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Cuando tenía siete años mi madre y yo nos habíamos mudado ya trece veces.

Alquilábamos de manera informal; un día nos quedábamos en la habitación amoblada de un amigo y otro día en uno de esos lugares temporarios. El último sitio dejó de ser apropiado cuando alguien, sin previo aviso, decidió vender la heladera. Al día siguiente mi madre llamó a mi padre, le pidió más dinero y él accedió a aumentar el monto de la cuota alimentaria a doscientos dólares mensuales. Volvimos a mudarnos, esta vez a un departamento en la planta baja de un pequeño edificio en la parte trasera de una casa en la Avenida Channing, en Palo Alto, el primer lugar que mi madre alquiló a su nombre. El departamento era sólo para nosotras.

La casa frente a nuestro departamento era de estilo artesanal, de color marrón oscuro, con una hiedra cubierta de polvo donde alguna vez pudo haber crecido la hierba, y dos arbustos bajos, inclinados, que casi tocaban el suelo. Las telarañas se extendían entre los árboles y la hiedra, recolectando polen que resplandecía de blanco brillante bajo el sol. Desde la calle no se veía el complejo de departamentos que había detrás de la casa.

Antes habíamos vivido en pueblos cercanos —Menlo Park, Los Altos, Portola Valley—, pero Palo Alto llegaría a ser nuestro hogar. Aquí la tierra era negra, húmeda y fragante; debajo de las rocas había pequeños insectos rojos, gusanos rosados y cenicientos, ciempiés delgados, y bichos bolita de color pizarra que se contraían en sus esferas acorazadas cuando los molestaba. El aire olía a eucalipto y a tierra templada por el sol, a humedad, a hierba recién cortada. Las vías férreas dividían la ciudad; junto a ellas se encontraba la Universidad de Stanford, con su gran óvalo de hierba y su capilla rematada en oro al final de un camino bordeado de palmeras.

El día que nos mudamos, mi madre estacionó frente a la casa y llevamos nuestras cosas: utensilios de cocina, un futón, un escritorio, una mecedora, lámparas y libros.

—Por cosas así los nómades nunca terminan nada —dijo, arrastrando una caja a través de la puerta, con el pelo revuelto y las manos salpicadas de fijador blanco—: no se quedan en el mismo lugar el tiempo suficiente como para construir algo que dure.

La sala de estar tenía una puerta de vidrio corrediza que daba a un pequeño porche. Más allá del porche había una parcela de hierba seca y cardos, un arbusto bajo y una higuera —ambos largos y delgados— y una fila de bambú, del que mi madre dijo que era difícil deshacerse una vez que echaba raíces.

Cuando terminamos de descargar, ella permaneció de pie allí, con las manos en la cintura, e inspeccionamos la habitación: incluso con todas nuestras cosas, la casa seguía pareciendo vacía.

Al día siguiente, llamó a mi padre a su oficina para pedirle ayuda.

—Elaine vendrá con la camioneta... Iremos a lo de tu padre a buscar un sofá —me dijo unos días más tarde. Mi padre vivía cerca de Saratoga, en Monte Sereno, un suburbio a media hora de distancia. Yo nunca había ido a su casa u oído hablar del lugar donde vivía... sólo lo había visto a él un par de veces.

Me dijo que él le había ofrecido un sofá que no usaba. Pero, agregó mi madre, si no íbamos pronto a buscarlo él acabaría deshaciéndose del sofá o retiraría la oferta. ¿Y quién sabía cuándo volveríamos a tener a nuestra disposición la camioneta de Elaine?

Yo iba a la misma clase de primer grado que los mellizos de Elaine, un niño y una niña. Elaine era mayor que mi madre, tenía el cabello negro ondulado y algunos mechones sueltos que, bajo cierta luz, creaban un halo alrededor de su cabeza. Mi madre era joven, sensible y luminosa, y no tenía ni el marido, ni la casa ni la familia de Elaine. Pero me tenía a mí, y yo tenía dos tareas: en primer lugar, protegerla, de manera que ella pudiera protegerme a mí; en segundo lugar, forjarla y endurecerla para que pudiera enfrentarse al mundo, exactamente del mismo modo que lijamos una superficie para que pueda adherirse la pintura.

—¿Izquierda o derecha? —preguntaba una y otra vez Elaine. Estaba apurada, tenía una cita con el doctor. Mi madre, que es disléxica, insistía en que esa no era la razón por la que evitaba los mapas. Decía que llevaba los mapas adentro de ella; podía encontrar el camino de vuelta a cualquier lugar donde hubiera estado, aun cuando tuviera que dar algunas vueltas para orientarse. Pero a menudo nos perdíamos.

—A la izquierda —dijo—. No, a la derecha. Espera. De acuerdo, a la izquierda.

Elaine estaba un poco molesta, pero mi madre no se disculpó. Actuaba como si fuéramos iguales a las personas que nos salvan.

El sol me doraba las piernas. El aire estaba húmedo y pesado y me hacía picar la nariz con el fuerte aroma del laurel y de la tierra. Las colinas de los pueblos vecinos de Palo Alto se habían formado a través de desplazamientos subterráneos, a través de la fricción de las placas.

—Debemos estar cerca de la falla —dijo mi madre—. Si ahora mismo hubiera un terremoto, nos tragaría.

Encontramos el camino y luego la entrada arbolada, con hierba en el extremo, de la casa de mi padre. Un círculo de césped radiante con pequeños brotes que debían sentirse suaves bajo los pies. Era una casa de dos pisos, con techo a dos aguas y tejas oscuras sobre estuco blanco. Las grandes ventanas hacían centellear la luz. Era el tipo de casa que yo solía dibujar en mis cuadernos. Tocamos timbre y esperamos, pero no atendió nadie. Mi madre intentó abrir la puerta.

—Cerrada —dijo—. Maldición. Apuesto que no va a aparecer.

Dio algunas vueltas alrededor de la casa, revisando las ventanas, tratando de abrir la puerta trasera.

—¡Cerrada! —exclamó de nuevo. Yo no estaba segura de que esa fuera realmente la casa de mi padre.

Volvió a la entrada y miró hacia las ventanas, demasiado altas.

—Voy a intentar por allí —dijo. Se paró sobre un aspersor y luego sobre un tubo de desagüe, se aferró al borde del alféizar y se pegó contra la pared. Encontró donde poner las manos y los pies, miró hacia arriba y trepó.

Elaine y yo la observábamos. Me aterrorizaba la idea de que se cayera.

Se suponía que mi padre debería abrir la puerta e invitarnos a pasar.

Tal vez nos mostraría otros muebles que le sobraban y nos invitaría a volver a visitarlo.

Pero, en cambio, mi madre trepaba la casa: como una ladrona.

—Vámonos —grité—. No deberíamos estar acá.

—Espero que no haya alarma —dijo ella.

Llegó a la cornisa. Contuve la respiración, esperando que empezara a sonar una sirena, pero todo siguió tan tranquilo como antes. Quitó el pestillo de la ventana, que se abrió con un chillido, y desapareció, una pierna primero, después la otra, para salir unos segundos después por la puerta de entrada, directo a la luz del día.

