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ОглавлениеPrólogo
Por qué la Literatura hechiza al Cine
ENTRE UN 30 % Y UN 40 % DE LAS películas que se producen cada año en el mundo están basadas en obras literarias. Si a esa cantidad añadimos las que se basan en sucesos reales o en biografías (este año hemos tenido un auténtico boom de biopics[1]: Chaplin, Hoffa, Malcolm X, etc.), ese porcentaje se eleva hasta casi el 50 % de la producción mundial, lo que revela muy a las claras su importancia en el contexto actual.
Si ahora acudimos a los grandes premios cinematográficos, veremos que la proporción crece todavía más, como si los estudios volcaran su atención especialmente en este tipo de proyectos. Durante la década de los ochenta, la Academia de Hollywood concedió el Oscar a la mejor película casi exclusivamente a filmes basados en un material precedente: cintas que provenían de novelas (Gente corriente, La fuerza del cariño), obras de teatro (Amadeus, Paseando a Miss Daisy), biografías (Gandhi, El último emperador) e historias reales (Carros de fuego, Memorias de África). En los noventa, esa tendencia parece confirmarse: Bailando con lobos y El silencio de los corderos.
Es lógico, por tanto, que nos preguntemos: ¿Por qué la Literatura tiene tanto atractivo para el Cine? ¿Por qué una adaptación parece tener más posibilidades de éxito que una historia original?
LAS ADAPTACIONES CINEMATOGRÁFICAS EN ESPAÑA
Echemos ahora una ojeada a nuestra producción cinematográfica. A simple vista, también en nuestras fronteras parece cristalizar este fenómeno, especialmente en los últimos diez años. Tras dos adaptaciones magistrales de Mario Camus, que fueron altamente valoradas en los certámenes europeos (Oso de Oro en Berlín para La Colmena, 1982; y dos Premios en Cannes para Los santos inocentes, 1984), los productores españoles parecieron descubrir repentinamente las posibilidades cinematográficas de nuestra literatura, y las películas más importantes que vinieron después fueron en su mayoría adaptaciones.
En 1987 se recrearon para el cine con enorme éxito obras literarias «de prestigio»: Divinas palabras, de Valle-Inclán; La casa de Bernarda Alba, de Lorca; y El bosque animado, de Fernández Flórez. Dos años más tarde, el recurso a piezas clásicas (Esquilache, sobre un texto de Buero Vallejo; Sangre y arena, sobre el libro de Blasco Ibáñez; y El regreso de los mosqueteros, sobre la novela de Dianas) se unió en la pantalla con el resurgir de la literatura contemporánea: Si te dicen que caí (J. Marsé), El río que nos lleva (J. L. Sampedro), El mar y el tiempo (F. Fernán Gómez), etc.
En 1990 se recupera de nuevo a Miguel Delibes, cuyas novelas habían propiciado algunas de las mejores películas de la transición: La guerra de papá (1976), a partir de El príncipe destronado, y la ya citada Los santos inocentes (1984). Ahora se acomete la adaptación de El Tesoro y La sombra del ciprés es alargada, aunque no con demasiada fortuna.
Un año después, las fuentes literarias se diversifican y encontramos filmes basados en crónicas periodísticas (La noche más larga, sobre el libro de Pedro J. Ramírez), en cuentos tradicionales (Marcelino, pan y vino, remake de la versión clásica de los cincuenta), en bestsellers de ficción (Beltenebros, El rey pasmado, Cómo ser mujer y no morir en el intento) e incluso en libros de pensamiento: El cielo sube se realizó sobre Oceanografía del tedio, de E. D’Ors.
En 1992, por último, conocimos adaptaciones sobre textos teatrales de enorme éxito, aunque menos recientes: Una mujer bajo la lluvia (basada en La vida en un hilo, de Edgar Neville), y Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?, pieza de Adolfo Marsillach que llevaba casi once años en escena. Junto a ellas, volvieron también las novelas de escritores de renombre: Pérez-Reverte (El maestro de esgrima), Álvaro Pombo (El juego de los mensajes invisibles, versión fílmica de su novela El hijo adoptivo) o Vázquez Montalbán (Los mares del Sur y —atención— El laberinto griego: esta última fue escrita primero como guion y elaborada luego como novela por él mismo). En 1993 se trabajan adaptaciones con alto presupuesto y a partir de escritores conocidos: La tabla de Flandes, de Pérez-Reverte, producida con capital americano; la segunda parte de Cómo ser mujer...; y Ciudadano Max, sobre un texto de Vázquez Figueroa, entre otras.
