Читать книгу Ajuste de cuentas - Lee Child - Страница 7

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Lo cierto es que, para entonces, llevaba dentro once días, desde una estrellada y húmeda noche de sábado en la ciudad de Boston, cuando vi un cadáver viviente que caminaba por la acera y entraba en un coche. No había sido una ilusión. No era un parecido sorprendente. No era un doble ni un gemelo, un hermano o un primo. Era un hombre que había muerto hacía una década. No me cabía la más mínima duda. No era un engaño producido por la luz. Sí que parecía más viejo, diez años exactamente, pero tenía las cicatrices de las heridas que lo habían matado.

Yo iba por Huntington Avenue y me faltaba algo más de kilómetro y medio para llegar a un bar del que había oído hablar. Era tarde. Del Symphony Hall empezaba a salir el público justo en aquel momento. Soy demasiado tozudo para cruzar la calle y evitar a la multitud, así que me abrí paso entre ella. Era una masa de personas bien vestidas y perfumadas, la mayoría de edad avanzada. En la acera había coches y taxis aparcados en doble fila. Los vehículos tenían el motor en marcha y los limpiaparabrisas se movían a derecha e izquierda a diferentes intervalos. Vi al tipo salir por las puertas del recibidor, a mi izquierda. Vestía un grueso abrigo de cachemira, guantes y un pañuelo. Era calvo. Tendría unos cincuenta años. Casi nos chocamos. Me detuve. Se detuvo. Me miró. De pronto, estábamos inmersos en una de esas situaciones que se dan cuando la acera está abarrotada. Y ambos dudamos. Ambos nos pusimos a caminar al mismo tiempo. Y nos detuvimos de nuevo. Al principio, me pareció que no me reconocía. Entonces, vi una sombra en su rostro. No concluyente. Me retiré un paso y él siguió su camino y subió al asiento trasero de un Cadillac DeVille negro que le esperaba junto a la acera. Me quedé parado, observando cómo el conductor se incorporaba al tráfico. Oí el siseo de las ruedas sobre el pavimento mojado.

Me fijé en el número de matrícula. No estaba asustado. No estaba cuestionándome nada. Estaba dispuesto a creer lo que acababa de ver con mis propios ojos. Diez años de historia acababan de irse por el retrete.

«El tipo está vivo».

Y, claro, aquello me suponía un gran problema.

Aquel había sido el primer día. Me olvidé del bar. Volví al hotel y empecé a llamar a números que casi había olvidado, números de cuando estaba en la Policía Militar. Tenía que hablar con alguien a quien conociera y en quien confiara, pero hacía seis años que no estaba en el ejército y era sábado por la noche, así que la probabilidad era difícil. Al final, me conformé con alguien que hubiera oído hablar de mí, que era algo que podía afectar al resultado final. O no. Se trataba de un suboficial apellidado Powell.

—Necesito que rastree una matrícula civil. Es un favor.

Como había oído hablar de mí, no me empezó con eso de que no podía hacerlo. Le di los detalles. Le dije que estaba casi seguro de que era un registro privado, no un coche alquilado. Se quedó con mi número y prometió que me llamaría por la mañana. Ese iba a ser el segundo día.

No me devolvió la llamada, sino que me vendió. Supongo que, en esas circunstancias, cualquiera lo habría hecho. El día dos era domingo y me desperté pronto. Pedí el desayuno al servicio de habitaciones y me quedé sentado, esperando la llamada telefónica. En cambio, fue a la puerta adonde llamaron. Poco después de las diez. Observé por la mirilla y vi a dos personas tan juntas que era obvio que querían que las viera bien por la lente. Un hombre y una mujer. Americanas oscuras. Sin abrigos. El hombre llevaba un maletín. Ambos me mostraban una especie de identificación oficial de manera que la luz del pasillo la iluminara.

—Agentes federales —dijo el hombre, pero no muy alto, sino a un volumen suficiente como para que lo oyera desde mi lado de la puerta.

En una situación así, no sirve de nada fingir que no estás. En numerosas ocasiones había sido yo uno de los dos que estaban en el pasillo. Uno se queda delante de la puerta y el otro va a recepción para que le den una llave. Así que abrí la puerta, me aparté y les dejé entrar.

Durante un momento, se mostraron muy cautos. Se relajaron en cuanto comprobaron que no iba armado y que no tenía cara de loco. Me tendieron sus identificaciones y esperaron a mi lado, un poco incómodos mientras yo las revisaba. En la parte de arriba ponía: DEPARTAMENTO DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA, en la de abajo: ADMINISTRACIÓN PARA EL CONTROL DE DROGAS. La DEA, vamos. En el centro había todo tipo de sellos y firmas y marcas de agua. También había fotografías y nombres. Él se llamaba Steven Eliot, una sola ele, como el poeta.

«Abril es el mes más cruel».

No me cabía duda. El tipo se parecía mucho al de la foto. Steven Eliot debía de andar entre los treinta y los cuarenta, era regordete, tenía la piel oscura, estaba quedándose calvo y su sonrisa resultaba agradable en la identificación y muy agradable en persona. Ella se llamaba Susan Duffy. Susan Duffy era un poco más joven que Steven Eliot. También era un poco más alta. Tenía la piel blanca, era esbelta y muy atractiva, y se había cambiado el corte de pelo desde que se hiciera la fotografía para la identificación.

—Adelante —dije—. Inspeccionen la habitación. Hace mucho tiempo que no tengo nada que merezca la pena esconder.

Les devolví las identificaciones y ellos las guardaron en el bolsillo interior de sus chaquetas. Mientras lo hacían, se aseguraron de que viera que iban armados. Llevaban pistoleras de hombro bien ajustadas. Reconocí la culata acanalada de una Glock 17 debajo del sobaco de Eliot. Duffy llevaba una 19, que es lo mismo, solo que un poco más pequeña. La llevaba apretada contra el pecho derecho. Debía de ser zurda.

—No queremos registrar la habitación —dijo ella.

—Lo que queremos es hablar de una matrícula —aclaró Eliot.

—No tengo coche.

Estábamos de pie en un claro triángulo justo detrás de la puerta. Eliot aún llevaba el maletín en la mano. Intenté determinar quién de los dos sería el jefe. Puede que ninguno de los dos lo fuera. Puede que tuvieran el mismo rango. Y ambos parecían bastante experimentados. Iban bien vestidos, pero daba la sensación de que estaban un poco cansados. Puede que hubieran trabajado gran parte de la noche y que hubieran tenido que coger un vuelo para llegar hasta aquí. Desde Washington D. C., lo más probable.

—¿Podemos sentarnos? —me preguntó ella.

—Por supuesto.

Ahora bien, que tres personas se sentaran en una habitación de hotel barato era algo curioso, porque solo había una silla. Una silla que estaba metida debajo del estrecho escritorio que había entre la pared y el mueble de la televisión. Duffy la sacó y le dio la vuelta, de manera que quedó de cara a la cama. Yo me senté en la cama, cerca de las almohadas. Eliot se sentó a los pies de la cama y dejó el maletín sobre la colcha. Seguía sonriéndome y seguía pareciéndome una sonrisa sincera. Duffy tenía un aspecto genial sentada en aquella silla, que tenía la altura idónea para ella. Llevaba una falda corta y medias oscuras que se habían hecho más claras a la altura de las rodillas.

—Es usted Reacher, ¿verdad? —me preguntó él.

Aparté la mirada de las piernas de Duffy y asentí. Supuse que no pasaba nada porque les confirmara aquel dato.

—La habitación está registrada a nombre de un tal Calhoun, pagada en metálico y reservada para una sola noche.

—Es un hábito —respondí.

—¿Se marcha hoy?

—Me organizo la vida día a día.

—¿Quién es Calhoun?

—El vicepresidente de John Quincy Adams. Me parecía adecuado para este sitio. Además, ya he utilizado todos los presidentes. Ahora, me tocan los vicepresidentes. Calhoun era atípico. Renunció a postularse para el Senado.

—¿Lo consiguió?

—No lo sé.

—¿A qué viene lo de los nombres falsos?

—Es un hábito —repetí.

Susan Duffy no dejaba de mirarme, pero no como si estuviera loco, sino como si le suscitara algún interés. Es posible que lo considerase una valiosa técnica de interrogación. Cuando yo interrogaba a la gente, hacía lo mismo. El noventa por ciento de hacer preguntas consiste en escuchar las respuestas.

—Hemos hablado con un policía militar apellidado Powell —me dijo ella—. Le pidió usted que localizara una matrícula.

Tenía la voz grave, cálida y un poco ronca. No dije nada.

—Tenemos alertas programadas en los ordenadores para esa matrícula. En cuanto Powell empezó con sus pesquisas, nos enteramos. Le llamamos y le preguntamos a qué venía su interés. Nos dijo que era usted quien tenía interés.

