Читать книгу Mínimos peces - Lisa Brennan-Jobs - Страница 11

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Cuando estaba en segundo grado, mi madre nos dio una clase de arte de fin de semana a mí y a otros cinco compañeros. Nos llevó a una granja llamada Hidden Villa, donde íbamos a dibujar y a pintar en la naturaleza.

—Abróchense de a dos con cada cinturón de seguridad —ordenó mi madre.

Yo iba adelante, apretujada junto a Mary-Ellen, que tenía el cabello corto, hoyuelos en las mejillas y una respiración regular y suave que pulsaba contra mi espalda. Mi madre había colocado los materiales en el baúl. Cada alumno tenía un pequeño caballete plegable, un tablero donde sujetar el papel de pintar con un clip o con cinta, un juego de acuarelas, carbonilla, goma de borrar y un paño suave.

—¿Qué vamos a dibujar? —preguntó Joe.

—No estoy segura —respondió ella—. Una vez que lleguemos a la granja encontraremos algo.

No se parecía a las otras madres; tampoco éramos como el resto de las familias. Me preocupaba que, al ser nuestra maestra, le revelara a los demás lo raras que éramos.

Unos días antes había visto a mi madre encaramada sobre el inodoro, en cuclillas, con los pantalones a la altura de las rodillas, como una cortina, y los pies apoyados en el borde.

—¿Qué haces? —le pregunté horrorizada.

—Lo aprendí en la India —me respondió—. Esta posición es mejor. Ahora cierra la puerta.

La granja estaba situada entre unas colinas cubiertas de árboles de laurel, que tenían troncos delgados de los que caían hojas amarillas con forma de medialuna, y a lo largo del camino de entrada había una franja verde brillante de plantas carnosas. El aire, cargado con el perfume de los árboles, era fragante y cristalino. La granja era un terreno triangular y plano, rodeado de colinas, propiedad de una familia que había ganado dinero produciendo asbesto. Mi madre me había explicado que el asbesto era un material aislante que acabó siendo una especie de veneno; al estar allí pensé en eso, en lo limpio que era el aire, en la suntuosidad de la granja que, sin embargo, estaba construida con las ganancias obtenidas con el veneno.

Recogimos los materiales y seguimos a mi madre hacia un campo situado junto al estacionamiento, donde había un árbol solitario, pequeño y de corteza dura. Unas pocas hojas se aferraban a las ramas, y alrededor de la base del tronco crecían algunas briznas de hierba, como bigotes, entre las que se adivinaban terrones. Aquí, dijo mi madre.

Colocamos los caballetes en semicírculo. Detrás del árbol había un jardín rodeado por una cerca, un granero y algunos cobertizos; más allá, al fondo del estrecho valle, las colinas se replegaban como piel apretada. El árbol, la hierba verde, las colinas azules y luego moradas, el cielo... no iba a ser fácil capturar toda la escena en el pequeño pedazo de papel.

—Coloquen los caballetes en la tierra para estabilizarlos —dijo mi madre. Luego paseó entre el grupo afirmando y ajustando los caballetes sobre la tierra, revelando su autoridad natural y su comodidad con el mundo físico, con un desenfado y unos movimientos que me resultaban novedosos y que me amedrentaban un poco. Una vez que sujetamos el papel con cinta adhesiva a nuestros tableros, se paró delante de nosotros con un pincel en la mano y extendió la otra mano plana, como si fuera una página.

—Antes de empezar quiero enseñarles a usar el pincel —dijo—. No tienen que presionar hacia abajo, de frente, así —explicó, haciendo presión sobre su mano y mostrando que las cerdas del pincel se abrían como un trapeador—. Tienen que deslizar el pincel a lo largo del papel, en una sola dirección, a favor de las cerdas, no en contra.

Hacía años que sabía usar un pincel, y me molestó tener que recibir las mismas instrucciones que los demás.

Empezamos a dibujar. Los crayones marrones, de bordes cuadrados, eran bastoncitos que se parecían a las ramas del árbol. Más tarde íbamos a pintar sobre nuestro dibujo, para añadirle color.

—No dibujen el árbol que creen ver —dijo mi madre—. Limítense a dibujar el árbol. Confíen en su ojo.

No estaba segura: ¿en qué parte de la página debía comenzar mi árbol?, ¿desde dónde debería crecer a través de la progresión de colinas hasta el cielo? Por otra parte, ahora que realmente observaba el paisaje, noté que el suelo y la hierba ocupaban casi tanto lugar como las colinas. Temía que mi árbol terminara ocupando un lugar ínfimo en el centro del papel, rodeado de espacio en blanco, algo que a mi madre no le gustaba.

—El primer trazo requiere coraje —dijo, observando mi hoja en blanco—. Y recuerden: en la naturaleza no existen las líneas rectas.

Dibujé unas cuantas líneas rectas.

—Una mancha en el suelo puede ser más interesante que un dibujo —agregó. La había escuchado decir esa frase antes, era de uno de sus profesores del colegio universitario. Cuando pintábamos juntas, no me permitía usar el color negro que venía con el juego de pinturas: insistía en que el negro no era un color, que si observaba con más atención podría ver otra cosa. No creía en las categorías del “bueno” y el “malo” que proponían los libros o las películas, y se enfadaba conmigo si yo me refería a los personajes en esos términos. Esas categorías, al igual que el color negro, me aliviaban porque eran como plataformas donde descansar.

Se paseaba entre nosotros mientras trabajábamos, ayudando a un compañero a difuminar algo que no estaba bien y a otro a empezar a dibujar el nacimiento de una rama.

—¿Me permites? —dijo mi madre antes de tomar el crayón de Mary-Ellen, hablándole como a una adulta—. Quiero que traten de captar el espíritu del árbol —añadió—. No sólo su apariencia, sino la fuerza vital que hay en su interior.

