al bordillo. Tenía el morro señalándome a mí, que estaba a unos cincuenta metros. El vehículo parecía estar fuera de lugar. Era de un color rojo algo ajado y tenía uno de esos enormes parachoques delanteros. El parachoques era de color negro mate y daba la sensación de que lo hubieran torcido y enderezado en un par de ocasiones. Dentro había dos hombres. Jóvenes, altos, pulcros, rubios. Estaban sentados, sin más, mirando hacia delante, como con la mirada perdida. No estaban mirando al poli. No me estaban mirando a mí.

Yo estaba aparcado en dirección sur. Llevaba una anónima furgoneta marrón sin cristales en la parte trasera y estaba frente a una tienda de discos. Era una de esas típicas tiendas que te encuentras cerca de las universidades. En la acera tenía expositores con CD de segunda mano y en los escaparates, pósteres de grupos de los que nadie había oído hablar. Tenía las puertas traseras de la furgoneta abiertas. En el interior había cajas apiladas. Tenía un fajo de papeles en las manos. Llevaba abrigo porque aquella era una fría mañana de abril. Llevaba guantes porque nadie había quitado las grapas de las cajas que habían abierto. Llevaba un arma porque a menudo la llevo. La llevaba en los pantalones, detrás, tapada por el abrigo. Era un Colt Anaconda, un enorme revólver de acero inoxidable cargado con munición Magnum 44. Medía treinta y cuatro centímetros y medio, y pesaba cerca de kilo ochocientos. No era una de mis armas preferidas. Pesaba mucho, era grande, estaba fría y era imposible olvidarse de que la llevabas encima.

Me detuve en mitad de la acera, levanté la vista de los papeles y oí que el motor de la camioneta arrancaba. Pero no se movió. Se quedó donde estaba, al ralentí. El humo blanco del tubo de escape empezó a envolver las ruedas traseras. Soplaba un aire frío. Era temprano y la calle estaba desierta. Fui hasta la parte trasera de la furgoneta y, con la tienda de música a mi espalda, miré hacia los edificios de la universidad. Vi un lujoso Lincoln Town Car negro esperando a la puerta de uno de ellos. Al lado del vehículo había dos tipos. Los tenía a cien metros, pero ninguno de los dos me pareció un conductor de limusina. Los conductores de limusina no van en pareja y no suelen ser jóvenes y estar cachas; ni tampoco suelen dar la impresión de estar tensos o de comportarse con cautela. Aquellos tipos tenían pinta de ser guardaespaldas.

El pequeño edificio frente al que estaba aparcado el Lincoln parecía una pequeña residencia universitaria. Encima de la gran puerta de madera tenía unas letras griegas. Mientras miraba, la gran puerta de madera se abrió y por ella salió un joven delgado. Parecía un estudiante. Tenía el pelo largo y enmarañado e iba vestido como un pordiosero, excepto por la mochila de cuero lustroso, que parecía muy cara. Uno de los guardaespaldas se puso tieso y el otro abrió la puerta trasera del coche. El joven delgado tiró la mochila de cuero al interior del vehículo y entró. Cerró la puerta. Oí el portazo, aunque, a cien metros de distancia, sonó apagado, débil. Los guardaespaldas miraron a su alrededor durante unos instantes, se subieron a los asientos delanteros y, casi de inmediato, el coche empezó a moverse. Treinta metros por detrás del Lincoln apareció un coche de seguridad de la universidad que iba en la misma dirección, pero no como si formara parte de un convoy, sino como si hubiera salido de la nada. Dentro, recostados en los asientos y con pinta de estar aburridos y de no tener nada que hacer, iban dos guardias de seguridad.

Me quité los guantes y los tiré en la trasera de la furgoneta. Salí a la carretera, desde donde veía mejor. Observé cómo el Lincoln avanzaba por el camino de entrada a la universidad a velocidad moderada. Era de color negro, brillaba y estaba inmaculado. Estaba cromado por todos lados. Tenía cera a montones. El coche de seguridad de la universidad iba quedándose atrás. El Lincoln hizo una pausa en la verja y giró a la izquierda, en dirección sur, hacia el Caprice negro de la policía. Hacia mí.

Lo que sucedió a continuación pasó en ochos segundos, pero pareció un abrir y cerrar de ojos.

La camioneta de color rojo ajado retrocedió unos veinte metros. Aceleró a fondo. Se puso a la altura del Lincoln, lo esquivó y pasó junto al Caprice del poli, a unos treinta centímetros de las rodillas del hombre. Entonces, volvió a acelerar, se adelantó unos metros, el conductor giró el volante con fuerza y estrelló el parachoques delantero contra el guardabarros del Lincoln. El conductor de la camioneta mantuvo el volante girado y el pie en el acelerador, con lo que, poco a poco, empujó al Lincoln fuera de la carretera, hasta el arcén. La camioneta se metió en la hierba, la velocidad del Lincoln se redujo drásticamente y, en un momento dado, chocó con un árbol. Se oyó el «¡pum!» del metal, acompañado del chasquido de los cristales rotos de uno de los faros delanteros, y una nube de vapor envolvió el coche. Las diminutas hojas del árbol contra el que había impactado se sacudieron y temblaron, lo que produjo un fuerte ruido en la silenciosa mañana.