—¡Estamos adentro! —exclamó. Miré a través de la puerta: la luz se reflejaba sobre los pisos de madera, en los techos altos. Espacios frescos y vacíos. Ese día, y desde entonces, asocié a mi padre con fuentes de luz proyectada a través de los ventanales, con la sombra en la profundidad de las habitaciones, y con el aroma húmedo y dulzón del moho y el incienso.

Mi madre y Elaine sujetaron el sofá, lo hicieron pasar por la puerta y lo llevaron escaleras abajo.

—No pesa mucho —dijo mi madre. Me pidió que me hiciera a un lado. Una gruesa estructura de rafia tejida sostenía el tapizado de lino. Los almohadones eran de color crema, brillantes, salpicados de flores rojas, anaranjadas y azules: durante años jugué con los bordes de los pétalos, tratando de hundir las uñas en los extremos pintados.

Elaine y ella se movieron rápido y muy seriamente, como si estuvieran enojadas; a mi madre se le soltó un rizo del cabello de la cinta que lo sujetaba. Luego de meter el sofá en la parte trasera de la camioneta, volvieron a entrar a la casa y salieron con un sillón y una otomana que hacían juego.

—Bien, vámonos —dijo mi madre.

La parte trasera de la camioneta estaba llena, así que me senté adelante, en su regazo. Estaban frenéticas. Tenían los muebles y Elaine no llegaría tarde a su cita con el doctor. Eso explicaba mi estado de alerta y preocupación: llegar a este momento y ver a mi madre alegre y contenta.

Elaine salió del camino de entrada y tomó una carretera de dos manos. Un momento después, dos autos de policía pasaron a toda velocidad junto a nosotras, en dirección contraria.

—¡Tal vez nos buscan a nosotras! —dijo Elaine.

—¡Podríamos haber terminado en la cárcel! —respondió mi madre, entre risas.

Yo no lograba entender su actitud desenfadada. Si íbamos a la cárcel, iban a separarnos. Hasta donde sabía, los niños y los adultos no compartían las mismas celdas.

Al día siguiente llamó mi padre.

—Oye, ¿tú entraste a la casa y te llevaste el sofá? —preguntó. Se reía. Dijo que tenía una de esas alarmas silenciosas. Había sonado en la estación de policía local y cuatro patrullas se precipitaron a la casa, justo después de que nos marchamos.

—Sí, fuimos nosotras —dijo ella, alardeando. Durante años me persiguió la idea de la alarma silenciosa y lo cerca que estuvimos del peligro sin saberlo.

Mis padres se conocieron en el bachillerato Homestead, en Cupertino, California, en la primavera de 1972, cuando él estaba en el último año y ella en tercero.

Los miércoles por la noche, junto con un grupo de amigos, mi madre animaba una película estudiantil en el patio de la escuela. Una de esas noches, mi padre se le acercó mientras ella estaba de pie, bajo las luces, esperando para mover los personajes de arcilla, y le entregó una página con una letra de Bob Dylan que él mismo había tipeado, “Sad-Eyed Lady of the Lowlands”.

—Devuélvemela cuando termines —dijo él.

Mi padre volvió todas las noches que mi madre pasó allí y colaboró sosteniendo unas velas para que ella pudiera dibujar entre tomas.

Ese verano vivieron juntos en una cabaña al final de la calle Stevens Canyon, que mi padre pagaba con la venta de lo que llamaban blueboxes, unos artilugios que fabricaba junto con su amigo Woz. Woz era un ingeniero unos años mayor que mi padre, tímido e intenso, de cabello oscuro. Se habían conocido en un club de tecnología y se hicieron amigos y colaboradores, y más tarde fundaron Apple juntos. Los blueboxes emitían unos tonos que permitían realizar llamadas telefónicas gratuitas, de manera ilegal. En la biblioteca habían descubierto un libro de la propia compañía de teléfonos en el que explicaba el sistema y la serie exacta de tonos que se necesitaban. Bastaba con sostener el dispositivo junto al tubo, dejar que emitiera una serie de tonos, y la compañía de teléfonos conectaba la llamada con el lugar del mundo que uno deseara. Los vecinos de la cabaña donde vivían mis padres tenían unas cabras muy agresivas, y cuando llegaban a la casa en auto mi padre las distraía mientras ella corría hacia la puerta de entrada, o bien iba hacia el otro lado del auto y la cargaba en brazos.

Para entonces, los padres de mi madre se habían divorciado; mi abuela sufría una enfermedad mental que la hacía comportarse cada vez con mayor crueldad. Mi madre iba y venía de una casa a la otra; mi abuelo no estaba casi nunca, ya que viajaba por trabajo. Él no aprobaba que mis padres vivieran juntos, pero no intentó impedirlo. Al padre de mi padre, Paul, le indignaba la idea, pero su madre, Clara, era una mujer amable, y fue la única que aceptó ir una noche a cenar con ellos. Le prepararon sopa Campbell, espaguetis y ensalada.

En el otoño, mi padre se marchó al Reed College, en Oregon, al que asistió durante unos seis meses antes de abandonarlo. Mis padres se separaron; en realidad, según mi madre, no llegaron a hablar del asunto, de la relación o de la separación, y ella empezó a salir con alguien. Cuando mi padre se dio cuenta de que mi madre iba a dejarlo, se disgustó tanto que, según ella, apenas podía caminar; lo hacía encorvado hacia adelante. Me sorprendió enterarme de que fue ella quien lo dejó; y más tarde me pregunté si la ruptura no habrá sido uno de los motivos por los que él se comportó de modo vengativo con ella después de mi nacimiento. Por entonces él estaba perdido, dijo mi madre; había abandonado la universidad y la extrañaba incluso cuando estaba junto a ella.

Mis padres viajaron a la India por separado. Él recorrió el país durante seis meses; y ella hizo lo mismo al año siguiente. Más tarde él me contó que había ido a India para conocer al gurú Neem Karoli Baba, pero cuando llegó el maestro ya había muerto. De todos modos dejaron que mi padre se quedara algunos días en el ashram donde vivía el gurú, en una habitación blanca en la que sólo había una cama y un volumen del libro llamado Autobiografía de un yogui.

Dos años más tarde, cuando Apple —la compañía que mi padre había fundado junto con Woz— estaba en sus comienzos, mis padres volvieron a estar juntos, y se fueron a vivir a una casa estilo rancho de color marrón oscuro en Cupertino, junto con un hombre llamado Daniel que, al igual que ellos, también trabajaba en la compañía. Mi madre estaba a cargo del área de embalaje. Hacía poco había tomado la decisión de ahorrar para irse de los suburbios y dejar a mi padre, que estaba de un humor sombrío, y conseguir un trabajo en Good Earth, en Palo Alto, un restaurante de comida saludable en la esquina de la Avenida University y la calle Emerson. Mi madre se había colocado un DIU, pero se le había salido sin que se diera cuenta —como sucede en raras ocasiones luego de colocarlo—, y descubrió que estaba embarazada.

