Читать книгу Soledades - Liliana Kaufmann - Страница 11
ОглавлениеCapítulo 1. El mito de la soledad del autista
Hay algo de autista en los dioses naturales del Olimpo, Apolo, Artemio y Anatema, avanzan rodeados de una aureola. Contemplan el mundo cuando deben golpearlo, pero si no su mirada es lejana, como dirigida a un espejo invisible donde encuentran su figura separada del resto.
CALASSO (1990: 53)
Panorama general
El autismo no es un fenómeno moderno; la historia de la psiquiatría infantil registra desde 1799 a niños que juegan en soledad y no logran establecer ningún lazo social. Desde mediados del siglo pasado, su historia puede ser leída a partir de un rasgo persistente: el esfuerzo por encontrar su causa. La causa de la profunda soledad en la que parecen sumergirse los pequeños cuando se aíslan a través de diferentes formas, sea rechazando o ignorando el contacto de las personas que se les acercan; tapándose los oídos cuando se les habla; quedándose inmóviles con la mirada fija en un punto, sin que nada ni nadie los haga parpadear, o mirando los movimientos de sus dedos que, como alitas atadas –atadas a sus propias manos– no pueden remontar vuelo.
Por otra parte, quien estudie en profundidad el tema logrará advertir que mucho antes de que los textos científicos se refirieran al autismo, el mundo del mito ya hacía referencia a extraños personajes que preferían vivir en soledad. ¿Pero podemos decir por ello que en las antiguas comunidades humanas han existido casos de autismo? Si ahondamos en las numerosas tradiciones mitológicas, esas creaciones narrativas con las que el hombre intentaba comprender todo fenómeno vivido como extraño, inmanejable o fuera de la lógica cotidiana, podríamos conjeturar que sí, pues resultan ser arquetipos fantásticos del conjunto de signos autistas estudiado luego por la ciencia. Aunque no basta con mencionar las narraciones míticas también algunos de los cuentos populares infantiles expresan formas de ser que reclaman ser traducidas a partir de la explicación de algunas conductas aún no del todo develadas.
De ahí que se desplegará un diálogo entre el mundo del mito, los cuentos populares infantiles y el ámbito de la ciencia, con la intención de que se aproximen y converjan.
¿Cuál es el objetivo? Obligarnos a agudizar nuestra mirada sobre un tema cargado de magnetismo, por lo enigmático y lo irresuelto de las argumentaciones lógicas, también debido al incremento de casos detectados en los últimos años.1
En los orígenes
Las historias míticas siempre son fundadoras.
CALASSO (1990: 162)
Las historias
Uta Frith (1991), al tratar de responder desde cuándo existe el autismo, señala que si se leen con detenimiento algunos cuentos tradicionales infantiles pueden encontrarse en ellos indicios de que desde hace mucho tiempo existirían personas autistas. Frith basa su suposición en el hecho de que los cuentos de hadas –entre otros– son relatos elaborados para otorgar un sentido a las experiencias de la vida; por lo tanto, la presencia de personajes con serias dificultades para establecer relaciones sociales sugiere que en la vida real hubo casos en los que se inspiraron tales cuentos.
Resulta prototípico el caso de La bella durmiente del bosque, que a mediados de 1600 recoge el napolitano G. Basile de la voz popular. Este relato describe a una joven cuyo sueño, como consecuencia de la ingesta de un tóxico, es tan profundo que no se despierta ni cuando un noble la deja embarazada ni durante el parto en el que nacen sus gemelos. Recién cuando el bebé succiona de su dedo ella vuelve a la vida normal.
Más adelante, Perrault da una forma menos cruel a la misma historia, hasta que recién en el siglo XIX, con la pluma de los hermanos Grimm, se convierte en un cuento para niños. El aislamiento social de la joven protagonista aparece remarcado por el hecho de que toda su familia y la servidumbre permanecen dormidos por la misma causa durante más de cien años.
También ciertos textos sagrados, y los que luego se inspiraron en ellos, explican de generación en generación rasgos o modos de ser de personas que podrían vincularse con el autismo. En particular, el término golem fue utilizado para hablar de ciertas conductas autistas.
