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Y se pone

más extraño

El tren viró hacia la derecha, siguiendo las vías hacia el bosque que había detrás de la casa, y de milagro salvó a Tom y a Kate de estrellarse contra la barda, aniquilar la casa vecina y quizás incluso a sus habitantes.

En lugar de eso, empezaron a abrirse paso por entre los árboles.

—¡No lo puedo creer! —exclamó Kate—. ¡Esto es una locura!

—¡Yuuuuuujúuuuuu! —gritó Tom—. ¡Yuuuuuuujúuuuuu!

—¡Es un verdadero disparate!

El tren iba quebrando ramas y haciendo a un lado troncos de árboles, y el faro frontal se proyectaba como el aliento blanco y fiero de un dragón. Las hojas verdes del verano salían volando hacia todos lados. Iban a meterse en verdaderos problemas. Muchos. ¡Y tendrían que pagarlo por siempre! Pero sin duda valía la pena.

Conocían este bosque como la palma de su mano. Habían vivido allí toda su vida, y se habían trepado a cada árbol y subido a cada piedra y tronco caído, para saltar desde ellos un millón de veces. Pero jamás habían visto el bosque de noche desde la cabina de una locomotora gigante y fugitiva. Kate se aprestó para un choque, cuando se impactaran contra algo grande o se terminaran las vías. Sería un perfecto desastre. Pero valía la pena. Se prometió que recordaría todo esto por el resto de su vida: la noche en que atravesó el bosque detrás de su casa en su propia locomotora de vapor real.


Pero el golpe o sacudida que esperaba nunca llegó. En lugar de eso, el tren siguió avanzando. Los pájaros se sobresaltaron. Las ramas rígidas arañaban las ventanas. Tom y ella reían histéricos. ¿Qué tan lejos llegarían?

Y entonces, Tom dejó de reír.

—Un momento —dijo—. ¿Qué va a pasar cuando lleguemos a la colina?

Era una buena pregunta.

En otros tiempos, cuando las personas hacían mapas y llegaban a una parte en la que no sabían qué había, dibujaban un poco de dragones y monstruos marinos en lugar de tierra. En los mapas más antiguos ponían Hic sunt leones, una frase en latín que quiere decir “Aquí hay leones”.

A medio kilómetro por el bosque que había detrás de la casa de Tom y Kate, se encontraba una empinada colina —casi un peñasco— que aparecía de pronto, y en cuya cima había una cerca de alambre. Al pie, se encontraba un pantano oscuro y aterrador con muchas alimañas y, según decían, una enorme tortuga mordedora, tan grande que podía arrancarle a uno el pie de un mordisco. Si una persona de esos tiempos antiguos hubiera hecho un mapa del bosque que había detrás de la casa de Tom y Kate, en ese punto donde comenzaba la colina hubiera empezado a dibujar monstruos marinos, o leones.

Kate se arriesgó a sacar la cabeza por la ventana.

—¡Dios mío! ¡Ya casi estamos allí!

—Kate —dijo Tom muy serio—, ¿qué va a pasar? Hablando en serio… ¿deberíamos saltar del tren?

—¡No lo sé!

Se sentía paralizada. Aterrada. Era la mayor de los dos, ¡se suponía que ella debería saber qué hacer! Por primera vez, cruzó por su mente la idea de que la aventura no terminaría bien. Se preguntó qué tan profundo sería el pantano. Si el tren caía al agua y se hundía, estarían atrapados y podrían ahogarse.

Pero era demasiado tarde porque, mientras lo pensaba sintió cómo el tren arrancaba la cerca de alambre con la misma facilidad con la que un ladrillo quiebra una ventana, vaciló un momento como una montaña rusa justo antes de una bajada pronunciada, y luego se inclinó hacia delante cuando la enorme locomotora comenzó su aterrador descenso por la colina.

El traqueteo de las ruedas se oyó cada vez más y más y más veloz. Kate cerró los ojos y sintió la desagradable sensación de que su estómago subía. Apretó la mandíbula y se aferró a su asiento con tal fuerza que los nudillos de sus manos se tornaron blancos.

Pero no hubo un final. Al llegar al pie de la colina, el tren siguió rodando indiferente, más rápido y con menos ruido, sin quebrar ya ramas. Lentamente, Kate aflojó la mandíbula y las manos. La locomotora resoplaba feliz. Con cautela, Kate abrió los ojos.

Deberían estar hundiéndose en el pantano en este momento, con la tortuga mordedora aguardando para arrancar de un tajo los pies de sus cuerpos ahogados, pero en lugar de eso seguían avanzando sin obstáculos a través del bosque oscuro y silencioso.

Kate sabía perfectamente que no había más bosque allí, sino sólo pantano, que luego venía un complejo de oficinas y, más allá, la autopista. Era imposible.

Pero al bosque no parecía importarle nada de eso. Sencillamente siguieron su camino, cada vez más lejos en la oscuridad.

—¿Dónde estamos? —susurró Tom.

—¡No lo sé!

—¡No puedo creer que estemos en un verdadero tren!


—Yo tampoco.

—¡Cada cosa que sucede es increíble!

En los minutos siguientes, Kate y Tom sostuvieron tres versiones diferentes de esta conversación, pero eran básicamente la misma. Plantearon la posibilidad de ir camino de Hogwarts, y concluyeron que probablemente no, aunque hubiera sido genial también. Justo cuando Kate cumplía once.

Kate sacó la cabeza por la ventana de su lado de la cabina, y Tom sacó la suya del otro lado. Kate se preguntó adónde irían, y si sería buena idea, y si, en caso de que no les quedara más remedio, podrían saltar del tren sin lastimarse de gravedad, y cuánto les tomaría regresar a casa, y qué castigo les darían sus padres por semejante aventura en la que se habían metido. En verdad estaban poniendo a prueba la teoría de Grace Hopper, eso de que más valía pedir perdón que permiso.

Pero, al mismo tiempo, toda la emoción, toda la energía, toda la dicha que había estado aguardando sentir durante su vida finalmente corrían por su sangre. Y eso valía las futuras penas.

El aire de afuera se iba enfriando, aunque estaban en junio, y Kate tiritaba en su blusa. Agradecía la calidez del fuego. Tras unos minutos, vio una luz pálida más adelante, entre los árboles.

Al principio refulgió lejana y difusa, parpadeante al pasar entre las ramas, pero se fue haciendo cada vez más clara hasta quedar del todo a la vista. Era una estación de ferrocarril.

No una muy bonita y elegante, sino apenas una estación en medio del campo, larga e iluminada entre los árboles. Había personas esperando en la plataforma.

Sin embargo, no eran personas sino animales. Unos cuantos venados, un lobo, varios zorros, un enorme oso pardo, algunos conejos o liebres (¿o acaso eran lo mismo?), y un tejón con su cara rayada. En la baranda del otro lado de la plataforma estaba posada una variada gama de aves, grandes y pequeñas.

Tan sólo estaban allí, esperando, como pasajeros del sistema de transporte público que aguardaran su tren de la mañana para llevarlos a la oficina. Cada una sostenía un boleto en el hocico.

La flecha plateada

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