Se lo contó a mi padre al día siguiente, en medio de la cocina. No había muebles allí, sólo una alfombra. Cuando se lo dijo, él la miró lleno de furia, apretó los dientes y se fue dando un portazo. Salió en coche; más tarde ella pensó que él debió haber ido a ver a un abogado, y que el abogado le aconsejó que no le hablara, porque después de aquel incidente no volvió a dirigirle la palabra.

Mi madre renunció a su trabajo en el departamento de embalaje de Apple, avergonzada de estar embarazada de mi padre y de trabajar en su compañía, y se fue a vivir a la casa de diferentes amigos. Recurrió a la asistencia social; no tenía auto ni ingresos. Incluso consideró la posibilidad de hacerse un aborto, pero tras tener un sueño recurrente de un soplete que le quemaba entre las piernas, decidió no hacerlo. También pensó en darme en adopción, pero habían trasladado a otro condado a la única mujer de Planificación Familiar en la que confiaba. Trabajó limpiando casas y durante un tiempo vivió en un remolque. Mientras duró el embarazo asistió a cuatro retiros de meditación silenciosa, en parte porque la comida era abundante. Mi padre siguió viviendo en Cupertino, hasta que compró la casa de Monte Sereno, donde más tarde iríamos a buscar el sofá.

En la primavera de 1978, cuando mis padres tenían veinticuatro años, mi madre me dio a luz en la granja de su amigo Robert, en Oregon, con ayuda de dos parteras. El trabajo previo y el parto duraron tres horas, de principio a fin. Robert tomó algunas fotografías. Mi padre llegó unos días más tarde.

—No es mi hija —les decía a todos en la granja, y sin embargo había volado hasta allí para conocerme. Yo tenía el pelo negro y la nariz grande. Robert dijo:

—Se parece mucho a ti.

Mis padres me llevaron al campo, me tendieron sobre una manta y empezaron a pasar las páginas de un libro de nombres para bebés. Él quería llamarme Claire. Cada uno propuso varios nombres, pero no lograron llegar a un acuerdo. No querían ponerme uno de esos nombres trillados, la versión corta de un nombre más largo.

—¿Qué te parece Lisa? —dijo al fin mi madre.

—Sí. Ese nombre me gusta —dijo él alegremente.

Y se marchó al día siguiente.

—¿Lisa no es la abreviatura de Elizabeth? —le pregunté a mi madre.

—No. Lo buscamos. Es un nombre distinto.

—¿Y por qué lo dejaste elegir si se comportaba como si no fuera mi padre?

—Porque era tu padre —dijo ella.

En mi partida de nacimiento mi madre me anotó con los dos nombres, pero sólo con su apellido: Brennan. Incluso dibujó algunas estrellas en los márgenes del papel: siluetas con el centro hueco.

Algunas semanas más tarde mi madre y yo nos fuimos a vivir con su hermana, Kathy, a un pueblo llamado Idyllwild, en el sur de California. Mi madre todavía recibía asistencia social y mi padre nunca vino a visitarnos ni colaboró con los gastos de manutención. Nos fuimos de allí luego de cinco meses, y dimos comienzo a una serie de mudanzas.

Durante el tiempo en que mi madre estuvo embarazada, mi padre comenzó a trabajar en la computadora que más tarde se conocería como Lisa. Fue la precursora de la Macintosh, la primera computadora de consumo masivo con mouse externo —del tamaño de un trozo de queso— y software incluido, además de dos disquetes rotulados LisaCalc y LisaWrite. Pero era demasiado cara para el mercado y fue un fracaso comercial; mi padre empezó siendo parte del equipo que trabajó en el desarrollo de Lisa, pero más tarde, con el equipo Mac, comenzó a trabajar en su contra, a competir con ella. El modelo Lisa fue discontinuado y las tres mil unidades que no se vendieron fueron enterradas en un basural en Logan, Utah.

Hasta que cumplí dos años, mi madre trabajó limpiando casas y como camarera para complementar los pagos de la asistencia social. Mi padre no nos ayudó; mi abuelo y sus hermanas, por su parte, nos ayudaban de vez en cuando, aunque no demasiado. Mi madre consiguió una niñera que me cuidaba en la guardería infantil de una iglesia, dirigida por la propia esposa del pastor. Durante unos meses, vivimos en una habitación que ella había encontrado en una cartelera de anuncios, destinada a mujeres embarazadas que evaluaban la posibilidad de dar en adopción.

—Tú llorabas; yo lloraba contigo. Era tan joven, no sabía qué hacer y tu tristeza me llenaba de pena —dijo mi madre sobre aquellos años. Me pareció un error. Una unión demasiado intensa. Y sin embargo siento que me forjó, y que a veces, incluso, me hizo sentir muy poderosa ante otras personas. La ausencia de mi padre hizo que las elecciones de mi madre parecieran más dramáticas, como proyectadas sobre un telón oscuro.

Más tarde la culpé por haberme criado de tal manera que me resultaba difícil dormir en habitaciones que no fueran sumamente silenciosas.

—Deberías haberme acostumbrado a dormir en lugares ruidosos —le dije.

—Pero es que no había nadie cerca —me respondió ella—. ¿Hubieras preferido que golpeara ollas y sartenes a tu alrededor?

Cuando cumplí un año consiguió un trabajo de camarera en el Varsity Theatre, un cine arte y restaurante de Palo Alto. Además, encontró una buena guardería, no demasiado cara, cerca del Downtown Children’s Center.

En 1980, cuando yo tenía dos años, el fiscal del distrito del condado de San Mateo, California, demandó a mi padre por el pago de los gastos de manutención infantil. El Estado le exigía a mi padre que cumpliera con los gastos de manutención y que le reembolsara los pagos ya realizados en concepto de asistencia social. La demanda, iniciada por el Estado de California, fue presentada a nombre de mi madre. La respuesta de mi padre consistió en negar su paternidad; más aún, en una declaración juró que era estéril y señaló a otro hombre como mi progenitor. Y luego de que los registros dentales y médicos del hombre señalado por mi padre fueron presentados como pruebas y no coincidieron, sus abogados sostuvieron que “entre agosto de 1977 y principios de enero de 1978, la demandante mantuvo relaciones sexuales con cierta persona, o personas, cuyos nombres el demandado desconoce, pero no así la demandante”.

Me pidieron que me hiciera pruebas de ADN, que eran nuevas por entonces, y se realizaban con sangre en vez de células bucales. Mi madre me contó que la enfermera no podía encontrarme ninguna vena y no dejaba de pincharme una y otra vez, mientras yo lloraba. Mi padre también estaba allí, puesto que el tribunal había establecido que todos debíamos llegar al hospital a la misma hora. En la sala de espera, mis padres se mostraron amables entre sí. Y más tarde se conocieron los resultados: de acuerdo con la capacidad de medición de los instrumentos de entonces, la probabilidad de que estuviéramos emparentados era la más alta: 94,4%. El tribunal le exigió a mi padre que cubriera los pagos atrasados de la asistencia social por una cifra cercana a los 6.000 dólares, además del pago de 385 dólares mensuales en concepto de manutención infantil, que él aumentó a 500 dólares, y la cobertura de mi seguro médico hasta que cumpliera dieciocho años.