La palabra
La palabra golem ha sido tomada por el yiddish de las enseñanzas de la Mishná. Este cuerpo exegético de leyes, que recoge y consolida la tradición oral judía desarrollada durante siglos desde los tiempos de la Torá, la usaba para referirse a la persona carente de capacidad intelectual y espiritual.
En el siglo XII, Maimónides, en su comentario de la Mishná, señala que
El golem es una persona que posee virtudes de conducta y de lógica, pero que no están completas ni ordenadas apropiadamente. Son confusas y desordenadas, y levemente defectuosas. Por ello se lo denomina golem, ya que se asemeja a una vasija hecha por un artesano que tiene la forma de una vasija, pero aún necesita ser completada y perfeccionada (prólogo a Meyrink, 2003).
¿Qué tenemos, entonces? La idea de un hombre que debe ser elaborado para alcanzar su integridad. Un ser humano que no llega “pulido” a este mundo, un ser humano en estado incompleto o primordial.
Ya en el Renacimiento, la leyenda del Golem cuenta que un rabino de esa época había creado según las fórmulas de la cábala un hombre artificial que llevaba una existencia casi maquinal, sin pensamientos, con la intención de que hiciera tañer las campanas de su sinagoga cuando divisaba cerca al enemigo. Tal hombre, merced a un pergamino mágico que el rabino colocaba entre sus dientes y en el que se leía el término hiyyut (“vitalidad” o “vida”), podía experimentar todas las cualidades humanas. En cambio, en el instante mismo en que el pergamino le era retirado de su boca, se convertía en una figura de arcilla.
Es justamente esta versión la que inspira en 1915 a Gustav Meyrink, quien la toma para escribir su célebre obra El Golem.
La novela
En El Golem, Meyrink personifica a su protagonista principal avanzando sobre lo individual. Para ello construye una introspectiva subjetiva basada en la forma en la que el Golem se expresa acerca de sí mismo a partir de sus vivencias, en combinación con las impresiones que causa en los otros.
Las citas textuales que siguen permiten reconocer las perspectivas referidas (véase Meyrink, 2003).
De cómo el Golem se expresa acerca de sí mismo
Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme (Meyrink, 2003: 30).
Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían (ibíd.: 82).
Desde hace tiempo una angustia sorda me corroía: la sospecha de que me hubiesen quitado algo y de que yo hubiera recorrido una larga etapa de mi vida al borde de un precipicio, como sonámbulo. Pero jamás había llegado a descubrir su origen (ibíd.: 54).
Pero estos pensamientos no pudieron expresarse en palabras (ibíd.: 56).
Nadie me respondió, pero sentí que algo así como una angustia inconsciente nos ataba la lengua (ibíd.: 58).
Se me escaparon las primeras palabras [...]; todo lo que sé es que tenía la impresión de perder lentamente la sangre. Me sentía cada vez más helado, cada vez más paralizado, como en el momento en que había estado convertido en rostro de madera (ibíd.: 60-61).
Es el terror que se engendra en sí mismo, el horror paralizante del no ser inasible que no tiene forma y roe las fronteras de nuestro pensamiento (ibíd.: 126).
Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinitas, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes (ibíd.: 79).
De cómo lo describen y cuál es la impresión que causa en las personas
El viejo criado me devuelve el sombrero y me dice: –Oigo su voz como si proviniera de las profundidades de la tierra (Meyrink, 2003: 29).
Era una voz. Una voz que quería de mí algo que yo no captaba, por grandes que fuesen mis esfuerzos [...]. Pero la voz que pronunciaba esas palabras estaba muerta, no tenía resonancia [...]; no tenía ecos [...]; hace tiempo, mucho tiempo que se ha desvanecido y disipado (ibíd.: 29).
Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión (ibíd.: 31; las itálicas son del autor).
Desde que cerró la ventana, nadie ha vuelto a decir palabra (ibíd.: 46).
Un poco más tarde parecía más calmado, pero bruscamente le volvía una inquietud insensata, y se ponía a correr en todas direcciones, se acumulaban en un rincón (ibíd.: 54).
