Читать книгу Todos fueron culpables - Lilian Olivares de la Barra - Страница 7

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CAPÍTULO 2

CAMA DE ESPINAS

El comidillo del barrio dijo que Mery partió a Arica detrás de su hombre, Simón. Pero en Arica, en esta ocasión, escasamente se vieron. Ella andaba detrás de los papeles de identidad de sus hijos. Él, buscando cómo ganarse la vida.

Cuando un extranjero se instala en otro país en busca de mejores oportunidades, puede ser capaz de ir a los lugares más ignotos. Al menos, eso hizo Simón y por lo mismo terminó en una “cama de espinas”.

Ese es el significado de Chapiquiña: “cama de espinas”, el nombre aimara que recibe la pequeña localidad ubicada en la comuna de Putre, a más de 100 kilómetros de Arica, hacia el interior. Allí estuvo Simón casi un año construyendo canales de regadío.

Durante ese tiempo su familia se dispersó.

Mery partió al norte a conseguir los pasaportes de sus hijos mayores, Mariela y Carlos, a quienes había ingresado al país en forma clandestina. Los llevó consigo y también a Mirza, la menor. Dejó a Paola, con ocho años, encargada en la casa de un primo de Simón, que vivía en la Población Juan Pablo II, a dos viviendas de la suya.

Había matriculado a Paola en abril de 2009 en el colegio, para que hiciera primero básico, y a la niña le iba bien. No quería que perdiera clases.

—Y agarré a la Mariela, a la Mirza y al Carlos y me fui a Oruro.

En Oruro, Bolivia, estuvo durante un mes intentando encontrar al padre de sus dos hijos mayores para que les diera el permiso para residir en Chile. Allá, dice, tenía un abogado para demandar por pensión alimenticia a Julián, pero el profesional no había dado con su paradero… o al menos esa explicación le dio a Mery.

Debe haber sido su segunda semana en Oruro cuando se encontró con un amigo policía en la plaza. “Oye, estai más joven”, le dijo él. Y también le contó que se había encontrado con su anterior pareja, quien le aseguró que le mandaba 200 dólares mensuales de pensión. “No, mentira, él no me pasa ni un centavo”, le aclaró Mery, y aprovechó de contarle sobre su nueva vida y su urgencia por conseguir los documentos de sus hijos. El amigo policía se ofreció para ser testigo y así conseguir un permiso notarial para sacar legalmente a los niños del país.

Con esa autorización, Mery pudo tramitar el pasaporte de Mariela, pero no le alcanzó el dinero para pedir el de Carlos. Al mes y dos semanas de estar en Oruro le dieron el documento, y volvió con los chicos a Arica a seguir con los trámites, para obtener la residencia. Debía legalizar unos certificados en el consulado chileno, lo que la detuvo en esa ciudad. Entonces decidió enviar a Mariela de vuelta a Copiapó, para que fuera a acompañar a su hermana Paola.

Los informes de extranjería indican que Mery cruzó la frontera con Bolivia el 11 de abril de 2009, por Tambo Quemado. Volvió a Arica el 19 del mismo mes, luego salió el 31 de octubre y volvió el 5 de noviembre. Las fechas no calzan con los recuerdos de Mery, ni tampoco con los de Simón, pero Mery conocía gente y le era factible cruzar la frontera saltándose las formalidades de inmigración. Sin embargo, lo que quedó registrado permite confirmar que entre abril y noviembre de 2009 ella transitó entre Chile y Bolivia, y que hizo los trámites de documentación.

En Arica, Mery vendía fruta en la calle, y juntaba plata para volver a Oruro. No se veían con Simón; apenas hablaban por celular cuando él bajaba los fines de semana de Chapiquiña a Putre. Y a veces se contactaba con el primo de Copiapó para preguntarle cómo estaban Paola y Mariela.

No alcanzó a advertir que sus niñitas, la Paola y la Mariela, comenzaban a entrar a un túnel de oscuridad que terminaría en el horror.

MARIELA, DESPUÉS DE LA INOCENCIA

Mariela tenía 13 años y estaba cansada de ese ir y venir de su madre. Regresó feliz a Copiapó en octubre.