—Espero que lo hiciera a regañadientes.

Duffy sonrió.

—Reaccionó lo bastante rápido como para darnos un teléfono falso, así que no tiene que preocuparse por la lealtad de alguien de su vieja unidad.

—Ya, pero, al final, les dio el bueno.

—Tuvimos que amenazarle.

—En ese caso, la Policía Militar ha cambiado desde que formaba parte de ella.

—Esto es importante para nosotros —comentó Eliot—, y se dio cuenta.

—Así que, ahora, usted es importante para nosotros.

Miré en otra dirección. Tengo mucha experiencia en asuntos como este, pero, aun así, el sonido de su voz diciendo aquellas palabras hizo que me estremeciera un poco. Empecé a pensar que quizá ella fuera la jefa. Y una interrogadora de la hostia.

—Un civil llama pidiendo información de una matrícula. ¿Por qué iba a hacer algo así? —quiso saber Eliot—. Puede que hubiera tenido un roce con el coche de la matrícula. Puede que el coche se diera a la fuga. Aunque, claro, en ese caso, ¿no sería más lógico ir a la policía? Además, ya nos ha dicho usted que no tiene coche.

—Así que quizá viera a alguien en el coche —dijo Duffy.

La mujer dejó que la frase me calara. Estaba atrapado en un callejón. Si el del coche era mi amigo, lo más probable era que ella fuera mi enemiga. Si la persona del coche era mi enemiga, ella estaba dispuesta a ser mi amiga.

—¿Han desayunado?

—Sí —me respondió ella.

—Yo también —dije.

—Lo sabemos. —Ella de nuevo—. Ha pedido el desayuno al servicio de habitaciones. Un montoncito de tortitas con un huevo estrellado encima. Una jarra de café solo. Lo ha pedido para las ocho menos cuarto y se lo han servido a las siete y cuarenta y cuatro, ha pagado usted en metálico y le ha dado al camarero una propina de tres pavos.

—¿Y lo he disfrutado?

—Se lo ha comido.

Eliot abrió las cerraduras del maletín, que dieron un chasquido, y levantó la tapa. Sacó un montón de papeles cogidos con una goma. Parecían nuevos, pero lo que había escrito en ellos estaba borroso. Eran fotocopias de faxes que, probablemente, hubieran hecho aquella misma noche.

—Es su hoja de servicios —comentó Eliot.

Vi fotografías en el maletín. Fotografías brillantes en blanco y negro, de veinte por veinticinco. Debían de ser de alguna vigilancia.

—Fue usted policía militar durante trece años —continuó diciendo Eliot—. Su ascenso de teniente segundo a comandante fue rapidísimo. Menciones y medallas. Les gustaba usted. Era usted bueno. Muy bueno.

—Gracias.

—De hecho, era mejor que muy bueno. En muchas ocasiones era usted la persona de referencia.

—Puede ser, sí.

—Pero lo dejaron marchar.

—Me refaron.

—¿Cómo dice? —me preguntó Duffy.

—RF. Reducción de Fuerzas. Al ejército le encantan los acrónimos. Acabó la Guerra Fría, se recortó el gasto militar, el ejército se hizo más pequeño y ya no necesitaban tantas personas de referencia.

—Pero el ejército sigue existiendo —comentó Eliot—. No se deshicieron de todos.

—No.

—Entonces ¿por qué se deshicieron de usted?

—No lo entenderían.

No quiso ponerme a prueba.

—Podría usted ayudarnos —me dijo Duffy—. ¿A quién vio en el coche?

No respondí.

—¿Había drogas en el ejército? —me preguntó Eliot.

Sonreí.

—Al ejército le encantan las drogas. Desde siempre. Morfina. Bencedrina. El éxtasis lo inventó el ejército alemán. Era un supresor del apetito. EL LSD lo inventó la CIA y lo probó en el Ejército de Estados Unidos. Los ejércitos marchan con lo que les meten en vena.

—¿Drogas recreativas?

—La edad media de reclutamiento es de dieciocho años. ¿A ustedes qué les parece?

—¿Era un problema?

—No lo considerábamos un problema, no. Algún soldado raso sale de permiso, se fuma un par de porros en la habitación de su novia. No nos importaba. Preferíamos verlos bajo los efectos de un par de porros que de seis cervezas. Cuando no estaban bajo nuestra custodia, era mejor verlos dóciles que agresivos.

Duffy miró a Eliot, y Eliot se valió de las uñas para sacar las fotografías del maletín. Me las entregó. Eran cuatro instantáneas. Todas ellas con bastante trama y un poco borrosas. En las cuatro aparecía el mismo Cadillac DeVille que había visto la noche anterior. Lo reconocí por la matrícula. Estaba en una especie de garaje. Junto al maletero había dos tipos. En dos de las fotos, el maletero estaba cerrado. En las otras dos, abierto. Ambos tipos miraban algo que había dentro del maletero. Era imposible saber de qué se trataba. Uno de los tipos era un pandillero hispano. El otro era un hombre de más edad y con traje. No lo conocía.

Duffy debía de haber estado fijándose en mi rostro.

—¿No es la persona que usted vio?

—Yo no he dicho que viera a nadie.

—El hispano es un importante traficante de drogas —comentó Eliot—. De hecho, es el más importante en casi todo el condado de Los Ángeles. No podemos demostrarlo, claro, pero lo sabemos todo de él. Creemos que sus beneficios andan en torno al millón de dólares semanal. Vive como un emperador, pero, en cambio, vino hasta aquí, a Portland, Maine, para encontrarse con este otro tipo.

Toqué una de las fotografías.

—¿Esto es Portland, Maine?

Duffy asintió.

—Un garaje del centro. De hace unas nueve semanas. Yo misma tomé las fotografías.

—¿Y quién es el otro tipo?

—No estamos seguros. Como es evidente, hemos investigado la matrícula del Cadillac. El coche está registrado a nombre de una empresa llamada Bizarre Bazaar, que tiene la oficina principal en Portland, Maine. Por lo que sabemos, la empresa la montó un comerciante que tenía un negocio de importación y exportación un poco hippy con Oriente Medio. Ahora, se ha especializado en importar alfombras persas. Por lo que sabemos, el dueño es un tal Zachary Beck. Damos por hecho que el hombre de las fotografías es él.

—Y que el hispano de Los Ángeles esté dispuesto a volar hasta el este para encontrarse con él, convierte al tal Beck en alguien muy gordo —añadió Eliot—. Tiene que estar un par de escalones por encima. Y, si alguien está un par de escalones por encima del tipo de Los Ángeles, es porque está en la estratosfera, se lo aseguro. Así que Zachary Beck es uno de los peces más gordos y está jugando con nosotros. Importador de alfombras, importador de drogas. Hasta parece un eslogan.

—Lo siento, pero no lo había visto en la vida.

—No, no lo sienta —me dijo Duffy, que se inclinó hacia delante en la silla—. Para nosotros, es mejor que no fuera a Beck a quien vio. A él ya lo conocemos. Nos es de mayor utilidad que viera usted a alguno de sus socios. Ellos podrían ser la manera de llegar a él.

—¿Acaso no pueden atraparlo a él directamente?

Se hizo un silencio corto. Me pareció que había algo de lo que se avergonzaban.

—Tenemos problemas —me explicó Eliot.

—Sospecho que tienen una causa sólida contra el tipo de Los Ángeles y, además, tienen fotografías en las que está junto con el tal Beck.

—Las fotografías están contaminadas —soltó Duffy—. Cometí un error.

Más silencio.

—El garaje es una propiedad privada. Está en el sótano de un edificio de oficinas. No tenía orden judicial. La Cuarta Enmienda hace que las fotografías sean inadmisibles.

—¿Y no pueden mentir? Digan que estaban fuera del garaje.

—La disposición del mismo hace que resulte imposible. El abogado de la defensa se daría cuenta de inmediato y nos dejaría sin caso.

—Por eso tenemos que saber a quién vio usted —dijo Eliot.

No respondí.

—De verdad, necesitamos saberlo —insistió Duffy con esa voz suave que hace que los hombres queramos saltar desde lo alto de un rascacielos. Aunque era una voz sin artificio. Sin pretensiones. La mujer no era consciente de lo bien que sonaba.

«De verdad necesita saberlo».

—¿Por qué? —les pregunté.

—Porque tengo que arreglar este desaguisado.

—Todos cometemos errores.

—Enviamos a una agente a por Beck. Una agente infiltrada. Desapareció.

Silencio.

—¿Cuándo?

—Hace siete semanas.

—¿La han buscado?

—No sabemos por dónde empezar. No sabemos por dónde se mueve Beck. Ni siquiera sabemos dónde vive. No tiene ninguna propiedad registrada a su nombre. Su casa debe de pertenecer a una empresa fantasma. Es una aguja en un pajar.

—¿No le han seguido?