Se trata del caso 239.948, archivado en microficha en el Tribunal Superior del condado de San Mateo: la demandante vs. mi padre, el demandado. La firma de él está en minúsculas, una versión menos estilizada de la que usaría más tarde. La firma de mi madre, en cambio, es apretada y temblorosa; de hecho, firmó dos veces: una sobre la línea y la otra debajo. Hay, incluso, un tercer esbozo de firma, que tachó; de haberla completado, se habría superpuesto con las demás.

El caso se cerró el 8 de diciembre de 1980, ante la insistencia de los abogados de mi padre. Mi madre, por su parte, no lograba comprender por qué un caso que había durado meses concluía ahora de manera tan abrupta. Cuatro días después del cierre del caso, Apple empezó a cotizar en la bolsa y de la noche a la mañana mi padre pasó a valer más de doscientos millones de dólares.

Pero antes de eso, justo después de que se cerró el caso, mi padre vino a visitarme una vez a la casa que teníamos en la Avenida Oak Grove, en Menlo Park, donde alquilábamos un departamento. No recuerdo la visita, pero fue la primera vez que lo vi desde mi nacimiento en Oregon.

—¿Sabes quién soy? —me preguntó. Se quitó el cabello de los ojos.

Yo tenía tres años; cómo podía saberlo.

—Soy tu padre. —“Lo dijo como si fuera Darth Vader”, me explicó mi madre más tarde, al contarme la historia—. Soy una de las personas más importantes que vas a conocer en tu vida —agregó.

En nuestra calle, las semillas del árbol de pimiento colgaban de las ramas en racimos rosados, lo suficientemente bajos como para que yo los tocara con la mano e hiciera crujir las semillas al frotarlas entre los dedos. Las hojas, que tenían forma de pez, se mecían con la brisa. Las palomas arrullaban, desafinadas, como vientos de madera. La vereda, que ondulaba alrededor de los troncos de algunos árboles, estaba agrietada y deformada.

—Las raíces —dijo mi madre—. Son lo suficientemente fuertes como para levantar el cemento.

Me acuerdo, por ejemplo, de estar en la ducha con mi madre y ver las gotitas deslizándose por la pared. Eran como animales: se movían y seguían caminos sinuosos, algunas más rápido, otras más lento, y dejaban un rastro a su paso. La ducha era oscura y estrecha, estaba revestida de azulejos y cerrada por una cortina. Cuando mi madre abría el agua caliente, gritábamos “¡Poros abiertos!”, y cuando abría la fría, “¡Poros cerrados!”. Me explicó que los poros eran pequeños orificios en la piel, que se abrían con el calor y se cerraban con el frío.

Me abrazaba bajo la ducha y yo me acurrucaba en sus brazos hasta el punto de no saber dónde terminaba su cuerpo y empezaba el mío.

La meta de mi madre era ser una buena madre y al mismo tiempo una artista exitosa. Así, cada vez que nos mudábamos, llevaba siempre dos libros: un álbum de fotografías de mi nacimiento, y un libro de arte que llamaba su “portfolio”. Me habría gustado que se deshiciera del primero, porque contenía escenas explícitas de nudismo; y, en cambio, me preocupaba que extraviara el segundo.

La carpeta de trabajos contenía una serie de dibujos suyos, plastificados. Que se llamara “portfolio” le daba cierta dignidad. Yo disfrutaba de pasar las páginas, del peso sobre mi mano. En un dibujo a lápiz, una mujer estaba sentada detrás de un escritorio, en una oficina llena de ventanas, mientras una ráfaga de viento le levantaba el pelo, que formaba una suerte de abanico, y desparramaba una cantidad de hojas blancas de papel a su alrededor, como un torbellino de polillas.

—Me gusta el pelo —dije—. También me gusta la falda. —No me cansaba de esa mujer; yo quería ser ella, o bien que mi madre fuera ella.

Había hecho un dibujo sentada a la mesa, usando un portaminas, goma de borrar y la base de la mano, mientras soplaba grafito y restos de goma de borrar de la página. Me fascinaba el murmullo débil del portaminas deslizándose por el papel, y la forma en que la respiración de mi madre se hacía cada vez más uniforme y lenta cuando trabajaba. Daba la impresión de contemplar su arte con curiosidad, no con sentido de propiedad, como si no fuera del todo ella la que trazaba las marcas.

Lo que me impresionaba del dibujo era el realismo. Cada detalle tenía la precisión de una fotografía. Y, al mismo tiempo, la escena era fantástica. Me gustaba la forma en que la mujer estaba sentada, con su pollera de tubo y su blusa abotonada, equilibrada y digna en medio del caos de papeles que volaban.

—Es sólo una ilustración, no es arte —replicó mi madre, con cierto desdén, cuando le pregunté por qué no hacía más dibujos de ese estilo. (Era un artículo comercial, menos imponente que sus pinturas; pero yo no sabía la diferencia entre uno y otro.) Le habían encargado ilustrar un libro llamado Taipan, y ese dibujo formaba parte de sus páginas.

No teníamos auto, de manera que yo iba siempre sentada en un asiento de plástico, en la parte trasera de su bicicleta, mientras recorríamos las veredas bajo los árboles. Cierta vez, un ciclista venía hacia nosotras en la dirección contraria; mi madre intentó apartarse, el ciclista también, pero los dos fueron hacia el mismo lado y chocamos. Salimos volando por la vereda y nos raspamos las manos y las rodillas. Luego nos recuperamos sobre el césped, en un jardín. Mi madre se sentó y sollozó, las piernas levantadas y los shorts caídos, una rodilla toda raspada y ensangrentada. El hombre le ofreció ayuda. Mi madre siguió sollozando durante un rato excesivamente largo, tan largo que pensé que debía ocurrir algo más.

Una noche, poco después del incidente, quise ir dar un paseo. Mi madre estaba deprimida y no quería salir, pero insistí y le tiré del brazo hasta que aceptó. Al final de la calle vimos un Volkswagen de tres puertas, color verde manzana, con un cartel que decía: “Dueño vende - $700”. Dio una vuelta alrededor del auto y miró a través de las ventanillas.

—¿Qué te parece, Lisa? Puede ser justo lo que necesitábamos.

Anotó el nombre del vendedor y el número de teléfono. Más tarde, mi abuelo la acompañó al departamento de préstamos de su empresa y le consiguió un crédito. Desde entonces, mi madre hablaba de la vez que la obligué a dar aquel paseo nocturno como si yo hubiera hecho una hazaña.

Mientras manejábamos, ella cantaba. Según su estado de ánimo, cantaba “Blue”, de Joni Mitchell, o “The Teddy Bear’s Picnic” o bien “Tom Dooley”. Cantaba una canción que hablaba de pedirle a Dios un automóvil y un televisor. Cuando se sentía alegre y aguerrida cantaba “Rocky Raccoon”, que tenía una parte en la que subía y bajaba por las notas, una melodía sin letra, como las que improvisan las cantantes de jazz; esa parte me hacía reír y me daba vergüenza. Estaba segura de que la había inventado —era demasiado extraña para ser una canción de verdad—, y años después quedé en shock al escuchar la versión de los Beatles en la radio.