Entonces, los dos jóvenes de la camioneta salieron pegando tiros. Empuñaban pistolas automáticas con las que dispararon al Lincoln. El sonido era ensordecedor y enseguida empecé a ver trozos de latón estropeado trazando arcos y lloviendo sobre el asfalto. Sin detenerse un solo instante, los de la camioneta se acercaron a las puertas del Lincoln. Las abrieron de golpe. Uno de ellos se agachó hacia la parte de detrás y tiró del joven. El otro seguía disparando su automática a los de delante. Luego, se metió la mano en el bolsillo y sacó una especie de granada. La lanzó dentro del Lincoln, cerró las puertas, sujetó a su compañero y al muchacho por los hombros, les dio la vuelta y los tiró al suelo. En el interior del Lincoln se produjo una explosión atronadora y brillante. Los seis cristales saltaron por los aires. Aunque me encontraba a más de veinte metros de lo que estaba sucediendo, noté la onda expansiva. Salieron disparados cristalitos por todos lados. Brillaban de color irisado bajo el sol. Entonces, el que había lanzado la granada se puso de pie como pudo y salió corriendo hacia la puerta del copiloto de la camioneta. Su compañero obligó al muchacho a entrar en la camioneta a punta de pistola y se metió en el vehículo detrás de él. Cerraron las puertas de golpe. Vi al joven atrapado entre los dos asaltantes. Tenía cara de miedo. Estaba pálido por el susto y, a pesar de que el parabrisas estuviera sucio, vi cómo gritaba de miedo, aunque no oí qué decía. Me fijé en que el conductor echaba mano a la palanca de cambios, oí el rugido del motor, el chirrido de las ruedas y, de repente, la camioneta venía directa hacia mí.

Era una Toyota. Leía con claridad TOYOTA en la rejilla que había detrás del parachoques. Tenía la suspensión alta, por lo que pude ver el gran diferencial negro de la parte delantera. Era del tamaño de un balón de fútbol. Tracción a las cuatro ruedas. Los neumáticos eran grandes. Abolladuras, desportilladuras y manchas que no habían limpiado desde que el vehículo había salido de fábrica. Venía directa a mí.

Tenía menos de un segundo para tomar una decisión.

Me retiré el abrigó y saqué el Colt. Apunté con cuidado y disparé una sola vez a la rejilla de la Toyota. El enorme revólver resplandeció, rugió y se revolvió en mi mano. La gran bala del 44 destrozó el radiador. Disparé de nuevo, esta vez a la rueda delantera izquierda, que reventó con una explosión espectacular que lanzó caucho por todos lados. Los trozos de neumático salieron volando a metros de distancia. La camioneta patinó y se detuvo con el lado del conductor mirando hacia mí. A diez metros. Me puse a cubierto detrás de mi furgoneta, agachado. Cerré las puertas traseras de golpe, fui hacia la acera, me asomé y disparé de nuevo, pero esta vez a la rueda trasera izquierda. El mismo resultado. Caucho por todos lados. La camioneta se hundió sobre su lado izquierdo y quedó apoyada sobre las llantas en un ángulo muy pronunciado. El conductor abrió la puerta y rodó a la carretera. Se incorporó con una rodilla en tierra. Empuñaba la automática con la mano equivocada. Hizo malabarismos para cambiársela de mano y yo esperé hasta que consiguió apuntarme a mí. Entonces, me sujeté el antebrazo derecho con la mano izquierda para compensar el peso del Colt, apunté con cuidado a su centro de masas, como me habían enseñado hacía tantísimo tiempo, y apreté el gatillo. Dio la sensación de que el pecho del tipo explotara en mitad de una enorme nube de sangre. El muchacho permanecía inmóvil dentro del vehículo. Miraba la escena con los ojos como platos, aterrado, conmocionado. El segundo tipo salió de la camioneta y rodeó la parte frontal en mi busca. Me apuntó con su automática. Me giré a la izquierda, esperé un instante y volví a sujetarme el antebrazo con la mano. Le apunté al pecho. Disparé. El mismo resultado. Cayó de espaldas justo detrás del guardabarros, envuelto en una nube de vapor rojo.

El muchacho empezó a moverse en la camioneta. Corrí a por él y lo saqué por encima del cadáver del primer tipo. Lo arrastré deprisa a mi furgoneta. Estaba tan azorado y confundido que apenas podía caminar. Lo empujé al asiento del pasajero, cerré la puerta de golpe y rodeé la furgoneta por delante hasta el asiento del conductor. Por el rabillo del ojo vi a un tercer tipo que venía hacia mí. Buscaba algo en la chaqueta. Era un tipo alto y fornido. Ropa oscura. Estiré el brazo, disparé y vi la gran explosión roja en su pecho en el mismo instante en que me daba cuenta de que se trataba del anciano policía del Caprice y de que lo que buscaba en la chaqueta era la placa. La placa, que era un escudo dorado que llevaba en un ajado protector de cuero, que salió volando de su mano y aterrizó con un golpe seco contra la acera, justo delante de la furgoneta.

El tiempo se detuvo.

Me quedé mirando al poli. Estaba tumbado de espaldas. Tenía el pecho destrozado y teñido de rojo. Había trozos de carne por todos lados. Nada se movía en su pecho. No había señales de que le latiera el corazón. En la camisa tenía un enorme agujero irregular. Estaba inmóvil. Con la cabeza vuelta y la mejilla apoyada en el asfalto. Los brazos los tenía estirados y se veían las pálidas venas de las manos. Fui consciente de lo oscura que era la carretera, de lo esmeralda que era la hierba y de lo brillante del azul del cielo. Podía oír el frufrú del viento al pasar por entre las hojas nuevas de los árboles; un viento que sonaba más fuerte que el eco de mi último disparo, que aún me resonaba en los oídos. El muchacho miraba por el parabrisas de la furgoneta, primero al policía y, luego, a mí. El coche de seguridad de la universidad giraba a la izquierda en la verja. Se movía más despacio de lo que debería. Entre unos y otros, acabábamos de pegar decenas de tiros. Puede que estuvieran preocupados porque no tenían muy claro dónde terminaba su jurisdicción. Puede que tuvieran miedo. Vi dos rostros rosados, ahora pálidos, al otro lado del parabrisas. Me miraban. Debían de avanzar a unos veinticinco kilómetros por hora. El coche se deslizaba hacia mí. Miré la placa dorada que había en el suelo. El metal estaba desgastado después de una vida entera de uso. Miré la furgoneta. Me quedé inmóvil. En su día, hacía mucho tiempo, había aprendido que disparar a una persona es fácil, pero que no hay forma de devolver esa bala a tu arma.