—Lo hemos intentado. Tiene guardaespaldas y conductores. Son muy buenos.

—¿¡Para la DEA!?

—Para nosotros. Estamos solos. En cuanto la cagué, el Departamento de Justicia se negó a seguir con la operación.

—¿¡Aunque haya una agente desaparecida!?

—No saben que hay una agente desaparecida. La infiltramos después de que nos cerraran el grifo. No está en los registros.

Me quedé mirándola.

—Nada de esto está en los registros.

—En ese caso, ¿cómo es que están trabajando en ello?

—Soy jefa de equipo. No hay nadie que supervise mi trabajo cotidianamente. Creen que trabajo en otro caso, pero no es así. Estoy trabajando en esto.

—Así que nadie sabe que la agente ha desaparecido.

—Solo mi equipo. Somos siete. Y, ahora, usted.

No dije nada.

—Hemos venido directos. Tenemos que solucionar esto. ¿Por qué, si no, íbamos a volar aquí en domingo?

Se produjo un silencio en la habitación. Miré a Eliot y a continuación volví a mirarla a ella. Me necesitaban. Y yo los necesitaba a ellos. Y me habían caído bien. Muy bien. Eran honestos. Agradables. Me recordaban a los mejores compañeros que había tenido en el ejército.

—Les ayudaré, pero quiero información a cambio de la que yo les consiga. A ver qué tal nos llevamos. Empecemos por eso y ya iremos viendo.

—¿Cuál es esa información que usted quiere?

Les dije que quería los informes médicos de hacía diez años de una población llamada Eureka, en California. Les expliqué qué era lo que tenían que buscar. Les aseguré que permanecería en Boston hasta que volvieran a buscarme. Les pedí que no escribieran nada. Luego, se fueron y así acabó el segundo día. El tercer día no sucedió nada. Ni el cuarto. Esperé. Concluí que Boston no estaba mal para pasar un par de días. Como suelo decir: una ciudad cuarenta y ocho. Ciudades que empiezan a volverse aburridas al pasar más de cuarenta y ocho horas en ellas. Aunque, claro, la mayoría de los sitios son así para mí. Soy inquieto. Teniendo eso en cuenta, cuando empezó el quinto día ya estaba que me subía por las paredes. Pensaba que se habían olvidado de mí. Estaba dispuesto a considerar que habíamos quedado en tablas y a echarme a la carretera de nuevo. A Miami, quizá. Allí abajo haría mucho más calor. Sin embargo, el teléfono sonó a última hora de la mañana. Era la voz de ella. Me alegré de escucharla.

—Vamos de camino. Nos encontraremos junto a esa enorme estatua ecuestre de quienquiera que sea ese tipo, esa que está en Freedom Trail. A las tres en punto.

No es que hubiera sido una descripción muy precisa, pero sabía a lo que se refería. Se trataba de una estatua que había en la zona norte, cerca de una iglesia. Aunque estábamos en primavera, hacía demasiado frío para que la gente paseara por allí. Aun así, llegué temprano. Me senté en un banco junto a una anciana que daba de comer a los gorriones y a las palomas con migas de pan duro. La anciana me miró y se cambió de banco. Los pájaros se arremolinaron de nuevo alrededor de sus pies y volvieron a picotear el suelo. El pálido sol se enfrentaba a las nubes en el cielo. El del caballo era Paul Revere.

Duffy y Eliot aparecieron puntuales. Ambos llevaban gabardinas negras llenas de cintos, hebillas y cinturones. Lo mismo habría sido que llevaran al cuello un cartel en el que pusiera AGENTES FEDERALES DE WASHINGTON D. C. Se sentaron, Duffy a mi izquierda y Eliot a mi derecha. Yo me recliné y ellos se adelantaron y apoyaron los codos en las rodillas.

—Los paramédicos pescaron a un tipo en las olas del Pacífico —me explicó Duffy—. Hace diez años, al sur de Eureka, California. Blanco, de unos cuarenta años. Le habían disparado dos veces en la cabeza y una en el pecho. Un calibre pequeño, un 22, lo más probable. A su entender, después, lo habían lanzado al océano por un acantilado.

—¿Estaba vivo cuando lo sacaron?

Aunque hice la pregunta, ya sabía la respuesta.

—Se moría. Tenía una bala alojada en el corazón y el cráneo quebrado. Se había roto un brazo, ambas piernas y la pelvis por la caída. Y estaba medio ahogado. Lo tuvieron quince horas en la mesa de operaciones. En cuidados intensivos pasó un mes y otros seis recuperándose en el hospital.

—¿Lo identificaron?

—No llevaba nada encima. En los informes quedó registrado como «Desconocido».

—¿Intentaron identificarlo?

—No encontraron huellas dactilares que coincidieran con las suyas. No aparecía en ninguna lista de personas desaparecidas. Nadie lo reclamó.

Asentí.

«Los ordenadores de huellas solo te dicen lo que les has dicho que te digan».

—¿Y luego?

—Se recuperó. Habían pasado seis meses. Estaban planteándose qué hacer con él cuando, de pronto, desapareció. No volvieron a verlo.

—¿No les dijo nada sobre su identidad?

—Le diagnosticaron amnesia, sin duda debida a los traumatismos. Desde luego, es casi inevitable que no la padeciera. Dieron por supuesto que no debía de recordar nada del incidente ni de un par de días antes del mismo. Sin embargo, llegaron a la conclusión de que era capaz de recordar situaciones anteriores, pero que les mentía al decirles que no era así. Su expediente es muy extenso. Psiquiatras y todo. Lo evaluaban cada poco tiempo. Siempre se mantuvo firme. Nunca dijo ni una palabra acerca de sí mismo.

—¿Qué tal era su estado físico cuando se marchó?

—Bastante bueno. Tenía grandes cicatrices por las heridas de bala, pero nada más.

—De acuerdo.

Eché la cabeza hacia atrás y miré al cielo.

—¿Quién era?

—¿Ustedes qué creen?

—¿Con disparos de un calibre pequeño en el corazón y en la cabeza? —comentó Eliot—. ¿Alguien a quien tiraron al océano? Crimen organizado. Un asesinato. Se encargó de él un sicario.

No dije nada. Seguí mirando al cielo.

—¿Quién era? —insistió Duffy.

Seguí mirando al cielo y me retrotraje diez años, navegando por el tiempo, hasta un mundo del todo diferente.

—¿Saben algo de tanques?

—¿De tanques militares? ¿De los que tienen orugas y cañones? No mucho.

—No tienen ningún misterio. Es decir, quieres que sean rápidos, que sean fiables, no pones objeciones a que gasten menos combustible. Ahora bien, si ustedes tuvieran un tanque y yo tuviera otro, ¿qué es lo único que me interesaría?

—¿Qué?

—Alcanzarles antes de que ustedes me alcanzaran a mí. Eso es lo que de verdad me interesaría. Si estamos a kilómetro y medio, ¿los alcanzaré con mi cañón? ¿O me alcanzará el suyo?

—¿Y qué?

—A ver, de acuerdo con las leyes físicas, la respuesta es que, si yo puedo darles a ustedes a kilómetro y medio, ustedes a mí también. Así que la cosa tiene que ver con la munición. Si me alejo doscientos metros para que su proyectil rebote en mi blindaje cuando me alcance, ¿seré capaz de desarrollar un proyectil que no rebote cuando les alcance a ustedes? De eso van los tanques. El tipo que encontraron en el mar era un oficial de Inteligencia militar que había estado chantajeando a un especialista en armas del ejército.

—¿Y por qué estaba en el océano?

—¿Vieron ustedes la Guerra del Golfo por televisión?

—Yo sí —respondió Eliot.

—Olvídense de las bombas inteligentes —les dije—. La verdadera estrella del espectáculo era el tanque de batalla M1A1 Abrams. Ganó por unos cuatrocientos a cero a los iraquíes, a pesar de que estos estaban utilizando los mejores tanques que podían dejarles. Sin embargo, eso de que la guerra se televisara significaba que le habíamos enseñado las cartas a todo el mundo, por lo que teníamos que inventar algo nuevo para la próxima vez. Así que se pusieron a ello.

—¿Y? —me preguntó Duffy.

—Si quiere usted que un proyectil vuele más lejos y golpee con más fuerza, puede llenarlo con más propulsor. O hacerlo más ligero. O ambas cosas. Porque, claro, si incluye usted más propulsor, tendrá que hacer algo radical en otra parte del proyectil para que sea más ligero. Y eso es lo que hicieron: le quitaron carga explosiva. Aunque suena raro, ¿no les parece? Porque, en ese caso, ¿qué va a hacer el proyectil? ¿Un golpe metálico contra el objetivo y rebotar? La cuestión es que le cambiaron la forma. Se inventaron ese proyectil que parece un dardo de jardín gigante. Le pusieron aletas estabilizadoras. Está hecho de tungsteno y uranio empobrecido, los metales más densos que hay. Vuela muy rápido y muy lejos. Lo llamaron «penetrador de larga distancia».

