Читать книгу Ajuste de cuentas - Lee Child - Страница 8
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Duke, el guardaespaldas, volvió a mi habitación cinco minutos antes de las siete de la tarde, muy temprano para que viniera a avisarme para cenar. Oí sus pasos y el suave clic de la cerradura al abrirse. Estaba sentado en la cama. Había vuelto a guardar el emisor en la tapa del zapato y el zapato me lo había puesto.
—¿Echando una cabezada, gilipollas? —me soltó.
—¿Por qué estoy encerrado?
—Porque eres un asesino de polis.
Miré hacia otro lado. Puede que hubiera sido policía antes de ponerse a trabajar por su cuenta. Era una posibilidad. Muchos expolicías acaban en la seguridad privada, ya sea como consultores, como detectives o como guardaespaldas. Desde luego, alguna motivación oculta tenía, lo que me suponía un problema. En cualquier caso, el lado positivo era que se había tragado la historia de Richard Beck de pe a pa. Me miró apenas un segundo, sin expresión alguna en el rostro. Luego, me dejó salir de la habitación y bajamos los dos pisos hasta la planta baja, donde recorrimos pasillos a oscuras hasta llegar a la zona norte de la casa. El aire olía a salado y la moqueta, a humedad. Había alfombras por todos lados. En algunos sitios, estaban unas encima de otras. Aunque tenían colores apagados, llamaban la atención. Duke se detuvo frente a una puerta, la abrió y se hizo a un lado, por lo que entendí que me obligaba a entrar. La habitación era enorme, cuadrada, recubierta con paneles oscuros de madera de roble. El suelo estaba cubierto de alfombras. Había unas ventanas pequeñas que parecía que estuvieran empotradas en la pared. Fuera solo se veía oscuridad, rocas y el gris océano. Había una mesa de roble. Mis dos Colt Anaconda estaban encima. Descargados. Los cilindros estaban abiertos. En la cabecera de la mesa se encontraba un hombre. Estaba sentado en un sillón de roble con el respaldo alto. Era el mismo que aparecía en las fotografías de vigilancia que me había enseñado Susan Duffy.
Era una persona sin ningún rasgo destacable. No era alto, pero tampoco bajo. Metro ochenta. Noventa kilos. El pelo canoso, ni abundante, ni escaso, ni corto, ni largo. Andaría por los cincuenta años. Vestía un traje gris de tela cara pero sin ningún estilo en el corte. La camisa era de color blanco y la corbata no tenía color definido, como la gasolina. El rostro y las manos pálidos parecían los de una persona que viviera en aparcamientos subterráneos y que solo saliera de noche, para vender muestras que sacaba del maletero de su Cadillac.
—Siéntese.
Su voz era tranquila, aunque un poco aguda, como si hablase desde lo alto de la garganta. Me senté frente a él, en la otra cabecera de la mesa.
—Me llamo Zachary Beck.
—Jack Reacher.
Duke cerró la puerta con suavidad y se apoyó en ella. La estancia se quedó en silencio. Se oía el océano. No era el rítmico sonido del mar, como el que oyes en la playa, sino el continuo batir y restallar de las olas contra las rocas. Sonaban pozas que se vaciaban, piedrecitas traqueteando, grandes olas que se aproximaban. Intenté contarlas. He oído decir que, cada siete olas, llega una grande.
—Bueno —dijo Beck.
En la mesa, justo delante del hombre había una bebida. Era un líquido ambarino en un vaso bajo y grueso. Una bebida aceitosa, como si fuera un escocés o un bourbon. Le hizo un gesto con la cabeza a Duke. El guardaespaldas cogió un vaso ya preparado en una mesita auxiliar. Tenía el mismo líquido de color ámbar. El hombre me lo acercó con torpeza, sujetándolo por la base con el pulgar y el índice. Recorrió la habitación y se inclinó un poco para dejar el vaso delante de mí. Con cuidado. Sonreí. Sabía para qué era.
—Bueno —repitió Beck.
Esperé.
—Mi hijo me ha explicado lo que ha sucedido.
Era la misma frase que me había dicho su mujer.
—Cosas que pasan.
—El asunto me pone en una situación complicada. Yo solo soy un hombre de negocios normal y corriente... y, claro, intento determinar cuáles son mis responsabilidades como ciudadano.
Esperé.
—A ver, que se lo agradecemos, qué duda cabe. Por favor, no me malinterprete.
—¿Pero?
—Lo sucedido supone un problema con la ley, ¿no le parece? —comentó con cierto tono de molestia en la voz, como si se sintiera abrumado por aquellas complejidades del asunto que se escapaban a su control.
—Bueno, tampoco es física cuántica —le solté—. Tan solo necesito que mire usted hacia otro lado. Al menos, durante un tiempo. Ya sabe, favor con favor se paga. No sé si su conciencia se lo permite.
La habitación volvió a quedarse en silencio. Me concentré en escuchar el océano. Oía una amplia gama de sonidos: las quebradizas algas arrastradas contra el granito y una fuerte resaca tirando del mar hacia el este. Zachary Beck lo miraba todo. Miraba la mesa, el suelo, el espacio. Tenía la cara estrecha. Con poco mentón. Y los ojos bastante juntos. Estaba tan concentrado que las cejas fruncidas parecían una sola. Tenía los labios finos y cerrados con fuerza, arrugados. Movía un poco la cabeza. Era el retrato típico del hombre de negocios que se esfuerza por resolver un asunto de importancia.
—¿Ha sido un accidente?
—¿Lo del poli? Echando la vista atrás, sí, lo ha sido. En ese momento, lo único que quería era salvar el pellejo.
Pensó un rato más y, luego, asintió.
—De acuerdo. En estas circunstancias... podríamos intentar echarle un cable. Si podemos, claro. Le ha hecho usted un gran servicio a la familia.
—Necesito dinero.
—¿Por qué?
—Voy a tener que viajar.
—¿Cuándo?
—Cuanto antes.
—¿Le parece lo más adecuado?
Negué con la cabeza.
—La verdad es que no, preferiría esperar un par de días hasta que la cosa se haya calmado un poco. Pero, claro, no quiero aprovecharme de usted...
—¿Cuánto dinero?
—Con cinco mil dólares sería suficiente.
No dijo nada. Se limitó a empezar a mirar a todos lados una vez más. En esa ocasión, enfocó un poco más la vista.
—Tengo que hacerle unas preguntas. Antes de que se vaya. Si es que se va. Hay dos temas primordiales. El primero, ¿quiénes eran?
—¿No lo sabe usted?
—Tengo muchos rivales y enemigos.
—¿Capaces de llegar tan lejos?
—Soy importador de alfombras. No es a lo que quería dedicarme en la vida, pero es como han venido dadas las cosas. Es posible que piense usted que me limito a tratar con grandes almacenes y con decoradores de interiores, pero lo cierto es que me toca lidiar con todo tipo de gente desagradable en el culo del mundo, en lugares en los que niños esclavos se ven obligados a trabajar dieciocho horas al día, hasta que les sangran los dedos. Los dueños de esos niños están convencidos de que los engaño y de que estoy violando su cultura y, a decir verdad, cabe la posibilidad de que así sea; aunque no más que ellos mismos, claro. No son colegas de trabajo agradables y divertidos. Necesito mostrar cierta dureza para prosperar. La cuestión es que mis competidores hacen exactatmente lo mismo. Aunque no lo crea, este es un negocio duro. Por tanto, entre mis proveedores y mis competidores, se me vienen a la cabeza media docena de personas que serían capaces de raptar a mi hijo para hacerme daño. De hecho, uno de ellos ya lo hizo hace cinco años. Seguro que mi hijo se lo ha contado.