Oí cómo el coche de los guardias de seguridad avanzaba hacia mí. Oí cómo sus ruedas aplastaban gravilla sobre el asfalto. Todo lo demás estaba en silencio. Entonces, el tiempo empezó a correr de nuevo y una voz en mi cabeza me gritó: «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!», así que eché a correr. Me subí a la furgoneta a toda prisa, arrojé la pistola al asiento central, arranqué, aceleré y di una media vuelta tan cerrada que, durante unos instantes, estuvimos sobre dos ruedas. El muchacho salió despedido contra la puerta. Enderecé el volante, pisé el acelerador a fondo y enfilé en dirección sur. No veía gran cosa por el retrovisor, pero alcancé a ver que los de seguridad encendían las sirenas y se lanzaban a por mí. El muchacho no decía ni mu. Tenía la boca abierta de par en par. Trataba de permanecer sentado en su sitio. Yo estaba concentrado en conducir tan rápido como podía. Por suerte, había muy poco tráfico. Era muy temprano para aquella pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, que todavía dormía. Puse la furgoneta a algo más de ciento diez kilómetros por hora y agarré el volante con tal fuerza que los nudillos se me quedaron blancos. No quitaba ojo de la carretera, como si no quisiera saber nada de lo que pasaba detrás de mí.

—¿Estamos dejándolos atrás? —le pregunté al muchacho.

No respondió. Estaba tan conmocionado que iba apretado contra la puerta de su asiento, tan lejos de mí como podía. Miraba al techo. Tenía la mano derecha apoyada en la puerta. Tenía la piel blanca, los dedos largos.

—¿¡Estamos dejándolos atrás!? —volví a preguntar.

El motor rugía con fuerza.

—Ha matado a un policía. Ese anciano era policía, ¿lo sabe?

—Lo sé.

—Le ha disparado.

—Ha sido un accidente. ¿Estamos dejándolos atrás?

—Iba a enseñarle la placa.

—¡Que si estamos dejándolos atrás!

Se revolvió, se giró y agachó la cabeza para mirar por las ventanillas de las puertas traseras.

—Estarán a unos treinta metros. —Hablaba con vaguedad, asustado—. Están muy cerca. Uno de ellos está asomándose por la ventanilla con un arma.

Justo entonces oí el distante disparo de una pistola, que se elevó por encima del rugido del motor y del chirrido de las ruedas. Cogí el Colt del asiento central. Lo dejé. Estaba vacío. Ya había disparado seis veces. Al radiador, a las dos ruedas, a los dos tipos... y al policía.

—Abre la guantera.

—Debería pararse. Explicárselo. Me estaba ayudando. ¡Ha sido un error!

Me hablaba, pero no me miraba. Miraba por las ventanillas traseras.

—He disparado a un poli. —Mi tono de voz era de lo más neutral—. Para ellos, eso es lo único que vale. Eso es lo único que les interesa. No les importa ni el cómo ni el porqué.

No dijo nada.

—Abre la guantera —repetí.

Volvió a girarse y abrió la guantera. En ella llevaba otra Anaconda. Idéntica. Reluciente acero inoxidable. Cargada con seis balas. Se la arrebaté de la mano. Bajé la ventanilla del todo. El aire frío entró en la furgoneta como un vendaval. Su soplo llegó acompañado de la detonación de una pistola que disparaba por detrás de nosotros, rápida y constantemente.

—¡Mierda! —dije.

El muchacho no abrió la boca. Más disparos. Altos, secos, percutores.

«¿Cómo es que están fallando?».

—Agáchate.

Me deslicé por el asiento hasta que mi hombro izquierdo estuvo completamente pegado a la puerta y fui girando el brazo derecho para sacar el revólver por la ventanilla, apuntando hacia atrás. Disparé una vez y el muchacho se me quedó mirando horrorizado. Se echó hacia delante y se agachó en el espacio que quedaba entre el asiento delantero y el salpicadero con las manos sobre la cabeza. Un segundo después, una de las ventanillas traseras de la furgoneta, tres metros por detrás de donde acababa de estar su cabeza, saltó por los aires.

—¡Mierda! —exclamé de nuevo.

Giré un poco el volante para tener un mejor ángulo. Volví a disparar hacia atrás.

—Necesito que mires. Pero levanta la cabeza lo menos posible.

El muchacho no se movió.

—¡Levanta! ¡Vamos! ¡Necesito que mires!

Se incorporó y se giró lo suficiente para ver por las ventanillas traseras. Me fijé en que se quedaba embobado mirando la ventanilla rota. Se daba cuenta de que aquel disparo podría haberle alcanzado en la cabeza.

—Voy a reducir la velocidad un poco. Voy a apartarme para que intenten adelantarnos.

—¡No lo haga! ¡Esto aún se puede arreglar!