Me sorprendió que nadie se riera ante esta observación, y que todos siguieran dibujando con una concentración que yo no tenía. Un rato antes no quería que me asociaran con ella; ahora, en cambio, sólo esperaba que me reconocieran como su hija, la iniciada, dueña de un conocimiento que los demás no tenían. Pensé que hablaba en un lenguaje que nadie entendía excepto yo (cosa que me avergonzaba), pero el resto de mis compañeros la escuchaban como si también entendieran, y no parecían avergonzados.

Me resultaba difícil ver el árbol tal y como era. Era como intentar escribir con la mano izquierda. La idea del árbol no dejaba de insinuarse en mis dedos y en mis ojos, así que tenía que apurarme cuando captaba algo antes de que, de nuevo, volviera a convertirse en la idea del árbol.

—Cierra un ojo si te ayuda —dijo. Lo intenté; el mundo se hizo más plano. Y luego ocurrió algo inesperado: la rama que estaba dibujando dejó de sobresalir. Ya no era una rama sino una forma hecha de luz al interior de otras formas hechas de luz. Era emocionante. El árbol era sólo una forma, no tenía nada que ver con las ramas. Lo dibujé rápido, como se veía, no como era realmente.

Listo, había terminado. Contemplé mi obra durante un momento. Era suficiente.

Luego pasamos a las acuarelas, que servían para añadir una capa de color a los dibujos.

—Los árboles necesitan luz del sol, agua, nutrientes —dijo mi madre—. Pero si reciben demasiada cantidad, en exceso, no florecen. Algunas dificultades los vuelven más fuertes y hacen que algunos árboles den mejores frutos. —Repitió esta idea muchas veces a lo largo de los años, incluso después de que yo hubiera entendido que era una metáfora.

—Vean los colores como son, no como se imaginan que deben ser —dijo.

Una vez me mostró cómo una naranja en un cuenco podía ser azul, del color del cielo, o púrpura si estaba en la sombra, o blanca con una luz resplandeciente. Cuando se produce esta visión, dijo, es sorprendente; y así se sabe que es verdadera.

No existe color que no esté en relación con otro color. Incluso el color del papel tiene entidad, es más que nada. Todo tiene importancia; no sólo en sí mismo, sino en relación con el resto de las cosas. En algún momento debe haberse tocado la cara, quizá al quitarse un mechón de pelo, porque cuando la miré tenía una mancha de color café a lo largo del puente de la nariz.

—Mamá —dije—, tienes carbonilla en la cara.

—No importa, Lisa —respondió.

Antes de que llegaran los padres a buscar a sus hijos, mi madre se paseó entre mis compañeros e hizo algunas observaciones mientras miraba nuestros dibujos. Lo llamaba “la crítica”. “Me encanta la composición”, le dijo a un compañero. “Hermoso, muy sutil”, le dijo a otro.

El trabajo de Joe le pareció particularmente admirable.

—Esta parte es sublime —dijo, señalando las colinas—. Guau.

Del mío destacó el movimiento delicado del árbol, pero dijo que estaba incompleto y que me había apresurado a terminar, que había dibujado y pintado con impaciencia, como si se hubiera tratado de una competencia.

—Se suponía que Steve vendría a traer la cama mañana. —Dijo su nombre como si lo conociéramos. Él ya le había ofrecido traerle una cama dos veces, pero no había dado señales de vida. Mi madre ya había puesto cortinas sobre el pequeño rincón con claraboya de la sala de estar donde pondríamos la cama, que reemplazaría el futón del piso donde yo dormía cuando no compartíamos su cama. La novia de mi padre, a quien no conocíamos en persona, había llamado para pedir disculpas y le prometió a mi madre que él vendría.

Steve. Sabía tan poco de él. Era como los hombres de las esculturas de Miguel Ángel: figuras atrapadas en la piedra maciza; una cara esculpida y la otra no, que te hacen imaginar la parte oculta, que aún no ha sido revelada.

—No vino la última vez —dije. Habíamos esperado durante una hora. Tal vez no sabía qué cama comprar; tal vez no sabía cómo llegar a nuestra casa. O tal vez mi madre se lo había pedido en el momento equivocado.

—Prometió que vendría esta vez —dijo ella—. Ya veremos.

Primero esperamos adentro de la casa, y luego salimos a la zona asfaltada de la entrada y nos quedamos mirando la calle. Estaba tan entusiasmada con la visita de mi padre que me había puesto mi vestido lindo, regalo del alpinista, y sentía el estómago inquieto. Cada auto que pasaba frente a la entrada encerraba la posibilidad de que fuera él. Seguimos esperando.

—No creo que venga —dijo mi madre al cabo de un rato. Volvimos a entrar a la casa. Sentí como si me hubieran vaciado. Ese día, como ningún otro lleno de emoción, novedad, sorpresa y misterio, volvió a ser un día común y corriente. Otra vez las dos solas, sin nada que hacer.

—¿Vamos a patinar?

Cuando íbamos a patinar, lo que más nos gustaba era encontrar lugares donde el cemento fuera liso. Si uno se limitaba a caminar, la unión entre un tipo de pavimento y otro no parecía demasiado importante, pero sobre los patines la diferencia era esencial. Solíamos decir que el cemento suave era como manteca. Luego de rodar por el pavimento áspero e irregular, la transición al cemento suave era como flotar (las partes más ásperas hacían que me vibraran las rodillas hasta las caderas, sacudiéndome las mejillas y haciéndome cosquillas en los ojos).

Habíamos encontrado una zona que quedaba cerca de donde vivíamos antes, en Oak Grove. Habían derribado el departamento que alquilábamos, que quedaba junto a la casa principal, y lo habían reemplazado por un Banco Comerica de techo marrón.

—Tu cordón umbilical está enterrado en algún lugar debajo de ese banco —dijo mi madre cuando pasamos por allí. Sus palabras me perturbaron; era probable que el resto de las madres no enterraran los cordones umbilicales de sus hijos en los patios.