—Yo quería venir porque tenía que estudiar. Después, cuando volví, no me recibieron en el colegio porque sólo me habían autorizado a ausentarme tres semanas y falté más tiempo.

En la casa del primo de Simón, donde se había quedado su hermana Paola, Mariela no se sentía en familia. Quizás influía el hecho de que ella no era hija legal de Simón, como lo era Paola. Su hermanita trataba de “tío” al dueño de casa, y lo mismo hacía con la conviviente. A los hijos de los parientes los llamaba “primos”. Para ella, en cambio, todos eran extraños.

Con esos desconocidos, que en un comienzo parecían una pareja normal, compartía el cuarto.

—Al principio dormíamos en la misma pieza, en el suelo porque no tenían más camas. Después nos pasaron a una pieza chica donde dormíamos mi hermanita y yo en una cama. Ahí empezamos a cambiar con mi hermana, ya no peleábamos tanto. La mayoría del tiempo ella pasaba en el colegio. Ella era muy solidaria y se hacía al tiro amiga de todas las personas. Yo no…

La mujer del primo de Simón le ofreció pagarle para que cuidara a su hijo, una guagua de dos años. “Me dijo que me iba a pagar como 50 mil pesos, pero me pagaba mucho menos. Se lo cuidaba cuando ella iba supuestamente a buscar trabajo, pero ella nunca encontraba. Cuando yo recibía la plata, me compraba calcetas. Un día era el 18 de septiembre y me compré jeans”.

A veces, el primo de Simón, el “tío Elvis”, como lo llamaba Paola, no iba a trabajar y se quedaba en la casa. A veces, Mariela temblaba…

La primera vez se le metió en la cama y le tironeó el pantalón del buzo con que ella dormía. La guagua, que estaba a su lado, empezó a llorar y él dejó de molestarla.

En otra ocasión la salió persiguiendo, ella cerró la puerta y puso palos para bloquear la entrada, pero él logró romper la barrera y abusó de ella.

Mariela no le contó a su hermana. “Nosotras no nos contábamos nuestras cosas, no nos decíamos nada”. Pero no eran necesarias las palabras. Paola, que sólo tenía ocho años, veía cosas… las relató más tarde, cuando ya el daño estaba instalado.

Mariela apenas hablaba con Giovana, nombre por el que conocía a la señora del “tío Elvis”, que en realidad se llamaba Dionisia Calle, como los personajes de Gabriel García Márquez.

Un día la mujer le dijo a Mariela: “Oye, vi a mi pareja tratando de manosearte”, pero no le advirtió que se cuidara, ni tampoco, al parecer, le llamó a él la atención.

Mariela empezó a sentir miedo. Un temor que se te mete en el cuerpo y no te deja en paz sino hasta que logras, a duras penas, conciliar el sueño.

Una mañana, temprano, cuando todos habían salido de la casa, el “tío Elvis” la tomó por sorpresa.

—Él se echó encima de mí, me tapó la boca y me gritó: “Vai a hacer lo que yo diga”. Me dijo que no dijera nada, menos a la Yovana. Aparte que no tenía a quién quejarme… en esa población todos eran sus parientes.

Mariela quería escapar, pero no podía dejar a su hermana.

Ese noviembre horrible, Paola comenzó a frecuentar junto a su “tía”, la mujer del “tío Elvis”, la feria del fin de semana.

Volvían a la casa cargadas con bolsas llenas de verduras.

—Yo las veía llegar y me llamaba la atención tantas cosas que compraban. Le preguntaba a mi hermanita y me respondía: “No, si las pedimos”. Después la señora (la mujer de Elvis) me quería llevar a mí a pedir, pero yo no quise porque no me gustaba andar en la calle.

Por esos días, Paola conoció en la feria a doña Leo, como la llamaban los otros feriantes. Y un día le dijo a Mariela:

—Me voy a ir a vivir a una casa linda, voy a ir a cuidar a un niñito…

UN POLLO PARA LA NAVIDAD

Las calles de Copiapó estaban llenas de adornos navideños cuando regresó Mery.