No dije nada.
—Tengo que saber quiénes eran.
Lo dijo como si fuera una necesidad perentoria, por lo que, aunque esperé unos instantes, se lo conté todo, segundo a segundo, metro a metro, kilómetro a kilómetro. Describí a los dos jóvenes altos y rubios de la DEA que iban en la camioneta Toyota con gran lujo de detalle.
—No sé quiénes pueden ser —comentó.
No dije nada.
—¿Ha memorizado la matrícula de la Toyota?
Lo pensé y le dije la verdad.
—Solo he visto la parte frontal y no recuerdo que hubiera matrícula.
—De acuerdo. Por tanto, provienen de un estado en el que no es obligatorio que los vehículos lleven matrícula delantera. Supongo que eso reduce un poco las posibilidades.
No dije nada. Un buen rato después, Zachary Beck sacudió la cabeza.
—Hay muy poca información respecto a lo sucedido. Uno de mis socios ha llamado al departamento de policía de la zona y ha hecho una serie de preguntas indirectas. Un policía local ha muerto, un guardia de seguridad de la universidad ha muerto, dos desconocidos que nadie sabe quiénes son y que iban en un Lincoln Town Car han muerto y dos desconocidos que iban en una camioneta Toyota han muerto. El único testigo de lo sucedido es un segundo guardia de seguridad de la universidad, y aún está inconsciente después del accidente que su compañero y él han sufrido a unos ocho kilómetros de la universidad. Así que, ahora mismo, nadie sabe nada de nada. Nadie sabe por qué ha sucedido. Nadie lo ha relacionado con un intento de secuestro. Lo único que se sabe es que ha habido un baño de sangre sin razón aparente. Están barajando la posibilidad de que se trate de una guerra de bandas.
—¿Y qué sucederá cuando comprueben las matrículas del Lincoln?
Zachary Beck dudó.
—Es un coche registrado a nombre de una empresa. No lo relacionarán conmigo.
Asentí.
—Vale, pero quiero estar en la Costa Oeste antes de que el otro guardia de seguridad de la universidad despierte. Me han visto muy bien.
—Y yo quiero saber quién se ha saltado las normas.
Miré las Anacondas. Las habían limpiado y las habían aceitado ligeramente. De pronto, me alegraba de haberme deshecho de los casquillos. Cogí mi vaso. Lo sujeté con toda la mano, me lo acerqué a la nariz y olí el líquido. No tenía ni idea de lo que era. Habría preferido una taza de café. Volví a dejar el vaso en la mesa.
—¿Está bien Richard? —pregunté.
—Sobrevivirá. Lo que yo quiero saber es quién me está atacando.
—Yo ya le he dicho lo que he visto. No me han enseñado el carnet, ¿sabe? No los conocía de nada. Ha dado la casualidad de que me encontraba allí. ¿Cuál es el segundo tema primordial?
Una larga pausa. Las olas retumbaban contra las rocas.
—Soy una persona cuidadosa y no quiero ofenderle.
—¿Pero?
—Pero me pregunto quién es usted.
—El que le ha salvado la otra oreja a su hijo.
Beck miró a Duke, que dio un paso hacia mí y me retiró el vaso. Volvió a cogerlo por la base, con el pulgar y el índice, de aquella forma tan rara.
—Y ahora ya tiene mis huellas dactilares —dije—. Diáfanas.
Beck volvió a asentir, como una persona que toma una decisión juiciosa. Señaló los revólveres.
—Bonitas armas.
No dije nada. Adelantó la mano y movió una de ellas con los nudillos. Luego, la deslizó por la mesa para enviármela. La pesada arma de acero hizo un sonido vacío y reverberante sobre el roble.
—¿Podría decirme por qué hay una marca en una de las cámaras?
Seguí escuchando el océano.
—Ni idea. Ya me llegaron así.
—¿Las compró de segunda mano?
—En Arizona.
—¿En una armería?
—En una feria.
—¿Por qué?
—No me gustan las comprobaciones a las que te someten en las armerías.
—¿Y no preguntó nada sobre las marcas?
—Di por hecho que eran marcas de referencia, que algún loco de las armas las había probado y que había marcado la cámara más precisa. O, al menos, la precisa.
—¿Las cámaras son diferentes?
—Todo es diferente. Esa es la naturaleza de las manufacturas.
—¿Incluso en revólveres de ochocientos dólares?
—Depende de hasta qué punto quiera discriminar. Si quiere usted ceñirse a milésimas de milímetro, todo en el mundo es diferente.
—¿Y eso importa?
—Para mí no. Cuando apunto a alguien, me da lo mismo a qué célula esté apuntando.
Zachary Beck permaneció callado unos instantes. Luego, metió la mano en el bolsillo y sacó una bala. Era una bala de latón resplandeciente con la punta roma y de plomo. La puso de pie delante de él. Parecía un proyectil de artillería en miniatura. Luego, la tumbó sobre la mesa y la hizo rodar con los dedos. A continuación, la colocó bien y la empujó con la punta del dedo para que rodase hasta mí. La bala describió una elegante curva y produjo un suave zumbido sobre la madera mientras llegaba hasta mí. Dejé que rodara hasta el final de la mesa y la cogí cuando ya había caído. Era una Remington Magnum 44 sin cubierta. Pesaba... puede que unos veinte gramos. Era brutal. Lo más probable es que aquella bala costara alrededor de un dólar. Como Beck la había tenido en el bolsillo, estaba templada.
—¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa?
—Tengo que deshacerme del coche que he robado.
—Ya nos hemos deshecho de él.
—¿Cómo?
—No se preocupe, que nadie va a encontrarlo.
Se quedó callado. No dije nada. Me quedé mirándolo, como si estuviera pensando: «¿Es eso típico de un hombre de negocios normal y corriente?». ¿O lo de registrar limusinas en empresas pantalla? ¿O lo de conocer el precio de un Colt Anaconda? ¿O lo de obtener las huellas dactilares de un invitado con un vaso de whisky?
—¿Ha jugado alguna vez a la ruleta rusa? —me preguntó una vez más.
—No, nunca.
—Me están atacando y acabo de perder a dos de los míos. En momentos así, debería sumar efectivos, no restarlos.
Esperé. Cinco segundos. Diez. Fingí que estaba esforzándome por entender lo que quería decirme.
—¿Se refiere usted a que quiere contratarme? Es que no sé si debería quedarme por la zona.
—Yo no le estoy pidiendo nada. Estoy tomando una decisión. Parece usted un tipo útil. Podría darle esos cinco mil dólares para que se quede, no para que se vaya. Quizá.
No dije nada.
—Eh, si quisiera, sería usted mío. Ha matado a un poli en Massachusetts, sé su nombre y tengo sus huellas.
—¿Pero?
—Pero no sé quién es usted.
—Acostúmbrese. ¿Cómo sabe quiénes son las personas?
—Lo descubro —dijo—. Pongo a prueba a la gente. Suponga que le pido que mate a otro poli. Como acto de buena fe.
—Me negaría. Le repito que lo del primero ha sido un desafortunado accidente del que me arrepiento muchísimo. Lo que estoy empezando a preguntarme yo es qué tipo de hombre de negocios es usted en realidad.
—Eso es cosa mía. No le concierne.
No dije nada.
—Juegue a la ruleta rusa conmigo.
—¿Qué demostraría eso?
—Un agente federal no lo haría.
—¿Y por qué le preocupan los agentes federales?
—Eso tampoco le concierne.
—No soy agente federal.
