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El aleteo del cóndor

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En octubre, Truman partió hacia Nueva York en un bus de la compañía Greyhound. Usaría ese recuerdo en Plegarias atendidas: “En mi maleta, casi nada: ropa interior, camisas, artículos de tocador y muchos anotadores, en los que había garabateado poemas y algunos relatos cortos”. ¡Al final del camino, quedó deslumbrado! Recordaría toda su vida esa luz del sol otoñal de Manhattan a su llegada. Fue un flechazo, el comienzo de un amor que duraría para siempre. Porque a pesar de que vivió a veces en otros sitios, Nueva York sería siempre su verdadero lugar, donde le gustaba caminar deteniéndose en las esquinas para ver deambular a los transeúntes, donde nunca anochecía en Broadway, donde la luz del día se doraba con el crepúsculo, y a la noche se volvía blanca, como el rostro de los soñadores.

Lillie Mae tenía grandes ambiciones para su hijo y no escatimó en gastos: inscribió a Truman, el pequeño provinciano, en la famosa Trinity School, adscripta a la Iglesia episcopal, en la que se comenzaba el día con plegarias, de rodillas los viernes, y que imponía la comunión en los días sagrados. Era un establecimiento muy solicitado, con cuotas elevadas, que tenía alrededor de cuatrocientos alumnos repartidos en tres niveles: maternal, primaria y secundaria. Había pocos niños por clase y el recién llegado que venía del Sur profundo se destacó desde el principio. Muy dotado en el gimnasio, hacía las vueltas de carnero a gran velocidad, girando como un sol, y bailaba muy bien, sin hablar de que gracias al invierno de Nueva York descubrió el patinaje artístico, en el que muy pronto se distinguió con sus figuras y secuencias rápidas. La pista de patinaje de Gay Blades, en el West Side, se convirtió en uno de sus lugares favoritos. Para algunos, Truman era realmente la mascota de la clase. Sin embargo, también podía sorprender a sus compañeros pataleando y vociferando en la puerta del despacho del director, en un día de grandes contrariedades. Truman daba espectáculos.

En el verano de 1933, la familia Capote se mudó del barrio de Brooklyn a un hermoso apartamento antiguo sobre Riverside Drive en Manhattan. Cambió de decorado también en la vida familiar. Los Capote gastaban en exceso, ofrecían muchas recepciones, con todo lujo, frecuentaban los teatros y los night-clubs de moda, viajaron a las Bermudas, a Cuba y dos veces a Europa. Lillie Mae era feliz, usaba buena ropa y joyas, sobre todo amatistas, y sacaba ventaja de su aspecto de beldad sureña original y exótica. Pero ahora ya no era la provinciana ingenua de sus comienzos: iba del brazo de un hombre rico y se sentía cada vez más cómoda en su papel de esposa adulada. Era graciosa y coqueta, sabía realzar su belleza, se vestía y se peinaba con elegancia, aspiraba a formar parte de la Café Society rica y mundana. Y no actuaba realmente como una madre de la época porque era joven, a veces entusiasta, a veces dura e hiriente, quería estar orgullosa de su hijo, y vigilaba escrupulosamente su vestimenta y sus salidas. Truman era hermoso, ella lo adoraba, ella lo tiranizaba. En cambio, Joe Capote era tranquilo y más ecuánime: le gustaba la diversión y les enseñó a bailar la rumba a Truman y a sus jóvenes amigos. Era alegre, cultivaba la paciencia y la indulgencia, y muy pronto se estableció una buena relación entre ellos.

El cambio de marido y de vida llevó a la madre de Truman a abandonar muy pronto su nombre de pila, que consideraba pasado de moda y pueblerino. Prosiguió su metamorfosis. Miss Faulk había sido antes Mrs. Persons y ahora Mrs. Capote, y Lillie Mae sería Nina –como si se inspirara en la muy chic Nina Ricci–, que le parecía más moderno y también más cosmopolita. Joe y Nina dieron vuelta definitivamente la página de sus orígenes y, vestidos con bellos atuendos, frecuentaban las veladas mundanas, se entusiasmaban con los caballos e iban a las carreras. Nina jugaba en Belmont y Joe era un inveterado apostador. La vida era hermosa, por fin tenía Truman padres presentes, aun cuando, en muchos sentidos, otra vez parecía estar de más en esa pareja simbiótica que adoraba la vida agitada. A veces pensaba en Alabama con nostalgia, superponiendo sin cesar dos visiones:

En el campo, la primavera es la época de los pequeños acontecimientos que llegan en silencio: brotan los jacintos, los sauces arden de pronto con un fuego verde escarchado, el crepúsculo se demora en largas veladas y la lluvia de medianoche abre las lilas. Pero en la ciudad, suenan los organillos y el aire se llena de olores que ya no son disipados por los vientos invernales. Las ventanas cerradas durante mucho tiempo empiezan a abrirse y las conversaciones franquean los límites de las habitaciones, chocan con el tintineo de las campanillas de los vendedores ambulantes. Es la loca estación de los globos y los patines con rueditas. (“El halcón decapitado”, en Un árbol de noche).

Truman dividía su tiempo entre dos lugares que amaba: Nueva York durante el año escolar y el Sur en las vacaciones. Lejos de allí, en París, el año 1933 estuvo marcado por la publica­ción de La gata de Colette, a quien Truman conocería años más tarde en la casa de la escritora, en su cuarto que daba a los jardines del Palais-Royal, mientras André Malraux publicaba su famoso prefacio al Santuario de Faulkner. Este y Capote se harían amigos: dos escritores del Sur que tenían el mismo editor, Random House. El Sur era una felicidad simple y campestre, alterada por un episodio aterrador, que volvió a la memoria de Capote al recordar su infancia: la mordedura de una víbora, que le causó un profundo impacto y lo obligó a faltar a la escuela durante dos meses. Lo relató en “Vueltas nocturnas. Experiencias sexuales de dos hermanos siameses” (Música para camaleones):

Cuando tenía nueve años, me mordió una serpiente mocasín de agua. Había salido a explorar con algunos primos un bosque perdido a más de diez kilómetros de la pequeña ciudad rural de Alabama, donde vivíamos. Por ese bosque corría un pequeño río transparente. Un grueso tronco caído lo atravesaba como un puente. Mis primos corrían de una orilla a otra sobre el tronco haciendo equilibrio. Pero yo decidí vadear el río. Cuando estaba por llegar a la orilla opuesta, vi una enorme serpiente mocasín de agua que nadaba, ondulando en la superficie del agua. Se me secó la boca y quedé paralizado, entumecido, como si me hubieran inyectado novocaína en todo el cuerpo. La serpiente seguía deslizándose, venía directamente hacia mí. Cuando estaba a pocos centímetros, giré bruscamente y resbalé sobre un lecho de piedras lisas del fondo del río. La serpiente me mordió en la rodilla. Gran agitación.

A la descripción del pavor del niño, a quien sus primos llevaron corriendo sobre sus hombros, se agregan las observaciones sobre la vida en el campo: en las granjas solitarias del Sur, todos sabían que en casos de urgencia había que trasladarse de inmediato en una carreta y que el remedio contra la mordedura de una serpiente venenosa consistía en aplicar filetes de pollo sobre la herida. La granjera y los primos lo hicieron rápidamente en el lugar, y durante el lento y caótico trayecto hasta la ciudad. Luego telefonearon a un hospital de Montgomery, que estaba a ciento cincuenta kilómetros: el médico llegó horas más tarde, con un suero, para atender al niño, que se encontraba en mal estado. Truman se recuperó, pero las serpientes siguieron presentes en su vida, como una especie de obsesión.

El joven Truman empezó sus clases en Trinity School con retraso, aprendió latín, y obtuvo excelentes resultados en primer año, aunque luego decaería. Pero sus redacciones eran publicadas en el diario de la escuela y eso era para él lo más importante. Cada vez se parecía más a su madre: la misma piel suave, el mismo cabello dorado, la misma morfología. La parte superior del cuerpo bastante delgada, y las caderas y las piernas, sólidas. Tenían la misma boca, la frente alta y despejada, una mirada de porcelana. El 11 de julio de 1934, se produjo un giro fundamental en su vida: Joseph García Capote entregó en el tribunal de primera instancia de Manhattan la solicitud de adopción de Truman. La audiencia de adopción en el tribunal de tutela se realizó el 28 septiembre y el fallo se emitió el 14 de febrero de 1935: a partir de ese momento, Joe Capote fue su padre legal. Truman Streckfus Persons se convirtió en Truman García Capote. Tomó distancia de su padre biológico: ahora lo llamaba Persons. Evidentemente, los mismos argumentos de antes –estafas, períodos en prisión, reincidencias– habían jugado en contra de este hombre. Pero la última crueldad provino del propio Truman, que le envió a Arch un duro mensaje: “Te agradecería que solo me llamaras Truman Capote, ya que todo el mundo me conoce ahora con ese nombre”.