Aquella zona de cemento suave estaba situada frente a un edificio de oficinas que imitaba el estilo palladiano, y tenía dos pasarelas peatonales en bajada, que se curvaban sobre un jardín de piedra hacia la puerta de entrada, hecha de vidrios polarizados. El cemento de esas rampas, flanqueadas por barandas de hierro, era tan suave como la seda. Patinamos hacia arriba siguiendo el círculo de una rampa, bajamos por la otra, y volvimos a subir.

Mientras patinábamos, mi madre no dejaba de mirarme, aunque yo fingía no darme cuenta.

—Eres la hija que quería, ¿sabes? —dijo—. Exactamente la hija que quería. Antes de que nacieras, en la granja, había una niña que tendría tres o cuatro años, y estaba con su madre. Una pequeñita de Tauro, preciosa e inteligente. Me dije “esto es lo que quiero”.

—Ya lo sé —dije. Ya me había contado la historia otras veces. (“No sólo te quiero”, solía decirme. “Además me agradas”)—. ¿Y luego él le puso mi nombre a una computadora?

—Después quiso hacer como que no. —Y volvió a contarme la historia de cómo, en el campo, habían elegido mi nombre, y cómo mi padre había rechazado todas sus propuestas, hasta que a ella se le ocurrió “Lisa”—. Tu padre te ama —dijo—. Simplemente no lo sabe. —Era algo difícil de comprender—. Si tu padre llegara a verte, si realmente pudiera verte y entender lo que se está perdiendo, si se diera cuenta de que no está en tu vida, se sentiría terriblemente mortificado. Se quedaría así, mira. —Dejó de patinar, se aferró a la baranda y se llevó una mano al corazón, me miró con ojos llenos de angustia y dolor, y se encorvó como si estuviera a punto de caerse y morir.

Traté de pensar en lo que se estaba perdiendo mi padre. Pero no se me ocurrió nada.

Mucho tiempo después, algunas personas me contaron que por entonces él llevaba una foto mía en su billetera. Solía sacar la foto en las cenas, se la mostraba a los demás, y decía: “No es mi hija. Pero no tiene padre, así que trato de ayudarla”.

—Él se lo pierde —dijo mi madre cuando volvíamos patinando a casa—. Y es su pérdida más grande. Pero algún día lo va a comprender, va a volver y, cuando te vea, se le va a partir el corazón: entonces va a entender que te pareces tanto a él, y que se ha perdido de tantas cosas.

Sentí que era el momento indicado para hacer el intento de pedir un gatito.

La oficina de la sociedad benéfica estaba situada en el extremo de la Reserva Natural Baylands, dentro de un edificio de estilo gubernamental.

—Tienen demasiados gatitos allí —dijo mi madre durante el camino de ida, mientras yo intentaba contener el entusiasmo—. Si no logran encontrarles un hogar, deben sacrificarlos.

La sala principal era amplia, había mucho eco, el techo era alto, con vigas a la vista, y el piso de piedra. Los animales estaban en la parte trasera, detrás de una puerta. La empleada detrás del mostrador llevaba uniforme verde militar, con muchos bolsillos abultados, y un cinturón que hacía juego. Extrajo un clip de uno de los bolsillos y nos preguntó dónde vivíamos y cuánto tiempo llevábamos allí.

—Vivimos en una casa, en Menlo Park —dijo mi madre—, desde hace varios meses.

—¿Y antes? —preguntó la mujer.

—Estuvimos con unos amigos durante dos meses —respondió mi madre, con tono inexpresivo—. Y antes nos hospedamos cuatro meses en otro sitio.

La boca de la mujer permaneció inmóvil mientras escribía en su carpeta lo que mi madre acababa de decirle. Hubiera preferido que mintiera, o que omitiera algunas mudanzas para hacernos quedar bien; de hecho, después de que empezó a contarle a la mujer sobre las mudanzas, me di cuenta de que era mejor no mencionar esas cosas. Y a pesar de que mi madre había aceptado venir hasta aquí para adoptar una mascota, empecé a sospechar que tenía sentimientos encontrados y que por eso se negaba a suavizar sus respuestas, de modo que la impresión de la mujer sobre nosotras empeorara. O bien mi madre se había entregado a una honestidad brutal, o bien había empezado a encontrar cierta satisfacción en la limpia vista aérea que le ofrecía el interrogatorio de la mujer, más interesada en desplegar su propio relato que en el gato. Ese era el paisaje de nuestras vidas, visto desde muy arriba, como un dibujo.

—Tenemos patio —dije.

La mujer se dirigió a mi madre.

—¿Cree que podrá cuidar a un animal con tanto movimiento a su alrededor?

—Creo que sí —dijo mi madre—. Nos hemos estabilizado un poco.

La mujer se sentó derecha.

—No vamos a poder darle un gato en esta oportunidad.

No esperaba semejante firmeza. Ni siquiera nos dejaron pasar a ver los animales. Mi madre y yo abandonamos el edificio y salimos al aire acre y salobre de Baylands, sin hablarnos, consternadas y agotadas.

Unos días después, fuimos a una tienda de mascotas y me compró dos hámsteres blancos y la jaula más cara que tenían, hecha de vidrio.

En algún momento recibimos la cama, aunque sin la visita de mi padre. Era una cama alta, compuesta por una serie de cilindros de metal rojos que se conectaban entre sí, como un circuito, y formaban una suerte de barras trepadoras. Mi madre armó la cama y plegó las cajas en las que venía embalada. Junto a la cama, sujetado por el mismo sistema de tubos, había un pequeño escritorio hecho de madera y, encima del escritorio, un estante blanco que hacía juego. Trepé la escalera y subí a la cama, que estaba justo debajo de la claraboya. Fue mi primera cama y, también, el primer regalo que me hizo mi padre.