—Demuéstremelo. Juegue a la ruleta rusa conmigo. A ver, para que lo entienda, al dejarle entrar en mi casa sin saber exactamente quién es yo ya estoy jugando a la ruleta rusa con usted.
—He rescatado a su hijo.
—Y se lo agradezco mucho. Se lo agradezco tanto que sigo hablándole de manera educada. Se lo agradezco tanto que estoy pensando en ofrecerle refugio y empleo. Porque me gusta la gente que sabe resolver situaciones.
—No estoy buscando trabajo. Lo que quiero es esconderme durante unas cuarenta y ocho horas y, después, largarme.
—Nosotros cuidaremos de usted. Nadie lo encontraría. Jamás. Aquí estaría a salvo. Si pasa la prueba.
—¿Jugar a la ruleta rusa es una prueba?
—Infalible. De acuerdo con mi experiencia, claro.
No dije nada. Se hizo el silencio. Se inclinó hacia delante.
—Usted o está conmigo, o está contra mí. De una u otra manera, está usted a punto de demostrármelo. Y, si le digo la verdad, deseo de corazón que elija con cabeza.
Duke fue hacia la puerta. El suelo crujió bajo sus pies. Escuché el océano. La espuma de las olas ascendía en el aire y el viento se la llevaba. Parte de esa espuma alcanzaba como con pereza las ventanas de la habitación. La séptima ola llegó con un bramido mucho más fuerte que el de las demás. Cogí la Anaconda que tenía delante. Duke sacó una pistola de debajo de la chaqueta y me apuntó por si acaso se me estaba pasando por la cabeza jugar a algo que no fuera la ruleta rusa. Empuñaba una Steyr SPP que, como quien dice, es un subfusil Steyr TMP con forma de pistola. Es una pieza austriaca muy rara y en su mano resultaba grande y fea. Aparté la mirada del arma y me concentré en el Colt. Metí la bala en una de las cámaras, cerré el cilindro y lo giré con fuerza. La rueda dentada ronroneó en el silencio.
—Juegue.
Volví a girar el cilindro, levanté el revólver y me puse la boca del cañón en la sien. El acero estaba frío. Miré a Zachary Beck a los ojos, aguanté la respiración y empecé a apretar el gatillo. El cilindro giró y el arma se amartilló con un ruido sordo. La acción fue muy fluida, como la sensación de la seda contra la seda. Apreté del todo el gatillo. El martillo cayó. Se oyó un fuerte clic. Sentí el golpe del martillo en la sien a través del cañón de acero, pero no sentí nada más. Solté el aire, bajé el arma y la sujeté con la palma de la mano apoyada en la mesa. Luego, giré la mano y saqué el dedo del guardamonte.
—Le toca.
—Tan solo quería ver si era usted capaz de hacerlo.
Nos quedamos todos en silencio. Sonreí.
—¿Y no quiere ver si soy capaz de hacerlo de nuevo?
No dijo nada. Volví a coger el arma, giré el cilindro y esperé a que se detuviera, poco a poco. Me llevé el cañón a la sien. El cañón era tan largo que me veía obligado a levantar y girar el codo de manera forzada. Apreté el gatillo, rápido, sin pensarlo. Se oyó un clic, fuerte en aquel silencio. Fue el sonido típico de una maquinaria de precisión de ochocientos dólares que funcionaba tal y como se esperaba que funcionara. Bajé el arma y giré el cilindro una tercera vez. Levanté el arma. Me apunté. Apreté el gatillo. Nada. Lo hice una cuarta vez. Rápido. Nada. Lo hice una quinta vez. Más rápido. Nada.
—Ya basta —me dijo Beck.
—Hábleme de las alfombras persas.
—No hay mucho que decir. Se ponen en el suelo. La gente las compra. A veces, por mucho dinero.
Sonreí. Volví a levantar el revólver.
—Las probabilidades son de seis contra una —dije.
Giré el cilindro una sexta vez. La habitación se quedó en el más absoluto silencio. Me llevé la pistola a la sien. Apreté el gatillo. Sentí cómo el martillo daba una bofetada sobre una cámara vacía. Nada más.
—Ya basta —insistió Beck.
Bajé el Colt, abrí el cilindro con un golpe seco y tiré la bala sobre la mesa. La alineé con cuidado y se la devolví rodando. Zumbó sobre la madera. El hombre la detuvo con la palma de la mano y permaneció un par de minutos, tres, sin decir nada. Me miraba como si fuera un animal en la jaula de un zoo. Como si, hasta cierto punto, deseara que hubiera barrotes entre él y yo.
—Richard me ha contado que fue usted policía militar.
—Durante trece años.
—¿Era usted bueno?
—Más que esos memos que envió usted a recoger a su hijo.
—Mi hijo habla muy bien de usted.
—Y debería. Le he salvado el culo. Y hacerlo me ha dejado a mí en una situación muy comprometida.
—¿Van a echarle de menos?
—No.
—¿Tiene familia?
—No.
—¿Tiene trabajo?
—Supongo que no puedo volver, ¿no le parece?
Jugueteó un rato con la bala. La hacía rodar con la yema del índice. Luego, la cogió y se la puso en la palma.
—¿A quién puedo llamar? —preguntó.
—¿Para qué?
Hizo que la bala rebotara en la palma de su mano, como si estuviera sacudiendo unos dados.
—Para que me dé referencias. Tendrá usted jefe, ¿no es así?
«Errores que acabarán pasándome factura».
—Soy autónomo.
Volvió a poner la bala sobre la mesa.
—¿Con licencia y seguro?
Hice una pausa.
—No exactamente.
—¿Por qué no?
—Tengo mis razones.
—¿Tiene registrada la furgoneta?
—Puede que se me olvidara registrarla.
Empezó a darle vueltas a la bala con los dedos. Me miró. Era evidente que estaba pensando. Estaba calibrando todo lo que le había dicho. Estaba procesando la información. Intentaba que encajara en sus propias ideas preconcebidas. No sé si la situación le resultaba muy creíble.
«Un tipo duro, armado, con una furgoneta que no le pertenece. Un ladrón de coches. Un asesino de policías».
Sonrió.
—Discos de segunda mano. Conozco la tienda.
No dije nada. Me limité a mirarle a los ojos.
—A ver si lo adivino. Trafica usted con CD robados.
«Piensa el ladrón...».
—Grabaciones piratas. Y no soy ningún traficante. Soy un exmilitar que intenta ganarse la vida como puede y que cree en la libertad de expresión.
—¡Y una mierda! Usted en lo que cree es en ganar pasta.
«Piensa el ladrón...».
—En eso también.
—¿Y se le estaba dando bien?
—No me puedo quejar.
Volvió a coger la bala y se la tiró a Duke. El guardaespaldas la atrapó con una mano y se la metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Duke es mi jefe de seguridad. Va a trabajar usted para él. Con efecto inmediato.
Miré a Duke y, después, volví a mirar a Beck.
—¿Y si no quiero trabajar para usted?
—No tiene opción. Hay un poli muerto en Massachusetts y sé cómo se llama usted y tengo sus huellas dactilares. Estará usted en periodo de prueba hasta que tenga bien claro qué tipo de persona es. Ahora bien, mírelo por el lado bueno. Piense en los cinco mil dólares. Cinco mil dólares son muchos CD piratas.
La diferencia entre ser un invitado de honor y un empleado a prueba es que la cena es en la cocina con el resto del servicio. El gigante de la casita de la verja de entrada no estaba, pero sí que estaban Duke y otro tipo que tenía pinta de ser un mecánico o un manitas. También había una chica de servicio y una cocinera. Los cinco nos sentamos alrededor de una mesa normal y corriente y cenamos allí lo mismo que la familia en el comedor, que estaba cenando muy bien. Puede que incluso cenáramos mejor, porque quizá la cocinera hubiera escupido en la comida de la familia, pero me parecía improbable que lo hubiera hecho en la nuestra. Había pasado el tiempo suficiente entre soldados rasos y oficiales como para saber cómo son estas cosas.