Faltaban ocho días para la Nochebuena del año 2009. Eran las ocho de la noche del jueves 17 de diciembre cuando entró con su hija menor, Mirza, a su casa de la Población Juan Pablo II.

Mariela tuvo un pálpito. Apenas se atrevía a salir a la calle, pero cruzó las dos casas que la separaban de su hogar, segura de que iría a reencontrarse con su madre.

Estaba alegre y triste pero, más que todo, rara. Esa rareza no pasó inadvertida a los ojos de Mery Canqui.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—No, no me pasa nada —respondió la niña con la vista baja.

—¡Habla, Mariela! ¿Qué te pasa?

Entonces Mariela no aguantó más, venció el miedo y, llorando, le contó lo que había padecido con ese señor al que su hermanita Paola llamaba “tío Elvis”.

“¡Quiero verlo preso esta misma noche!” Fue la sentencia de Mery, siempre de escasas palabras. Era pasada la medianoche cuando llamó al 133 de Carabineros.

Al rato llegó la policía. Partieron a la casa de Elvis Bilpa Quispe, pero no encontraron a sus moradores. Llevaron luego a la niña con su madre a constatar lesiones al Hospital Regional. Ahí pidieron un peritaje médico legal.

Casi no durmieron esa noche.

Al día siguiente, Mery tenía otra misión que cumplir. Mientras se encontraba en Arica, había recibido el llamado de Paola a su celular, contándole que estaba viviendo en una casa muy linda, con una señora muy buena que se llamaba Leo. Mery Canqui tenía que conocer esa casa y saber cómo estaba su hija.

Partió con Mariela y Mirza.

—Estoy bien, me dijo la Paola. En ese momento, la señora Leonor fue amable.

Le abrió su casa grande que, ante los ojos de Mery Canqui, era un verdadero palacio comparado con la mediagua que ella habitaba. Una vivienda de población, de clase media baja, bien protegida por una reja de fierro. Entrando, a mano izquierda, estaban los dormitorios y a la derecha, el living. Más adentro se llegaba a un comedor amplio conectado a una cocina sin puerta. Desde ahí se divisaba el patio, donde estaba el lavadero y, justo al frente, una bodega. En la mesa había huevos revueltos y pan fresco para tomar el té… un lujo, apreció Mery Canqui.

Leonor le habló maravillas de lo bien que estaba la niña allí. Mery le contó que se iría a trabajar a los parronales, y “la señora” le ofreció que le dejara a las niñas.

Las menores volvieron esa misma noche a casa de su madre, pero Paola prefirió quedarse con doña Leo. Era diciembre y Mery partió a empacar uvas.

—Yo llegaba a la una o dos de la noche, porque estaba en el empaque de fruta.

El 22 llegó su hijo Carlos desde Arica.

En vísperas de Nochebuena a Mery sólo le pagaron 20 mil pesos. Esa era su preocupación, mientras el mismo día dos mujeres extrañas llegaban a su casa. Ese miércoles 23 de diciembre había ingresado a la OPD de Copiapó una denuncia del director del colegio al que acudían los hijos de Mery. La Oficina de Protección de la Infancia, el programa del SENAME destinado a proteger los derechos de los niños, tomó nota: el director del colegio aseveraba que los alumnos Pacajes Canqui (Paola y Mirza) y Ayaviri Canqui (Mariela y Carlos) no habían terminado el año escolar por las reiteradas inasistencias e incumplimiento de tareas. Agregaba el informe que Mariela se encontraba parentalizada, porque debía asumir la responsabilidad de cuidar a sus hermanos debido a las largas ausencias de la madre, que viajaba a Bolivia dejándolos solos.

Esa era la razón por la cual la psicóloga Beatriz Rojas Pérez y la trabajadora social Shirley Balcázar, funcionarias de la OPD, se apersonaron en su vivienda. Les habían encomendado investigar si efectivamente estaban siendo vulnerados los derechos de los chicos de Mery. Carlos, que se encontraba solo en ese momento, les dijo que sus hermanas andaban donde una tía (se presume que donde doña Leo) y que su madre llegaba como a las 10 de la noche porque estaba trabajando.