El Truman de esa época tenía el corazón dividido: había nacido Persons y se convirtió en Capote. Y acababa de repudiar a su padre con una insigne crueldad, por inconsciencia o venganza: ahora ya no importaba. ¿Acaso no había cambiado su madre su nombre y su apellido para empezar de nuevo? Truman amaba a las jóvenes brillantes y se enamoraría perdidamente de muchachos hermosos. Del mismo modo, continuaba profundamente apegado a Alabama, pero seguía deslumbrado con Nueva York. Las veladas musicales sobre el Misisipi aún resonaban en su memoria, soñaba con tocar la guitarra y cantar en los night-clubs. Ahorró para comprar una guitarra, tomó clases todo el invierno, pero se aburrió rápidamente con los ejercicios de principiante, aunque tenía mucha paciencia con sus galimatías literarios, y terminó dándole su guitarra, que se convertiría en el accesorio de muchos de sus personajes de ficción, a un desconocido en una estación de autobús. Los encuentros breves, en tránsito, el azar: eso era Truman Capote.

En realidad, no andaba bien: en la casa se mostraba inestable y de noche era sonámbulo. Su madre, preocupada, le pidió a un profesor que lo acompañara hasta la casa después de las clases. Truman sufrió manoseos: el profesor abusaba de la situación al regresar del colegio. Esos trayectos parecían salidos del relato de Tennessee Williams “Los misterios del Joy Rio”, en el que el hombre y el muchacho se desabotonan furtivamente en la galería oscura de un viejo cine. Todo estaba mal. Ansiosa por tener un hijo con Joe Capote, Nina se disponía a abandonar nuevamente a Truman. En efecto, inscribió al frágil adolescente en una nueva escuela episcopal, una rígida escuela militar en Ossining, en una aldea que quedaba a cuarenta y cinco kilómetros de Manhattan: la St. John’s Military Academy. Aunque era cierto que esas escuelas militares del valle del Hudson formarían a todos los hijos varones de los ricos de Nueva York, para Truman, que partió hacia allí con entusiasmo, significó una debacle. Se decepcionó de inmediato: detestaba los dormitorios comunes y el ambiente viril y brutal. Sus compañeros se burlaban de su acento sureño, de su voz aguda, de su baja estatura, se reían de sus modales graciosos. La intolerancia era atroz. Truman se sentía hostigado y pronto fue sexualmente explotado por los adultos. Quería evadirse. Le escribió a Louis Armstrong, que era famoso en Harlem, para pedirle un trabajo en el Cotton Club, pero fue en vano. Y para colmo de males, su madre solo lo visitó dos veces y se negó a retirarlo del internado durante el año escolar. Lloraba, odiaba la escuela, echaba de menos Alabama, ya idealizada en la vena bucólica como un mundo pastoral, lleno de dulzura y poesía. Mientras experimentaba ese horrible sentimiento de abandono, lo inscribieron una vez más en Trinity School, en el otoño de 1937, para su gran alivio. Durante esos años conflictivos, jamás dejó de escribir:

Mis tareas literarias ocupaban todo mi tiempo: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza, las diabólicas complejidades de separar los párrafos, la puntuación, el lugar del diálogo. Sin hablar del plan general, del gran arco exigente que va del medio al comienzo y al final. Hay que aprender tanto, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación diaria.

De hecho, mis textos más interesantes de aquellos días fueron simples observaciones diarias que anotaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones de conversaciones que oía. Habladurías locales. Una especie de crónica, un estilo de “ver” y “oír” que más tarde influyó seriamente en mí, aunque en esa época no era consciente de ello, porque todos mis escritos “terminados”, los que pulía y mecanografiaba cuidadosamente, pertenecían más o menos a la ficción. (Prefacio a Música para camaleones).