No hablamos mucho. La cocinera era una mujer resentida de unos sesenta años. La chica de servicio era tímida. Me daba la impresión de que hacía poco tiempo que estaba empleada, porque no tenía muy claro cómo comportarse. Era joven, corriente. Llevaba un vestido recto de algodón, un cárdigan de lana y unos zapatos planos toscos. El mecánico era un tipo de mediana edad, delgado, gris y callado. Duke también permanecía en silencio pero, en su caso, era porque estaba dándole vueltas a algo. Beck acababa de endosarle un problema y no tenía muy claro cómo manejarlo. ¿Le sería útil mi servicio? ¿Podía confiar en mí? Estaba claro que tonto no era. Observaba la situación desde todos los ángulos y estaba dispuesto a pasar algo de tiempo examinando cada punto de vista. Debía de tener mi edad poco más o menos. Su cara era una de esas de comemaíz que tan bien ocultan el paso de los años. Debía de tener mi estatura. Yo tenía la estructura ósea más ancha y él era algo más voluminoso. Debíamos de tener un peso muy similar, kilo arriba, kilo abajo. Me senté a su lado, cené e intenté hacer, en el momento más adecuado, las preguntas que se esperarían de una persona normal.
—Bueno, ¿quién me cuenta algo del negocio de las alfombras?
Mi tono de voz decía que estaba claro que no me tragaba que Beck no anduviera metido en algún otro asunto.
—No es el momento —me respondió Duke como si quisiera decir: «Delante del servicio, no».
Luego, me miró de tal manera que parecía que me estuviera diciendo: «Además, no estoy seguro de que quiera hablar con un tipo que está tan loco como para correr el riesgo de dispararse seis veces en la cabeza».
—La bala era falsa, ¿verdad? —dije.
—¿Cómo dices?
—Que no tenía pólvora. Que, como mucho, llevaba algodón por dentro.
—¿Por qué iba a ser falsa?
—Podría haberle disparado a él.
—¿Y por qué ibas a hacerlo?
—No tenía ninguna intención, pero parece un tipo muy cauto. Dudo que hubiera corrido el riesgo.
—Yo te estaba apuntando.
—Podría haberte disparado a ti y haberlo matado a él con tu arma.
Se puso un poco tenso, pero no dijo nada.
«Es competitivo».
No me gustaba aquel tipo, pero no me importaba, porque me daba la impresión de que iba a tener que contarlo como baja dentro de poco.
—Sujétala —me dijo mientras se sacaba la bala del bolsillo y me la tendía—. Espera aquí.
Se levantó y salió de la cocina. Puse la bala de pie frente a mí, como había hecho Beck. Acabé de cenar. No había postre. No había café. Duke volvió balanceando una de mis Anacondas en el dedo. Pasó por mi lado, llegó hasta la puerta de atrás y me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Cogí la bala. Lo seguí. La puerta de atrás emitió un pitido cuando la cruzamos. Otro detector de metales. Estaba muy bien integrado en el marco. Ahora bien, alarma contra ladrones no había. Su seguridad dependía del mar, del muro y del alambre de espino.
Al otro lado de la puerta de atrás había un porche frío y húmedo y, después, una contrapuerta endeble que daba a un patio que no era sino la punta rocosa del dedo del brazo de mar. El patio era semicircular y tendría unos cien metros de anchura. Estaba oscuro y las luces de la casa destacaban la grisura del granito. Soplaba el viento y a lo lejos, en el mar, se veían luminiscentes crestas espumosas. Las olas rompían contra las rocas y creaban remolinos al retirarse. La luna y unas nubes bajas y desgarradas se movían a gran velocidad. El horizonte era inmenso y negro. El aire, frío. Me di la vuelta y vi la ventana de mi habitación, justo encima de donde estábamos.
—La bala —dijo Duke.
Me di la vuelta y se la entregué.
—Fíjate.
La cargó en el Colt. Sacudió el revólver para cerrar el cilindro. Entrecerró los ojos bajo la luz de la luna y giró el cilindro hasta que la cámara cargada estaba a las diez en punto.
—Fíjate —repitió.
Apuntó el arma con el brazo extendido, recto, un poco por debajo de la línea del horizonte, allí donde se encontraban el mar y unas rocas planas de granito. Tiró del gatillo. El cilindro giró, el martillo saltó y el revólver se encabritó, resplandeció y rugió. Vi un chispazo simultáneo entre las rocas y oí el inconfundible golpe metálico de un rebote. Poco a poco se fue apagando el ruido. La bala debió de internarse unos cien metros en el Atlántico. Era posible que hubiera matado a algún pez.
—No era falsa —dijo—. Y soy lo bastante rápido.
—Vale.
Abrió el cilindro y dejó caer el casquillo, que tintineó contra la piedra del suelo.
—Eres gilipollas. Gilipollas y un asesino de polis.
—¿Fuiste poli?
Asintió.
—Hace mucho tiempo.
—¿Duke es nombre o apellido?
—Apellido.
—¿Por qué necesita seguridad armada un importador de alfombras?
—Ya te ha dicho que es un negocio duro. Se mueve mucho dinero.
—¿Queréis realmente que me quede?
—Podría ser. Si hay alguien que quiera darnos por saco, nos vendrá bien tener algo de carne de cañón. Mejor tú que yo.
—He salvado al chico.
—¿Y qué? Ponte a la cola. Todos hemos salvado al chico en un momento u otro. O a la señora Beck. Incluso al señor Beck.
—¿Cuántos sois?
—No los suficientes. Al menos, en caso de que nos estén atacando.
—¿Qué es esto, una guerra?
No respondió. Me dejó allí y volvió a la casa. Le di la espalda a aquel mar bravo y seguí a Duke.
En la cocina no quedaba nada que hacer. El mecánico había desaparecido y la cocinera y la chica de servicio estaban limpiando. Apilaban platos en una máquina lo bastante grande para un restaurante. La chica de servicio era muy torpe. No sabía dónde iba cada cosa. Miré a mi alrededor en busca de café. Pero no había café. Duke volvió a sentarse a la mesa, que ya estaba vacía. No había actividad. No había urgencia. Me embargó la sensación de que estaba perdiendo el tiempo. Me parecía que el periodo de gracia de cinco días que había estimado Susan Duffy no era realista. Cinco días son demasiados cuando estás reteniendo a dos individuos sanos de manera ilegal. Me habría sentido más cómodo si hubiera dicho tres. Tres días. Me habría impresionado su sentido del realismo.
—Vete a la cama. La jornada empieza a las seis y media de la mañana —me dijo Duke.
—¿Para hacer qué?
—Para hacer lo que yo te diga.
—¿Vas a volver a encerrarme?
—Cuenta con ello. Te abriré a las seis y cuarto. Quiero que a las seis y media estés aquí abajo.
Esperé en la cama hasta que le oí llegar y cerrar la puerta. Luego, esperé un rato más hasta que estuve seguro de que no iba a volver. Entonces, me quité el zapato y comprobé si había recibido algún mensaje. Encendí el pequeño emisor y la diminuta pantalla verde se llenó con un animado anuncio en letras destacadas: «¡Tienes correo!». Solo había un mensaje. Lo enviaba Susan Duffy. Era una pregunta escueta: «¿Ubicación?». Pulsé RESPONDER y escribí: «Abbot, Maine, costa, 20 min sur de Portland, casa sola en una lengua de roca en el mar». Con eso iba a tener que bastarles, porque no tenía ni una dirección postal ni coordenadas exactas para el GPS. En cualquier caso, acabarían dando con la casa si examinaban bien un mapa de la zona a gran escala. Pulsé ENVIAR.