Empecé a ir de paseo al zoológico, al parque y al centro comercial con Debbie, la hermana mayor del alpinista que había sido novio de mi madre. Debbie daba clases de inglés a extranjeros, trabajaba en la sección de cosméticos de Macy’s en el centro de San Francisco y limpiaba la casa de un hombre soltero en Atherton. Al igual que mi madre, tenía unos treinta años, pero no tenía hijos. Años atrás, una chica mayor se había interesado en Debbie, que vivía en una casa llena de problemas, y le había le enseñado a maquillarse, a usar perfume y accesorios. Por eso se ofreció a salir conmigo.

El día acordado en que Debbie y yo saldríamos de paseo, mi madre y yo fuimos a esperarla cerca de la carretera. Cuando se bajó del auto, llevaba jeans de color rosa pálido, chinelas blancas de taco alto, y un top colorado con volados. Cuando movió el brazo, sus pulseras de baquelita se entrechocaron. Además llevaba un par de aros grandes y una bufanda estampada. Era como un pájaro tropical en el reino de los tonos pardos.

Manejaba un Ford Fiesta de color rojo con caja de cambios manual y transmitía un optimismo alegre que parecía responder a una vocación superior, un manto de luz que hacía que todo lo demás pareciera irrelevante. Me estaban presentando la buena vida. Alrededor de Debbie había siempre una nube fragante, una mezcla de flores de azahar y químicos agradables. Tenía el pelo corto y bien peinado, con un color y una forma que parecían suaves olas ondulando alrededor de su cabeza, aunque, cuando se la toqué, me sorprendió que pareciera una costra.

—Es fijador para pelo —me dijo.

Me imaginé usando fijador para el pelo cuando fuera mayor.

En el trayecto de ida o de vuelta de Macy’s, en la piscina Rinconada, en el zoológico, en su casa, en El Camino o en la Alameda de las Pulgas o en la autopista 280, Debbie hablaba siempre de encontrar la Pasarela Celeste, una camino que, según ella, se extendía en las alturas, por encima de nosotras, en las nubes.

—Si tan sólo pudiéramos encontrar la pasarela —dijo—. En alguna parte hay un acceso.

Las dos buscamos el acceso, pero yo no estaba segura de qué aspecto debía tener.

—¡Maldición! —decía Debbie—. Me debo haber pasado. A veces cierran el acceso. Será la próxima vez.

El año anterior Debbie había vivido en el extranjero, en Italia, en una casa de familia en la costa adriática, y pensó en quedarse allí para siempre, pero su madre se subió a un avión y la trajo de regreso. Ahora estaba dando sus primeros pasos, necesarios para hacer su propia vida. En ese momento yo no sabía nada sobre primeros pasos, simplemente me parecía una chica libre de cargas, un milagro que se apartaba de la seriedad de los adultos, deliciosamente irreal, como la Pasarela Celeste.

Durante toda la semana esperaba con ansias las salidas con Debbie; elegía cuidadosamente y por adelantado la ropa que iba a ponerme, y la preservaba separándola del resto para asegurarme de que estuviera limpia el día de nuestra salida. Me enamoré de Debbie de esa forma en que las niñas suelen enamorarse de ciertas mujeres que no son sus madres. Con ella podía expresar la versión más agradable de mí misma. La voz etérea de Debbie, los ángulos oblicuos desde donde contemplaba su propia vida, el sonido percusivo de sus pulseras, su vestimenta —una profusión de formas nítidas y colores brillantes, cromáticamente vivos— eran el contrapeso de la figura de mi madre, que estaba cayendo en la depresión.

Así debería ser —dijo mi madre después de ver un documental sobre ballenas, que nacían sabiendo nadar, andar a la deriva, flotar. No necesitaban pañales, no se quedaban atrapadas ni tenían que realizar tareas soporíferas.

Desde que se había separado del tipo que hacía arte decorando palitos, mi madre no tenía muchas ganas de nada, tampoco tenía medios para permitírselo. Cocinaba comida que ninguna de las dos tenía ganas de comer —arroz integral, tofu, verduras—, y pasaba largos períodos encerrada en su habitación, de la mañana a la noche, consultando el I Ching con las luces apagadas, en una penumbra que me daba miedo porque revelaba nuestra rareza, que no conocía formalidades ni separaciones.

Un día en que se sentía mejor dijo que iríamos al Museo de Arte Moderno de San Francisco, pero antes debía pasar por un cajero automático. En el museo íbamos a pasear por las galerías, por la sala con las esculturas tontas y gigantescas de Claes Oldenburg; yo me iba a recostar en los bancos o me pararía de cabeza contra una pared mientras ella miraba los cuadros y me contaba cosas al oído sobre los artistas. Al final del recorrido tomaríamos un refrigerio en el café.

—No pasemos por el cajero automático —dije—. Por favor.

Pero se detuvo lo mismo cuando estábamos saliendo de la ciudad. La máquina no le entregó dinero, sólo un comprobante de papel. Mi madre tomó el papel, dio unos pasos y se detuvo en el medio de la vereda para revisarlo, consternada. Volvimos a casa. No quiso responder ninguna de mis preguntas, sólo me dijo que me callara, y se encerró en su habitación durante el resto del día.

—Ve a jugar —me dijo—. Estoy bien. Déjame sola, cariño.

Dibujar, ordenar la ropa, limpiar la jaula del hámster, cualquier tarea cotidiana parecía una empresa arriesgada, como estar al mismo tiempo en un bote pequeño en medio de una tormenta. Si no le prestabas atención, el barco podía naufragar en cualquier momento.

La semana siguiente Debbie me llevó de visita a la casa de sus padres, en la calle Hobart de Menlo Park. Su madre, rubia y regordeta, de piel apergaminada, estaba sentada en el desayunador, vestida con un delantal, recortando rectángulos de papel de diario. Las tijeras hacían un sonido áspero que me resultaba agradable.

Le pregunté qué era lo que estaba recortando.