En 1939, los Capote se mudaron de Manhattan a Connecticut. Vivían en el barrio de Greenwich, Millbrook, en Orchard Drive. Era un enclave en medio del bosque con un centenar de bellas propiedades construidas en estilo Tudor, sobre un dominio que incluía dos grandes lagos en los que se navegaba en verano y se patinaba en invierno y un country club para los residentes. El dominio estaba cerrado y un guardián custodiaba el gran portón con columnatas: ya se había instalado el fenómeno de los barrios cerrados, reservados para la gente acaudalada. Las parejas hacían fiestas a la noche, cuando volvían los maridos que trabajaban en Nueva York: se aturdían, bebían mucho. Estaban en familia: todo el mundo se conocía. Nina, con su espíritu gregario, organizaba veladas. En Halloween, por ejemplo, en una hermosa noche de luna llena, los jóvenes realizaron una búsqueda del tesoro: fueron de casa en casa, en pequeños grupos, para encontrar los objetos anotados en su lista. Luego regresaron a la casa de Nina y bailaron hasta el alba: los jóvenes vestidos con traje y corbata, y las muchachas, de falda. Se divertían en un clima familiar y amable, entre personas del mismo ambiente.

Truman nunca pasaba inadvertido. Con su voz aguda como un ave del paraíso, patinador virtuoso, procedente de Manhattan, pronto adquirió ascendiente sobre una banda de pillos maliciosos, porque como antes en la granja, sabía organizar diversiones y fiestas. Además, la revista literaria de Trinity School empezó a publicar sus textos, notables para un jovencito de su edad. Se despertaron en él fuertes admiraciones literarias: Poe, Stevenson y Dickens en la escuela, entusiasmos pasajeros, sin embargo, que pronto dieron lugar a pasiones más constantes: Austen, Turguéniev y Chejov. Entre los norteamericanos, Capote admiraba a Henry James y Willa Cather, dos orfebres del estilo y del punto de vista narrativo. En esa época, estuvo muy ligado a la alegre Phoebe Pierce, con quien se entendía tan bien que rápidamente le pidió matrimonio. Cada uno viviría su vida, le dijo Truman, que pronto conoció el gran amor con el joven más apuesto del colegio. Phoebe no entendía el futuro de ese modo, pero eso no les impidió soñar con abandonar juntos Greenwich para establecerse en Manhattan, que era para ellos el lugar mágico por excelencia. Leían a los autores ingleses que sorprendían por su audacia de vida y de estilo, como Wilde y Saki, compraban The New Yorker y se apasionaban por la poesía. Preparaban juntos escapadas secretas para los fines de semana: iban a las discotecas de los alrededores, a New Rochelle o a Stamford, e incluso llegaban hasta Manhattan cuando habían ahorrado lo suficiente. Frecuentaban los cabarets y los clubes de jazz donde actuaban Lionel Hampton y Billie Holiday: una voz desgarradora, un bello rostro marrón con ojos indios, Billie, la mujer de satén que cantaba “Never had no kissin’… Oh, what I’ve been missing… Lover Man, oh, where can you be?”... Los dos adolescentes sonreían, cómplices, cuando Billie empezaba “Moonlight in Vermont”. Phoebe y Truman se atrevían a ir a veces a lugares prestigiosos, como el Stork Club o El Morocco, para los que había que usar ropa de cóctel negra. Truman conocía un poco porque ya había estado allí con Nina y Joe, y llevó a Phoebe. Ambos eran extraordinarios bailarines: todos los miraban en la pista y el establecimiento les regalaba las consumiciones y, a veces, incluso la cena. Truman era incomparable para los ritmos latino-norteamericanos. Le encantaban las banquetas rayadas y el ambiente de El Morocco, que frecuentó durante más de treinta años ¡y al que más tarde, invitaría a bailar a Marilyn Monroe! Pero ahora, pronto debería correr a la estación Grand Central para regresar con el último tren, a la medianoche. Risas en el cine Pickwick de Greenwich, en Boston Road, donde imitaban los diálogos durante la proyección. Más risas cuando Truman invitaba a toda la pandilla a su casa para fumar los habanos de Joe Capote y beber los licores de Nina escuchando la música de moda. A Truman le gustaba hacer payasadas: una noche empezó a pedirles un penny a los transeúntes con un pretexto virtuoso, y luego, con los bolsillos llenos, les pagó consumiciones a sus amiguitas. Nunca le faltó imaginación para dirigir a los demás. Phoebe Pierce y Truman Capote fueron inseparables en aquellos años de Greenwich. Eran dos solitarios que se querían como hermano y hermana: Phoebe flirteaba con otros muchachos y Truman también.