Luego, me quedé mirando la pantalla. No tenía muy claro cómo funcionaban los correos electrónicos. ¿Era una comunicación instantánea, como las llamadas telefónicas? ¿O esperaba mi respuesta en alguna especie de limbo durante un tiempo, antes de llegar? Di por hecho que Duffy estaría esperándola. Que Eliot y ella estarían las veinticuatro horas del día esperando correo.
Noventa segundos después, en la pantallita volvió a aparecer el mismo mensaje: «¡Tienes correo!». Sonreí. Parecía que aquel cacharro funcionaba. En esa ocasión, el mensaje era más largo. Solo eran veintiséis palabras, pero tuve que ir bajando la pantalla para leerlo entero. Decía: «Miraremos en los mapas. Gracias. Las huellas dactilares dicen que los dos guardaespaldas que tenemos bajo custodia son exmilitares. Todo bajo control aquí. ¿Y usted? ¿Avances?».
Pulsé RESPONDER y tecleé: «Puede que esté contratado». Luego, pensé unos segundos en Quinn y en Teresa Daniel y añadí: «Por lo demás, ningún avance». Pensé un poco más y escribí: «Pregunte de mi parte al PM Powell lo siguiente: cita 10-29, 10-30, 10-24, 10-36 fin de la cita, acerca de los dos guardaespaldas». Luego, pulsé ENVIAR. Me fijé en que la maquinita me avisaba de que «Su mensaje ha sido enviado» y levanté la vista para mirar la oscuridad que había al otro lado de la ventana. Esperaba que la generación de Powell aún hablase el mismo lenguaje que la mía. 10-29, 10-30, 10-24 y 10-36 eran cuatro códigos estándares de radio que utilizaba la Policía Militar y que no significaban mucho por sí mismos. 10-29 significaba «Señal débil». Era una queja procedimental acerca de que el equipo fallaba. 10-30 significaba «Requiero ayuda no urgente». 10-24: «Persona sospechosa». 10-36: «Por favor, pase mis mensajes». El 10-30, la petición de ayuda no urgente, se utilizaba para que la cadena no llamara la atención de nadie. La cadena se grabaría, la archivarían y caería en el olvido para siempre. Ahora bien, si se leía en conjunto, la cadena era una especie de jerga clandestina; al menos, cuando yo aún vestía de uniforme. Lo de «Señal débil» quería decir «Esto hay que mantenerlo en secreto». El hecho de no considerar urgente la cadena con ese 10-30 confirmaba lo primero: «Que esto no llegue a los archivos prioritarios». Lo de «Persona sospechosa» no necesita explicación. Y, en cuanto a lo de «Por favor, pase mis mensajes», lo que en realidad quería decir es que me tuviera al tanto. Así que, si conseguían dar con Powell, para él, aquella cadena de mensajes significaría: «Investigue a estos dos tipos sin que nadie se entere y póngame al corriente». Esperaba que dieran con él, porque me debía una. Me debía una gorda. Me había vendido, así que daba por hecho que se esforzaría por compensármelo.
Volví a mirar la pantallita: «¡Tienes correo!». Era Duffy: «De acuerdo, dese prisa». Respondí: «Lo intento». Apagué el dispositivo y volví a guardarlo en el tacón. Luego, observé la ventana.
Era una típica ventana de guillotina de dos hojas. La hoja de abajo se deslizaba por delante de la hoja de arriba. No tenía mosquitera. La ventana estaba pintada por dentro con una fina capa de pintura bien aplicada. Por fuera, la capa de pintura era gruesa y grumosa porque era evidente que habían tenido que dar una capa tras otra para combatir los embates del clima. La ventana tenía un pestillo de latón. Era antiguo. No había ningún elemento de seguridad moderno. Descorrí el pestillo y levanté la ventana. Se atascaba debido al grosor de la capa de pintura exterior, pero se movía. La abrí algo más de diez centímetros y la fría brisa marina entró y me envolvió. Me asomé y busqué alarmas. No había ninguna. Me giré e inspeccioné la parte superior del marco. No había el más mínimo signo de que hubiera sistema de seguridad alguno. Era comprensible, la ventana estaba a quince metros del suelo y, como quien dice, sobre las rocas y el océano. Además, era imposible acceder a la casa debido al muro y al agua que la rodeaba.
Miré hacia abajo. Vi claramente dónde había estado con Duke cuando este me había llevado afuera para disparar la bala. Permanecí con medio cuerpo fuera durante unos cinco minutos, apoyado en los codos, mirando el océano, oliendo el aire salado y pensando en la bala. Había apretado el gatillo seis veces. La habría liado parda. Mi cabeza habría explotado, las alfombras habrían quedado inservibles y habría astillado parte de los paneles de roble. Bostecé. El pensar en aquello y la brisa marina me estaban dando sueño. Entré, bajé la ventana de golpe y me metí en la cama.
Cuando Duke abrió la puerta a las seis y cuarto de la mañana del duodécimo día, miércoles, yo ya estaba despierto, duchado y vestido. Era el cumpleaños de Elizabeth Beck. Ya había consultado el dispositivo. Nada, no había mensajes. No me preocupaba. Pasé diez minutos junto a la ventana, en silencio. El amanecer estaba justo allí, delante de mí, y el mar estaba en calma. Era un mar gris, aceitoso y sumiso. La marea había bajado y las rocas estaban a la intemperie. Se habían formado pozas aquí y allí. Había pájaros en la orilla. Araos negros. Empezaban a salirles las plumas de la primavera. El gris se iba convirtiendo en negro. Tenían las patas de un color rojo brillante. A lo lejos, dando vueltas en el cielo, veía cormoranes y gaviotas de lomo negro. Las gaviotas argénteas se tiraban en picado en busca de desayuno.
Esperé a que los pasos de Duke se hubieran apagado, bajé las escaleras y fui a la cocina, donde me encontré cara a cara con el gigante de la casita que había junto a la verja. Estaba al lado del fregadero, bebiendo agua en un vaso. Seguro que acababa de tomarse su pastilla de esteroides. Era un tipo muy grande. Yo mido un metro noventa y cinco y tengo que vigilar cuando paso por las puertas de setenta y cinco centímetros de anchura. El gigante andaría por los dos metros diez, unos quince centímetros más que yo, y yo diría que, de hombros, unos veinticinco centímetros más ancho que yo. En cuanto al peso, debía de pesar unos noventa kilos más que yo, puede que más. Sentí ese estremecimiento interior que me produce estar junto a alguien tan grande que hace que me sienta pequeño. Es como si el mundo se desnivelara un poco.
—Duke está en el gimnasio —me dijo.
—¿Ah, pero hay un gimnasio?
—En el sótano.
Tenía la voz clara, aguda. Debía de llevar años comiendo esteroides como caramelos. No le brillaban los ojos y tenía la piel mate. Unos treinta y cinco años, pelo grasiento y rubio, con una camiseta sin mangas y pantalón de chándal. Tenía los brazos más gruesos que yo los muslos. Parecía un dibujo animado.
—Entrenamos antes del desayuno —me informó.
—Muy bien. Pues entrena.
—Tú también.
—Yo nunca entreno.
—Duke te espera. Si trabajas aquí, entrenas.