Esta profusión de adaptaciones literarias ha tenido también su reflejo en la entrega anual de los premios nacionales de cinematografía. Desde el nacimiento de los premios Goya en 1986, nuestra Academia ha otorgado casi siempre a una adaptación el premio a la mejor película: el primer ganador fue El viaje a ninguna parte (1986), basado en una pieza teatral de Fernando Fernán Gómez; después, El bosque animado (1987), primer filme que acaparó un elevado número de galardones —cinco— y que se convirtió en el detonante de una masiva irrupción de la literatura en el cine. En 1989 fue El sueño del mono loco, adaptación de una novela de Christopher Frank; y en 1990, la inolvidable ¡Ay, Carmela! —basada en una pieza teatral de Sanchis Sinisterra— que se ha convertido en la película más galardonada de nuestra historia: trece Goyas, incluidos los cinco grandes: mejor filme, director, actor principal, actriz principal y guion adaptado.
En los dos últimos años, el triunfo de las adaptaciones persiste. En 1991, El rey pasmado obtuvo ocho Goyas y fue la cinta más galardonada, aunque no lograse el premio a la mejor película. Y en 1992, El maestro de esgrima, Goya al mejor guion adaptado, tuvo el honor de ser la segunda película más premiada y, sobre todo, el privilegio de representar a España en los Oscars: fue seleccionada por nuestra Academia como candidata a la mejor película extranjera.
El fenómeno de las adaptaciones tiene también su correlato en España. Por eso, la pregunta que enunciábamos al comienzo parece ahora más acuciante: ¿Por qué la Literatura tiene tanto atractivo para el Cine? ¿Por qué los productores recurren con tanta frecuencia a ella?
SEIS MIL CINEASTAS EN BUSCA DE UN GUION
Son incontables los guionistas y directores que cada día salen a la calle en busca de novelas u obras de teatro para adaptar. Algunas personas del mundo del cine, los analistas de historias, viven precisamente de eso: de leer todas las obras que llegan a una compañía productora —elaboran una sinopsis y un informe crítico en dos folios— para descubrir las que verdaderamente pueden funcionar en la pantalla.
La demanda de material literario es tan alta que todos los estudios de Hollywood tienen «espías» en Nueva York con la exclusiva misión de descubrir —antes que ningún otro— posibles historias para el cine: asisten a los ensayos previos al estreno teatral, repasan las novedades editoriales de ficción y llaman frecuentemente a los agentes literarios en demanda de manuscritos con potencial dramático. Como consecuencia, muchas veces los derechos para el cine se han conseguido ya antes de que la novela se publique —así sucedió con Parque Jurásico— o antes de que la obra se estrene: Algunos hombres buenos.
Por supuesto, existe también la otra cara de la moneda. Junto a toda esta actividad de búsqueda, hay cientos de agentes literarios que envían a los estudios toda obra literaria que juzgan mínimamente idónea para el cine.
En esta carrera por comprar o vender los derechos, los productores tienen, sin embargo, que sopesar su juicio. Es mucho lo que cuesta comprar un libro y poco lo que da de sí si no tiene posibilidades de adaptarse a un nuevo lenguaje. Necesitan estar seguros de que no tiran el dinero, de que la obra realmente va a funcionar como película; por eso, como precisan de un cierto tiempo para analizar el material, lo que hacen no es comprarlo inmediatamente, sino adquirir una opción de compra por un tiempo determinado.
Normalmente, las grandes productoras americanas pagan entre 5000 y 100 000 dólares por una opción de un año. Pero a veces esas cifras se disparan si hay varios estudios que pujan por conseguir el libro. Cuando Kim Wozencraft terminó su primera novela, Rush[2], no aspiraba a ganar más de los 2500 a 75 000 dólares que cualquier editorial suele adelantar por una edición de tapa dura a un escritor primerizo. Sin embargo, la obra llegó a varias compañías que se entusiasmaron con la historia, y la puja creció hasta tal punto que Richard Zanuck (productor de Tiburón y Paseando a Miss Daisy) llegó a pagar un millón de dólares por la novela. En ese momennto, Rush no estaba ni siquiera en galeradas: era tan solo un manuscrito inédito que una agente había mandado a los estudios para probar fortuna.