Eran los años de Reagan, y Reagan menospreciaba tanto a las madres solteras como a las que acudían a la asistencia social; las llamaba “reinas de la asistencia social”, mujeres que recibían dádivas del gobierno para manejar Cadillacs. Más tarde mi madre se refirió a Reagan como un cretino y un sinvergüenza, y me dijo que había llegado a confundir el kétchup con una verdura.

Por esa época, vino a visitarnos mi tía Linda, la hermana menor de mi madre. Linda trabajaba en uno de esos salones llamados Supercuts, y ahorraba para comprarse un departamento. Nosotras no teníamos un centavo, y Linda manejaba durante una hora para darle veinte dólares a mi madre de modo que pudiera comprar comida y pañales; cosa que ella hacía, junto con un ramo de margaritas y un paquete de papel estampado para hacer origami. Dinero: cuando teníamos un poco, se consumía a toda velocidad, como las astillas en el fuego. O bien teníamos poco, o no teníamos suficiente. Mi madre no era buena ahorrando o haciendo dinero, pero era una enamorada de la belleza.

Linda recuerda entrar a la casa mientras mi madre estaba sentada en el futón, sollozando en el teléfono y diciendo:

—Mira, Steve, sólo necesitamos dinero. Por favor, envíanos algo de dinero.

Yo tenía tres años, era muy pequeña, pero Linda recuerda que le quité el teléfono a mi madre y dije en el auricular:

—Sólo necesita un poco de dinero, ¿de acuerdo? —Y colgué.

◆ ◆ ◆

—¿Cuánto dinero tiene? —le pregunté a mi madre un par de años más tarde.

—¿Ves esto? —Mi madre señaló un pedacito de papel blanco, del tamaño de una goma de borrar en la punta de un lápiz—. Esto es lo que tenemos nosotras. Bien, ¿ves eso? —dijo, señalando un rollo entero de papel madera—. Eso es lo que tiene él.

Esto fue después de que nos mudáramos de lago Tahoe, tras haber manejado hasta allí en el Volkswagen verde para vivir con el novio de mi madre, que había sido un alpinista de renombre hasta que una lesión en un tendón y una mala cirugía en el dedo anular derecho lo obligaron a retirarse. Había fundado una empresa que se dedicaba a fabricar equipamiento para actividades al aire libre; mi madre hacía ilustraciones para las polainas y otros artículos, y además trabajaba como camarera en una cafetería. Más tarde, luego de que se separaron, él se convirtió en un exitoso vendedor de aspiradoras y en un cristiano evangélico, e incluso entonces aparecía en algún artículo de las revistas sobre alpinismo. Un día, mientras estábamos en una tienda, mi madre señaló la portada de una revista: la fotografía de un hombre colgado de un acantilado.

—Es él —dijo ella—. Era un alpinista de primera línea.

Una partícula diminuta en la montaña... apenas si podía distinguirlo. Dudé de que se tratara del mismo hombre que me llevaba a pasear por el bosque de cedros que desembocaba en la playa, en el Parque Skylandia.

—Y este —dijo, abriendo otra revista— es tu padre.

Ese era un rostro que se dejaba ver. Mi padre era apuesto, tenía cabello oscuro, labios rojos y una buena sonrisa. El alpinista era alguien indefinido, mientras que mi padre era importante. Si bien el alpinista me había cuidado, ahora sentía pena por él, por su intrascendencia, y al mismo tiempo me sentía mal por compadecerlo, porque había estado a mi lado.

Llevábamos casi dos años viviendo en Tahoe cuando mi madre decidió dejar al alpinista y mudarnos de regreso al área de la bahía de San Francisco.

Fue por entonces cuando se publicó aquel artículo sobre mi padre y las computadoras en la revista Time, la “Máquina del año”. Fue en enero de 1983, yo tenía cuatro años, y allí él dio a entender que mi madre se había acostado con muchos hombres y había mentido. También se refirió a mí en estos términos: “El veintiocho por ciento de la población de Estados Unidos podría ser su padre”, basándose probablemente en una manipulación del resultado de las pruebas de ADN.

Después de leer aquel artículo, mi madre empezó a moverse en cámara lenta: se le habían aflojado los músculos de la cara. Preparaba la cena en la cocina a oscuras, salvo por una tenue lucecita que resplandecía debajo de una alacena. Y sin embargo, pocos días después recuperó el ánimo y el humor, y le mandó una fotografía mía a mi padre en la que yo estaba desnuda, sentada sobre una silla, en casa, usando unos lentes de Groucho Marx, con la gran nariz de plástico y el bigote falso.

“¡Me parece que es tu hija!”, escribió en la parte trasera de la fotografía. Por entonces él también usaba bigote y lentes, y además tenía una nariz grande.

En respuesta él envió un cheque de quinientos dólares, y con ese dinero volvimos a vivir en el área de la bahía de San Francisco, donde alquilamos una habitación durante un mes en Menlo Park, en una casa de la Avenida Avy, junto con un hippie que criaba abejas.

Al día siguiente de volver de Tahoe, mi padre quiso mostrarnos su nueva casa. Hacía años que no lo veía, y luego de ese encuentro pasarían años hasta volver a verlo. Más tarde, al recordar ese día, la visita a la casa extravagante y mi extraño padre me parecían irreales, como si nada de todo eso hubiera ocurrido.

Nos pasó a buscar en su Porsche.

La casa no tenía muebles, pero sí muchas habitaciones amplias. En una habitación enorme y húmeda de alguna parte, mi madre y yo vimos un órgano de iglesia montado en una zona elevada del suelo, con una carcasa de madera y una serie de pedales debajo, y luego dos cuartos enteros, con las paredes entramadas, colmados de cientos de tubos de metal, algunos tan grandes que yo podía caber adentro, otros tan pequeños como la uña de mi dedo meñique, y de todos los tamaños intermedios.

Cada tubo estaba sujetado de manera vertical por un zócalo de madera hecho para ello.

Encontré un ascensor y subí y bajé varias veces, hasta que Steve me dijo: “Bien, ya es suficiente”.

La fachada que uno veía al atravesar la entrada era la menos imponente, mientras que la de la parte trasera, que daba a un prado, era enorme, con grandes arcos blancos de los que rebosaban las buganvillas de color rosa intenso.

—La casa es una porquería —le dijo Steve a mi madre—. La construcción es pésima. Voy a derribarla. Compré la propiedad por los árboles. —Sentí una punzada de aprensión, pero ellos siguieron caminando como si nada. ¿Cómo podían importarle los árboles teniendo una casa de ese tamaño? ¿Pensaba derribarla antes de que yo pudiera volver de visita?

Mi padre pronunciaba las eses con un sonido parecido al de un fósforo apagándose en el agua. Caminaba levemente inclinado hacia adelante, como si remontara una colina, y nunca parecía enderezar del todo las rodillas. Cuando el cabello oscuro le caía sobre la cara le bastaba un movimiento de la cabeza para despejarlo de los ojos. Su rostro parecía fresco en contraste con el cabello oscuro y brillante. Estar a su lado, bajo la luz brillante, con el aroma de la tierra y los árboles, en la amplitud de la tierra, era mágico y electrizante. En un momento lo descubrí mirándome de reojo, con su mirada parda y punzante.