Consulté el reloj. Las seis y veinticinco minutos. El tiempo corría.
—¿Cómo te llamas?
No respondió. Se me quedó mirando como si pensara que estaba preparándole alguna trampa. Ese es otro de los problemas de los esteroides. Si tomas demasiados, el cerebro se te reprograma y, al parecer, el de aquel tipo ni siquiera había sido gran cosa al principio. Parecía una persona mezquina y estúpida, no había mejor manera de describirlo, y, claro, aquella no era una buena combinación. Algo había en su cara. No me gustaba. Desde luego, no estaba empezando con buen pie en lo que se refiere a que me cayeran bien mis nuevos compañeros de trabajo.
—No es una pregunta tan difícil —añadí.
—Paulie.
Asentí.
—Encantado de conocerte, Paulie. Yo soy Reacher.
—Lo sé. Estuviste en el ejército.
—¿Y eso es un problema?
—No me caen bien los oficiales.
Asentí.
«Lo han comprobado».
Sabían cuál había sido mi rango. Algún tipo de acceso tenían.
—¿Por qué no? ¿Acaso suspendiste el examen para oficial?
No respondió.
—Venga, vamos a ver a Duke —dije.
Dejó el vaso de agua en la encimera y me llevó hasta un pasillo trasero. Una vez allí, abrió una puerta que daba a unas típicas escaleras de sótano, de esas de madera. El sótano era igual de grande que la planta de la casa. Debía de estar excavado en la roca. Las paredes eran de piedra alisada con cemento. El aire era un poco húmedo y olía a moho. Del techo, montadas en un casquillo y protegidas con un enrejado, colgaban sencillas bombillas. Había varias habitaciones. Una de ellas era muy grande y estaba pintada de blanco. El suelo estaba cubierto con linóleo también blanco. Olía a sudor rancio. Había una bicicleta estática, una cinta de correr y una máquina de musculación, además de un saco de boxeo que colgaba de una viga. Al lado del saco, una pera de boxeo. En una balda había unos guantes de boxeo. Mancuernas en unos estantes, y discos de pesos apilados en el suelo junto a un banco. Duke estaba al lado, de pie. Llevaba el mismo traje oscuro del día anterior. Parecía muy cansado, como si llevara despierto toda la noche. No se había duchado. Estaba despeinado y tenía el traje arrugado, en especial, por detrás.
Paulie empezó con una especie de complicada rutina de estiramientos. Tenía tantísimo músculo que la articulación de sus brazos y de sus piernas era limitada. Los bíceps eran demasiado grandes, lo que le impedía tocarse los hombros con las manos. La máquina de pesos disponía de todo tipo de asas, barras y tiradores. Tenía también unos fuertes cables negros que ascendían y descendían por poleas hasta llegar a una alta pila de planchas de plomo. Para moverlas todas uno tendría que ser capaz de levantar unos doscientos veinticinco kilos.
—¿Estás entrenando? —le pregunté a Duke.
—No es asunto tuyo.
—Yo tampoco voy a entrenar.
Paulie giró su ancho cuello y me miró. Luego, se tumbó de espaldas en el banco y se removió de un lado para otro hasta ajustar los hombros debajo de la barra que descansaba sobre las perchas. La barra tenía una serie de discos de pesas a los lados. El hombre gruñó un poco y la cogió con ambas manos. Sacó la lengua y la metió unas cuantas veces como si estuviera a punto de realizar un esfuerzo supremo. Luego, levantó la barra lo suficiente como para liberarla de las perchas. La barra se dobló y se tambaleó. Soportaba tanto peso que las puntas se arquearon hacia abajo. Era como estar viendo una de esas películas antiguas de levantadores de pesos rusos en los Juegos Olímpicos. Volvió a gruñir y levantó la barra hasta que tuvo los brazos rectos. Después de un segundo, volvió a apoyar la barra en las perchas. Giró la cabeza y me miró, como si esperara que estuviera impresionado. Y lo cierto es que lo estaba y no lo estaba. Era mucho peso, sí, pero él tenía mucho músculo. En cualquier caso, el músculo de esteroides es músculo de pega. Parece la leche y funciona a las mil maravillas para levantar peso, pero es lento, pesa mucho y te cansa porque tienes que transportarlo de un sitio para el otro.
—¿Puedes levantar ciento ochenta kilos? —me soltó. Estaba sin aliento.
—No lo he intentado nunca.
—¿Quieres probar?
—No.
—Pues le vendría bien a un debilucho como tú. Te desarrollaría el cuerpo.
—Soy oficial, no necesito desarrollar el cuerpo. Si quiero levantar ciento ochenta kilos en un banco de pesas, busco a algún gorila imbécil y le digo que lo haga por mí.
Se me quedó mirando. No le hice caso y me centré en el gran saco de boxeo. Era el típico de cualquier gimnasio. No estaba nuevo. Lo empujé suavemente con la palma de la mano y empezó a balancearse. Duke me observaba. Luego, miró a Paulie. Algo había captado que a mí se me había escapado. Volví a empujar el saco. Los habíamos utilizado en multitud de ocasiones en los entrenamientos de combate cuerpo a cuerpo del ejército. Solíamos llevar el uniforme de gala para simular que íbamos vestidos de calle y utilizábamos el saco para aprender a dar patadas. En una ocasión, hacía años, había roto uno de un taconazo. La arena cayó al suelo. Di por hecho que aquello habría impresionado a Paulie, pero no iba a intentarlo de nuevo, porque llevaba el emisor de correos electrónicos escondido en el tacón y no quería estropearlo. No se me ocurrió otra chorrada que pensar en decirle a Duffy que debería poner el aparatito en el zapato izquierdo. Aunque, claro, ella era zurda. Quizá ella pensara que había hecho lo mejor.
—No me caes bien —me soltó Paulie.
Supuse que se refería a mí porque me estaba mirando. Tenía los ojos pequeños. Le brillaba la piel. Era un desequilibrio químico con patas. Exudaba componentes exóticos por los poros.
—Deberíamos echar un pulso —me dijo.
—¿Qué?
—Que deberíamos echar un pulso.
Se me acercó, ágil y sin hacer ruido. Se me acercó tanto que me miraba desde arriba. Como quien dice, me quitaba la luz. Su sudor tenía un olor muy acre.
—No quiero echar un pulso contigo.
Me fijé en que Duke me miraba. Luego, me fijé en las manos de Paulie. Las había cerrado. No eran gigantescas. Los esteroides no le hacen nada a las manos de una persona, a menos que las ejercite y, en general, nadie ejercita las manos.
—Maricona —me insultó.
No respondí.
—Maricona —repitió.
—¿Qué obtiene el que gana? —le pregunté.
—Satisfacción.
—De acuerdo.
—De acuerdo, ¿qué?
—De acuerdo, vamos a echar un pulso.
Me dio la sensación de que se quedaba sorprendido, pero se fue al banco de pesas rápidamente. Me quité la chaqueta, la doble y la dejé sobre la bicicleta estática. Me desabroché el puño derecho y me remangué hasta el hombro. Al lado del de Paulie, mi brazo parecía muy delgado. En cambio, mi mano era algo más grande que la suya. Mis dedos eran más grandes. Por otro lado, el poco músculo que yo tenía era pura genética, no como el suyo, que había salido de un bote de pastillas.
Nos arrodillamos el uno frente al otro, cada uno a un lado del banco, y plantamos el codo en él. Su antebrazo era algo más largo que el mío, por lo que iba a tener que retorcer la muñeca para sujetarme la mano, lo cual me favorecería. Entrechocamos las palmas y nos agarramos la mano con fuerza. Duke se situó en la cabecera del banco, como si fuera el árbitro.