Luego de inspeccionar la modesta vivienda y escuchar al chico, la psicóloga y la trabajadora social hicieron un informe demoledor sobre la precaria situación habitacional de los Pacajes Canqui. Entre otras cosas, aseguraron que habían constatado que en la cocina había comida descompuesta en una olla de la cual, presumían, se había alimentado Carlos.

Al día siguiente, 24 de diciembre, Simón le mandó $100.000 por Turbus a Mery. Era su aporte para la Navidad de la familia. Pero, como era feriado, la empresa tenía su oficina cerrada cuando llegó Mery a retirar el envío.

La despensa estaba vacía. No había qué comer. ¿Qué haría con esos 20 mil pesos?

—Esa tarde salimos a comprar un pollito y lo comimos como a las siete. La Paola se quedó donde la señora Leonor.

Así pasaron la Navidad del año 2009, sin árbol de Pascua ni pesebre. Al otro día llegó Paola. Estuvo dos días con su familia y regresó donde Leonor.

—Allá tenía los regalos. La señora —como le dice Mery Canqui a Leonor, la feriante— le había comprado una mochila y un estuche completo. También le regaló una muñeca. Le dijo: “Si estás el mes conmigo, te quedas con eso”. Me sentí… engañada, porque yo no tenía plata para comprarle esos regalos.

SE ABRE UNA INVESTIGACIÓN

¿Hay algo más allá de la miseria?

Se acababa el año y la familia Pacajes Canqui no alcanzaba a dimensionar que, más allá de una triste Navidad, podía existir algo aún peor.

Ni se enteraron de que la Oficina de Protección de la Infancia había abierto una investigación que tendría insospechadas consecuencias.

El 28 de diciembre, la sicóloga y la trabajadora social de la OPD volvieron a la casa de Mery Canqui. Esta vez encontraron a Mariela, que acababa de cumplir 14 años, al cuidado de su hermanastra Mirza, de cuatro. “La niña estaba desaseada y sin almorzar”, describieron. Y Mariela les contó que había sido abusada por un vecino a cuyo cargo habían quedado con Paola mientras su madre andaba en Bolivia, a raíz de lo cual ya había una causa abierta luego de la denuncia hecha por Mery a los carabineros. En esa ocasión también supieron que Paola estaba viviendo en la casa de la feriante Leonor Villalobos Alday.

Las funcionarias de la OPD hicieron un informe lapidario, concluyendo que la madre de los chicos había sido negligente. Pidieron una medida de protección para todos los hijos de Mery y, como medida cautelar, que los ingresaran al centro Manantial “por el tiempo que sea estrictamente indispensable”.

Ese Año Nuevo está borrado en la memoria de los Pacajes Canqui. ¿Se abrazaron? ¿Brindaron? No lo recuerdan. Es posible que haya sido una noche como cualquier otra en sus vidas.

El 4 de enero de 2010, cuando Mery volvió del trabajo, se encontró con que se habían llevado a sus hijos.

Llamó, desesperada, a Simón. No comprendía lo que estaba pasando. ¿Por qué le arrebataban lo suyo, y justo ahora que había conseguido algunos de los papeles para legalizar su situación en Chile?

Quedó un poco más tranquila cuando supo que sus hijos estaban en una residencia de niños y pudo verlos. Mariela le contó que allí la trataban bien:

—Al principio tenía miedo, no quería compartir con nadie. Todos me decían: “no tienes que tener miedo”. Después les conté a ellas lo que me había pasado y me apoyaron. Ya no me sentía vieja, como grande. Empecé a ser niña, a jugar como niña, lo que nunca había hecho. Las tías nos lavaban la ropa, nosotras lo único que teníamos que hacer era nuestra cama. Me sentí feliz. Las tías me daban pastillas y a mí se me olvidó todo.

Mirza y Carlos se veían igualmente tranquilos.

Pero, ¿qué pasaba con la Paolita? ¿Por qué no la dejaron con sus hermanos?