No hice caso de sus palabras. Bajé la velocidad a unos ochenta kilómetros por hora y me desplacé a la derecha. Por instinto, los guardias de seguridad se pusieron en el lado izquierdo para intentar flanquearme. Les disparé mis tres últimas balas. Rompí en pedazos el parabrisas del coche patrulla y el vehículo se deslizó por la carretera como si hubiera alcanzado al conductor o le hubiera reventado un neumático. El coche aceleró contra la cuneta contraria y atravesó una línea de arbustos. Lo perdimos de vista. Dejé el arma descargada en el asiento del centro, subí la ventanilla y aceleré cuanto pude. El muchacho seguía callado, se limitaba a mirar la parte trasera de la furgoneta. El aire que salía por la ventanilla baleada producía un quejido extraño.

—Vale... —Me faltaba el aliento—. Ahora, toca desaparecer.

El muchacho me miró.

—¿¡Está loco!?

—¿Sabes lo que le hacen a la gente que mata a policías?

No tenía respuesta para aquella pregunta. Conduje en silencio durante unos treinta segundos, unos ochocientos metros, parpadeando, resoplando; ambos mirábamos por las ventanillas traseras como si estuviéramos hipnotizados. El interior de la furgoneta apestaba a pólvora.

—Ha sido un accidente. No puedo resucitarlo, así que olvídate de eso.

—¿Quién es usted?

—¿Y tú? ¿Quién eres tú?

Se quedó callado. Respiraba con fuerza. Miré por el retrovisor. No venía nadie por detrás ni tampoco de frente. Estábamos en mitad del campo. Puede que estuviéramos a unos diez minutos del distribuidor de alguna autopista.

—Soy un objetivo —dijo—. De secuestro.

Eran unas palabras curiosas.

—Intentaban secuestrarme —continuó.

—¿Tú crees?

Asintió.

—No es la primera vez.

—¿Y por qué?

—Por dinero. ¿Por qué si no?

—¿Eres rico?

—Mi padre.

—¿Quién es tu padre?

—Solo alguien.

—Pero alguien rico.

—Es importador de alfombras.

—¿De alfombras? ¿Te refieres a moqueta?

—No, a alfombras persas.

—¿¡Y puedes hacerte rico importando alfombras persas!?

—Mucho.

—¿Cómo te llamas?

—Richard. Richard Beck.

Volví a mirar por el retrovisor. Por detrás de nosotros, la carretera seguía vacía. Por delante tampoco venía nadie. Reduje un poco la velocidad, me situé en el centro del carril e intenté conducir como una persona normal.

—¿Y quiénes eran esos tipos?

Richard Beck negó con la cabeza.

—Ni idea.

—Pues sabían dónde ibas a estar. Y cuándo.

—Iba a casa para el cumpleaños de mi madre, que es mañana.

—¿Quién podría saber eso?

—No estoy seguro. Cualquiera que conozca a mi familia. Supongo que cualquiera de la comunidad de alfombreros. Somos muy conocidos.

—¿Hay una comunidad de alfombreros?

—Y mucha competencia. Las fuentes son las mismas. El mercado también es el mismo. Nos conocemos todos.

No dije nada. Seguí conduciendo. Iba un poco por debajo de los cien kilómetros por hora.

—Y usted, ¿cómo se llama?

—De ninguna manera.

Asintió, como si lo hubiera comprendido.

«Chico listo».

—¿Y qué va a hacer? —preguntó.

—Voy a dejarte cerca de la autopista. Puedes hacer autostop o llamar a un taxi y, después, te olvidas de mí.

Se quedó callado.

—No puedo llevarte a la policía. No puedo. Lo entiendes, ¿verdad? He matado a un poli. Puede que a tres. Y tú me has visto hacerlo.

Permaneció en silencio.

«Es la hora de tomar decisiones».

La autopista estaba a seis minutos.

—Tirarían la llave de la celda. Ha sido un accidente, sí, pero la he cagado. No van a querer escuchar lo que ha pasado. Nunca escuchan. Así que no me pidas que me acerque a nadie. Ni como testigo, ni como nada. Me voy a esfumar, como el humo. ¿Te ha quedado claro?

No respondió.

—Y no me describas a la policía. Diles que no te acuerdas. Diles que estabas muy asustado. De lo contrario, te juro que daré contigo y te mataré.

No dijo nada.

—Te dejaré en algún lado. Como si nunca me hubieras visto.

Se movió. Se giró y se me quedó mirando.

—Lléveme a casa. Por favor. Le daremos dinero. Le ayudaremos. Si quiere, lo esconderemos. Mi familia se lo agradecerá. Yo ya se lo agradezco, claro. Se lo aseguro. Me ha salvado usted la vida. Lo del policía ha sido un accidente. Un accidente, nada más. Un accidente desafortunado. Usted se encontraba en una situación con mucha presión. Lo comprendo. Lo mantendremos en secreto.

—No necesito tu ayuda. Lo que necesito es deshacerme de ti.

—¡Pero tengo que llegar a casa! ¡Nos ayudaríamos el uno al otro!

La autopista estaba a cuatro minutos.

—¿Dónde vives?

—En Abbot.

—¿En qué Abbot?

—En el de Maine. Abbot, Maine. En la costa. Entre Kennebunkport y Portland.

—Pues vamos en dirección contraria.

—Podría dar usted la vuelta en la autopista.

—Eso tiene que estar a algo más de trescientos kilómetros. Por lo menos.

—Le pagaremos. Le merecerá la pena.

—Podría dejarte cerca de Boston. Seguro que hay algún autobús a Portland.

Negó con fuerza con la cabeza, como si le estuviera dando un ataque.

—¡No, no, no! ¡El autobús, no! ¡No puedo quedarme solo después de lo que acaba de pasar! ¡Necesito protección! ¡Esa gente podría estar buscándome todavía!

—Esa gente está muerta, como el puto policía.

—Sí, esos dos sí, pero podrían tener socios.