Duffy me miró con los párpados entrecerrados y con una sonrisa. Se había ruborizado. Le devolví la sonrisa.

—Bueno, le cambiaron el nombre —les expliqué—. Ahora se llama PCBCDAE. Ya les he dicho que al ejército le encantan los acrónimos. Perforador Cinético de Blindaje con Casquillo Desechable y Aletas Estabilizadoras. Como quien dice, lo propulsa su propio motorcillo. Impacta contra el tanque enemigo con una tremenda energía cinética. La energía cinética se trasforma en energía térmica, tal y como nos enseñaron en las clases de física del instituto. El proyectil se abre paso en un segundo fundiéndolo todo a su alrededor y llena el interior del tanque enemigo con una rociada de metal fundido, lo que mata a los tanquistas y hace que todo lo explosivo o inflamable salte por los aires. Es un gran truco. Además, de una u otra manera, cada vez que disparas, marcas, porque, si el blindaje enemigo es demasiado grueso como para traspasarlo o si has disparado desde demasiado lejos, el proyectil se queda enganchado como un dardo y desconcha el blindaje, lo que significa que fragmenta la primera capa del mismo y que empieza a lanzar trozos de metal ardiente por todo el habitáculo como si se tratara de una granada de mano. La tripulación del tanque sale a todo correr, como ranas de una licuadora. Fue una novedad brillante.

—¿Y qué tiene esto que ver con el tipo del océano?

—Consiguió que el científico al que estaba chantajeando le diera los planos del proyecto. Hoja a hoja, durante un largo periodo de tiempo. Lo estábamos vigilando. Sabíamos qué estaba haciendo. Pretendía vendérselo a la Inteligencia iraquí. Los iraquíes querían igualar la próxima contienda pero, claro, el Ejército de Estados Unidos no tenía ningún interés en que así fuera.

Eliot se me quedó mirando.

—¿Y mataron ustedes al tipo?

Negué con la cabeza.

—Enviamos a un par de policías militares para que lo detuvieran. Ese es el procedimiento estándar. Nosotros lo hacemos todo legal y a la vista, se lo aseguro. La cuestión es que la cosa salió mal. El tipo se escapó. Iba a desaparecer y el ejército estadounidense no quería que así fuera... bajo ningún concepto.

—¿Y fue entonces cuando intentaron matarlo?

Volví a mirar al cielo. No respondí.

—Ese no era el procedimiento estándar, ¿no es así? —se respondió el propio Eliot.

No respondí.

—Lo hicieron sin que estuviera en los registros, ¿no es así? —insistió.

Seguí sin decir nada.

—Pero no murió —dijo Duffy—. ¿Cómo se llamaba?

—Quinn. Resultó ser el cabronazo más grande que me había echado a la cara.

—¿Y lo vio usted en el coche de Beck el sábado?

Asentí.

—Salía del Symphony Hall. Se subió al Cadillac, en el que lo esperaba un chófer, y desapareció.

Les di cuantos detalles conocía pero, a medida que hablábamos, los tres sabíamos que aquella información era inútil. Era inconcebible que Quinn estuviera utilizando su antigua identidad. Por tanto, lo único que podía ofrecerles era una descripción física de un hombre blanco de unos cincuenta años que, de no ser por las aparatosas cicatrices que le habían dejado las heridas de bala de la 22 en la frente, parecía una persona de lo más normal. Era mejor que nada, sí, pero tampoco los llevaría a ningún lado.

—¿Por qué no lo encontraron por sus huellas dactilares? —me preguntó Eliot.

—Las borramos de las bases de datos. Como si nunca hubiera existido.

—¿Por qué no murió?

—Un calibre 22 con silenciador. Es el arma estándar para los trabajos encubiertos. Ahora bien, no es un arma muy potente.

—¿Sigue siendo peligroso?

—No para el ejército. Es agua pasada. Sucedió hace diez años. Los PCBCDAE pronto acabarán en un museo. Como el tanque Abrams.

—Entonces ¿por qué quiere usted dar con él?

—Porque, en función de lo que recuerde, podría ser peligroso para la persona a la que encargaron que lo silenciara.

Eliot asintió. No dijo nada.

—¿Le pareció que era una persona importante? —me preguntó Duffy—. El sábado me refiero. En el coche de Beck.

—Más que nada acaudalado. Un abrigo de cachemira caro, guantes de cuero, pañuelo de seda. Acostumbrado a tener chófer. Entró en el coche como si lo hiciera a menudo.

—¿Saludó al conductor?

—No lo sé.

—Tenemos que situarlo. Necesitamos contexto —me explicó Duffy—. ¿Cómo actuó? Estaba utilizando el coche de Beck, sí, pero ¿daba la sensación de que se sintiera con derecho a hacerlo o como si alguien estuviera haciéndole un favor?

—Parecía que se sintiera con derecho. Como si usara el coche todos los días.

—En ese caso, ¿estará a la altura de Beck?

Me encogí de hombros.

—Podría incluso ser su jefe.

—Socio como mucho —puntualizó Eliot—. El hispano de Los Ángeles no viajaría para reunirse con un segundo.

—Pues no veo a Quinn como socio de nadie.

—¿Cómo era?

—Normal. Para ser agente de Inteligencia, claro. En casi todos los sentidos.

—Excepto por lo del espionaje —soltó Eliot.

—Sí, excepto por lo del espionaje.

—Y por lo que sea que hizo para que lo borraran ustedes de los registros.

—Sí, por eso también.

Duffy se había quedado callada. Le daba vueltas a algo. No me cabía duda de que estaba pensando en cómo utilizarme. Y no me importaba.

—¿Va a quedarse usted en Boston? —me preguntó—. ¿Dónde podremos localizarlo?

Le dije que me quedaría y se marcharon. Ese fue el final del quinto día.

Di con un revendedor en un bar deportivo y pasé la mayor parte del sexto y del séptimo días en Fenway Park, viendo cómo los Red Sox se esforzaban en casa en una serie de partidos de principios de temporada. En el del viernes hubo diecisiete entradas y acabó muy tarde, por lo que me pasé la mayor parte del octavo día durmiendo y, después, volví al Symphony Hall de noche para echar un vistazo entre la gente. Puede que Quinn tuviera un abono. Pero no lo vi. Pensé una y otra vez en la manera en que me había mirado. Puede que no se tratara sino de esa cara seria que muestra uno en medio de la multitud, pero podría deberse a otra cosa.

Susan Duffy volvió a llamarme la mañana del noveno día. Era domingo. Su forma de hablar era diferente. Hablaba como una persona que le ha dado muchas vueltas al asunto. Como una persona que tiene un plan.

—En la recepción del hotel a mediodía —me dijo.

Apareció en un coche. Sola. El coche era un Taurus de lo más básico. Por dentro estaba mugriento. Un coche del gobierno. Vestía unos vaqueros desgastados con unos zapatos buenos y una chaqueta de cuero cascada. Acababa de lavarse el pelo y lo llevaba peinado hacia atrás. Me subí al asiento del copiloto y ella cruzó seis carriles de tráfico, directa a la boca de un túnel que llevaba a Mass Pike.

—Zachary Beck tiene un hijo.

Tomó una de las curvas subterráneas a mucha velocidad, el túnel acabó y salimos a la débil luz de los mediodías de abril justo por detrás de Fenway.

—Está en el penúltimo año de universidad. Una de esas pequeñas y poco importantes de artes liberales que, casualidad de las casualidades, está cerca de aquí. Nos lo ha contado un compañero de clase a cambio de que echáramos tierra sobre un problema que tenía con el cannabis. El chico se llama Richard Beck. No es que sea popular. Es, más bien, de los raritos. Parece que está muy traumatizado por algo que le sucedió hace unos cinco años.

—¿Qué?

—Lo secuestraron.

No dije nada.

—¿Lo ve? ¿Sabe a cuánta gente normal secuestran hoy en día?

—No.

—A nadie. Es un crimen extinto. Eso me hace pensar que debió de ser por algún tipo de lucha territorial. Es casi una prueba irrefutable de que su padre está metido en asuntos turbios.

—Eso es mucho decir.

—Puede ser, pero hace que algo huela muy raro. Sobre todo, porque no denunciaron el secuestro. El FBI no tiene ningún registro. Pasara lo que pasara, lo llevaron de forma privada. Y no muy bien, al parecer. El compañero de Richard Beck dice que le falta una oreja.

—¿Y qué?

No respondió. Se limitó a seguir conduciendo en dirección oeste. Me enderecé y la miré por el rabillo del ojo. Era muy atractiva. Toda ella. Alta, delgada y guapa, con vida en los ojos. No llevaba maquillaje ni lo necesitaba. Me gustaba que me llevara de paseo en el coche. Aunque lo cierto es que no me estaba paseando, se dirigía a un sitio en concreto, eso estaba claro. Había venido a bucarme con un plan.