—¡Ya! —dijo.
Hice trampas desde el primer momento. El objetivo de los pulsos es utilizar la fuerza de tu brazo y de tu hombro para rotar la mano hacia abajo, junto con la de tu oponente, y llevarla hasta la lona. Yo no tenía ninguna oportunidad de conseguirlo. Desde luego, contra aquel tipo no. Ninguna. Bastante haría con mantener la mano en la posición inicial. Así que no intenté ganar. Me limité a apretar. Un millón de años de evolución nos habían proporcionado el pulgar oponible, es decir, un dedo que puede hacer la función de pinza si lo mueves hacia los otros cuatro. Le cogí los nudillos y se los estrujé sin piedad. Y yo, desde luego, tengo las manos muy fuertes. Me concentré en mantener el brazo recto. Le miré a los ojos y le apreté la mano hasta que sentí que le chasqueaban los nudillos. Entonces, apreté con más fuerza. Y con más fuerza. No se rindió. Era tremendamente resistente. Soportó la presión. Empecé a sudar y a jadear. Me limitaba a intentar no perder. Permanecimos así como un minuto, esforzándonos y temblando en silencio. Apreté con más fuerza. El dolor de su mano fue en aumento. Me fijé en que empezaba a reflejarse en su rostro. Apreté entonces con más fuerza todavía. Así es como lo consigues: piensan que el dolor no puede ser peor y, entonces, haces que sea peor. Y peor todavía, como una rueda dentada o una carraca. Cada vez peor, como si tuvieran por delante un universo de agonía infinito que avanzase hacia ellos paso a paso, paso a paso, implacable, como una máquina. Y, entonces, empiezan a concentrarse en su propia angustia, en su sufrimiento físico. Y, así, la idea empieza a bailar en sus ojos. Saben que estoy haciendo trampas, pero también saben que no pueden hacer nada al respecto. No pueden levantar la vista y gritar: «¡Eh, que me está haciendo daño! ¡No es justo!». Hacer eso los convertiría a ellos en las mariconas y, claro, eso no podrían soportarlo. Así que se callan. Se lo callan y empiezan a preocuparse de que la cosa empeore. Y claro que va a empeorar, desde luego. Queda muchísimo dolor por llegar. Miré a Paulie a los ojos y apreté con más fuerza. El sudor empezaba a hacer que su mano estuviera resbalosa, por lo que la mía, cada vez más prieta, se movía con facilidad por encima de la suya. Y más prieta. No había entre nuestras manos fricción alguna que distrajera a Paulie. El dolor estaba concentrado en sus nudillos.
—Ya basta —dijo Duke—. Es un empate.
No relajé mi apretón. Paulie no cedió ante la presión. Su brazo seguía firme como un árbol.
—¡He dicho que basta, idiotas! ¡Tenemos trabajo!
Levanté el codo del banco bien alto para que no me sorprendiera con un esfuerzo de última hora. Él miró hacia otro lado y apartó el brazo del banco. Nos soltamos. Su mano tenía señales blancas y rojas y yo sentía como si me ardiera la yema del pulgar. Se puso de pie y salió de la habitación. Oí sus fuertes pisadas en las escaleras de madera.
—Eso ha sido una auténtica estupidez —me dijo Duke—. Acabas de ganarte otro enemigo.
Me faltaba el aliento.
—¿Y qué querías, que perdiera?
—Habría sido mejor.
—No es mi estilo.
—Entonces, eres gilipollas.
—Tú eres el jefe de seguridad. Eres tú quien debería decirle que se comportara conforme a su edad.
—Eso no es fácil.
—Pues deshazte de él.
—Eso tampoco es fácil.
Me incorporé poco a poco. Me bajé la manga y me abroché el puño. Consulté el reloj. Eran casi las siete de la mañana. El tiempo corría.
—¿Qué voy a hacer hoy?
—Conducir una furgoneta —dijo Duke—. Sabrás conducir una furgoneta, ¿no?
Asentí, porque, claro, no podía decir que no. Al fin y al cabo, era lo que hacía cuando salvé a Richard Beck.
—Tengo que pegarme otra ducha. Y necesito ropa limpia.
—Díselo a la chica de servicio. —Era evidente que estaba cansado—. ¿Qué te crees, que soy tu puto ayuda de cámara?
Se me quedó mirando unos instantes y, después, se fue hacia las escaleras y me dejó solo en el sótano. Me estiré, resoplé y sacudí la mano para relajar la presión. Luego, cogí la chaqueta y empecé a buscar a Teresa Daniel. En teoría, lo más probable era que estuviera encerrada allí abajo. Pero no la encontré. El sótano era una madriguera de espacios excavados en la roca. La mayoría de ellos tenían un propósito claro. En uno había una caldera con un calentador que no dejaba de rugir y del que salía un montón de tuberías. Otro era un cuarto de lavado con una enorme lavadora colocada encima de una mesa de madera para drenar el agua por efecto de la gravedad a una tubería que corría por la pared a la altura de la rodilla. Había zonas de almacenaje. Dos habitaciones estaban cerradas con llave. Tenían una puerta recia. Escuché detrás de ellas, pero no oí nada en el interior. Di unos golpecitos suaves en ambas, pero no obtuve respuesta en ninguna de ellas.
Subí las escaleras y me encontré con Richard Beck y su madre en el pasillo principal. Richard se había lavado el pelo y se lo había peinado con raya baja a la derecha, por lo que le caía frondoso hacia la izquierda; sin duda, para esconder la ausencia de la oreja. Me recordaba ese peinado que llevan los ancianos para disimular que se están quedando calvos. Su rostro seguía siendo ambivalente. Era evidente que se sentía cómodo en la oscura seguridad que le proporcionaba su hogar, pero también se sentía un poco atrapado en él. Esbozó una ligera sonrisa, como si se alegrara de verme, y me dio la impresión de que no se debía solo a que le hubiera salvado el culo el día anterior, sino a que era consciente de que yo representaba el mundo exterior.
—Feliz cumpleaños, señora Beck —dije.
La mujer me sonrió como si se sintiera halagada porque me hubiera acordado. Tenía mejor aspecto que el día anterior. Tendría diez años más que yo, pero creo que, si me la hubiera encontrado en otro sitio, en un bar o en un club, o en un largo viaje de tren, le habría prestado cierta atención.
—Va a quedarse usted con nosotros una temporada —me anunció.
Entonces, la expresión de su cara cambió de golpe, como si acabara de caer en la cuenta de la razón, de por qué iba a quedarme con ellos un tiempo. Me escondía allí porque había matado a un policía. De pronto, se mostró confusa, miró en otra dirección y reemprendió la marcha por el pasillo. Richard la siguió, aunque se giró para mirarme por encima del hombro. Fui a la cocina. Paulie no estaba allí, pero Zachary Beck me estaba esperando.
—¿Qué armas tenían los de la camioneta Toyota?
—Uzis —respondí. «Cíñete a la verdad, como todo buen artista del engaño»—. Y una granada.
—¿Qué Uzis?
—Las Micro. Las pequeñas.
—¿Y qué cargadores?
—Los cortos. Los de veinte balas.
—¿Está usted seguro del todo?
Asentí.
—¿Es usted experto en Uzis?
—Las diseñó un teniente del ejército israelí que se llamaba Uziel Gal, un hombre que arreglaba todo. Les hizo todo tipo de mejoras a los viejos modelos 23 y 25 checos hasta que diseñó un arma propia. Eso fue en 1949. La Uzi original entró en producción en 1953. Su franquicia la tienen Bélgica y Alemania. Con el tiempo, he visto unas cuantas.