Aquella frase también era curiosa. Richard Beck parecía un muchacho pequeño, delgado y asustado. Le veía el latido del pulso en la vena del cuello. Se retiró el pelo de la parte izquierda de la cabeza y se giró hacia el parabrisas para enseñarme la oreja. No tenía oreja. Solo tenía un pingajillo cicatrizado. Parecía un pedazo de pasta sin cocer del todo. Como un tortellini crudo.

—Me la cortaron y la enviaron por correo —explicó—. Esa fue la primera vez.

—¿Cuándo?

—Cuando tenía quince años.

—¿No pagó tu padre?

—No lo bastante rápido.

No dije nada. Richard Beck seguía enseñándome la cicatriz. Estaba asustado, aturdido. Respiraba como una máquina.

—¿Estás bien?

—Lléveme a casa —imploró—. No puedo quedarme solo.

La autopista estaba a dos minutos.

—Por favor... ¡ayúdeme!

—¡Mierda! —solté por tercera vez.

—Por favor. Podemos ayudarnos el uno al otro. Usted tiene que esconderse.

—No podemos seguir con esta furgoneta. Su descripción ya estará por todo el estado.

Se me quedó mirando, esperanzado. La autopista estaba a un minuto.

—Vamos a tener que conseguir un coche —concluí.

—¿Dónde?

—Donde sea. Hay coches por todos lados.

Al sudoeste del intercambiador de la autopista había uno de esos extensos centros comerciales que se levantan fuera de la ciudad. Lo vi desde lejos. Estaba compuesto por altos edificios oscuros sin ventanas y con brillantes letreros de neón. También había grandes aparcamientos medio llenos. Entré en el centro comercial y di una vuelta. Era tan grande como un pueblo. Había gente por todos lados. Me ponían nervioso. Di otra vuelta más, pasé por delante de una zona de contenedores de basura y llegué a la parte de atrás de unos grandes almacenes.

—¿Adónde vamos? —preguntó Richard.

—Al aparcamiento de empleados. Los clientes van y vienen constantemente. Son impredecibles. En cambio, los dependientes van a tirarse aquí todo el día. Es más seguro.

Me miró como si no me comprendiera. Me dirigí hacia una batería de ocho coches aparcados contra una pared. Había un hueco al lado de un Nissan Maxima de color anodino que no tendría más de tres años. Ese nos vendría bien. Era un coche que no destacaba por nada. El aparcamiento era muy tranquilo, estaba como escondido. Me situé junto a la plaza que había al lado del Nissan y aparqué marcha atrás para dejar las puertas traseras pegadas a la pared.

—Que no se vea esa ventanilla rota —expliqué.

El muchacho no dijo nada. Me guardé ambos Colt en los bolsillos de la chaqueta y salí de la furgoneta. Probé a abrir las puertas del Maxima.

—A ver si encuentras alambre. No sé, como un cable grueso o una percha.

—¿Va a robar este coche?

Asentí. No dijo nada.

—¿Le parece una buena idea?

—Y a ti también te lo parecería si acabases de matar a un poli por accidente.

Pareció que el muchacho se quedaba en blanco unos instantes pero enseguida reaccionó y se puso a buscar alambre. Vacié las Anacondas y tiré los doce cartuchos usados en un contenedor de basura. El muchacho llegó casi con un metro de cable que había sacado de una papelera. Le quité el aislante con los dientes y fabriqué un gancho en una punta que, después, metí por la goma de la ventanilla del Maxima.

—Vigila.

Se alejó un paso para vigilar si alguien entraba en el aparcamiento mientras yo intentaba pescar el seguro de la puerta del coche. Lo pesqué y lo levanté. Tiré el cable a la basura, abrí la puerta del coche y me agaché por debajo de la columna de dirección, a la que le quité el embellecedor de plástico. Rebusqué entre los cables hasta que di con los dos que necesitaba conectar para que el coche arrancara. El interruptor de encendido se quejó, pero puso en marcha el motor, que sonaba muy bien. El muchacho me miraba impresionado.

—Una juventud desperdiciada —le dije.

—¿De verdad le parece una buena idea? —insistió.

Asentí.

—Es lo más inteligente que podemos hacer. No van a echarlo de menos hasta las seis de la tarde, puede que hasta las ocho, cuando cierren las tiendas. Para entonces, ya estarás en casa desde hace tiempo.

Hizo una pausa con la mano en la puerta del copiloto. Una pausa durante la que debió de convencerse a sí mismo, porque se agachó y entró. Eché el asiento del conductor para atrás, ajuste los retrovisores y salí marcha atrás. Me lo tomé con calma mientras seguíamos en el aparcamiento. A unos cien metros de nosotros había un coche de policía que recorría muy despacio los aparcamientos del centro comercial. Aparqué en el primer hueco que encontré y me quedé en él, con el motor en marcha, hasta que el coche de policía desapareció de la vista. Entonces, avancé deprisa hacia la salida y recorrí el distribuidor de la autopista sin pararme; en cuestión de dos minutos, íbamos en dirección norte por una buena y amplia autopista a algo menos de cien kilómetros por hora. El coche olía mucho a perfume y había dos cajas de pañuelos de papel en él. En el parabrisas trasero había una especie de oso de peluche pegado con las ventosas de plástico transparente que tenía por zarpas. También había un guante de la Liga Juvenil en el asiento trasero y oía un bate de aluminio traqueteando en el maletero.

—Vaya, el taxi de mamá.

El muchacho no respondió.

—No te preocupes, que lo más probable es que esté asegurada. Probablemente es una ciudadana ejemplar.

—¿No se siente usted mal? Por lo del policía.