—Cupones —me dijo—. Los llevo a la tienda, y me hacen descuentos. —Colocaba cada uno de los rectángulos de papel en una sección compartimentada de una caja de plástico.

Debbie tenía un compartimiento secreto en uno de los cajones de su cómoda. Un cajón adentro de otro cajón.

—Mi familia no sabe nada —me dijo con un susurro, inclinándose, de modo que su cara quedó muy cerca de la mía. Dentro de la caja había un estuche de joyas que contenía un collar con una fina cadena anudada.

—Me pregunto si podrás desanudar esta cadena con tus dedos pequeños —dijo Debbie—. Si logras deshacer el nudo, te la regalo.

Me senté en la cama y separé los filamentos uno por uno, hasta deshacer cada nudo.

—¿Tienes marido? —le pregunté, mientras ella me sujetaba el collar por la espalda.

—Todavía no —respondió—. Pero lo voy a tener. Un día iré por la calle y, zas, allí estará mi muchacho, justo a la vuelta de la esquina.

Cuando volvimos a casa, mi madre estaba trabajando con su ropa de pintar.

—Mira —me dijo, señalando un cuadro prácticamente terminado. Debbie se acercó a mirarlo.

—Es increíble —dijo Debbie—. Nunca vi algo tan hermoso.

(Más tarde Debbie dijo que no entendía cómo podíamos ser pobres si mi madre era tan talentosa. Como mínimo, mi madre podía vender sus cuadros en la calle. Pero sus obras no generaron dinero, salvo algunos proyectos de ilustración.)

Estábamos sentadas a la mesa, yo sobre el regazo de Debbie. En algún momento, mientras conversaban, levanté la vista y dije:

—Tienes los dientes blancos. Los de mamá son amarillos.

Mi madre cambió de posición en su silla; solía quejarse porque no le gustaba el aspecto de sus dientes.

—Debbie no tiene idea de nada —dijo mi madre, después de que se fue—. Es una farsante, le encanta criticar y no tiene la más pálida idea de nada.

Era cierto que a Debbie le gustaba criticar: en algún momento de su visita reparó en los platos sucios en el fregadero y en la mancha de la pared, responsabilidad de los inquilinos anteriores, seguramente producida por el derramamiento de alguna bebida. Con el tiempo la superficie se había oscurecido, como una sombra; Debbie lo notó y frunció la nariz.

—Simplemente se pavonea por aquí y te lleva a pasear —continuó mi madre—. Tú eres un encanto... y a mí, en cambio, me critica. Cuando, en realidad, tú eres genial gracias a mi trabajo.

—A mí me agrada —dije.

—¿Sabes? Debbie no es perfecta. No es todo el tiempo feliz. Es una farsante.

—Deberías recortar cupones —le dije.

—De ninguna manera —me respondió—. No soy ese tipo de persona. Jamás quise ser ese tipo de persona.

Desde entonces, mi madre dejó de esperar conmigo por las mañanas, cerca del garaje, en el círculo de asfalto de la entrada, la llegada de Debbie.

Un fin de semana, los padres de Daniela, una compañera de la escuela, me llevaron a un concierto. Me había puesto unos cancanes de lana blancos y gruesos. En medio del concierto tuve ganas de hacer pis, pero no se podía ir. Aguanté y aguanté, pero al final no pude más y me hice encima. (Cuando se encendieron las luces sentí alivio al comprobar que a simple vista no se notaba que los cancanes estaban empapados.)

En el intermedio fui al baño e intenté tirar los cancanes por el inodoro. Pero quedaron atascados cerca del agujero, como un remolino de lana empapada. Cuando salí del cubículo había una fila afuera; la persona que seguía, una mujer, avanzó hacia el cubículo del que yo acababa de salir.

—Tal vez no quiera usar ese baño —le dije, empleando mi mejor dicción, como si fuéramos conspiradoras—. Hay un par de cancanes de niña en el inodoro.

La mujer me lanzó una mirada extraña, y recién después de salir del baño me di cuenta de que me había delatado sola.

Luego del espectáculo mi madre nos llevó a Daniela y a mí a comer pizza a Applewood, y mientras volvíamos al auto nos turnamos para hacer girar su cartera por el mango, describiendo grandes y violentos círculos sobre la vereda. En algún momento, Daniela dio vuelta la cartera y una de las navajas de precisión que mi madre usaba para sus proyectos de arte, que debió haber quedado en el fondo, destapada, atravesó la tela. El fondo de la cartera me rozó la parte superior de la muñeca y me hizo un tajo. Más tarde se convirtió en una cicatriz de una pulgada de largo, vertical, que me dividía el antebrazo y tenía forma de “I”; la marca no dejaba de tener su atractivo, y terminé acostumbrándome a ella. Durante un tiempo mi madre se sintió culpable por el accidente y apenas si podía mirarme la cicatriz. Pero algunos años después, señalándola, exclamaba: “¡Esa es mi firma!”, como si fuera un cuadro suyo.

De tanto en tanto mi madre hablaba de las cosas que Virginia, su propia madre, hubiera hecho y dejado de hacer: no la habría llevado a los cafés a comer pastel, tampoco habría intercedido por ella en la escuela, ni le habría llevado bocadillos a la cama cuando tenía hambre. En resumen, todos los comentarios insinuaban, a mi modo de ver, que su madre le había negado todo lo que me gustaba de mi propia infancia.

—Cuando era niña —me contó—, mi madre se dio cuenta de que yo tenía talento artístico, entonces fue y le compró a mi hermana un caballete y un juego de pinturas muy sofisticado. Acto seguido me dijo que no tenía permitido tocarlo.