El análisis de las referencias textuales nos permite aventurarnos a establecer las siguientes relaciones.
El Golem según el Golem | El Golem según los demás |
“Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme.” | “Un poco más tarde parecía más calmado, pero bruscamente le volvía una inquietud insensata, y se ponía a correr en todas direcciones.” |
“Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían.” | “Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión.” |
“Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinitas, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes.” | “Era una voz. Una voz que quería de mí algo que yo no captaba, por grandes que fuesen mis esfuerzos [...]. Pero la voz que pronunciaba esas palabras estaba muerta, no tenía resonancia [...], no tenía ecos... hace tiempo, mucho tiempo que se ha desvanecido y disipado.” |
“Pero estos pensamientos no pudieron expresarse en palabras.” | “El viejo criado me devuelve el sombrero y me dice: –Oigo su voz como si proviniera de las profundidades de la tierra.” |
En suma, esta es la manera en que Meyrink, en su conmovedor relato, expresa cómo vivencia el Golem su cuerpo, sus pensamientos y sus intercambios con las personas, y cómo esas escenas se despliegan en el campo intersubjetivo:2 vinculadas a significaciones anudadas a la invisibilidad, a una imagen vacía difícil de representar, a señales complicadas de captar. A una representación corporal desvitalizada, maquinizada. A la soledad.
El arte del Golem
Para algunos artistas, el imaginario del Golem es una fuente fértil de inspiración. El escultor alemán Rudolf Belling creó una obra cuya apariencia física es la de un hombre artificial que irradia extrañeza, un sentido de urgencias primitivas, cierta mecanización de los movimientos y comportamientos, como asimismo el potencial de emociones humanas. Por otra parte, Haron Goldeman, escultor y diseñador, se concentró en trasmitir la falta de comprensión que revela el rostro de un Golem, un sentido de dolor, especialmente en los ojos. Jennings Tonel también resaltó el tema de los ojos en sus dibujos: son grandes, de aspecto opaco y al mismo tiempo infantil; de mirada abierta, fija en el vacío. Destacó además unos labios congelados en una expresión que sonríe a la nada y que parece estar al borde de las lágrimas.
El Golem como antecedente de cuentos populares infantiles
El mito del golem también aparece mencionado en obras literarias que luego serían reconocidas como cuentos populares infantiles, tales los casos de Frankenstein, Aventuras de Pinocho y El pequeño soldadito de plomo.
Podríamos citar muchísimos ejemplos más; sin embargo, tanto en la literatura como en el campo general del arte, el Golem se encuentra presente en personajes que recrean el nacimiento del ser humano a partir de infundir vida a un trozo de materia inanimada.
Con la intención de señalar el momento preciso en que el hombre fue capaz de superar las limitaciones del pensamiento mítico para referirse al autismo, se incluyen a continuación diferentes especulaciones teóricas que intentan explicar sus causas y rasgos propios.
La “atrincherada” soledad de Leo Kanner
Podemos decir que hemos cruzado el umbral del mito solo cuando advertimos una repentina coherencia entre incompatibles.
CALASSO (1990: 88)
El mito de la soledad del autista viene de la mano de Leo Kanner (1992). Este psiquiatra austríaco con residencia en Estados Unidos aisló y describió el autismo como una entidad nosológica con criterios diferenciales en relación con la esquizofrenia. Para él, el autista no es como el esquizofrénico, un sujeto que se retira del mundo, sino más bien un sujeto que no llega a entrar en él. Desde su perspectiva, es observable entre los 12 y 18 meses de vida, momento en que se produce una detención –a la vez que un retraimiento a momentos anteriores del desarrollo– de ciertos procesos vinculados a la experiencia interactiva: compartir la atención, la afectividad y los deseos.