Lo miré. Era muy delgado y paliducho e iba pegado a la parte opuesta a mí, lo más alejado que podía. Llevaba el brazo apoyado en la puerta. Tenía los dedos tan largos que parecía pianista. Me daba la impresión de que intentaba empatizar conmigo, pero a mí me importaba muy poco caerle bien o mal.

—Cosas que pasan. Tampoco hay que volverse loco.

—Pero, bueno, ¿¡qué mierda de respuesta es esa!?

—La única que te puedo dar. Ha sido un daño colateral menor. No significa nada a menos que se nos vuelva en contra. No podemos cambiarlo, así que no dejemos que nos lastre.

No dijo nada.

—Además, ha sido culpa de tu padre —añadí.

—¿Por ser rico y haber tenido un hijo?

—Por contratar guardaespaldas de pacotilla.

El muchacho miró hacia otro lado. No dijo nada.

—Porque eran guardaespaldas, ¿no?

Asintió, pero no dijo nada.

—¿Y no te sientes tú mal por ellos?

—Un poco. No los conocía muy bien.

—Eran unos inútiles.

—Ha pasado todo tan rápido...

—Los malos estaban esperando fuera. ¿Una camioneta cochambrosa aparcada a las afueras de un pequeño campus universitario para ricos? ¿Qué guardaespaldas no se da cuenta de algo así? ¿Es que no habían oído hablar siquiera de la evaluación de amenazas?

—¿Usted se ha dado cuenta?

Asentí.

—Me he dado cuenta.

—No está mal para un conductor de furgonetas.

—Estuve en el ejército. Era policía militar. Entiendo bien la labor que han de desempeñar los guardaespaldas. Y entiendo de daños colaterales.

El muchacho asintió vacilante.

—Dígame, ¿ya puede decirme cómo se llama?

—Todavía no sé si debería decírtelo. Tendría que entender tu punto de vista. Podría estar metido en un lío muy gordo. He matado, por lo menos, a un policía y, ahora, además, he robado un coche.

Se quedó callado. Fui observándolo a medida que avanzábamos. Le di tiempo para pensar. Casi habíamos salido de Massachusetts.

—Mi familia, mi padre, aprecia la lealtad. Usted le ha hecho un favor a su hijo. Y a él, claro. Como poco, le ha ahorrado dinero. Le mostrará su agradecimiento. Lo último que haría sería delatarlo, estoy seguro.

—¿Deberías llamarle?

Negó con la cabeza.

—Me está esperando. Mientras llegue, no es necesario que le llame.

—Le llamará la policía. Seguro que consideran que estás en apuros.

—No tienen su número. Nadie lo tiene.

—La universidad tendrá tu dirección. Con la dirección, darán con su número.

Negó con la cabeza.

—La universidad no tiene mi dirección. Nadie la tiene. Somos muy cuidadosos en ese aspecto.

Me encogí de hombros y permanecí callado alrededor de kilómetro y medio más.

—¿Y tú? ¿Vas a entregarme tú?

Vi cómo se tocaba la oreja derecha. La que le quedaba. Me pareció evidente que era un gesto de lo más inconsciente.

—Me ha salvado el culo. No, no voy a entregarle.

—Vale. Me llamo Reacher.

Pasamos unos cuantos minutos atajando por un rincón de Vermont y, después, giramos hacia el noroeste por Nuevo Hampshire. Me preparé para un largo recorrido. La adrenalina empezaba a desaparecer y el muchacho empezaba a relajarse, por lo que ambos comenzamos a sentirnos sin fuerzas y somnolientos. Bajé la ventanilla para que entrara un poco de aire y saliera un poco de perfume. Aquello incrementó el ruido, pero el aire y el ruido me mantuvieron despierto. Hablamos. Richard Beck me contó que tenía veinte años. Estaba en su penúltimo año de carrera. Había elegido no sé qué de expresión de arte contemporáneo que a mí, a decir verdad, me sonó a pintar con el dedo. No se le daba bien relacionarse. Era hijo único. Se mostraba ambivalente hacia su familia. Por un lado, quería liberarse del clan y, por otro, necesitaba sentirse parte del mismo. Era evidente que estaba traumatizado por el primer secuestro. Y lo estaba hasta tal punto que pensé que le habían hecho algo más aparte de lo de la oreja. Algo mucho peor.

Le hablé del ejército. Le expliqué con pelos y señales lo cualificado que estaba para las labores de protección, para la tarea de guardaespaldas. Quería que se sintiera seguro, al menos, durante el tiempo que estuviera conmigo. Seguí conduciendo rápido, sin altibajos. El Maxima tenía el depósito lleno, así que no tuvimos que parar para echar gasolina. El muchacho no tenía hambre. Paré en una ocasión para ir al servicio. Dejé el motor en marcha para no tener que trastear de nuevo con los cables de arranque. Cuando regresé al coche, el muchacho estaba inerte. Volvimos a la carretera, pasamos por Concord, Nuevo Hampshire, y luego nos dirigimos a Portland, Maine. El tiempo seguía su curso. A medida que nos acercábamos a su casa, el muchacho iba relajándose. Pero también iba volviéndose más callado. Ambivalencia.