Señaló en dirección de tres grandes robles situados en el extremo del prado.

—Esos árboles... —le dijo a mi madre—. Por esos árboles compré este lugar.

¿Era una broma? No estaba segura.

—¿Cuántos años tienen? —preguntó mi madre.

—Doscientos años.

Con mis brazos sólo podía abarcar la sección más pequeña del tronco.

Caminamos de vuelta a la casa y luego bajamos una pequeña colina hacia una gran piscina situada en medio de un campo cubierto de pastos altos, y permanecimos de pie junto al borde, mirando cómo miles de insectos muertos cubrían la superficie del agua: arañas negras, mosquitos gigantes, una libélula con una sola ala. Apenas se podía distinguir el agua debajo de los insectos. También había una rana, panza arriba, y cientos de hojas muertas que el agua había convertido en una masa densa y oscura, del color de la tinta.

—Parece que tienes que limpiar la piscina, Steve —dijo mi madre.

—Tal vez la quite —dijo él, y esa misma noche soñé que los insectos y animales se levantaban de la piscina como dragones, aleteando violentamente hacia el cielo, y el agua se volvía de color turquesa con vetas de luz blanca.

Pocas semanas más tarde, mi padre nos compró un Honda Civic plateado para que reemplazáramos el Volkswagen verde. Fuimos a buscar el auto a su propiedad.

Varios meses después, mi madre necesitaba tomarse un descanso y nos fuimos de viaje a las termas de Harbin. En el camino de regreso, de noche y bajo la lluvia, mientras manejaba por una autopista que serpenteaba a lo largo de las colinas, a un par de horas de casa, se perdió. El limpiaparabrisas de su lado estaba en buen estado; el mío, deformado en el medio, dejaba una franja cuando se movía. El parabrisas estaba astillado justo frente a mi asiento, tenía la forma de un ojo diminuto, probablemente un guijarro había golpeado el vidrio y dejado una marca.

—No hay nada. Absolutamente nada —dijo mi madre. Yo no entendía a qué se refería. Y se largó a llorar. Lanzó un sollozo agudo y sostenido, como el sonido de un arco que recorre una cuerda.

A los veintiocho años, otra vez soltera, criar a una hija le resultaba mucho más difícil de lo que había imaginado. Su familia no ayudaba demasiado; su padre, Jim, que le prestaba pequeñas cantidades de dinero y poco después me compró mi primer par de zapatos, no estaba presente en el sentido verdadero de la palabra. Más adelante, su madrastra Faye me cuidó algunas veces, pero no le gustaban los bebés y el desorden. Su hermana mayor, Kathy, también era madre soltera y criaba a un bebé, al tiempo que sus dos hermanas menores empezaban a hacer sus propias vidas. Mi madre estaba profundamente avergonzada de no ser una mujer casada, y se sentía excluida de la sociedad.

Pasamos frente a las mismas colinas que habíamos atravesado de día, cuando todavía parecían tersas y benévolas como jorobas de camellos. Ahora, en cambio, describían curvas desoladas y negras bajo un cielo oscuro. Mi madre lloró aún con más fuerza, con sollozos sonoros y entrecortados. Yo permanecía estoica y en silencio. En el momento en que se aproximaba un auto en sentido contrario, aproveché para observarla cuando la franja de luz de los faros le iluminó la cara.

—Creo que nos pasamos de la salida. No tengo idea.

Llovía aún más fuerte, y puso los limpiaparabrisas a toda velocidad. Apenas se despejaba el vidrio, la lluvia anegaba los semicírculos libres.

—No quiero más esta vida —sollozó—. Quiero salirme. Estoy harta de vivir. ¡Mierda! —gritó con fuerza, un lamento. El sonido de una sirena de niebla. Me cubrí los oídos—. ¡Maldita mierda! ¡Maldita mierda! —le gritó al parabrisas. Como si estuviera furiosa con el vidrio.

Yo tenía cuatro años e iba aferrada a mi asiento con dos cinturones, mirando hacia adelante, sentada junto a ella (esto fue antes de que los niños viajaran en el asiento trasero). Me imaginaba que en los autos que pasaban y en los que iban a nuestro lado había paz, y deseaba estar allí, no con mi madre. Si tan sólo se comportara como antes, pensé, cuando era de día. Una faceta era inconciliable con la otra. Más tarde me contó que, mientras gritaba, aun sabiendo que no podía detenerse, supo que yo tenía edad suficiente como para recordarlo.

—No tengo nada —dijo—. Esta vida es una porquería. Una mierda. —Se esforzó por recuperar el aliento—. ¡No quiero vivir más! Esta vida de porquería. ¡Odio esta vida! —La garganta áspera, la voz ronca de tanto gritar—. ¡Esta vida infernal!

Al gritar pisó con fuerza el acelerador y el auto salió impulsado hacia adelante, hundiéndose en la carretera, mientras la lluvia seguía cayendo como escupitajos, como si quisiera que el motor se fundiera con su voz.

—Maldita revista Time. Maldito, maldito hijo de puta.

La expresión “hijo de puta” era aún más brusca que “mierda”, tenía una suerte de brillo al final. Retumbó en mi esternón. Mi madre lanzó un grito sin palabras, luego sacudió la cabeza de un lado al otro, sus cabellos flamearon, apretó los dientes, golpeó el tablero con la palma de la mano y yo di un salto en el asiento.

—¡Qué! —me gritó porque salté en el asiento—. ¿¡Qué!?

Me quedé dura; la encarnación de una niña inmóvil en su asiento del auto.

De pronto mi madre se salió con tanta violencia de la autopista que pensé que íbamos hacia la muerte, pero no era más que una rampa.

Estacionó, frenó bruscamente y sollozó apoyada sobre sus brazos. Le temblaba la espalda. Su tristeza me envolvía, no podía evitarla; tampoco podía hacer nada para detenerla. Unos minutos después volvió a la autopista y tomó un paso elevado hacia otra carretera. Siguió llorando, pero con menos violencia, y en un momento recuerdo haberle pedido al pequeño ojo de vidrio astillado, a la muesca en el parabrisas donde había golpeado el guijarro, como en una plegaria, que vigilara el camino por mí, y me quedé dormida.

Aun en el punto más álgido del llanto y la desesperación de mi madre, sentí que nos acompañaba una presencia serena, aunque sabía que estábamos solas en medio del infierno líquido, con el auto bamboleándose. Una presencia benévola, que quizá iba sentada en el asiento trasero, que nos cuidaba y al mismo tiempo no podía intervenir. La presencia no podía impedir nada, tampoco ayudar; sólo podía observar y advertir lo que ocurría. Más tarde llegué a preguntarme si aquella presencia no habrá sido una versión fantasmal de mí misma, que acompañaba a mi yo más joven y a mi madre.

A la mañana siguiente vimos al hombre que criaba abejas vestido con un traje blanco y arrugado, con guantes y un sombrero con una red cosida alrededor. Las abejas vivían en una caja de madera del pequeño jardín trasero. Desde un costado de la cocina, que era un agregado en la parte trasera del bungaló, observábamos el patio. El hombre de las abejas me llamó con un gesto, pidiéndome que me acercara a ver.