En 1943 Kanner publica un artículo en la revista Nervous Child titulado “Las alteraciones autistas del contacto afectivo”. Allí relata once casos de niños a los que tuvo ocasión de tratar. Los sigue con notable precisión en sus descripciones clínicas y pone en circulación un segundo trabajo sobre ellos, en el que no se muestra demasiado optimista ni se refiere a progresos concretos después del informe original. En uno de sus relatos distingue la especificidad de uno de sus pacientes de esta manera:
Iba de un lado a otro sonriendo, haciendo movimientos estereotipados con los dedos, cruzándolos en el aire. Movía la cabeza de lado a lado mientras susurraba o salmodiaba el mismo soniquete de tres tonos. Hacía girar con enorme placer cualquier cosa que se prestara a girar. Cuando le metían en una habitación, ignoraba completamente a las personas y al instante se iba por los objetos, sobre todo aquellos que se podían hacer girar [...]. Empujaba muy enfadado la mano que se interponía en su camino o el pie que pisaba uno de sus bloques (Kanner, [1943] 1983: 3-5).
En otros casos, cuando se refiere a los niños autistas, dice que son extraños pequeños que tienen en común peculiaridades fascinantes: pueden hacer rompecabezas de muchísimas piezas en poco tiempo, recuerdan de memoria recorridos que realizaron en auto o a pie, horarios de programas de TV, repiten una y otra vez diálogos de personajes de películas. A ello se agrega que parecen vivir en un mundo aparte, no comprenden las ironías y realizan con el cuerpo movimientos poco coordinados. También destaca que en todos los casos verdaderos de autismo se encuentran las siguientes características: el deseo obsesivo de preservar la invariancia y los islotes de capacidad. La primera sugiere varios factores al mismo tiempo: pautas repetitivas, rígidas, limitadas a sus propósitos. La segunda, conocimientos o habilidades superiores a las esperadas para su edad, generalmente relacionadas con la memoria mecánica y con destrezas espaciales o de construcción. De todas maneras, en sentido estricto, lo que hace a los rasgos centrales del cuadro son la atrincherada soledad y la incapacidad de mantener relaciones afectivas normales con las personas.
Ahora bien, reparemos en la cuestión de la soledad. Kanner considera la existencia en el niño, desde el principio, de una extrema y profunda soledad autista que domina toda su conducta y que es causa de que –siempre que le sea posible– desatienda, ignore y excluya todo lo que le venga de afuera. Podríamos decir que acuerda con que estas conductas se desencadenan debido a una incapacidad innata para desarrollar el contacto afectivo normal con las personas. Sin embargo, también observa en todos los casos de autismo la presencia de padres intelectuales y fríos afectivamente. Esta posición, en las primeras décadas del siglo XX, mediada por las teorías de los psicoanalistas influyentes de ese momento, conlleva la idea de que hay un trastorno provocado por la incapacidad de los padres de lograr una relación afectiva adecuada durante el período de crianza entre el hijo y ellos. Aun así, Kanner considera que las psicoterapias no son eficaces y que el único tratamiento posible es el educativo.
En síntesis, es posible advertir que la soledad del niño autista, según la perspectiva de Kanner, evoca una especie de muro impuesto principalmente por elementos innatos. Un muro que se levanta para impedir que se den las amarras emocionales con los objetos y personas del mundo exterior; que alberga a un sujeto que no puede compartir focos de atención, tampoco los motivos de sus afectos, ni sus deseos. Por esta razón, el motivo de la soledad recala en el corazón de las interacciones que promueven los vínculos humanos, y por el momento nada indica que incluya un terreno vivencial compartido.
Por lo tanto, si profundizamos en la lógica que nos propone Kanner, distinguiremos dos cuestiones fundamentales para comprender la esencia, tanto del caso de la soledad como del autismo mismo. Una es el punto en el que confluyen las descripciones que realiza del niño autista y sus padres: ambos se muestran distantes afectivamente. La relación que articula ambas descripciones nos introduce en la segunda cuestión, de la que podríamos decir que las ideas del autor no reflejan con precisión si el niño es vulnerable a desarrollar el autismo porque sus primeras experiencias afectivas son, en su mayor parte, producto de padres que se muestran distantes afectivamente con él, o si su autismo se trata más bien de una cuestión de herencia genética, y por eso el niño asume conductas semejantes a las de sus padres.