—He estudiado su hoja de servicios. Con mucho detalle. Es usted impresionante.

—No es para tanto.

—Y tiene los pies grandes. Eso también es bueno.

—¿Por qué?

—Ya lo verá.

—Dígamelo.

—Nos parecemos mucho. Tenemos algo en común. Quiero acercarme a Zachary Beck para recuperar a mi agente y usted quiere acercarse a Zachary Beck para dar con Quinn.

—Su agente está muerta. Después de ocho semanas, sería un milagro que no lo estuviera. Tiene que hacerse a la idea.

No dijo nada.

—En cuanto a Quinn, me da igual.

Duffy me miró y negó con la cabeza.

—¡Eso no se lo cree ni usted! Quinn no le da igual para nada. Se ve a la legua. De hecho, lo está reconcomiendo a usted por dentro. Es un trabajo sin acabar y me da la impresión de que es usted una de esas personas a las que no le gusta dejar los trabajos sin acabar. —Hizo una breve pausa—. Además, voy a seguir dando por hecho que mi agente está viva y lo haré hasta que no me proporcione usted pruebas irrefutables de lo contrario.

—¿¡Yo!?

—No puedo pedírselo a uno de los míos. Lo entiende, ¿verdad? En lo que respecta al Departamento de Justicia, esto que estoy haciendo es ilegal. Por tanto, nada de lo que haga a partir de ahora puede dejar rastro en ninguna parte... y me parece que es usted una de esas personas que entienden a la perfección lo que eso significa. Y que no tiene problemas con ello, claro. Que puede que incluso lo prefiera.

—¿Qué quiere?

—Tengo que infiltrar a alguien en casa de Beck y he decidido que va a ser usted. Usted va a ser mi penetrador de larga distancia.

—¿Cómo?

—Voy a hacer que Richard Beck lo meta.

Dejó la carretera de peaje a unos sesenta y cinco kilómetros al oeste de Boston y giró hacia el campo de Massachusetts. Pasamos por una serie de pueblos de postal de Nueva Inglaterra. Los bomberos pulían los camiones en la acera. Los pájaros cantaban. La gente arreglaba las plantas en su jardín o podaba los setos. El aire olía a humo de chimenea.

Nos detuvimos en un motel que había en mitad de la nada. Era un sitio inmaculado con silenciosas paredes de ladrillo y unas molduras blancas cegadoras. En el aparcamiento había cinco coches que bloqueaban el acceso a las cinco habitaciones del final. Todos vehículos del gobierno. Steve Eliot nos esperaba en la habitación de en medio acompañado de cinco hombres. Cada uno de ellos se había traído la silla del escritorio de su habitación y estaban sentados en un semicírculo muy definido. Duffy me dejó pasar y le hizo un gesto de asentimiento a Eliot. Di por hecho que había querido decirle: «Se lo he propuesto y no ha dicho que no. Todavía». La agente fue hasta la ventana y se dio la vuelta de cara a la habitación. La luz del día brillaba con fuerza por detrás de ella, lo que hacía difícil verla. Se aclaró la garganta. Todos se callaron.

—A ver, escuchadme. Una vez más, esto no quedará registrado. No es oficial y tendremos que hacerlo en nuestro tiempo libre y bajo nuestra propia responsabilidad. Todo aquel que no quiera participar se puede ir ahora.

Nadie se levantó. Nadie se movió siquiera. Y fue una táctica muy inteligente, porque me demostró que, por lo menos, Duffy y Eliot contaban con cinco agentes que los acompañarían en un viaje al infierno de ida y vuelta.

—Tenemos menos de cuarenta y ocho horas. Pasado mañana, Richard Beck volverá a casa para celebrar el cumpleaños de su madre. Nuestra fuente dice que lo hace todos los años. Que falta a clase si es necesario. Su padre le envía un coche con dos guardaespaldas profesionales porque al muchacho le aterra que vuelvan a secuestrarlo. Vamos a explotar ese miedo. Vamos a cargarnos a los guardaespaldas y a secuestrarlo.

Hizo una pausa. Nadie abrió la boca.

—Nuestro objetivo es colarnos en casa de Zachary Beck. Damos por hecho que los supuestos secuestradores no están nada bien vistos allí, así que lo que haremos es que Reacher rescate de inmediato al chico de los supuestos secuestradores. Será algo muy rápido: secuestro y rescate. Fin. El chico se muestra agradecido y a Reacher lo reciben como a un héroe en torno a la chimenea de los Beck.

Al principio, la gente permaneció quieta. Poco después, empezaron a revolverse en las sillas. El plan estaba tan lleno de agujeros que, a su lado, el queso suizo parecía sólido. Miré a Duffy. Luego, miré por la ventana.

«Hay maneras de rellenar los agujeros».

Noté que mi cerebro empezaba a carburar. Me pregunté cuántos agujeros habría visto ella, cuántas respuestas tendría ya. Y también cómo era posible que supiera cuánto me gustaban las operaciones así.

—Tenemos un público compuesto por una única persona —siguió diciendo—. Lo único que importa es lo que piense Richard Beck. Todo va a ser falso de principio a fin, pero él tiene que estar convencido de que es real.

Eliot me miró y me preguntó:

—¿Puntos débiles?

—Dos —respondí—. El primero, ¿cómo te deshaces de los guardaespaldas sin matarlos? Porque doy por supuesto que no pretenden ir tan lejos, a pesar de que esto no vaya a quedar registrado.

—Rapidez, susto, sorpresa —me respondió—. El equipo de los secuestradores llevará pistolas ametralladoras con muchísima munición de fogueo. Además de una granada aturdidora. En cuanto el chico salga del coche, lanzamos la granada. Mucho ruido y mucho movimiento, pero estarán atontados, nada más. El chico, en cambio, creerá que les han hecho papilla.

—De acuerdo —dije—. El segundo punto débil es que doy por hecho que esta pantomima debería parecer real, como la actuación del método. Es decir, yo, uno que pasaba por allí, resulto ser, ¡menuda casualidad!, alguien que puede rescatarlo. Pero, claro, eso me convierte en alguien inteligente y capaz, y, siendo así, ¿por qué no iba a llevar al chico a la comisaría más cercana? ¿O por qué no espero a que llegue la poli? ¿Por qué no iba a quedarme allí para dar testimonio de lo que acabo de ver? ¿Por qué iba a ofrecerme a llevar a casa al chico sin más?

Eliot miró a Duffy.

—Estará aterrado —respondió ella—. Querrá que lo lleve usted a casa.

—¿Por qué iba a aceptar? No importa lo que él quiera, sino lo que a mí me parezca lógico, porque, en realidad, no tenemos un público de uno, sino de dos: Richard Beck y Zachary Beck. Richard Beck primero, sí, pero su padre después. Y él lo verá con perspectiva. A él también tenemos que convencerlo.

—Puede que el chico le pida que no lo lleve usted a la policía. Como la otra vez.

—Ya, pero ¿por qué iba a hacerle caso? Si yo fuera don Normal, ir a la policía sería lo primero que se me ocurriría. Me ceñiría al máximo a las reglas.

—Pero él no querría. Discutiría con usted.

—Y yo no le haría caso. ¿Por qué iba a prestar atención un adulto sensato a lo que le dijera un chico asustado? Eso es un agujero. El plan requiere demasiada cooperación, es muy lineal y huele a falso que echa para atrás. Es demasiado directo. Zachary Beck se dará cuenta de inmediato.

—Podría ser que lo subiera usted a un coche y les persiguieran.

—Conduciría directo a la comisaría más cercana.

—Mierda —masculló Duffy.

—Es un plan, pero hay que hacer que resulte más real.

Volví a mirar por la ventana. Había mucha luz. Vi mucho verde. Árboles, arbustos, lejanas colinas arboladas. Unos y otros con hojas nuevas. Por el rabillo del ojo vi que Eliot y Duffy tenían la vista clavada en el suelo. Miré a los cinco tipos sentados. No se movían. Parecían gente competente. Dos de ellos eran un poco más jóvenes que yo, altos y rubios. Otros dos andarían por mi edad y eran de lo más normales. El quinto era mucho más mayor, prácticamente un anciano, estaba encorvado y tenía el pelo cano. Pensé y pensé. Secuestro, rescate, la casa de Beck.

«Debo entrar en casa de Beck. Es imprescindible. Porque tengo que dar con Quinn. Debo pensar en el partido a la larga».

Imaginé la situación desde el punto de vista del chico. Luego, la revisé entera desde el punto de vista del padre.