Inscripto en la Greenwich High School, el adolescente decidió focalizar realmente toda la atención, captar la luz. No tenía ninguna duda: sería escritor. Por eso, empezó a actuar a su antojo: estudiaba a fondo las materias que le gustaban, descuidaba el resto, inventaba pretextos para justificar sus retrasos e incluso sus faltas. Era nulo en álgebra, flojo en idiomas: se concentraba en la escritura. Pronto le llamó la atención a su profesora de Literatura, Miss Catherine Wood, una solterona de rostro anguloso y cabellos grises. Era una fina pedagoga y sus alumnos la querían. Miss Wood descubrió los dones de Truman y decidió ocuparse de él. Le preparó un programa especial, le inculcó la gramática, la sin­taxis, las estructuras de la poesía. Le enseñaba después de clase, lo alentaba, intercedía por él ante su colega de álgebra, que le ponía malas notas. Incluso llegó a ir a la casa de los Capote para reprender a Nina, que decididamente no comprendía los gustos de su hijo, y para defenderlo ante ella, para que tomara conciencia de las condiciones excepcionales de su hijo. Al final de la conversación, le predijo a su madre que Truman se haría famoso. Sin duda alguna, la anciana dama de los collares de perlas, que conversaba con Truman como si fuera un adulto y le prestaba libros, cambió la vida del joven. El salvaje de las letras se ejercitaba bajo la mirada amable pero rigurosa de una educadora fuera de serie, que transformaría a ese niño precoz en un consumado escritor. El 26 de julio de 1941, Truman le escribió desde Monroeville, Alabama:

Querida Miss Wood,

Pasé tres semanas en Nueva Orleans y volví a Monroeville ayer a la noche. Fue una agradable sorpresa para mí encontrar su cariñoso mensaje. Lamento mucho lo de su padre y espero que se mejore […].

¡Me he vuelto ruso con una venganza! Terminé finalmente Guerra y paz. También leí Contrapunto de Huxley. Está muy mal escrito, no tan mal escrito como confuso. Pero sirve para aprender hasta dónde puede llegar la sofisticación ultramoderna.

Atravesé los pantanos del río Pearl, en Luisiana. Me llevó tres días y fue como estar en una jungla, pero mucho más peligroso. Esos pantanos están habitados por cajunes (espero haberlo escrito correctamente) ¡y todo es tan salvaje allí que algunos niños jamás habían visto un blanco! Fue realmente una gran experiencia y recogí toda clase de materiales y flores silvestres, e incluso un caimán bebé que le enviaré a usted contra reembolso, si lo desea. ¡Es un pequeño monstruo!

Escríbame. Con todo mi amor.

Truman

(Un placer fugaz - Correspondencia)

Truman le agradecía así sus consejos. Durante toda su carrera, le envió sus libros, humilde y fiel, y se mantuvo en contacto con ella, hasta el punto de que “Woody” estuvo entre los invitados prestigiosos en el famoso Baile en Blanco y Negro que dio en el Plaza, unos treinta años más tarde.

Finalmente, Nina y Joe se aburrieron de Connecticut: no les gustaban demasiado los placeres de esa aldea de ricos, las flores, la jardinería, el golf y el squash. Truman los convenció de regresar a Nueva York, y se dispuso a ayudarlos con la mudanza y la instalación en el 1060 de Park Avenue, un bello lugar a la altura de la calle 87, el verdadero barrio elegante del Upper East Side. Era un apartamento antiguo, con una amplia sala y dos dormitorios grandes separados por un cuarto de baño: uno muy bien arreglado para Truman, con una cama inmensa y una cómoda, y el otro para Nina y Joe. Las piezas de servicio estaban en el fondo. Truman instalaba su máquina de escribir en la cocina cuando escribía de noche. A menudo, la sala desbordaba de invitados. Nina recibía mucho, con magnificencia: era conocida por sus banquetes lujosos y su sabrosa cocina del Sur. Truman se reencontró, encantado, con los aromas de las comidas de su infancia y también invitaba con frecuencia a sus nuevos amigos. Fue un tiempo de tregua, en el que Nina, Joe y Truman formaban una familia unida, acogedora, deliciosamente mundana, agradablemente exótica con sus raíces que remitían a Cuba y al viejo Sur.