—No hay nada que temer —me dijo.

—Es alérgica a las abejas —exclamó mi madre. Una vez había pisado una abeja y se me había hinchado tanto el pie que no pude caminar durante una semana.

—Mis abejas son muy felices —dijo—. No nos van a picar. —Se quitó el sombrero mientras hablaba, de modo que pudiéramos verle la cara—. Son abejas melíferas, son agradables.

—Pero tú llevas un traje —dijo mi madre—. Ella está en pantalones cortos. No está protegida.

—Llevo traje porque tengo que manipular la caja y extraer la miel. Si no, iría vestido como ustedes. Las abejas no quieren picarnos —me dijo—. ¿Sabes lo que ocurre si te pican? Pierden la vida. —Hizo una pausa—. ¿Por qué querrían perder la vida para lastimarte si son felices y tú no les haces daño?

—¿Estás seguro? —volvió a preguntarle mi madre. No parecía un buen plan, pero después de todo, ¿qué sabíamos nosotras de abejas?

—Sí —dijo él, volviendo a colocarse el sombrero. Yo nunca había visto una colmena tan de cerca.

—De acuerdo... —dijo mi madre, no del todo convencida. Caminé hacia él y miré hacia abajo, a la masa abarrotada y aterciopelada. Las abejas formaban un tapiz pardo y resplandeciente. Algunas volaban más alto, oscilando como pequeños globos sujetados a una cuerda. Una abeja se me posó en la mejilla y empezó a caminar en círculos. No sabía que este movimiento era una especie de danza preliminar. Cuando traté de quitármela, la abeja estaba adherida a mi piel, y me picó.

Corrí hacia mi madre, que me llevó hacia la cocina. Su voz se extendió a través de las ventanas abiertas.

—¡En qué pensabas! —le gritó al hombre, al tiempo que abría un armario tras otro, tomaba el bicarbonato de sodio y lo mezclaba en un cuenco con agua hasta formar una pasta—. ¿Cómo te atreves?

Se puso en cuclillas a mi lado, extrajo el aguijón con unas pinzas y luego, con las yemas de los dedos, aplicó la pasta sobre mi mejilla, que había empezado a hincharse.

—¡Qué imbécil! —murmuró mi madre—. Vestido con traje de pies a cabeza, le dice a una niña que no corre peligro.

Cuando nos sobraba algo de dinero íbamos en auto hasta el mercado de Draeger, detrás de cuyos mostradores había una pared llena de hornos de rotisería en los que se asaban pollos que giraban muy lentamente. Olía a grasa dulce y a vapor. Se podían distinguir a los pollos crudos porque tenían la carne blanca, brillante, condimentada con polvo anaranjado, mientras que los cocidos eran de color marrón y estaban duros. Mi madre sacó un número.

—Medio pollo, por favor —dijo cuando nos llamaron. El hombre que nos atendió usó unas tijeras parecidas a las de esquilar con las que cortó el pollo en dos; cuando se quebraron, las costillas hicieron un crujido agradable. Metió la mitad en una bolsa blanca cubierta con papel de aluminio.

De vuelta al auto, mi madre puso el pollo sobre el freno de mano, en medio de las dos, rasgó la bolsa y comimos directamente con los dedos, mientras las ventillas se empañaban con el vapor.

Cuando terminamos de comer, envolvió los huesos en la bolsa, me limpió los dedos con una servilleta, y después me estudió la palma de la mano. En el punto donde se plegaba la mano nacían surcos a lo largo de la superficie; era como ver el lecho seco de un río desde lo alto. Me explicó que no había dos personas en el mundo que tuvieran las mismas líneas, aunque los dibujos se parecían.

Inclinó la palma de mi mano para iluminar las líneas.

—Oh... Dios —dijo, haciendo un gesto de dolor.

—¿Qué? —pregunté.

—Es sólo que... no es muy bueno. Las líneas se quiebran.

Su expresión era de desdicha. Estaba distante, callada. A lo largo de los años volvimos a repetir esta rutina muchas veces, con distintas variaciones, añadiendo detalles a medida que yo crecía y ella cometía una y otra vez los mismos errores, como si fuera algo nuevo.

—¿Y eso qué significa? —El pánico me ganó el pecho, el estómago.

—Nunca vi nada igual. La línea de la vida, la que hace una curva, esta... tiene agujeros, burbujas.

—¿Y qué tienen de malo las burbujas?

—Son traumas, quiebres —dijo—. Lo siento.

Yo sabía que no se disculpaba por lo que decían las líneas, sino por mi vida. Por el principio de una vida que yo no podía recordar. Por lo difíciles que habían sido las cosas. Mi madre podía suponer que yo no tenía idea de cómo debía ser una familia. Pero una vez, en aquellos años, mientras perseguía a un niño en el patio de juegos usando un par de zapatos que me quedaban grandes, me escuchó decirle al niño, con desprecio: “Tú ni siquiera tienes padre”.

—¿Qué significa esta línea? —le pregunté, señalando la que corría debajo del dedo meñique.

—Es la línea del corazón —dijo ella—. También complicada.

Me sentí arrastrada por algo parecido al dolor, aunque un momento antes éramos felices.

—¿Y esta?

La última, justo en la mitad de la palma, se ramificaba desde la línea de la vida. Al principio era más nítida que las demás, ¡oh, esperanza!, pero luego languidecía, se angostaba y se dividía, como una ramita.

—Espera —dijo, resplandeciendo—. ¿Esta es tu mano izquierda? —Como era disléxica, se las había confundido.

—Sí —dije.

—De acuerdo, bien. La mano izquierda revela lo que ya está escrito. Déjame ver la derecha.

Extendí la otra mano y la sostuvo con cuidado, siguiendo las líneas, moviéndola para ver mejor. La grasa de pollo que aún tenía en la mano hacía que me brillara la piel.

—Esta mano señala lo que harás con tu vida —dijo—. Este lado se ve mucho mejor.

¿Cómo podía saberlo? Me pregunté si habría aprendido a leer la palma de la mano en India.

En India las personas no usaban la mano izquierda en público, me explicó. En situaciones sociales sólo utilizaban la mano derecha. La razón era que no usaban papel higiénico para limpiarse, sino la mano izquierda, que luego se lavaban. Cosa que me horrorizó.

—Si alguna vez voy a la India —dije, desde entonces, cada vez que se hablaba del lugar—, me aseguraré de llevar mi propio rollo de papel.

Me contó una historia sobre la India, sobre una fiesta en Allahabad, llamada Kumbha Mela, que se celebraba cada doce años, y que esa vez había tenido lugar en la confluencia de los ríos Ganges y Yamuna. Había una gran multitud. A lo lejos, un hombre santo, sentado sobre un parapeto, bendecía naranjas y las lanzaba a la multitud.

—El hombre estaba tan lejos que parecía medir dos centímetros —dijo.

Ninguna naranja caía cerca, dijo, pero en un momento vio que una venía directo hacia ella y, ¡bam!, le dio justo en el pecho, en el corazón, y la dejó sin aliento.