Entonces, la hipótesis de base que el autor propone sitúa una herencia de soledad que levanta una muralla infranqueable (por la inmutabilidad de lo genético). Y resulta todavía más importante subrayar que la soledad abarca un terreno vivencial más amplio, ya que incluye la soledad de los padres (transmitida genéticamente).
Pero avancemos un poco más sobre estas ideas. Cabe observar que, aun cuando padres e hijo se muestren recíprocamente distantes en lo afectivo, Kanner no considera las huellas de tanta indiferencia. En este sentido, podríamos presumir que la esencia de la soledad que Kanner atribuye al niño autista es compartida con la de sus padres cuando se supone que las acciones que ambos llevan a cabo no tienen una consecuencia en la conducta que el otro asume. En este punto, se puede advertir que las huellas teóricas que el autor deja tras sí parecen revelar que padres e hijo, recíprocamente, se sienten invisibles a los ojos del otro. Y que ese podría ser el motivo de su soledad.
El psicoanálisis y la soledad del autista
La palabra autista o autismo proviene del griego autos,
que significa “sí mismo”.
Es la isla que nadie habita, el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida. Todo ostenta la muerte.
Es un lugar del alma.
CALASSO (1990: 23)
Muchos autores abordan el tema del autismo desde un enfoque psicoanalítico. Sin embargo, en este recorrido parcial e introductorio solo revisaremos aquellos que dejaron las primeras huellas sobre las cuales podemos explorar nuevas peculiaridades del mito de la “atrincherada soledad del autista” descrito por Kanner.
Comencemos con Donald Meltzer (1975), quien concibe la patología como una enfermedad mental provocada por factores biológicos, “intrínsecos del niño”. De todas maneras, plantea que, producto de un inadecuado vínculo con su madre, el niño desencadena una serie de fenómenos defensivos para protegerse de la angustia que esto le provoca. Cuando se refiere a los fenómenos defensivos apela al concepto de desmantelamiento.
El desmantelamiento significa la paralización de la vida mental, es una inhibición del pensamiento y de su cualidad significativa, que reduce las experiencias sensoriales al nivel de hechos neurofisiológicos o simples eventos desconectados entre sí y quitándoles significado.
Por esta causa, es posible advertir que Meltzer atribuye un funcionamiento de la mente autista semejante al que describe Meyrink a través de la voz del personaje central de su novela. Reparemos en ello releyendo ciertas citas de la obra.
Mi piel, mis músculos, mi cuerpo recordaron de pronto, sin que mi cerebro lo advirtiera. Comenzaron a hacer movimientos que yo no deseaba ni preveía, como si mis miembros hubieran dejado de pertenecerme (Meyrink, 2003: 30).
Las ideas se perseguían en mi mente hasta el punto de que yo mismo apenas comprendía lo que decía mi boca: ideas fantásticas que se desintegraban apenas nacían (ibíd.: 82).
Por otra parte, las ideas de Meltzer coinciden con las de Tustin (1994), quien también hace referencia a fenómenos defensivos para explicar el aislamiento del niño autista. En contraste con el desmantelamiento, la autora propone el concepto de encapsulamiento. Su punto de vista es que los niños recurren a reacciones de evitación3 y congelamiento psíquico, y así se aíslan a sí mismos en una cápsula autística para protegerse contra intercambios inadecuados con la madre. A ello se suma que “los niños autistas son ‘desafortunados niños’ que por esconder en su interior unas heridas permanentes e intensamente dolorosas y sensibles, se acorazan con una armadura casi infranqueable que les permite escudarse del intolerable, hostil e intrusivo mundo de los estímulos” (1993: 117).
¿No es este, acaso, el escenario que plantea Meyrink en su novela? Recordemos cómo, en El Golem, hace hablar a su protagonista:
Es el terror que se engendra en sí mismo, el horror paralizante del no ser inasible que no tiene forma y roe las fronteras de nuestro pensamiento (Meyrink, 2003: 126).