Ese mismo 4 de enero en que se llevaron a tres de los cuatro hijos de Mery, la sicóloga Beatriz Rojas Pérez y la trabajadora social Shirley Balcázar, las mismas de la OPD, continuaron su investigación. Esta vez se dirigieron a la casa de Leonor Villalobos Alday, para cerciorarse de la situación de Paola.

A las enviadas de la OPD les cayó bien doña Leo. En el informe que hicieron de esa visita plantearon que se trataba de una mujer separada, madre de cinco hijos, nacida el 29 de julio de 1953, feriante. Expusieron que vivía en una casa cómoda con Vanessa, la menor de sus hijos, de 20 años, y su nieto de tan solo 29 días. No mencionaron que ahí también residían el conviviente de Leonor, otro hijo de Vanessa y que cada cierto tiempo llegaba Arturo, el hijo regalón de doña Leo, que en ese momento se encontraba internado en Santiago para impedirle que siguiera drogándose.

Doña Leo les contó que había conocido a Paola porque la veía frecuentemente en las ferias libres pidiendo dinero y comida, en compañía de una adulta también boliviana, y que siempre le regalaba algo de lo que ella vendía. Les relató que le daba tanta rabia, que un día decidió encarar a la mujer que iba con ella: le preguntó cómo era posible que usara a la menor para andar mendigando en la feria. Ella le contestó que la niña no era suya, sino que de una vecina que se la había dejado encargada por unos días mientras iba a Bolivia, y que no regresaba, y que ella no tenía medios para alimentarla; por eso salían a mendigar. Después de enterarse de este drama decidió cuidar a Paola y llevársela a vivir a su casa, les dijo a las profesionales de la OPD.

Y les dio detalles de cómo fue adaptándose la menor en su casa. El primer día que llegó a vivir donde Leonor “comía sin parar, mientras que lo demás se lo guardaba en la ropa. Luego, al momento de dormir, la niña se sentía muy preocupada porque la habitación que iba a utilizar mantenía los enseres adecuados para su desarrollo, cama, sábanas, televisor, ropa, zapatos, situación a la que ella no estaba acostumbrada”, precisa el informe de las profesionales.

El escrito termina señalando que Leonor Villalobos fue a matricular a Paola al colegio y que habló con el director, quien “se enteró del abandono en que los padres tenían a la niña”.

Ese documento fue pieza clave en la audiencia cautelar que se efectuó al día siguiente en Copiapó.

LA NIÑA PARA LA GUARDADORA

Una mujer humilde, de escasas palabras, con dificultad para expresarse, y más encima sola y desesperada fue la que llegó el 5 de enero a la audiencia en el tribunal de familia de Copiapó, donde esperaba recuperar a sus hijos.

Cuando le correspondió hablar, Mery Canqui sólo dijo que se oponía a la medida cautelar, y que quería que sus niños siguieran con ella. Mucha más fuerza tuvo para la jueza María José Hernández Soto el informe de las funcionarias de la Oficina de Protección de la Infancia.

En la audiencia se señaló que la madre había permanecido todo el año anterior fuera de la ciudad y que no estaba claro a cargo de quién se quedaron los niños. También se mencionó que habría una situación de abuso sexual de una de las hijas de Mery.

La curadora ad litem designada por el tribunal opinó que los niños debían permanecer en el Centro Manantial, y así se acordó. En cuanto a Paola, se dispuso que se mantuviera a cargo de Leonor Villalobos porque con ella la niña se encontraba “en adecuadas condiciones morales, sociales e higiénicas”.

A Mery, esa frase le quedó dando vueltas. Que su hija Paola pudiera estar mejor con “la señora” que con ella, que tuviera “adecuadas condiciones morales, sociales e higiénicas…” Bueno, si era así. Pero le producía desconfianza esa mujer. Había algo en ella que se le atravesó desde el primer día. Algo en sus gestos, ¿o quizás en su mirada? Lo único que quería era que Simón llegara luego y le ayudara a recuperar a sus hijos.

