Читать книгу La flecha plateada - Лев Гроссман - Страница 11

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Y otra cosa: antes, el vagón carbonero estaba vacío, pero ahora era un verdadero almacén de combustible, con una enorme montaña de carbón. Tom subió a la cabina tras ella.

—Genial —dijo—. Es como ir de campamento. Podríamos quedarnos a dormir aquí.

—Es como esa cabaña con la estufa de leña —agregó Kate—, de aquella vez que fuimos a esquiar y papá se lastimó la rodilla el primer día y estuvo de mal humor el resto de la semana. Estabas muy pequeño.

—Pero me acuerdo —Tom se sentó en uno de los asientos—. Ahí se me perdió mi Zorro.

Su nombre completo era Don Zorro, y era el zorrito de peluche que había tenido Tom desde que era bebé. Cuando se le perdió, su pequeño corazón se rompió. Seguía sin poder leer El superzorro sin lagrimear. Era extraño percibir que los varones también tenían sentimientos, aunque hacían lo posible por disimularlo.

Kate podía ver el interior de la casa, donde su padre ponía la mesa para la cena de cumpleaños. Parecía que estuviera a mil kilómetros de distancia.

—Quisiera que fuera un tren real —dijo en voz baja—. Digo, que en verdad pudiera ir a algún lado. Llevarnos a una aventura.

—¡Sí!

Y en ese momento, una palanca grande se movió hacia delante con un sonoro clonc.

Kate la miró intrigada.

—Qué raro. ¿Fuiste tú?

—Yo no toqué nada —dijo Tom.

Kate asomó la cabeza por la ventana.

—¿Tío Herbert? Algo acaba de moverse aquí dentro.

Su tío la miró.

—¿A qué te refieres con que se movió?

—Algo se movió solo, por su cuenta.

El tío frunció el ceño.

—No puede ser.

Y ahora un par de las pequeñas ruedas de bronce estaban girando, y algunas de las agujas indicadoras y válvulas se movían y zumbaban. Un par de interruptores se encendieron.

—¡En verdad, tío Herbert! ¡Las cosas se están moviendo! ¡Todo se mueve!

Era la primera vez que Kate veía esa inseguridad en su tío.

—Bien. Tal vez sería mejor que bajaran de ahí —respondió con ese tono de voz cauteloso que se usaría para tratar de hacer entrar en razón a un gato—. Ambos. Y sería mejor que lo hicieran pronto.

—Kate —empezó Tom—, tal vez deberíamos bajar.

—Pero ¿qué es esto? ¿Un juego?

—¡No importa! —exclamó el tío Herbert—. ¡Baja de ese tren!

Tom se dirigió a la puerta, pero Kate permaneció donde estaba.

—Puedes irte, no hay problema —le dijo—, pero yo quiero quedarme y ver qué sucede.

Tom lo pensó un poco.

—Me quedo yo también —dijo al fin, con su voz más seria y solemne.

En ese momento, el vapor blanco se filtraba y salía por todas partes y cubría el césped. Una perilla giró y una luz blanca y pura se encendió en el frente de la locomotora, iluminando la hierba y los árboles y un flanco de la casa vecina. De algún lugar surgió un crujido seco y satisfactorio. No era como algo que se hubiera roto, sino como algo atascado que finalmente se hubiera liberado.

—¡Ésos fueron los frenos! —gritó el tío Herbert—. ¡Vamos! ¡Salgan de ahí!

Chuf.

La locomotora soltó un resoplido profundo y ronco, como una bestia antigua que despierta de un sueño profundo y otea el aire.

—¡Un momento! ¿Es real? —gritó Kate.

—¡Es mágica! —contestó el tío Herbert, desgañitándose por encima del silbido del vapor—. No pensarán que me hice rico trabajando duro, ¿o sí?

Kate dudaba mucho de que eso fuera verdad, porque en la vida la real la magia no existía, a diferencia de lo que pasaba en los libros. Pero en ese preciso momento no parecía haber otra explicación.

Chuf…

Chuf…

Chuf…

Silbidos y crujidos exhalaban por todas partes. La máquina entera, con sus 102.36 toneladas, empezó a rodar hacia delante, con la misma suavidad de una lancha surcando un lago sereno. Con un vehículo tan pesado, era obvio que nada lo detendría una vez que estuviera en movimiento.

El tío Herbert empezó a correr al lado del tren diciéndose no no no no no en voz baja, entre dientes, y tratando de subirse de un salto, como hacen en las películas. Pero por alguna razón, Kate no estaba asustada. En realidad, se sentía más feliz que nunca antes en su vida.

Como si en su interior algo se hubiera liberado también. Como si los frenos que la mantenían inmóvil se hubieran desatascado al fin. Había llegado el momento. Esto era lo que había esperado siempre.

El tío Herbert parecía descubrir que saltar a un tren en movimiento era mucho más difícil de lo que parece en las películas.

—¡Vamos, tío Herbert! —lo animó ella.

—No puedo. ¡Bájense!

—Creo que no. Como dijiste: la vida se puso interesante.

—¡Pero esto es demasiado! ¡Demasiado interesante! —el tío Herbert paró y se inclinó con las manos en las rodillas, resoplando y jadeando—. ¡No estás lista!

—¿Lista para qué?

Kate se sentía preparada para lo que fuera. El viento hacía revolotear su cabello alrededor de la cabeza. No sabía si estaba haciendo algo muy inteligente o increíblemente irresponsable, pero en ese momento no le importaba, porque la emoción hacía que su corazón marchara a toda máquina.

Esto era mucho mejor que los Vanimals.

Chuf.

Chuf.

Chuf, chuf…

Chuf, chuf…

El tío Herbert trató de correr tras ellos otra vez, pero se detuvo casi de inmediato. Es cierto que no estaba en forma. Lo estaban dejando atrás.

—¡Lo siento! —gritó—. ¡Esto no debería haber pasado! ¡Tienen mucho por delante, muchas cosas por hacer… así que, hagan lo mejor que puedan!

Avanzaban cada vez más rápido, por los rieles que atravesaban el jardín, tan ligeros como un patín sobre el hielo.

Sólo faltaba una cosa.

—¿Cómo hago sonar el silbato? —Kate gritó.

—¡La manija que cuelga del cordón!

Fue lo último que el tío Herbert dijo antes de perderlos de vista.

Había una manija de madera que colgaba del techo. Kate tiró de ella, y el sonido perforó la noche:

¡FUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUM!!!

Todo el vecindario alcanzó a oírlo. Se sentía como si el mundo entero lo pudiera oír. Kate tiró de nuevo de la manija. Y luego, como se sentía generosa, permitió que Tom lo hiciera también.

La flecha plateada

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