También, cuando Tustin se refiere a los niños “autistas encapsulados” o con “cascarón”, y repara en lo que los padres dicen de ellos señalando que están metidos como en un cascarón y que pareciera que no pueden escucharlos ni verlos, podemos reconocer las impresiones que causa el mitológico personaje Golem en los demás:
Ya sabía cómo era el extraño [...] pero su imagen, la que yo había visto frente a mí, seguía sin poder representármela [...]. Es como un negativo, un molde hueco e invisible, cuyas líneas no puedo distinguir, en el que debo deslizarme si mi propio yo quiere tomar conciencia de su forma y de su expresión (Meyrink, 2003: 31).
Como elementos de aislamiento la autora denomina figuras autistas a las sensaciones corporales que son exclusivamente táctiles (por ejemplo movimientos de la lengua), y objetos autistas a un cochecito duro, un retazo de tela, entre otros. Ambos elementos cumplen con mantener a los pequeños autistas en su encierro.
Desde otro punto de vista, Bruno Bettelheim (1967), un psicoanalista influyente en el campo del autismo, describe los motivos del aislamiento autista, de su soledad. Plantea que el autismo infantil nace del convencimiento original de que el ser humano no puede hacer nada respecto de un mundo que ofrece ciertas satisfacciones, pero no las deseadas. Como consecuencia, se retira a la posición autista.
En detalle, las razones por las que no se establece la comunicación con el exterior pueden ser varias. Enfatiza el hecho de que, cuando ciertos aspectos de la realidad son demasiado frustrantes, es posible que el sujeto no responda a ellos, o que le provoquen la creación de defensas o sustituciones más gratificantes a través de la imaginación. Pero, cuando la realidad se torna extremadamente destructora, el sujeto abandona sus intentos de probar. A partir de ese momento, el aparato mental solo se utiliza con el objetivo de proteger la vida, de un modo que excluye acciones respecto de la realidad exterior. Detrás de todo está la convicción de que no es posible evitar una respuesta que resultaría insoportable.
Bettelheim describe la desconexión que caracteriza al autista como un muro que está rodeando un vacío –habla de fortaleza vacía y de defensa–, de manera que cuando alguien trata de quebrar ese muro se desencadena la defensa del aislamiento. Se trata, en rigor, del mismo aislamiento que propone Tustin a través del concepto de encapsulamiento, y Meltzer con la noción de desmantelamiento: en todos los casos, el niño autista se refugia de su angustia bloqueando la entrada y la salida de experiencias de intercambio.
¿Qué tenemos entonces? Una certeza: la reciprocidad es el atributo esencial en esta nueva mirada de la soledad del autista, aunque no es bidireccional. Ocurre que las acciones de la madre logran efectos en el niño, pero lo que no se profundiza es el otro componente de la relación, que son las consecuencias que ocasionan en la conducta de los padres las peculiaridades propias de un niño con conductas autistas.
Por lo tanto, las contribuciones teóricas que dejan tras sí los primeros psicoanalistas que estudiaron el autismo parecen revelar que los padres no resultan invisibles a los ojos del hijo, hecho que el niño pone en evidencia cuando, al no encontrar las respuestas que necesita de sus padres, intenta por diferentes medios quedarse profundamente solo.
Una nueva mirada sobre la soledad del autista. el enfoque de la psicología cognitiva y las neurociencias
Con la versión de Ángel Rivière (1997), una vez más se ve enriquecida la noción de soledad propuesta por Leo Kanner. El autor plantea los fundamentos de la soledad del niño autista a partir de una esclarecedora definición de autismo: “[se trata de] aquella persona que por algún accidente de la naturaleza (genético, metabólico, infeccioso, etc.) ha prohibido el acceso intersubjetivo4 al mundo interno de las otras personas [...], aquel para el cual los otros y probablemente el ‘sí mismo’ son puertas cerradas”.
Por otra parte, los argumentos de Uta Frith proponen que “la soledad autista no tiene nada que ver con estar solo físicamente, sino con estarlo mentalmente” (1991: 35), dado que no pueden ingresar en el mundo interno de las personas.