Doña Leo también estaba en la audiencia. A diferencia de Mery, la feriante tenía el don de la palabra, y una notable capacidad de persuasión. Ella estaba acostumbrada a mandar; Mery, a servir. Pero esas eran disquisiciones intrascendentes en la sala.

El tribunal definió que, dentro del marco de una medida cautelar, Paola quedara bajo el cuidado de Leonor Villalobos, y ordenó que la Oficina de Protección de la Infancia enviara a profesionales a hacer visitas periódicas a su casa, para constatar que la niña estuviera bien, “debiendo informar inmediatamente en caso de cualquier tipo de vulneración o amenazas para la niña”.

Una derrotada Mery Canqui abandonó ese día el tribunal de familia de Copiapó.

—¡Simón, vente pronto!

Así le dijo a su pareja no más saliendo de ese juzgado, cuando lo llamó por su celular… lo único que le quedaba.

LA CASA LINDA DE LA “MAMITA LEO”

Tres días después, el 8 de enero, la sicóloga y la trabajadora social de la Oficina de Protección de la Infancia fueron a visitar a Paola a la casa de doña Leo, en la población Balmaceda Norte. Es un sector antiguo de la zona que se ubica pasado el cordón de la Circunvalación que encierra el centro de la ciudad. Ahí viven, en su mayoría, comerciantes o trabajadores independientes que han podido adquirir casa con subsidio a la que, con los años, le han hecho ampliaciones, jardín y levantado reja.

Ahí, en la vivienda de doña Leo, las funcionarias de la OPD vieron un grupo familiar cohesionado, con buenas relaciones entre ellos. Ese día de enero llegó la hermana de doña Leonor e ingresó al dormitorio que ellas identificaron como el de Paola. Al encontrarse con la niña, “se mostró muy afectuosa y Paola se puso contenta”, describieron las visitadoras en su informe.

Doña Leo les contó que ella había tenido que hacerse cargo de las actividades diarias y propias de la niña, y que la había matriculado en el colegio. No cesaba de hablarles: que le estaba entregando nuevos hábitos de higiene, alimentación, tiempo de estudio, de la misma forma como lo hizo con sus hijas ya independientes y adultas. (Seguramente no se refería a su hija Vanessa, que vivía de allegada en su casa). Y que la chica había acatado esas normas en forma muy responsable y respetuosa.

La sicóloga entrevistó a la niña y obtuvo un dramático relato de cómo había sido testigo de la violación a su hermana.

—El Elvis jugaba mucho con mi hermana, la molestaba mucho, yo me escondía y los veía.

Cuando le preguntó a qué jugaban, ella contestó:

—A esas cosas.

No pudo especificar la acción en sí, no obstante, según describió la sicóloga, la niña (a días de cumplir los nueve años) cambió su ánimo, decayendo notablemente y denotando sentimientos de tristeza, “en donde contiene de sobremanera su emoción, logrando finalmente desborde emocional por los hechos sucedidos. Al preguntar si el indicado jugaba con ella de esa forma, la niña responde que no, puesto que cuando quiso molestarla, le enterró un lápiz muy fuerte y filudo, según su relato”.

De esa visita, la sicóloga y la trabajadora social dejaron un detallado informe, más amplio que el anterior e igualmente positivo para la cuidadora.

En esta ocasión, no obstante, aparecieron nuevos habitantes en la casa: “Doña Leonor vive junto a su pareja Miguel Rojas, 77 años, hace diez años. Él es pensionado por retiro programado en AFP Provida. Vive ahí también su hija Vanessa Cortés, su marido y dos hijos de ella”. Es decir, Vanessa ahora tiene dos hijos y no uno, y habita ahí junto a su marido, además de ambos niños.

La descripción que hacen de la vivienda es minuciosa: “La casa habitación cuenta con cuatro dormitorios, sólo ocupan tres de ellos, uno por doña Leonor y su pareja, otra por Vanessa y su grupo familiar y Paola utiliza otro. Se encuentra en buen estado de habitabilidad, presenta techo, cielo, paredes forradas, piso de tabla y cemento, cuenta con mobiliario adecuado para cubrir las necesidades de abrigo y de desarrollo normal de los integrantes del grupo familiar. Los enseres son suficientes, en regular estado de conservación. En cuanto a la cocina, se encuentra sólo con techo, paredes sin forro y piso de cemento”.