Desde luego, si algo está claro en el negocio de las adaptaciones es que el escritor siempre sale ganando. Que se lo digan, si no, al prolífico Pérez-Reverte, que vio cómo crecían geométricamente las ventas de El maestro de esgrima tras el estreno de su adaptación cinematográfica. Por los derechos para el cine no recibió una suma demasiado elevada —tres millones y medio de pesetas—, pero el libro ha sobrepasado ya los cien mil ejemplares y va camino de doblar esa cifra.
En el mercado americano, la mayoría de los escritores sueñan mucho más con los beneficios de una adaptación cinematográfica que con los estrictamente literarios. Que su obra sea llevada al cine —tanto si es apenas conocida como si es un bestseller— puede suponer para él beneficios millonarios. Warren Adler, que vio cómo su desconocida novela La guerra de los Rose se convertía en una película taquillera, vendió a TriStar Pictures su siguiente novela (Private lies) por un millón doscientos mil dólares: la cifra más alta que se ha pagado jamás por un manuscrito inédito que ni siquiera han visto los editores. En el otro extremo está Michael Crichton y su famoso Parque Jurásico, por el que la Universal pagó en su día un millón y medio de dólares. Crichton ganó también varios cientos de miles de dólares por el guion y el honor de trabajar con Spielberg en una película que está rompiendo todos los records de taquilla.
Sin embargo, a veces la suerte tarda en llegar. Alex Haley, que en 1965 publicó La autobiografía de Malcolm X y vendió la primera opción de compra a la Warner, ha tenido que esperar casi veinte años para que se ejecutase la opción y cobrar así la cuantía total de sus derechos.
Precisamente para evitar el —a veces— larguísimo período de la preproducción, algunos agentes tratan de vender el libro a alguien que sea productor y editor simultáneamente. Lo hacen también con la esperanza de que el acuerdo cinematográfico aumente la tirada de la novela y los iniciales beneficios de su cliente. Esto es lo que hizo Virginia Barber, agente literaria de Nueva York, con una escritora primeriza; y así, la primera novela de Marti Leimbach, Dying Young (la película se llamó en España Elegir un amor), recibió de la editorial Doubleday no el habitual adelanto de 2500 a 7500 dólares, sino más de 500 000 por la edición de tapa dura (además de los 300 000 dólares por los derechos para el cine). Coincidiendo con el estreno del filme, las ventas de la edición en rústica sobrepasaron los 700 000 ejemplares.
EL PROBLEMA DE LA FIDELIDAD AL TEXTO
Una de las cuestiones más debatidas cuando se plantea el tema de las adaptaciones es precisamente el grado de fidelidad al texto literario. Por extraño que parezca, este ha sido durante muchos años el principal y casi único criterio para valorar el acierto de una adaptación. Se olvida, o se quiere olvidar, que el cineasta goza también de su legítimo ámbito creativo.
Una vez que el productor compra los derechos, la obra es suya; y no solo puede hacer con ella lo que desee, sino que, muchas veces se ve obligado incluso a modificar sensiblemente la historia para que funcione en la pantalla. Cuando analiza el material que ha adquirido o va a adquirir; debe valorar no tanto las cualidades del texto en si cuanto sus posibilidades de ser —o de transformarse— en una historia contada con imágenes y sonidos. Y aquí es donde entra en juego la pericia del productor o del cineasta, su «ojo clínico» para el cine.
Es conocida la historia de cómo Casablanca llegó a la pantalla. Procedía de una pieza teatral, Everybody come to Rick’s —la acción transcurría íntegramente en el café de Rick—, de tan mediocre factura que ningún productor teatral quiso estrenarla. Enviada a Hollywood como última posibilidad, un analista de la Warner vislumbró el «excelente melodrama, lleno de colorido y acertado en su ambientación» que podía extraerse de aquella obra. Inducido por aquel informe, el productor Hal Wallis descubrió el potencial cinematográfico que había en esa pieza; y tras una completa revisión de la trama, la convirtió en una de las películas más famosas de la historia del cine. El argumento varió poco, pero los personajes y casi iodos los diálogos tuvieron que ser replanteados y experimentaron una profunda transformación.