Cruzamos la frontera del estado y, después, a unos treinta kilómetros de Portland, el muchacho se dio la vuelta para mirar por el parabrisas de atrás, cosa que hizo con atención, y me dijo que tomara la siguiente salida. Nos metimos en una carretera estrecha que iba en dirección este, hacia el Atlántico. Pasaba por debajo de la I-95 y, después, seguía unos veinticinco kilómetros por un cabo de granito en dirección al mar. Era uno de esos paisajes que son preciosos en verano, pero aún hacía frío y estaba todo crudo, sin hacer. Había árboles que las brisas saladas habían anquilosado y afloramientos rocosos limpios por efecto de vientos y tormentas. La carretera tenía tantas curvas que parecía que estuviera intentando lo imposible por no llegar al este. Divisé el océano. Era de color gris hierro. Dejábamos brazos de mar a derecha e izquierda. Había pequeñas playas de arena gruesa. Luego, la carretera giró a la izquierda y, de inmediato, a la derecha y fue elevándose hasta un cabo que tenía la forma de una mano extendida. La palma se fue estrechando hasta que se convirtió en un único dedo que apuntaba al mar. Estábamos en una península rocosa de unos cien metros de ancho y unos ochocientos de largo. El viento movía el coche. Conduje por la península y vi una fila de raquíticos árboles perennes que pretendían esconder un alto muro de granito, pero que ni tenían la altura suficiente ni eran lo bastante frondosos como para conseguirlo. El muro tendría unos dos metros y medio de altura, estaba coronado por rollos y rollos de alambre de espino y tenía instalados focos de seguridad en lo alto. Corría a lo largo de los cien metros de ancho que tenía el dedo que se adentraba en el mar y, en los lados, caía en bisel y se internaba unos metros en el océano, donde estaba construido con enormes bloques de piedra. Los bloques estaban cubiertos de algas. Justo en el centro, el muro tenía una verja de hierro. Estaba cerrada.

—Es aquí —anunció Richard Beck—. Aquí es donde vivo.

La carretera llegaba directa hasta la verja y, al otro lado, se convertía en un camino de entrada. Al final del camino había una casa de piedra gris. Estaba al final del dedo, junto al océano. Al otro lado del muro, pegada a él, junto a la verja, había una casita de una sola planta, con el mismo diseño que la casa del fondo y construida con la misma piedra, solo que mucho más pequeña. El propio muro conformaba una de las paredes de la casita. Reduje la velocidad y me detuve frente a la verja.

—Toque el claxon.

El Maxima tenía el símbolo resaltado de una trompeta en la tapa del airbag. Lo pulsé con un solo dedo y el claxon sonó discretamente. La cámara que había en la verja parpadeó y nos enfocó. Como si me mirase un pequeño ojo de cristal. Hubo una larga pausa y, entonces, la puerta de la casita se abrió. Por ella salió un hombre con un traje oscuro. Debió de comprar el traje en una de esas tiendas de tallas especiales, para gente muy alta, y debía de ser, de hecho, la talla más grande que tenían, y aun así, le quedaba justo de hombros y un poco corto de mangas. Era mucho más alto que yo, lo que, sin duda, hacía que entrara en la categoría de seres humanos monstruosos. Era un gigante. Se acercó a la verja y nos miró. Pasó un buen rato observándome a mí y muy poco tiempo mirando al muchacho. Luego, abrió la cerradura de la verja y tiró de ambas hojas.

—Conduzca hasta la casa —pidió Richard—. No se pare aquí. Este tipo no me gusta mucho.

Crucé la verja. No me detuve. Sin embargo, conduje despacio y fui fijándome en todo. Lo primero que has de hacer cuando entras en un sitio es averiguar la manera de salir de él. El muro penetraba en el agua por ambos lados, era demasiado alto para saltarlo y el alambre de espino que lo coronaba hacía que fuera imposible treparlo. Por detrás, había una zona de unos treinta metros limpia de maleza y árboles. Tierra de nadie. O un campo de minas. Los focos estaban dispuestos para iluminar esa zona. La única manera de salir de aquel lugar era por la verja. La misma verja que el gigante estaba ahora cerrando. El gigante que veía por el retrovisor.

El camino hasta la casa era largo. Océano gris por tres de los lados. La casa era antigua. Puede que la hubieran construido para algún capitán de barco de la época en que arponear ballenas te proporcionaba considerables fortunas. Era toda de piedra, con largas e intrincadas aristas, cornisas y detalles. La fachada norte estaba cubierta de líquenes; las demás, tenían zonas verdes aquí y allí. Era una estructura de tres plantas. Con una decena de chimeneas. La línea del tejado era muy complicada. Había gabletes por todos lados, con cortos canalones aquí y allí que desembocaban en gruesos canalones de hierro por los que se desaguaba el tejado cuando llovía. La puerta principal era de roble y tenía bandas y tachones de hierro. Al final, el camino de entrada se ensanchaba hasta convertirse en una plaza para carruajes. Lo seguí en el sentido contrario a las agujas del reloj y me detuve justo delante de la puerta principal. La puerta principal la abrió otro tipo con traje oscuro. Era de mi altura, y mucho más bajo que el de la casita de la entrada. En cualquier caso, tampoco me gustó. Su rostro era inexpresivo. Abrió la puerta del copiloto del Maxima como si nos hubiera estado esperando: el gigante de la entrada debía de haberlo llamado.

—¿Me espera aquí? —me dijo Richard.

Salió del coche y entró en la casa penumbrosa, y el tipo del traje oscuro cerró la puerta de roble desde fuera y se quedó vigilando delante de ella, como un guardaespaldas. No me miraba directamente, pero no me cabía duda de que me tenía en su visión periférica. Desconecté los cables del arranque para apagar el motor y esperé.

Fue una espera bastante larga. De unos cuarenta minutos, diría yo. Sin el motor en marcha, el coche empezó a enfriarse. La brisa marina que se arremolinaba alrededor de la casa lo balanceaba con suavidad. Yo miraba hacia delante, por el parabrisas. Estaba aparcado en dirección noreste. El aire era fresco y cristalino. Alcanzaba a ver la costa curvándose desde la izquierda. Una ligera mancha marrón se dibujaba a unos treinta kilómetros. Lo más probable es que fuera polución que provenía de Portland. La ciudad quedaba oculta detrás de un cabo.