Yo quería que me contara más historias por el estilo —historias sobre la cruel Virginia—, pero la mayoría de las veces me hablaba de lo buena cocinera que era su madre, de cómo ponía a secar los fideos que ella misma amasaba en la cocina, como si fueran medias, y de su insistencia en comprar edredones de pluma en una época en la que no eran comunes. Cierta vez, un día que había nevado, Virginia miró por la ventana y vio dos cardenales de color rojo brillante sentados sobre una rama, cosa que la decidió a comprarse un par de zapatos rojos. Por medio de Virginia estábamos emparentadas con el desaparecido Branch Rickey, que había sido su tío abuelo, y trabajó como director general de los Brooklyn Dodgers e introdujo a Jackie Robinson a la liga nacional de béisbol. En las palabras de mi madre estaba implícita la importancia de defender a Virginia, incluso antes de que yo supiera de qué la defendía.

—El primer recuerdo que tengo es en la cuna, de bebé, miraba a mi alrededor y me daba cuenta de lo precaria que era la habitación —dijo mi madre—. Como si antes hubiera estado en un lugar mucho más agradable.

En las historias de su infancia mi madre aparecía a veces indefensa y otras veces fuerte. En los inviernos helados de Ohio, por ejemplo, la obligaban a ir a la escuela con falda y abrigos livianos; y por entonces ya tenía la iniciativa y el suficiente espíritu independiente como para guardar cupones de cereal y canjearlos por un par de binoculares con los que iba observando pájaros, sola, al amanecer. Ahora buscaba algo mejor que lo que había vivido antes, algo que fuera de las dos, algo exquisito que aún no habíamos visto ni probado.

Mi madre y yo fuimos de excursión cerca del Seminario Maryknoll, a una reserva natural situada entre praderas montañosas donde había una residencia de sacerdotes misioneros retirados. Caminábamos por un sendero ancho y polvoriento, y alrededor nuestro los pastos y las ortigas despedían olor a incienso y a jabón. Los insectos, que hacían mucho ruido, se interrumpían bruscamente, como cuando algo pierde presión, y dejaban el aire vacío, para luego retomar su canto, llenos de ímpetu. Era un clima propicio para las serpientes, a quienes les gustaba asolearse en los senderos.

—Cuando estuve en la India vi una cobra bebé —dijo mi madre—. Estaba en medio del camino, con la cabeza levantada. —Hizo un sonido aspirado, desde el fondo de la garganta—. Las crías son las peores. Como todavía desconocen el poder de su veneno, lo lanzan de golpe.

No solía imaginarme a mi madre como protagonista de sus historias; en cambio, las veía desde su perspectiva, como si yo hubiera estado en la India junto a la cobra.

Sobre la colina, justo arriba nuestro, había un cactus verde con frutos rojos brillantes.

—Tunas —dijo mi madre—. Hace mucho que quiero probar una.

Empezó a trepar la colina, provocando pequeñas avalanchas de tierra al mover los pies.

—Mamá, detente —dije.

—Me alegra que no seas mi madre —me respondió.

—Podemos subir más tarde —dije.

—Vamos, Lisa. Esto es lo que siempre quise.

—Hay espinas allí —dije.

—No soy un retoño que nació con la lluvia de ayer, ¿sabes? —replicó, mientras seguía trepando. Solía usar esa frase cuando yo me comportaba como una sabelotodo. Precisamente era lo que necesitábamos: lluvia. Estábamos en medio de una sequía, la peor en mucho tiempo. Tanto que no había que tirar la cadena luego de ir al baño. La ladera era amarillenta, y la hierba crujía bajo sus pies. Logró llegar al punto más alto, por detrás de la planta, de modo que se le acercó desde arriba. Parecía una planta irreal, fantástica, ensamblada como una muñeca de plástico.

—En la naturaleza, el rojo es señal de peligro —dijo, junto al fruto rojo y brillante—. Es una advertencia: “Veneno... no me comas”.

Se cubrió la mano con el extremo de la camiseta, entró el abdomen, se extendió, aferró el fruto por la parte superior y tiró. Pero, al revés de lo que creyó, el fruto no se desprendió. Entonces empezó a hacerlo girar.

—Es fibroso —dijo con un gruñido—. No se va a desprender.

Yo quería que se detuviera; se comportaba como una lunática y me hacía odiarla. Supe lo que iba a pasar. Tuve una premonición. La hierba hizo como un siseo. Por fin, arrancó el fruto y bajó al sendero, donde la esperaba. Le dije:

—Llevémoslo a casa. Podemos hervirlo.

—Quiero probarlo ahora —dijo ella—. Si tan sólo pudiera sacarle la piel... —Usó la camiseta para cubrirse la mano mientras quitaba una parte de la piel y mordisqueaba la pulpa del centro, tratando de evitar el contacto con el resto de la tuna—. Hum, sabe bien. Interesante. ¿Quieres probar?

—No, gracias —respondí.

En el camino de vuelta a casa, empezó a quejarse.

—La garganta —dijo—. Me duele al tragar.

Cuando nos detuvimos en un semáforo se estiró en el asiento, abrió la boca y se miró en el espejo retrovisor. A pesar de que me había propuesto no compadecerla, estaba aterrada.

—Te dije que esperaras.

—Lo sé. No puedo hablar, Lisa, me duele demasiado.

Las pequeñas espinas transparentes de la piel del fruto debían haberse alojado en su garganta.

Al llegar a casa su garganta ya estaba al rojo vivo. Fue hasta la secadora a quitar la ropa y se dio cuenta de que había encogido accidentalmente su suéter de angora favorito.

—Maldición —dijo. El suéter tenía una fila de botones de nácar en la solapa—. Puedes quedártelo.

Me quedaba perfecto, me cubría justo debajo del ombligo y las mangas me llegaban a las muñecas, la tela era suave y tenía un estampado de flores en un mar rosado, como si hubiera sido hecho para mí.

En los días previos a mi siguiente excursión con Debbie, me cuidé de no usar el suéter encogido, porque parecía como si se lo hubiera quitado y formara parte de la corriente de buena suerte que me acompañaba, dejándola a ella detrás.