En el extremo opuesto está el caso de El halcón maltés, conocida novela de Dashiell Hammett que había sido llevada dos veces a la pantalla antes de la versión de John Huston. Las dos primeras, Dangerous Female (1931) y Satan Met a Lady (1936), habían introducido numerosos cambios en los personajes y en el desarrollo de la trama. En la segunda versión, por ejemplo, el villano se convertía en mujer, y el preciado halcón, en colmillo de marfil adornado con joyas. Cuando el joven Huston —entonces guionista— leyó nuevamente la novela, decidió adaptarla sin alterar en absoluto la estructura, ni los personajes, ni los diálogos: filmó el libro «tal y como estaba». Y el resultado, El halcón maltés (1941), permanece hoy como una obra maestra del cine negro que ha marcado a toda una generación de cineastas.
Por otra parte, debe tenerse en cuenta el sentido de reinterpretación que lleva implícito toda adaptación al cine. Las distintas versiones del Hamlet shakesperiano, por ejemplo, ponen de manifiesto las diferencias de cultura y de periodo histórico a que pertenecen sus directores; pero, sobre todo, el diferente modo de entender una misma obra y un mismo personaje: metafísico y apasionado en Laurence Olivier (1948), político y abrumado en Gregory Kozintsev (1964), ingenioso y profundamente torturado en Zeffirelli (1991). De ahí también las diferencias ambientales: decorados abstractos, de origen teatral, en Olivier; edificios y patios absolutamente realistas, en Zeffirelli.
Además —y muy especialmente en las versiones modernas de los clásicos, como es el caso de Shakespeare— el cineasta puede entender que la obra pide una suerte de actualización en el tiempo o en la cultura. Ran, de Akira Kurosawa, es la completa traslación de la tragedia de El Rey Lear a la mentalidad y el sistema de valores japoneses. Los diálogos se transforman por completo y los personajes cambian también (las hijas del rey se convierten en varones para justificar su autoridad y mando en el mundo misógino nipón), pero los temas de fondo permanecen intactos: piedad, ancianidad, familia; visión pesimista del poder; crueldad y locura del alma ambiciosa, etc. Al trasponer el drama al mundo medieval japonés, la obra no solo no pierde densidad, sino que adquiere resonancias nuevas en contacto con el código del honor, la resignación nipona y la filosofía del samurai.
POR QUÉ LA LITERATURA HECHIZA AL CINE
Ha llegado el momento de contestar a la pregunta que nos hacíamos al principio y que, por dos veces, hemos demorado responder. En un prólogo a un libro eminentemente útil y práctico, no suele quedar mucho espacio para disquisiciones teóricas. No suele quedar mucho, pero sí algo; porque la reflexión sobre el sentido de lo que hacemos nos estimula y alienta en la tarea diaria, e ilumina nuestro trabajo desde una perspectiva más honda, más completa y profunda.
La Literatura ha hechizado al Cine —o este se ha dejado hechizar por aquella— porque ambas tienen una similitud mucho más profunda que la evidente desemejanza formal (la una trabaja con palabras; es decir, con lo abstracto; y la otra con imágenes: es decir, con lo sensible). En síntesis, nos encontramos con dos artes temporales, he ahí la cuestión. Dos artes que, junto con el tiempo, manejan necesariamente las nociones de relato, ritmo y división secuencial (ya sea en forma de escena-lugar, como en el cine o el teatro, o en forma de capitulo-acción, como en la novela). Dos artes, en definitiva, cuya misma esencia temporal las ha convertido en instancias narrativas, en fuentes inagotables de relatos.
Frente a la pintura, la arquitectura o la escultura, que trabajan y definen el espacio (con todo lo que eso conlleva: volumen, profundidad, perspectiva), el cine integra todo esto en su dinámica temporal. Se enfrenta a una imagen plana y limitada, como el pintor, a un espacio que cobija y define a personas, como el arquitecto; pero a fin de cuentas su ley interna se define por otros parámetros. El cine, que suele definirse como el arte de «la imagen en movimiento», es antes movimiento (tiempo) que imagen (espacio). Por eso es más narrativo que visual. Por eso presenta más afinidades con la literatura o la música —esta última es también temporal: sus obras constituyen relatos— que con las artes espaciales.