—¿Y está usted seguro de que eran las Micro con el cargador corto?
—Sí, seguro.
—Vale —respondió como si aquello significara algo para él.
Acto seguido, salió de la cocina. Yo me quedé allí, pensando en el porqué de aquellas preguntas y en las arrugas del traje de Duke. Aquella combinación me preocupaba.
Di con la chica de servicio y le dije que necesitaba ropa. Ella me enseñó una larga lista de la compra y me dijo que tenía que ir al supermercado. Le dije que no le estaba pidiendo que me comprara ropa, sino que me consiguiera la de alguien. Se puso roja, ladeó la cabeza y se quedó callada. Entonces, la cocinera llegó de algún lado, se apiadó de mí y me frio unos huevos y un poco de beicon. También me preparó un poco de café, lo que hizo que el día adquiriera una luz mejor. Comí y bebí y, después, subí los dos pisos que había hasta mi habitación. La chica de servicio me había dejado ropa en el pasillo, junto a la puerta, bien doblada. Un pantalón vaquero negro y una camisa vaquera negra. Unos calcetines negros y unos calzoncillos blancos. Cada prenda estaba limpia y planchada. Di por hecho que sería ropa de Duke. La de Beck padre o la de Beck hijo me habría quedado pequeña, y con la de Paulie habría parecido un niño con la ropa a su padre. Cogí la muda y entré en la habitación. Me encerré en el cuarto de baño y me quité el zapato para comprobar si tenía correo. Había un mensaje. Era de Susan Duffy y decía: «Hemos dado con su localización en el mapa. Vamos a mudarnos a 40 km al sudoeste, a un motel cerca de la I-95. Respuesta de Powell: cita solo para usted, ambos LD después de 5, 10-2, 10-28 fin de la cita. ¿Avances?».
Sonreí. Powell seguía hablando nuestro idioma. «Ambos LD después de 5» significaba que a ambos los habían licenciado con deshonor después de cinco años de servicio. Cinco años es demasiado tiempo en el ejército como para que el licenciamiento se produzca por ineptitud o por cometer errores durante los entrenamientos. Esas cosas se detectan enseguida. La única manera de que te larguen después de cinco años es que seas mala persona. Y el 10-2 y el 10-28 me daban la razón. El 10-28 era una respuesta estándar de radio que significaba «alto y claro». El 10-2 era una llamada estándar de radio que significaba «se necesita ambulancia con urgencia». Ahora bien, si los leías juntos, como jerga de la Policía Militar, «Se necesita ambulancia con urgencia, alto y claro», significaba: «A esos tipos habría que matarlos, no hay ninguna duda». Estaba claro que Powell había mirado en los archivos y no le había gustado nada lo que había visto.
Pulsé el botón de RESPONDER y escribí: «Ningún avance aún, manténganse atentos». Luego, pulsé ENVIAR y volví a guardar el emisor en el zapato. No pasé mucho tiempo en la ducha. Me limpié el sudor del gimnasio y me vestí con la ropa prestada. Me puse mis zapatos, mi chaqueta y el abrigo que me había dado Susan Duffy. Bajé las escaleras y me encontré a Zachary Beck y a Duke en el pasillo. Ambos llevaban abrigo. Duke tenía las llaves de un vehículo en la mano. Todavía no se había duchado. Seguía pareciendo cansado. Me miraba con el ceño fruncido. Quizá no le gustara que llevara puesta su ropa. La puerta principal de la casa estaba abierta y vi pasar a la chica de servicio en un Saab, camino de la compra. Quizá fuera a por un pastel de cumpleaños.
—Vamos —dijo Beck como si hubiera mucho trabajo que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Los acompañé hasta la puerta principal. El detector de metales volvió a pitar cuando salíamos. Pitó dos veces, una por cada uno de ellos, pero no pitó por mí. Afuera, la brisa era fría, fresca. El cielo estaba claro. El Cadillac negro de Beck nos esperaba en la zona de aparcamiento. Duke abrió la puerta de atrás y Beck entró en el coche. Yo me senté en el asiento del copiloto. Me pareció lo adecuado. Nadie dijo nada.
Duke se sentó al volante, arrancó y fue acelerando por el camino de entrada. Vi a Paulie a lo lejos. Estaba abriendo la verja para el Saab. Había vuelto a ponerse el traje. Permaneció de pie junto a la verja y esperó a que pasáramos. Lo dejamos atrás y seguimos en dirección oeste, alejándonos del mar. Me giré y vi cómo el gigante cerraba la verja.
Duke condujo unos veinticinco kilómetros tierra adentro y giró hacia el norte en la autopista, en dirección a Portland. Yo miraba por el parabrisas y me preguntaba adónde estarían llevándome. Y qué me esperaba una vez hubiéramos llegado.
Me llevaron hasta el puerto, aunque no llegamos a entrar. Nos encontrábamos en las afueras de la ciudad. Veía las estructuras superiores de los barcos emerger del agua, y grúas por todos lados. Había contenedores abandonados en aparcamientos en cuyo asfalto hacía tiempo que habían empezado a crecer malas hierbas. Los edificios de oficinas eran alargados y bajos. Entraban y salían camiones. Las gaviotas estaban por todas partes. Duke cruzó una verja que daba a un pequeño aparcamiento con el asfalto cuarteado y parches de alquitrán aquí y allí. En el aparcamiento solo había una furgoneta de carga aparcada justo en el medio. Era un vehículo de tamaño mediano, construido a partir del marco de una camioneta y con una gran caja posterior. La caja era más ancha que la cabina y parecía que la envolviera. Era una de esas furgonetas que encontrabas en cualquier sucursal de empresas de alquiler de vehículos. No era ni la más grande ni la más pequeña. No estaba rotulada. Era azul, lisa, salpicada de manchas de óxido. Era vieja y estaba claro que había pasado la vida bajo la brisa marina.
—Las llaves están en el lateral de la puerta —me dijo Duke.
Beck se inclinó hacia delante y me entregó un trozo de papel. En él había una serie de indicaciones para llegar a un sitio de Nueva Londres, en Connecticut.
—Siga las indicaciones hasta llegar a esta dirección. Se trata de un aparcamiento muy parecido a este. Allí encontrará una camioneta idéntica a esta. Las llaves están también en el lateral de la puerta. Deje esta camioneta allí y traiga aquella.
—Y no mires lo que hay en ninguna de las dos —añadió Duke.
—Y conduzca despacio, respetando los límites de velocidad —ordenó Beck—. No queremos que llame la atención.
—¿Por qué? ¿Qué hay dentro?
—Alfombras —me dijo Beck desde detrás—. No piense mal, estoy pensando en usted. Como lo buscan, es mejor que no llame la atención. Así que no tenga prisa. Párese a tomar un café. Actúe con normalidad.
No dijeron nada más. Salí del Cadillac. El aire olía a mar, a aceite, a tubo de escape de diésel y a pescado. Soplaba el viento. Por todos lados se oían los típicos ruidos industriales y el chillido y el graznido de las gaviotas. Fui hasta la furgoneta azul. La rodeé por la parte de atrás camino de la puerta del conductor y me fijé en que la manija de la puerta enrollable tenía un sello de plomo. Llegué a la puerta del conductor y la abrí. Enseguida encontré las llaves. Subí y arranqué el motor. Me puse el cinturón de seguridad, me puse cómodo, metí primera y salí del aparcamiento. Vi a Beck y a Duke en el Cadillac. Me observaban. No había expresión alguna en su rostro. Me detuve en el primer cruce, lo tomé a la izquierda y me marché en dirección sur.