El resultado de estas afirmaciones proviene de considerar que las personas autistas presentan dificultades en desarrollar el siguiente esquema de razonamiento interpersonal: “¿Qué piensas tú sobre lo que yo pienso que tú piensas?”. En el marco de la psicología cognitiva, esta dificultad tiene una explicación a través de la hipótesis de que el organismo posee un subsistema cognitivo llamado teoría de la mente. En forma sintética, podemos decir que tal constructo teórico hace referencia al mecanismo que nos permite tener creencias sobre las creencias de los otros y distinguirlas de las propias; asimismo, nos da la posibilidad de hacer o predecir algo en función de esas creencias atribuidas y diferenciadas de las personales.
En cuanto al enfoque de las neurociencias, los aportes de Rizzolatti y Craighero (2004) confieren a la teoría de la mente la siguiente explicación: la existencia de ciertos grupos de células especiales en el cerebro denominadas neuronas espejo permite comprender lo que los otros hacen y sienten, a partir de que la observación de la acción ajena causa la activación automática del mismo mecanismo neuronal iniciado por la ejecución de la acción. Sobre esta base afirman que sabemos cómo las personas se sienten porque, al recrear para nosotros los sucesos mentales y emocionales de los demás, experimentamos sus mismos sentimientos.5
En suma, tenemos dos motivos importantes de la soledad del autista. Uno, el sujeto no puede ingresar en el mundo interno de las demás personas. El otro pone de relieve el alcance de las neuronas espejo y plantea una perspectiva alternativa de la soledad mental del autista, porque para poder anticipar las acciones, los sentimientos y los pensamientos de los otros hace falta encontrar un semejante que refleje los propios. Probablemente esta nueva alternativa contribuya a pensar que las raíces del autismo son intersubjetivas.
Para finalizar, y enfatizando las huellas que dejan tras sí los avances producidos en distintos campos disciplinarios respecto del autismo, recurriremos a otra variante del universo metafórico. Es interesante, desde tal perspectiva, recordar las ideas centrales del prefacio de este libro. Volvamos para ello a lo que les sucede a los entrañables personajes creados por María Elena Walsh: a la tortuga Manuelita, a la reina Batata, a la hormiga Titina y a la vaca de Humahuaca.
¿Podrán sus vivencias guardar cierta similitud con el modelo particular sobre cuya base los psicólogos cognitivos describen el trastorno de mentalización? ¿Será por ello que esos personajes se encuentran mentalmente solos?
Creemos que sí, pues es viable conjeturar que la hormiga Titina no pudo anticipar las conductas atemorizantes de la araña, ni inferir su maldad, motivo por el cual no abandonó su caminata por la telaraña. ¿Por qué? Porque ella no pensaba que las amigas pensaban que ella iba seguir por la telaraña sin cuidarse a sí misma:
–¡Titina, no sigas! gritan las hormigas.
¡De mala manera la araña te espera con una tetera!
En cuanto se asome te caza y te come.
Y Titina ¡zas!, se cae para atrás del susto nomás.
Por lo mismo, la tortuga Manuelita no detectó, en la mirada del tortugo, que estaba enamorado de ella:
Manuelita una vez se enamoró de un tortugo que pasó.
Dijo: ¿qué podré yo hacer? vieja no me va a querer; en Europa y con paciencia me podrán embellecer.
Al retomar el hilo de la canción, advertimos que Manuelita no pensaba que el tortugo del que se había enamorado creía que ella pensaba que él era el amor de su vida; porque él no le daba indicios de que ambos pensaran lo mismo. Resulta entonces posible suponer cuán sola se habrá sentido la tortuga Manuelita mientras no se percataba de lo atractiva que le resultaba al tortugo, quien, por eso, la seguía esperando.
Tantos años tardó en cruzar el mar que allí se volvió a arrugar,
y por eso regresó
vieja como se marchó, a buscar a su tortugo
que la espera en Pehuajó.
Hasta aquí, es posible observar la propuesta de quienes estudian las interacciones entre las personas y, en este sentido, tenemos una clara caricatura de la soledad. Soledad que se le hace evidente a Manuelita cuando no le resulta posible compartir sus pensamientos y estados afectivos con el tortugo.