—Es un plan —repetí—, pero hay que perfeccionarlo. Para ello, tengo que ser el tipo de persona que no acudiría a la policía. —Hice una pausa—. No, mejor, tengo que convertirme justo delante de Richard Beck en una persona que no puede acudir a la policía.

—¿Cómo? —me preguntó Duffy.

La miré.

—Tengo que hacerle daño a alguien. Por accidente. Debido a la confusión. A alguien que estuviera por allí. A un inocente. Tiene que darse una circunstancia ambigua. Podría atropellar a alguien. A una ancianita que pasea a su perro. Podría incluso matarla. Me entra el pánico y huyo.

—Sería muy complicado representarlo. Y tampoco sería suficiente para que saliera usted huyendo. Es decir, cualquiera entendería que, en una situación como esa, suceden accidentes.

Asentí. Estábamos todos en silencio. Cerré los ojos y pensé un poco más. Entonces empezó a dibujarse en mi cabeza el boceto de una escena creíble.

—Vale, a ver qué les parece. Mato a un poli. Por accidente.

Nadie dijo nada. Abrí los ojos.

—Es perfecto, ¿no se dan cuenta? ¡Es perfecto! Hace que Zachary Beck no le dé vueltas a por qué no he actuado de manera normal y no he ido a la poli. No vas a la poli si acabas de matar a uno de los suyos. Aunque haya sido por accidente. El padre lo verá de lo más normal. Y tendré una razón para quedarme en la casa, que es justo lo que pretendemos. Pensará que necesito esconderme. Estará agradecido por el rescate y, como es un criminal, no le supondrá problemas de conciencia.

Nadie objetó. Se quedaron todos en silencio hasta que, de pronto, empezó entre ellos un indefinible murmullo como de afirmación, acuerdo y consentimiento. Los miré uno a uno.

«Piensa en el partido a la larga».

Sonreí.

—Y la cosa mejora. Puede que incluso me contrate. De hecho, yo diría que estará tentado de hacerlo, porque habremos creado la ilusión repentina de que están atacando a su familia y, claro, él acaba de quedarse sin dos guardaespaldas y será consciente de que soy mejor que ellos porque ellos habrán perdido y yo no. Además, estará encantado de contratarme porque pensará que, dado que soy un asesino de policías, mientras me esté dando cobijo... me tendrá en sus manos.

Duffy también sonrió y dijo:

—¡Pues pongámonos manos a la obra! ¡Tenemos menos de cuarenta y ocho horas!

A los dos más jóvenes les asignamos el papel de secuestradores. Decidimos que conducirían una camioneta Toyota del parque de vehículos confiscados de la DEA. Utilizarían Uzis, también confiscadas y cargadas con munición de nueve milímetros de fogueo. Además, llevarían una granada aturdidora que habrían birlado de los almacenes de los SWAT de la DEA. Después, empezamos a definir mi papel como rescatador. Como todo buen artista del engaño, determinamos que debería ceñirme a la verdad tanto como fuera posible, por lo que sería un exmilitar vagabundo que se encontraba en el lugar adecuado en el momento adecuado. Iría armado, cosa ilegal en Massachusetts, si bien se ajustaría a mi papel y, por tanto, resultaría plausible.

—Necesito un revólver grande y anticuado. Tengo que llevar algo apropiado para un ciudadano. Y la representación tiene que ser un gran drama de principio a fin. La Toyota se me echa encima, así que tengo que neutralizarlo. Por tanto, necesito tres balas de verdad y tres de fogueo, en ese mismo orden. Las tres balas de verdad para la camioneta y las tres de fogueo para las personas.

—Cualquier arma podemos cargarla así —me dijo Eliot.

—Sí, pero primero quiero revisar la cámara. Justo antes de disparar. No pienso disparar una mezcla de balas sin comprobar antes si están bien colocadas. Así que necesito un revólver. Uno grande, no uno pequeño. Para que pueda ver bien las balas.

El agente entendió a qué me refería e hizo una anotación. Luego, decidimos que el mayor del equipo sería el policía local. Duffy propuso que entrase en mi campo de tiro.

—No, tiene que ser un error comprensible, no una bala perdida. Tengo que impresionar a Beck padre de la manera adecuada. Tengo que hacerlo con deliberación, pero ha de ser una imprudencia. Como si estuviera loco... pero un loco capaz de disparar.

Duffy se mostró de acuerdo y Eliot repasó de memoria los vehículos que tenían disponibles y me ofreció una vieja furgoneta de carga. Dijo que podía hacer de repartidor. Que eso me daría una razón lógica para estar en la calle. Hicimos listas, tanto en papel como mentales. Los dos agentes de mi edad aún no tenían ninguna asignación y era evidente que se sentían un poco molestos.

—Ustedes serán agentes de apoyo —les dije—. Supongamos que el chico no me ha visto ni pegar el primer tiro. Puede que se haya desmayado o algo así. Ustedes nos perseguirán en un coche y yo me aseguraré de que me deshago de ustedes mientras él esté mirando.

—No puede haber agentes de apoyo —dijo el más mayor—. Es decir, ¿qué está pasando? ¿De repente el sitio está lleno de policía? ¿¡Porque sí!?

—Seguridad del campus —sugirió Duffy—. Ya sabéis, los guardias de seguridad que acostumbran a contratar las universidades. Resulta que están por la zona. Porque dónde iban a estar si no, ¿verdad?

—Excelente —comenté—. Ellos pueden estar dentro del campus. Pueden controlar por radio todo el asunto desde la retaguardia.

—¿Y cómo se deshará de ellos? —me preguntó Eliot como si fuera un problema.

Asentí. Yo también veía el problema. Para entonces ya habría disparado las seis balas del revólver.

—No puedo recargar. No puedo hacerlo conduciendo. Y no puedo ponerle balas de fogueo al revólver, el chico podría darse cuenta.

—¿Embestirles? ¿Sacarlos de la carretera?

—¿Con una furgoneta cutre? Sería mejor que tuviera un segundo revólver. Que estuviera ya cargado. Esperándome en la furgoneta. No sé, en la guantera.

—¿Y va usted por ahí con dos revólveres? —dijo el más mayor—. Eso, en Massachusetts, es un poco raro.

Asentí.

—Es un punto débil... —confesé—, pero en algo vamos a tener que arriesgarnos.

—Entonces, yo debería ir vestido de calle —dijo el agente más mayor—. Como si fuera detective. Disparar a un agente uniformado es demasiado. Eso también se convertiría en un punto débil.

—Sí, cierto —admití—. Estoy de acuerdo. Usted es detective y saca la placa, pero yo pienso que es una pistola. Esas cosas pasan.

—Pero ¿cómo vamos a morir? —preguntó—. ¿Nos agarramos la tripa mientras ponemos mala cara y nos tiramos al suelo, como en una vieja peli del Oeste?

—Eso no sería convincente —añadió Eliot—. La representación tiene que parecer real. Para que Richard Beck muerda el anzuelo.

—Pues necesitamos cosas de esas de Hollywood —dijo Duffy—. Chalecos de Kevlar y esas gomas llenas de sangre de pega que explotan con una radioseñal.

—¿Podemos conseguir todo eso? —le pregunté.

—Puede que en Nueva York o en Boston.

—No tenemos mucho tiempo.

—¡Qué me va a contar a mí! —respondió ella.

Así terminó el noveno día. Duffy quería que me quedara en el motel y se ofreció a que alguno de los suyos me llevara a mi hotel de Boston a por el equipaje. Le dije que no tenía equipaje y me miró de reojo pero no dijo nada. Ocupé la habitación que estaba al lado de la del agente más mayor. Alguien cogió el coche y fue a por pizza. Todos estaban muy ocupados, iban de un lado para otro, hacían llamadas. Me dejaron solo. Me tumbé en la cama y repasé el plan de principio a fin desde mi punto de vista. Hice una lista mental de todo aquello que no habíamos tenido en cuenta. Era una lista larga. Uno de los puntos me preocupaba más que el resto; aunque no estaba exactamente en la lista, sino que se podría decir que era paralelo a ella. Me levanté y fui a ver a Duffy. Di con ella en el aparcamiento. Acababa de bajar del coche y se dirigía apresuradamente hacia su habitación.

—Zachary Beck no es el mandamás —le dije—. No puede ser él. Si Quinn está de por medio, él es el jefe. Quinn no sería el segundo de nadie. A menos que Beck sea aún peor que Quinn, y eso no quiero ni pensarlo.

—Puede que Quinn haya cambiado. Le pegaron dos tiros en la cabeza. Puede que eso le alterase el cableado del cerebro. Que, por alguna razón, haya perdido facultades.

No dije nada. Ella se marchó a toda prisa. Yo volví a mi habitación.