El detalle que hacen sobre el dormitorio que ocupa Paola es relevante: “Cuenta con implementos adecuados para la estadía, descanso, entretención, como también se visualiza orden, higiene y ornato”.

Es decir, la cuidadora le había otorgado a la niña una habitación exclusiva, donde tenía todo lo que necesitaba. Era el retrato de “la casa linda”.

Pero hay más en el documento elaborado por las funcionarias que supervisaban la situación de Paola.

A doña Leo la describen como “una mujer muy protectora, en donde entrega la seguridad que necesita la niña, además de constituir una figura significativa y con estrechez en el vínculo afectivo”.

Tan buena es esta señora, a ojos de las visitadoras Beatriz Rojas y Shirley Balcázar, que Paola la llama “mamita Leo” como una forma de cariño.

Y concluyen que Leonor Villalobos Alday, además de poseer los recursos materiales, “cuenta con herramientas parentales que la ayudan a mantener un estilo de crianza seguro, con límites y normas claras, entregando valores y hábitos apropiados para un desarrollo psicosocial óptimo en la niña”.

¿Podría Paola, con sus ocho años, haber caído en mejores manos?

Mery Canqui no se lo creyó. En medio de su desesperación, intuía que algo extraño había en esa “señora” a la que su hija llamaba “mamita Leo”. Pero no fue a través de sus ojos que volvió a emitir su dictamen el tribunal el 14 de enero de 2010, sino a la vista del informe que rindieron las visitadoras, y teniendo en cuenta el discurso seguro que hizo Leonor Villalobos en la sala.

Fue así que el juez Andrés Ramos determinó: “Teniendo especialmente presente que la guardadora de la niña Paola Pacajes Canqui, en su intervención ha dado suficientes garantías que a la niña se la ha resguardado debidamente en sus derechos, no existiendo ningún otro adulto responsable que pudiese hacerse cargo de los otros tres hermanos, considerando también el tiempo que la niña Paola ha permanecido al cuidado de doña Leonor Villalobos, no habiéndose hecho valer por la parte requerida nuevos antecedentes para la modificación de las medidas cautelares decretadas en la audiencia de fecha 5 de enero de 2010, compartiendo el tribunal la opinión del Consejo técnico, se resuelve: Que se mantienen en todas sus partes y en los términos consignados en la resolución del 5 de enero las medidas cautelares decretadas a favor de los niños Mirza, de 4 años; Paola, de 8 años; Mariela, de 13 (ya había cumplido los 14) y Carlos de 17”.

Mery se aferró a su celular. Sintiéndose perdida, pidió al juez que si los niños iban a quedar en un hogar especial, fuera en uno de Arica porque pretendía viajar allá en busca de trabajo. Ni siquiera eso consiguió.

Su hija Paola cumplió nueve años junto a doña Leo. Por esos días regresó Simón para seguir en su intento de recuperar a la chica. Pero Leonor Villalobos consiguió autorización para llevársela a Carrizal Bajo entre el 1 y el 28 de febrero, “de vacaciones”.

A Mery Canqui la complicaba la distancia. No quería dejar de ver a su hija, pero era difícil para ella recorrer los casi 160 kilómetros que separan Copiapó de Carrizal, en un viaje de más de tres horas por una zona que le era desconocida. Intentó explicar esto en el tribunal, y la jueza Pamela de la Peña le respondió: “Si se ha podido trasladar a Bolivia, bien puede hacerlo a Carrizal”.

Mery nunca entendió esa respuesta. ¿Cómo podía comparar sus viajes a Bolivia, la tierra donde nació, con lo que para ella significaba moverse por una ruta inimaginable a un lugar con un extraño nombre que por primera vez escuchaba?

Algo en su piel le hacía sentir que ese no era un buen destino para su hija. Experimentaba la misma sensación incómoda que le producía pensar en “la señora”, la guardadora.

Todos fueron culpables

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