La puerta de roble volvió a abrirse y el guardaespaldas dio un ágil paso hacia un lado para permitirle el paso a una mujer. Era la madre de Richard Beck, no me cabía duda. No me cabía ninguna duda. El mismo cuerpo delgado. La misma cara pálida. Los mismos dedos largos. Llevaba vaqueros y un grueso jersey de lana. El viento la despeinó. La mujer rondaría los cincuenta años. Tenía cara de cansada. Se detuvo a unos dos metros del coche, como si me diera la oportunidad de que sería más educado que saliera del Maxima y nos encontráramos a medio camino. Así que abrí la puerta y salí del coche. Estaba un poco rígido y tenía calambres. Rodeé el capó y ella tendió la mano. Se la di. La tenía muy fría y llena de huesos y tendones.

—Mi hijo me ha explicado lo que ha sucedido. —Hablaba muy bajo con una voz un poco ronca, como si fumara mucho o como si hubiera estado llorando con todas sus fuerzas—. No tengo palabras para expresarle lo agradecida que le estoy por su ayuda.

—¿Está bien Richard?

La mujer esbozó una mueca, como si no estuviera segura.

—Está echado.

Asentí. Le solté la mano, que dejó caer a un lado. Nos quedamos en silencio. Fue un momento incómodo.

—Soy Elizabeth Beck.

—Jack Reacher.

—Mi hijo me ha explicado el apuro en el que se encuentra —continuó.

«Apuro» era una agradable palabra neutral. No dije nada.

—Mi esposo llegará a casa por la noche. Él sabrá qué hacer.

Asentí. Se produjo otro momento incómodo. Esperé.

—¿Quiere pasar?

Se dio la vuelta y fue hacia la casa. La seguí. Crucé la puerta por detrás de ella y oí un «¡bip!». Miré a los lados y vi un detector de metales instalado justo junto a la jamba.

—¿Le importa? —me preguntó la mujer, que me hizo un gesto como de disculpa. Luego, le hizo otro gesto al guardaespaldas.

El hombre dio un paso adelante, dispuesto a cachearme.

—Dos revólveres. Descargados. En los bolsillos del abrigo.

Los sacó con tal facilidad que me quedó claro que había cacheado a muchas personas. Dejó las armas sobre una mesa auxiliar, se agachó y me cacheó las piernas, se puso de pie e hizo lo mismo con la cintura, el pecho y la espalda. Fue concienzudo y poco amable.

—Lo siento —se disculpó Elizabeth Beck.

El del traje dio un paso atrás y volvió a producirse un silencio incómodo.

—¿Necesita algo? —me preguntó ella.

Se me ocurrían muchas cosas que necesitaba, pero negué con la cabeza.

—Estoy cansado —dije—. Ha sido un día largo. Me vendría bien echar una cabezada.

La mujer esbozó una ligera sonrisa, como si se sintiera satisfecha, como si tener a su propio asesino de policías durmiendo en casa la liberara de una presión social.

—Por supuesto. Duke le llevará a una habitación.

Me miró durante un segundo más. Por debajo de tanto cansancio y palidez había una mujer atractiva. Tenía el rostro bonito y buena piel. Seguro que hacía treinta años había tenido que alejar a los pretendientes con un palo. Se dio media vuelta y desapareció en las profundidades de la casa. Me volví hacia el guardaespaldas. Di por hecho que Duke era él.

—¿Cuándo recuperaré los revólveres?

No respondió. Se limitó a señalarme la escalera y a seguirme por ella. Una vez arriba, me señaló otra escalera y subimos al último piso. Me llevó hasta una puerta y la abrió. Entré. Se trataba de una habitación sencilla con paneles de roble. Los muebles eran de esos grandes y antiguos. Una cama, un armario, una mesa, una silla. En el suelo había una alfombra persa. Era delgada y estaba deshilachada. Quizá fuera una pieza de valor incalculable. Duke entró en la habitación, pasó por mi lado, por encima de la alfombra, y me enseñó dónde estaba el cuarto de baño. Se comportaba como el botones de un hotel. Volvió a pasar por mi lado camino de la puerta.

—La cena es a las ocho —dijo. Y nada más.

Salió de la habitación y cerró la puerta. Aunque no oí nada, cuando giré el pomo comprobé que la había cerrado con llave. Por dentro no había cerradura. Me acerqué a la ventana y miré el paisaje. Estaba en la parte de atrás de la casa, por lo que lo único que veía era océano. La ventana estaba orientada al este, así que entre Europa y yo no había nada. Miré hacia abajo. A unos quince metros había rocas en las que rompían olas espumosas. Me dio la sensación de que estaba subiendo la marea.

Volví a la puerta, pegué la oreja a la hoja y escuché con atención. No se oía nada. Estudié el techo, las cornisas y los muebles con sumo cuidado, centímetro a centímetro. No había nada. No había cámaras. Los micrófonos me daban igual, porque no iba a hacer ningún ruido. Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Le di la vuelta y, con las uñas, saqué el alfiler que había clavado en la suela. Giré la tapa de goma como si fuera una puertecita, le di la vuelta al zapato y lo sacudí. Sobre la cama cayó un pequeño rectángulo de plástico negro que rebotó una vez. Era un emisor de correos electrónicos inalámbrico. Nada sofisticado. Un aparato que podía comprarse en cualquier tienda de electrónica, solo que estaba reprogramado para enviar los mensajes a una sola dirección. Tenía el tamaño de un busca, con un pequeño teclado con teclas diminutas. Encendí el emisor y escribí un mensaje corto. Luego, presioné ENVIAR.

En el mensaje ponía: «Estoy dentro».

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