El décimo día empezó con la llegada de los vehículos. El agente más mayor trajo un Chevy Caprice de siete años que sería su coche policial sin distintivos. Era el Caprice que tenía el motor Corvette, el último modelo que había salido antes de que General Motors dejara de fabricarlo. El coche tenía el aspecto adecuado. La camioneta era un vehículo grande rojo y con la pintura desgastada. Tenía uno de esos enormes parachoques frontales. Me fijé en que los agentes más jóvenes estaban hablando de cómo la llevarían. Mi vehículo era una furgoneta de carga de lo más normal. Marrón. Era el vehículo más anónimo que había visto en la vida. No tenía ventanillas laterales, solo dos pequeñas en las puertas de atrás. Comprobé que tuviera guantera.

—¿Le parece bien? —me preguntó Eliot.

Di una palmada en el lateral a la furgoneta, tal y como hace la gente que acostumbra a conducirlas, y el vehículo resonó con un buen sonido metalico.

—Perfecta. Quiero que los revólveres sean grandes Magnums 44. Quiero tres balas de punta blanda y nueve de fogueo. Las de fogueo, cuanto más ruido hagan, mejor.

—De acuerdo. ¿Por qué de punta blanda?

—Me preocupan los rebotes. No quiero herir a nadie por accidente. Las balas de punta blanda se deformarán y se quedarán pegadas allí donde impacten. Voy a disparar una al radiador y dos a las ruedas. Quiero que les aumenten la presión para que, cuando les dispare, exploten. Tenemos que conseguir que la representación sea un éxito.

Eliot se marchó a toda prisa y se me acercó Duffy.

—Va a necesitar esto —me dijo mientras me tendía un abrigo y un par de guantes—. Le darán un aspecto más realista. Hará frío. Además, el abrigo le servirá para esconder el arma.

Lo cogí todo y me probé el abrigo. Me sentaba bastante bien. Era evidente que a la mujer se le daba bien determinar la talla de las personas.

—El aspecto psicológico del asunto va a ser delicado —dijo—. Va a tener que ser usted flexible. Puede que el chico esté catatónico. Es posible que necesite convencerlo de algo. Lo ideal sería que estuviera consciente y que fuera capaz de hablar. En ese caso, creo que debería usted mostrar cierta reticencia a implicarse. Lo ideal sería que fuera él quien hablase y usted se limitara a llevarlo a casa. Al mismo tiempo, debe mostrarse usted dominante. Tiene que conseguir que los acontecimientos fluyan para que a él no le dé tiempo a pararse a pensar en lo que está viendo.

—De acuerdo. En ese caso, voy a cambiar mi petición de munición. Quiero que la segunda bala del segundo revólver sea real. Le pediré que se agache y volaré la ventanilla de detrás. Pensará que han sido los polis que nos persiguen. Luego, le pediré que se incorpore. Eso incrementará su sensación de peligro y servirá para que se acostumbre a hacer lo que se le dice y para que se alegre al ver que nos deshacemos de los seguratas de la universidad. Porque no quiero que se enfrente a mí, que intente detenerme. Eso podría hacer que la furgoneta se estrellase y podríamos matarnos.

—De hecho, tiene que crear un vínculo con él. Tiene que hablar bien de usted una vez que estén en casa porque estoy de acuerdo con usted: que Beck lo contratase sería como si nos tocara la lotería. Ese vínculo con el hijo le facilitaría la entrada. Así que intente impresionar al chico. Pero hágalo de manera sutil. No es necesario que lo idolatre. Es suficiente con que piense que es usted un tipo duro que sabe lo que se hace.

Fui a buscar a Eliot y, entonces, los dos agentes que iban a representar a los guardias de seguridad de la universidad vinieron a verme. Quedamos en que ellos me dispararían primero balas de fogueo, y yo les devolvería los tiros con una de fogueo. A continuación, dispararía una bala de verdad a través de una de las ventanillas traseras y, acto seguido, otra de fogueo. Para acabar, les dispararía espaciadas las tres balas de fogueo que me quedaban. En el disparo final, ellos mismos romperían su parabrisas delantero con una bala de verdad y, después, se deslizarían por la carretera como si hubieran perdido una rueda o les hubiera alcanzado.

—No se confunda con qué tiro es cada uno.

—Ustedes tampoco.

Comimos pizza también a la hora de comer y, después, salimos a explorar el escenario. Aparcamos a menos de un kilómetro y medio de la universidad y consultamos un par de mapas. Luego, nos arriesgamos a hacer tres pasadas por delante de la universidad en dos coches diferentes. Me habría gustado tener más tiempo para estudiar la representación, pero nos daba miedo levantar sospechas en alguien. Volvimos al motel en silencio y nos reagrupamos en la habitación de Eliot.

—Tiene buena pinta —opiné—. ¿Hacia qué lado girarán?

—Maine está al norte de aquí —comentó Duffy—. Podemos dar por hecho que vive cerca de Portland.

Asentí.

—Sí, pero yo creo que tirarán hacia el sur. Fíjense en los mapas. Yendo hacia el sur se pilla antes la autopista. Una de las doctrinas estándares de seguridad es coger carreteras con tráfico cuanto antes.

—Estamos elucubrando.

—Irán hacia el sur —insistí.

—¿Algo más? —preguntó Eliot.

—Sería una locura que siguiera hasta allí con la furgoneta. El padre se daría cuenta de que, si mi rescate fuera real, lo primero que habría hecho sería abandonar la furgoneta y robar un coche.

—¿Y dónde? —me preguntó Duffy.

—En el mapa aparece un centro comercial cerca de la entrada a la autopista.

—De acuerdo, le dejaremos un coche preparado allí.

—¿Escondemos unas llaves en el parachoques? —preguntó Eliot.

Duffy negó con la cabeza.

—No, eso quedaría muy irreal. Es imprescindible que todo resulte convincente. Va a tener que robar uno de verdad.

—Pues no sé cómo voy a hacerlo, porque jamás he robado un coche.

Nos quedamos todos en silencio.

—Yo, lo único que sé es lo que aprendí en el ejército, y los vehículos militares nunca están cerrados con llave. Y tampoco tienen bombín de arranque, se ponen en marcha con un botón.

—Vale, ningún problema es insuperable —dijo Eliot—. Lo dejaremos sin cerrar, pero usted hará como que lo abre. Fingirá que levanta el seguro. Dejaremos un montón de perchas de alambre en algún contenedor cercano para que se valga de ellas. Podría usted pedirle al chico que le busque alambre o algo así; para que se sienta involucrado. El engaño será así más creíble. Entonces, mueve el alambre para aquí y para allá y, ¡bingo!, de pronto, la puerta se abre. Dejaremos medio salido el protector de la columna de dirección y pelados los cables que han de tocarse, solo los que han de tocarse. Así, usted no tendrá más que empalmarlos y, de pronto, se habrá convertido en un chico malo.

—Brillante —comentó Duffy.

Eliot sonrió.

—Hago lo que puedo.

—Descansemos un rato —dijo ella—. Volveremos a ponernos con esto después de cenar.

Las últimas piezas encajaron después de cenar. Dos de los agentes llegaron con lo que faltaba de equipo. Me habían conseguido un par de Colts Anaconda, que eran armas grandes y brutales. Parecían caras. No les pregunté de dónde las habían sacado. También trajeron una caja con balas Magnum 44 de verdad y otra con calibre 44 de fogueo. Las de fogueo las habían comprado en una ferretería. Estaban diseñadas para pistolas de clavos. Eran el tipo de balas que sirven para conseguir introducir un clavo en cemento. Abrí el cilindro de una de las Anacondas y le raspé una X en una de las cámaras con la punta de unas tijeras para las uñas. El cilindro de un Colt se mueve en dirección a las agujas del reloj, a diferencia del de un Smith & Wesson, que rueda en dirección opuesta. La X sería la primera bala que dispararía. La situaría a las diez en punto, donde la vería y donde caería debajo del martillo la primera vez que tirara del gatillo.

Duffy me trajo un par de zapatos. Eran de mi talla. El derecho tenía un pequeño hueco en el tacón. Me entregó también un emisor de correos electrónicos inalámbrico que encajaba justo en el hueco.

—Por eso me alegré de que tuviera usted los pies grandes —me soltó—. Es más fácil hacer que quepa.

—¿Es fiable?

—Más nos vale. Es uno de los nuevos cacharros del gobierno. Ahora mismo, todos los departamentos llevan a cabo sus comunicaciones secretas con él.

—Genial...

Las mayores cagadas que había visto a lo largo de mi carrera siempre las habían provocado los fallos de los cacharros tecnológicos.

—Es lo mejor que tenemos. Cualquier otro aparato, se lo descubrirían; porque es muy probable que lo registren. Con este cacharro, además, en teoría, si buscan señales de radio, lo único que detectan es el chirrido de un módem. Lo más probable es que consideren que se trata de estática.