Sin embargo, no le pasó lo mismo a la vaca de Humahuaca. Ella se miraba bajo la lupa de otro espejo, el espejo de alguien que sí la pensó capaz de estudiar. Los que se encontraban sin recursos para imaginarse algo distinto de lo que veían fueron los habitantes de Humahuaca, pues solo vieron en la vaca una abuela. Pero finalmente:
Un día toditos los chicos se convirtieron en borricos
y en ese lugar de Humahuaca la única sabia fue la vaca.
En suma, las reflexiones hechas sobre los personajes de las canciones de María Elena Walsh subrayan y delimitan una de las formas en que se expresa el autismo: dificultades severas para captar el afecto y el pensamiento ajenos.
Sin embargo, es probable que si solo analizáramos esta situación desde las ópticas propuestas por la psicología cognitiva y las neurociencias, el problema de Manuelita y su tortugo quedaría reducido a dinamismos cerebrales que no funcionan como deberían hacerlo. Faltarían entonces elementos para descubrir por qué no advirtieron que, mutuamente, estaban enamorados. Lo que ocurre es que la verdadera puesta en escena de las pasiones y conflictos humanos que contribuyen a comprender las relaciones entre las personas implica un nivel de hipótesis diferente.
De ello nos ocuparemos en los capítulos 2, 3 y 4, cuando presentemos el análisis y la interpretación de casos clínicos concretos.
En resumen, la referencia a la soledad entendida como un muro construido con elementos propios de la herencia genética tiene profundas raíces en las ideas de Leo Kanner. Recordemos que este autor señala que un muro encierra al niño autista en una “atrincherada soledad” que se manifiesta en sus reiterados intentos para impedir o romper cualquier lazo afectivo con objetos o personas del mundo exterior.
Respecto de las investigaciones realizadas posteriormente por autores como Meltzer, Tustin y Bettelheim –enraizadas en la perspectiva psicoanalítica– creemos que, si bien aportan valiosos elementos para la comprensión del fenómeno en cuestión, plantean la soledad del autista como una función aislada, producto de factores innatos y/o de madres inadecuadas.
Lejos de desconocer la importancia de sus contribuciones, aquí se plantea otra mirada, una mirada que permite entender la soledad autista como producto de no sentirse pensado por el otro. Es decir que se impone en forma explícita el término intersubjetividad en la comprensión del cuadro estudiado. Llegamos a realizar esta aproximación luego de una lectura minuciosa de la hipótesis de la teoría de la mente propuesta por la psicología cognitiva.
Por otra parte, es claro que tampoco agotamos la reflexión sobre los ecos que despierta la convergencia del relato mítico y el científico, pero la cercanía establecida al menos nos permite resaltar que –por las conmovedoras narraciones y las diversas evidencias científicas– el autismo gravita en las inhóspitas trincheras de la soledad.
Aun más, aunque sea cierto que toda aproximación al tema es por naturaleza parcial, en el terreno del autismo esa parcialidad ayuda a superar las limitaciones de una concepción individualista de la soledad.
Ahora sí, para cerrar, detengámonos en la particularidad de la siguiente cita de la novela de Meyrink.
Nadie me respondió, pero sentí que algo así como una angustia inconsciente nos ataba la lengua (Meyrink, 2003: 58).
Y notemos que lo que el Golem dice es que sintió una especie de angustia inconsciente que “nos ataba la lengua”. No es casual que hable en primera persona del plural, desde un nosotros. Ocurre que su mutismo es especular, bidireccional, compartido. Ocurre que la profunda angustia se coconstruye. La soledad también:
Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinita, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes (Meyrink, 2003: 79).
A partir de aquí, en los próximos capítulos procuraremos profundizar las raíces intersubjetivas de las que se nutre la soledad del autista, a través de la exposición de diferentes situaciones clínicas. Para ello, partiremos de esta problemática: ¿Cómo el niño pequeño con signos clínicos de autismo abandona la inhóspita soledad en la que se atrinchera cuando no se siente pensado por el otro?