Esto nos lleva a una última conclusión: la de que las formas expresivas están también limitadas por el tiempo. Es frecuente oír, cuando se habla de adaptaciones cinematográficas, una expresión semejante a esta: «La película es buena, pero “pierde” con relación a la novela». Con esto se quiere decir, no pocas veces, que el filme ha perdido detalles, secuencias, elementos caracterizadores y otros mil aspectos que enriquecieron la lectura original. No se percata, quien esto dice, de que el cine es siempre un arte de condensación.
Frente a la novela, que está estructurada para leer a ratos, fragmentadamente, con tiempo por delante, el cine se nos presenta como una experiencia unitaria, de algo seguido que debe contemplarse de un tirón. Mientras una novela media suele requerir de diez a veinte horas, el cine no puede exceder el tiempo habitual de cualquier espectáculo (teatro, fútbol, toros, etc.), es decir, unas dos horas. Esto, junto a la necesaria reducción de la trama, conlleva en la adaptación la necesidad de una historia más hilada, donde el argumento tiene más peso y la unidad de acción está más definida. Mientras la novela se recrea en personajes y ambientes, el filme busca la acción y el conflicto.
Lo que hace el cineasta al adaptar es convertir las novelas en «novelas cortas». Una novela es un conjunto de mundos, pensamientos, caracteres y acciones. La novela corta es básicamente una acción: una sola acción que tiene una unidad narrativa mucho más clara y más «en primer plano». Tal vez por eso las adaptaciones más fáciles han sido frecuentemente relatos breves: La diligencia, La perla, La ventana indiscreta, Eva al desnudo, etc.
Si el cuento es asimilable a un cortometraje o a un spot (un tema sencillo, unos pocos personajes y una escena concreta o dos: la despedida en un andén, el reencuentro familiar o el hallazgo de un objeto añorado), la novela corta es lo más parecido a un filme (una unidad de acción, como repetidas veces señala Linda Seger en este libro) y una novela, lo más semejante a una serie o miniserie televisiva: una historia donde el primer plano lo ocupan una pluralidad de personajes y sus problemas, con una estructura formalmente fragmentada (capítulos o episodios: cada uno con su propia acción), y en el que el argumento pierde importancia para quedar semioscurecido en el fondo.
Llegamos así al final de estas páginas. Hemos visto en ellas que el cine es hoy un gran devorador de argumentos literarios y un celoso vigía de cuanto se imprime sobre papel. Sus adaptaciones son, con frecuencia, altamente esperadas por el público; y, desde luego, enormemente valoradas por los jurados internacionales. Siendo así, no es de extrañar la legión de productores que van a la caza de un libro que poder adaptar. Pero esa decisión entraña altos riesgos, y Linda Seger nos habla pormenorizadamente de ellos. El productor que va a comprar los derechos de una obra debe conocer muy bien cuáles son los problemas inherentes a toda traslación cinematográfica; debe saber las dificultades que se pueden soslayar y las que son poco menos que insolubles. Debe conocer también las distintas cuestiones que ha de resolver un guionista según se enfrente a una novela o a una obra teatral, a un libro de memorias o a un relato breve. Y debe, por supuesto, conocer los procedimientos legales para adquirir una opción o para proteger sus derechos.
De todo esto nos habla Linda Seger. De esto y de muchas cosas más que, en forma de atinados consejos —no en vano se ha curtido en mil batallas: las de muchas adaptaciones para el cine—, sabe decir en secreto a quien sepa y quiera gustar el placer de contemplar un buen relato.
ALFONSO MÉNDIZ
Prof. de Narrativa Audiovisual
Universidad de Navarra
Pamplona, 21 de julio de 1993
[1] Con este nombre se designan las películas que, con una perspectiva histórica y un tratamiento épico, recrean la vida de una persona. El término inglés se ha formado por contracción: bio-graphy pic-tures.
[2] La película, dirigida por Lili Zanuck e interpretada por Jason Patrick y Jenniffer Jason Leigh, llamó en España Hasta el límite. En Estados Unidos se estrenó en diciembre de 1991, y pocos meses después llegó a nuestras pantallas.