Habían conseguido tres efectos especiales de sangre en un sastre cinematográfico de Nueva York. Eran tres cuadrados de Kevlar de treinta centímetros de lado, grandes y voluminosos, que había que atar con cinta al pecho de la víctima. Cada uno de ellos tenía sangre falsa y un receptor de radio, además de una carga explosiva y una batería.

—Chicos, tenéis que llevar camisas amplias —les dijo Eliot.

Los activadores que comunicaban el momento del disparo a los receptores de radio eran botones distintos que tendría que atarme con cinta al antebrazo derecho. La batería a la que estaban conectados por cable la llevaría en el bolsillo interior. Los botones eran lo bastante grandes como para sentirlos por encima del abrigo, de la chaqueta y de la camisa, y me pareció que quedaría muy propio si los pulsaba mientras sujetaba el peso del Colt con la mano izquierda. Ensayamos la secuencia. Primero, el conductor de la camioneta. Ese botón lo llevaría más cerca de la muñeca. Lo pulsaría con el índice. Segundo, el pasajero de la camioneta. Ese botón lo llevaría en el centro. Con el dedo corazón. Tercero, el agente más mayor, el falso detective. Ese botón lo tendría cerca del codo y lo pulsaría con el anular.

—Luego, tendrá que deshacerse de ellos —me dijo Eliot—. No hay duda de que en casa de Beck lo registrarán. Tendrá que parar en un cuarto de baño o en algún sitio para desecharlos.

Ensayamos una y otra vez en el aparcamiento del motel. Reprodujimos la disposición de la carretera en miniatura. Hacia la medianoche, lo contratábamos tanto como era posible. Dimos por hecho que íbamos a necesitar ocho segundos de principio a fin.

—Usted toma la decisión final —me soltó Duffy—. Es usted quien decide. Si hay algo que va mal cuando la Toyota se lance contra usted, lo que sea, aborte y deje que se marchen. Ya lo resolveremos de alguna manera. Va a disparar usted tres balas de verdad en una zona pública y no quiero que ningún civil se lleve un tiro, ya sean peatones, ciclistas o corredores. Tendrá menos de un segundo para decidir.

—Entendido.

Aunque fue aquello lo que le respondí, a decir verdad, y teniendo en cuenta lo lejos que habríamos llegado para entonces, no veía ninguna manera sencilla de resolver el asunto si yo no entraba en acción. Luego, Eliot hizo un par de llamadas y confirmó que habían alquilado un coche patrulla de guardias de seguridad y que me dejarían un viejo Nissan Maxima en el aparcamiento de detrás del edificio principal del centro comercial. El Maxima se lo habían incautado a un cultivador esporádico de marihuana del estado de Nueva York. Allí aún tenían leyes muy duras contra las drogas. Le pondrían matrículas falsas de Massachusetts y lo llenarían de objetos habituales en el coche de una dependienta.

—Y, ahora, a la cama —nos ordenó a todos Duffy—. Mañana es el gran día.

Aquel fue el final del décimo día.

A primerísima hora del undécimo día, Duffy trajo dónuts y café a mi habitación para desayunar. Ella y yo solos. Repasamos el asunto de cabo a rabo una última vez. Me enseñó fotografías de la agente que había infiltrado hacía cincuenta y ocho días. Era una treintañera rubia que había entrado a trabajar de administrativa en Bizarre Bazaar con el nombre falso de Teresa Daniel. Era pequeña y tenía pinta de ser resuelta. Miré las fotografías con atención y memoricé sus rasgos, pero era el rostro de otra mujer el que tenía en la cabeza.

—Doy por hecho que sigue viva —me dijo Duffy—. No me queda otra.

No respondí nada.

—Esfuércese porque lo contraten. Hemos comprobado su historia reciente, que es lo mismo que hará Beck. Hay poco sobre usted. De hecho, hay tan poco que a mí me preocuparía, aunque dudo mucho que le preocupe a él.

Le devolví las fotografías.

—Soy un caballo ganador —afirmé—. El engaño se refuerza a sí mismo. Le están atacando y se ha quedado con menos efectivos, todo al mismo tiempo. Ahora bien, tampoco voy a esforzarme mucho. De hecho, pienso mostrarme reticente. A mi entender, de no ser así, resultaría sospechoso.

—De acuerdo. Tiene usted siete objetivos, de los cuales, el primero, el segundo y el tercero son tener muchísimo cuidado. Hay que dar por sentado que se trata de gente muy peligrosa.

Asentí.

—Si Quinn está metido en esto, no es que tengamos que darlo por hecho, es que podemos estar seguros.

—Así que actuemos de acuerdo con la situación. A muerte desde el principio.

—Sí.

Me llevé el brazo al pecho y empecé a masajearme el hombro izquierdo con la mano derecha. Instantes después, me detuve, sorprendido. Un psiquiatra del ejército me había dicho en una ocasión que los gestos inconscientes representaban sensación de vulnerabilidad. Al parecer, son un mecanismo de defensa. Tienen que ver con la necesidad de protegerse, de esconderse. Es el primer paso hasta que te tiras al suelo hecho un ovillo. Duffy debía de haber hablado con el mismo psiquiatra, porque se fijó en el gesto y me miró a los ojos.

—Tiene usted miedo de Quinn, ¿verdad?

—Yo no le tengo miedo a nadie pero, si le soy sincero, me gustaba más mi vida cuando creía que estaba muerto.

—Podemos abortar la misión.

Negué con la cabeza.

—Se lo aseguro, me alegro de tener la oportunidad de dar con él.

—¿Qué salió mal cuando fueron a arrestarle?

Negué con la cabeza una vez más.

—No voy a hablar de eso.

Se quedó callada un instante. No insistió. Miró hacia otro lado, hizo una pausa, volvió a mirarme y empezó con los objetivos de nuevo. Un tono de voz calmado, una dicción eficiente.

—El cuarto objetivo es encontrar a mi agente y devolvérmela.

Asentí.

—El quinto objetivo, proporcionarme pruebas sólidas que pueda utilizar para detener a Beck.

—De acuerdo.

Hizo otra pausa.

—El sexto, dar con Quinn y encargarse de él a su modo. Y el séptimo... salir cagando leches de allí.

Asentí, pero no dije nada.

—No vamos a seguirles. El chico podría vernos. Bastante paranoico estará ya. Y tampoco vamos a poner un rastreador en el Nissan, porque es muy probable que, una vez en casa de Beck, dieran con él. En cuanto sepa la localización, tendrá que enviarnos un correo electrónico.

—De acuerdo.

—¿Puntos débiles?

Intenté dejar de pensar en Quinn.

—Tres, que yo vea —dije—. Dos menores y uno mayor. El primero de los menores es que, tras el disparo con el que voy a volar la ventanilla trasera de la furgoneta para fingir que nos han disparado, el chico va a tener unos diez minutos para darse cuenta de que no hay cristales rotos dentro de la furgoneta y de que la bala no ha llegado al parabrisas.

—Pues no efectúe ese disparo.

—Creo que es necesario. Tenemos que mantener el nivel de pánico alto.

—Bien, pues pondremos unas cajas en la parte de atrás de la furgoneta. Será normal que las lleve, dado que es usted repartidor. Así, el chico no verá con tanta claridad. Y, si no es el caso, esperemos que no sume dos y dos en esos diez minutos.

Asentí.

—El segundo de los menores es que el padre del chico llamará a la policía antes o después. Puede que también a los periódicos. Buscará información que corrobore lo sucedido.

—Le daremos un guion a la policía y ellos le darán algo a la prensa. Nos seguirán el rollo hasta que se lo pidamos. ¿Cuál es el punto débil más importante?

—Los guardaespaldas. ¿Cuánto tiempo pueden retenerlos? No pueden permitir que se acerquen siquiera a un teléfono, porque lo primero que harán es llamar a Beck. Por tanto, no pueden arrestarlos formalmente. No pueden meterlos en el sistema. Van a tener que mantenerlos incomunicados, lo que es ilegal. ¿Cuánto tiempo podrán aguantar así?

Se encogió de hombros.

—Cuatro o cinco días a lo sumo. Después de eso, no podremos protegerle, así que sea tan rápido como pueda.

—Es mi intención. ¿Cuánto tiempo le dura la batería al cacharro ese de los correos electrónicos?

—Unos cinco días. Después, estará usted solo. No podemos darle un cargador. Resultaría sospechoso. Aunque puede usar el cargador de un móvil, si es que encuentra alguno.

—De acuerdo.

Se me quedó mirando. No faltaba nada por decir. Entonces, se me acercó y me besó en la mejilla. Fue una reacción espontánea. Tenía los labios suaves y me dejaron en la piel polvillo de azúcar de las rosquillas.

—Buena suerte —me dijo—. Creo que no se nos olvida nada.

Pero se nos habían olvidado muchísimas cosas. En nuestra línea de pensamiento había errores flagrantes y todos ellos acabarían pasándome factura.

Ajuste de cuentas

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