En 1942, Truman tuvo que cambiar de colegio: lo inscribieron en una escuela privada del West Side, el liceo Franklin, donde Nina le hizo repetir el último año. El establecimiento, muy atento a la opinión de las familias, flexibilizaba mucho la obligación de la asistencia. Una vez más, Truman se hizo notar por la calidad de sus escritos: los profesores, impresionados, hacían circular entre ellos los textos de ese debutante precoz y el director se guardó algunos textos originales, que más tarde vendió a precio de oro en subastas. La revista literaria del liceo, Red & Blue, publicó sus poemas. Estimulaba a los amigos del comité de redacción, del que luego fue un miembro muy activo y, en 1943, ganó el premio de ficción literaria, que confirmó una vez más su vocación de escritor. Sin convicción y sin gloria, aprobó su examen final. No le serviría para nada, ya que no pensaba ir a perder tiempo a la universidad, que, a su juicio, solo servía para los que querían ser médicos o abogados, sin la menor modestia, ya se consideraba a sí mismo un verdadero escritor, como un pianista listo para dar su primer concierto en público. Solo le faltaba hacerse conocer, publicar, vivir de su pluma.

Después de superar la fase de bebedora social, Nina empezó a consumir demasiado licor de durazno y scotch. Sus celos por los éxitos femeninos de Joe, que era, por su parte, muy posesivo, se acentuaron. Tampoco aceptaba demasiado la homosexualidad de su hijo y lo insultaba con violencia. Además, atacaba sus manuscritos. En la casa, a veces había un clima execrable, pero afuera, Truman era feliz y libre, capaz también de grandes raptos de amistad. Su ingenio gustaba mucho entre las jóvenes liberadas de la buena sociedad, de modo que durante la temporada 1942-1943, circuló formando un cuarteto, que pronto fue inseparable, con la extravagante Carol Marcus, hija de un magnate, Oona O’Neill, hija del escritor de teatro Eugene O’Neill, que había ganado el premio Nobel seis años antes, y Gloria Vanderbilt, una heredera que estaba en el candelero. El dueño del Stork Club, orgulloso de recibir a clientes tan distinguidos, para congraciarse con ellos, les regaló los cuatro almuerzos. No fue un detalle menor: el estudiante de dieciocho años tomó conciencia rápidamente de las facilidades que se le otorgaba a una personalidad importante, de los privilegios de la notoriedad. Por el momento, era el bufón que contaba historias, el seductor que sabía recitar los versos de sus poesías, el bailarín que deslumbraba a las bellas debutantes con los pasos de un tango: era un caballero andante y, por supuesto, ellas lo adoraban con fervor. Al mismo tiempo, Truman empezó a medir su poder de seducción: hizo su entrada en el mundo, un mundo que se reconocía en el film de Orson Welles Soberbia, recientemente estrenado en las pantallas de Broadway. Él, que todavía era un figurante al lado de ricas herederas, quería su lugar en el banquete, ser uno de ellos y tener su parte de celebridad. Desde ese momento, su ambición fue más fuerte que nunca y jamás lo abandonaría: escribía desde hacía unos diez años, tenía talento y en un poema de sus años de juventud, “Sand for the Hour Glass”, escrito para el Franklin Literary Magazine, se comparó a sí mismo con un “poderoso cóndor”. ¿Pensó en “El albatros” de Baudelaire? Tal vez leyó en el diccionario la descripción del pájaro: “Especie de gran buitre de América del Sur, que habita en los Andes. El cóndor mide 1 m de largo y por lo menos 3 m de envergadura. Su plumaje es negro azulado, matizado de gris y blanco en las alas. Se lo caza por sus plumas”. ¡Bella premonición! Ave de envergadura, ave de elegante plumaje, ave que planea, ave carnicera: Truman Capote sería todo eso. Y también sería un pájaro cazado.

Truman Capote

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