Unos días después estaba en su habitación, sentada, lanzando tres monedas sobre la alfombra, junto a un libro, una lapicera y una hoja de papel: el rito del I Ching. Estaba en un rincón, con las luces apagadas. Afuera era de día, pero adentro de su habitación estaba oscuro. Se inclinó, con el codo sobre la rodilla y la frente en la mano. Algunos mechones de pelo se le pegaban a la mejilla y caían sobre la oreja.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—He desperdiciado mi juventud —respondió.

Volvió a lanzar las monedas, miró el resultado, apuntó una serie de marcas delgadas, como patas de insectos, en una pila que recorría la página y consultó un librito.

—Pero al menos la has vivido —dije.

—Tú la tienes fácil —dijo—. Puedes salir con Debbie y divertirte. Yo no tengo a nadie.

—Puedes venir con nosotras —dije, aunque sabía que no le interesaba.

—Quiero tener mis propios amigos, mi propia vida.

Cuando dijo “vida” lanzó de nuevo las monedas. No podíamos ser felices al mismo tiempo. Su afán de vivir más, de divertirse, el fruto lleno de espinas, todo me parecía peligroso. Mi felicidad se daba a expensas de la suya, disponíamos de una cantidad limitada y teníamos que compartirla. Si ella era feliz, yo no; si yo florecía, ella se marchitaba. Era como si el tesoro emocional del mundo hubiera determinado que nunca habría suficiente felicidad para las dos al mismo tiempo.

—Tú tienes amigos —dije.

Empezó a sollozar.

—No tengo un hombre, un esposo, un novio, una relación. Nada.

El aire de la habitación estaba estancado.

—Pero yo te amo y estoy aquí para ayudarte.

—Lo intento, pero nada funciona conmigo —continuó, como si no me hubiera escuchado—. Solía tener unas manos hermosas y fuertes. —Lloraba con tanta fuerza que tenía saliva entre los labios y apenas podía articular las palabras—. ¿Y sabes lo que me compró Faye para Navidad? —Hablaba de su madrastra; como yo sólo había visto a Virginia un par de veces, Jim y Faye eran mis abuelos—. Me regaló una plancha —dijo—. ¿Y sabes lo que le compró a Linda? —Linda era su hermana menor, la que había recibido el juego de pinturas. Ahora Linda dirigía varias peluquerías Supercut y salía con un físico que trabajaba en la NASA, un tipo de bigote que tenía un jacuzzi—. ¡Le regaló un balde de champán!

Los regalos eran horribles menos por su utilidad que por lo que representaban (usamos la plancha y la tabla que venía junto a ella durante años; e incluso Linda aclaró que no se trataba de un balde de champán, sino de una hielera que había pedido específicamente, al igual que mi madre había pedido la plancha). Y sin embargo quería que le dijera a Faye que había cometido un error, que se retractara y le diera a mi madre lo que quería.

Se incorporó, salió de la habitación, tomó un par de tijeras del escritorio de la sala de estar, se dirigió a su placard y empezó a mover las perchas a través de la barandilla, quitó varias blusas de las perchas y las arrojó a una pila.

—No lo hagas.

—No me digas lo que tengo que hacer. No tengo qué ponerme. Absolutamente nada.

Cortó el extremo de una vieja blusa gris y luego la rasgó, revelando el borde de un orillo.

—Es el escote. Horrible. Detesto mi ropa —sollozó, luego gruñó. Abrió un agujero en la parte de abajo de una remera, después la tomó con las dos manos y la rasgó, en un ataque de furia.

Otras veces, cuando estaba furiosa, había hecho lo mismo con distintas prendas: rasgaba los escotes, acortaba blusas y mangas, y luego no volvía a usarlas jamás. Más tarde, tenía que tirar la ropa, lo que reducía aún más su vestuario de por sí modesto.

Por aquella época, mi padre celebró sus treinta años con una fiesta muy lujosa. Invitó a mi madre, que pensó en ir junto con Debbie, pero a medida que se acercaba la fecha empezó a dudar. No tenía dinero suficiente para comprarse un vestido nuevo. Además, la avergonzaba la perspectiva de ir a la fiesta vestida con harapos y estar al lado de personas con sus mejores galas que celebraban a mi padre. A último momento decidió no ir y dejó plantada a Debbie, que tenía esperanzas de encontrar marido en la fiesta. En ese momento yo no sabía nada del evento, simplemente advertía el pasaje de mi madre hacia la melancolía, la creciente preocupación por su vestuario y su sensación de haber perdido la juventud.

No le gustaban algunas partes de su cuerpo —los muslos, la frente, los dientes, las arrugas de arriba de los labios—, y creía que con un cuerpo así y la ropa vieja nunca iba a conseguir lo que quería. En realidad, era una mujer hermosa, de pómulos altos y nariz delicada. Me contó que en el colegio secundario a ella, a Linda y a Kathy las llamaban las Hermanas de la Frente, porque el cabello les nacía muy arriba, aunque a mí me gustaba su frente, descubierta y lisa como la superficie de un huevo. Tenía una figura parecida a un boceto de Rodin que vi más tarde, una mujer de frente, que miraba hacia atrás, en el que cada elemento captaba la naturaleza femenina con proporciones deslumbrantes: la espalda, las nalgas, los pechos. La cintura pequeña.

Esa noche, mientras preparaba la cena, lavaba las lentejas y las tocaba lentamente con las yemas de los dedos, mirándolas con tristeza, como si estuviera a punto de perder algo invalorable.

◆ ◆ ◆

Una tarde, cuando Debbie y yo volvimos de paseo, mi madre estaba esperándonos afuera, junto al garaje. Me di cuenta de que algo andaba mal por la forma en que estaba parada... la mandíbula tensa y hacia un lado. Hizo pantalla con la mano para tapar el sol; noté que había estado llorando.

Ni bien bajamos del auto, empezó a decir:

—¿Sabes algo? Estoy harta de esto. De que te creas mejor que yo.

—Mamá —dije—. Detente.

—No te metas, cariño —me respondió.

Debbie parecía sorprendida y consternada a la vez; empezó a caminar de vuelta al auto.

—No finjas que no sabes de qué te hablo —dijo mi madre.

—Yo no... no quise... —balbuceó Debbie.

—Querías meterte en nuestra vida y juzgarme frente a mi propia hija. Te crees perfecta, pero en realidad eres tonta y superficial —dijo, entre dientes. En cierta medida tenía razón, lo que hacía que su enojo pareciera todavía más aterrador—. Estás tratando de meterte en la vida de Lisa, de ser mejor que su propia madre. Es repugnante. ¿Quién diablos te crees? En cierto modo es como si la acosaras. —Ahora directamente gritaba. Tenía las cejas y los labios arrugados, como si fueran papel de aluminio, y mostró los dientes. Debbie, sorprendida y haciendo equilibrio sobre sus tacos, retrocedió y abrió la puerta del auto.

Me preocupaba que Debbie pensara que yo era como mi madre. Me imaginaba que los demás nos veían como la misma persona, aunque alojada en dos cuerpos distintos.

—Mamá —dije.

—Silencio, Lisa —replicó ella.

Era difícil moverse o pensar; el impacto inducía al letargo. Sentía vergüenza por mi madre. Qué aterradora era cuando gritaba, gruñía y tenía aspecto desaliñado. Como dos cintas que se desatan, la escena mostraba a Debbie suplicando, a mi madre respondiéndole y revoloteando a su alrededor para gritarle aún más, y a Debbie retrocediendo, metiéndose en el auto, encendiendo el motor y alejándose. Jamás volví a verla.

Mi madre iba a tener una primera cita con Ron.

Él la pasaría a buscar, nos presentarían, y luego irían a cenar. Los vecinos estaban disponibles en caso de que yo necesitara algo. Y si bien ya era lo suficientemente grande como para quedarme sola en casa durante dos horas —tenía siete años—, necesitaba negociar algunos detalles.

—¿Y después?

Cuando ella regresara yo ya debía estar en la cama.

—Tal vez vengamos aquí —respondió.

Le hice prometerme que no irían a su habitación, y por algún motivo aceptó.

Desde que había empezado a interesarse por Ron ya no me prestaba tanta atención, o eso me parecía. Tampoco consultaba tanto el I Ching. Estaba como ausente en su felicidad, y tenía la misma sonrisa ligera de cuando había subido la colina para buscar la tuna.

Cuando mi madre no tenía novio —entre la soledad y la desesperación que sobrevenían al distanciamiento de uno y el impulso que acontecía con la aparición de otro—, yo quería que siguiéramos así para siempre, en un equipo que formábamos sólo ella y yo, la verdadera pareja.

La noche de la cita, Ron llegó a horario. Cuando llamó a la puerta, mi madre estaba inclinada sobre el lavabo del baño, maquillándose.

Corrí a abrir. Enseguida noté que Ron no era un hippie. Era un hombre calvo, con parches de cabello a los costados de la cabeza, como los payasos, tenía cejas anchas y pobladas, anteojos de marco dorado y labios grandes e hinchados como un pez. Parecía limpio; olía a jabón y a detergente de ropa.

—Hola —dije—. Soy Lisa. Mamá se está arreglando.

—Mucho gusto —dijo Ron, extendiéndome la mano.

Me siguió hacia la sala de estar y noté que, al caminar, los pies de Ron se separaban notablemente uno del otro.

Mi madre gritó desde el baño:

—Estaré lista en un minuto.

Al pasar frente la biblioteca busqué el álbum de fotografías de mi nacimiento —fue un movimiento involuntario, que me sorprendió incluso a mí; el brazo se extendió solo, como si no tuviera control de mis miembros— y lo saqué del estante.

Le había pedido muchas veces a mi madre que se deshiciera del álbum, pero ella se negaba, y lo traía con nosotras a cada lugar adonde nos mudábamos. La cubierta estaba hecha de hilos de tela marrón entretejida, y como ya tenía varios años, había empezado a deshilacharse en los bordes. Esto también insinuaba, para mí, la vergüenza del contenido. Me imaginaba que el resto de los niños no tenían esta clase de álbumes vergonzantes en sus hogares.

Ron y yo nos sentamos en el sofá floreado, uno junto al otro.

—Me gustaría mostrarte algo —dije—. Algunas fotos de mamá y yo.

Abrí el libro, que había apoyado sobre mi regazo, de modo que él pudiera verlo. Mi madre, más joven, recostada en una cama con el cabello largo, como un agua oscura posada sobre su rostro. Las fotografías de mi nacimiento eran así, en blanco y negro, con los bordes redondeados. En la foto se la veía con lo que parecía una camisa de hombre, abotonada en el pecho, y estaba desnuda de la cintura para abajo, con las piernas dobladas y abiertas en primer plano. Di vuelta la página: allí estaba yo, surgiendo de entre sus piernas resplandecientes y blancas, como una tortuga que emerge de un estanque.

Una vez que había salido de mi madre, el resto de las fotografías me mostraban con el cuerpo arrugado, el rostro blanco como la cera, asimétrico y aplastado.

Sentí repulsión y asco, y sin embargo seguí pasando las páginas. Era incapaz de articular lo que me proponía: quería que las fotografías le produjeran el mismo asco que me daban a mí, que lo ahuyentaran. Que le mostraran quiénes éramos, de modo que se marchara en ese mismo momento, en vez de quedarse y esperar.

—Y aquí hay más —dije, con mi voz más dulce.

—Sí —respondió él—. Ya veo.

No hizo ningún intento de levantarse y huir. Se quedó allí sentado, mirando las páginas y luego apartando la mirada, como si estuviera distraído. Cuando mi madre salió del baño y nos vio, me arrebató el álbum de las manos y volvió a ponerlo en la biblioteca, no sin antes lanzarme una mirada furiosa.

Mínimos peces

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