La naranja rebotó y un grupo de hombres se abalanzó tras ella, así que no logró conservarla. Y sin embargo entendí que el hecho de que la naranja bendecida, lanzada desde tan lejos, hubiera dado en su corazón, había tenido un significado especial para ella, para nosotras.

—¿Sabes? —dijo—, cuando naciste saliste disparada como un cohete. —Me lo había dicho muchas veces antes, pero dejé que lo repitiera, como si me hubiera olvidado—. Había ido a unas clases de preparto y en todas me decían que tenía que empujar, pero cuando llegó el momento saliste tan rápido que no pude detenerte.

Me encantaba escuchar la historia de cómo yo, a diferencia de otros bebés, no había necesitado que mi madre me obligara a respirar, y que esto la había salvado de algo, además de significar algo sobre mí.

Todo esto: la palma de la mano, la naranja, mi nacimiento, significaba que iba a estar bien cuando fuera mayor.

—Cuando sea adulta tú serás una anciana —dije. Me imaginé avanzando en la línea de la vida: envejecer implicaría haberme desplazado en el trayecto.

Fuimos caminando hasta Peet’s Coffee, justo a la vuelta de la esquina, donde el empleado le regaló un café, y nos sentamos en un banco afuera, bajo la cálida luz del sol. Habían podado los plátanos de alrededor de la plaza frente al café casi hasta el tallo: parecían piedras de payana, las ramas cortas con los extremos hinchados como bulbos. En el aire se respiraba el aroma de los árboles salvajes.

—¿Así de vieja? —dijo ella, fingiendo que caminaba como una anciana con bastón, encorvada y sin dientes. Luego se enderezó—. Pero, cariño, tengo sólo veinticuatro años más que tú. Seguiré siendo joven cuando tú crezcas.

Dije “ah”, como si estuviera de acuerdo. Pero no me importaba lo que dijera, o cómo me lo explicara. Para mí éramos como un sube y baja: cuando una de las dos se sentía poderosa, era feliz o rebosaba de vitalidad, la otra se apagaba. En la medida en que yo fuera joven, ella sería vieja. Tendría el olor de los ancianos, como agua de flores gastadas. Yo, en cambio, sería joven y lozana y olería como las ramas recién cortadas.

A mediados del año escolar empecé a ir al jardín en una escuela pública de Palo Alto. Antes había ido a otra escuela, pero mi madre opinaba que en mi curso había demasiados varones, de modo que me cambió. El primer día de clases, una de las maestras auxiliares me llevó afuera de la escuela y me sacó una fotografía, que pegó en el tablero junto a las imágenes de otros alumnos, y escribió mi nombre debajo. Yo había puesto tontamente la mano por sobre de mi cabeza, porque pensé que se vería bien; en cambio, el resto de los alumnos estaban retratados contra un fondo azul. La fotografía, improvisada, estaba saturada de luz. Sentí que la imagen revelaba no sólo que había empezado tarde las clases, sino también mi carácter insustancial, borrado por la luz.

La maestra, Pat, era alta y regordeta y de voz cantarina. Llevaba pollera de jean hasta los tobillos, sandalias con medias, remeras que le cubrían el pecho abundante, y anteojos sujetados por un cordón. En el recreo jugábamos detrás del salón de clase en unas barras trepadoras de madera, unidas por unas planchas. A la red de sogas que se extendía entre dos plataformas de madera la llamábamos el “pozo de la joroba”. Cruzar el pozo de la joroba, tal como yo lo imaginaba, requería hamacarse y agarrarse, hamacarse y hamacarse. Había algo repugnante en todo eso. Poco tiempo después de empezar la escuela, me caí entre las redes del pozo y, mientras salía gateando, mis compañeros me gritaban”: “¡Jo-ro-bada!”, “¡Jo-ro-bada!”.

En el jardín ponían mucho énfasis en la lectura, pero yo no sabía leer. Cada vez que un alumno terminaba un libro, recibía un osito de peluche de regalo.

Me aprendí un libro de memoria sólo para lograr que una de las maestras también me regalara uno.

—Estoy lista —dije. Nos sentamos en el piso, con la espalda apoyada sobre los estantes del área de lectura y el libro sobre el regazo. Repetí las palabras que me pareció que coincidían con cada página, apoyándome en lo que había aprendido de memoria y en las ilustraciones. Transcurridas dos páginas, el rostro de la maestra se puso tenso, afinó los labios.

—Te equivocaste al pasar la página —dijo—. Y te salteaste una palabra.

—Sólo quiero un osito —dije—. Por favor.

—Todavía no —respondió ella.

Daniela tenía una colección de veintidós osos; le pregunté si me regalaba uno.

—Tienes que leer un libro para recibir un oso —me contestó.

Empecé a sentir que había algo ordinario y vergonzoso en mí, que ya era tarde para cambiarlo, que no tenía remedio. Yo era distinta de las niñas de mi edad, y cualquiera que fuera bueno y puro lo advertía en seguida y se sentía repelido. La fotografía era un claro indicio. Otro indicio era el hecho de que no supiera leer. Y el último era que tenía un carácter meticuloso y reservado que difería del resto de mis compañeras. Tenía deseos demasiado intensos y febriles. Por dentro me sentía infestada, como si hubiera contraído alguna enfermedad o me hubiera tragado alguna larva que se había filtrado entre los huevos y la harina cuando me robaba un trozo de masa cruda de galletas. Me sentía así por dentro, y estaba segura de que los demás debían notarlo cuando me veían, de manera que cada vez que pasaba frente a un espejo y me veía reflejada de casualidad, al advertir que no era la niña desaliñada y desagradable que me imaginaba, me asustaba.

Durante la hora de lectura libre, Shannon y yo nos escabullimos por la parte de atrás del salón de clases, cruzamos las barras trepadoras y nos dirigimos a un escondite, un lugar cubierto de rocas, entre unos arbustos y las aulas de la escuela primaria. Shannon tenía cabello rubio claro, y cejas y pestañas blancas muy espesas; ella tampoco sabía leer. Llevaba los pantalones torcidos, de modo que la costura no estaba alineada con la mitad de sus piernas. Lanzamos piedras a las ventanas de las aulas y luego nos aferramos del brazo como si estuviéramos jugando a cruzar el pozo de la joroba y nos ocultamos entre las rocas.

Pat nos había dicho que tendríamos un nuevo compañero de clase.

—Vamos a escupirle agua —dije.

—Sí —dijo Shannon—. Agua de la fuente.

Me pareció que podía ser gracioso, que incluso a él podía resultarle divertido.

La mañana en que llegó nuestro compañero nuevo esperamos cerca de la fuente. Tenía pantalones cortos, el cabello oscuro y parecía bastante seguro de sí mismo. Me lo había imaginado frágil y pequeño.

Nos llenamos la boca de agua y lo interceptamos en la entrada del sendero, justo debajo del árbol.

—Oye —le dijo Shannon, con la boca ahuecada y hacia arriba. La miré disimuladamente, tratando de no reírme; le temblaba el cuello y un hilo acuoso le recorría el mentón. Iba a ser divertido, lo más divertido que había hecho en mi vida, además de muy listo.

El niño levantó los ojos.

—Uh, uh, uh —dijimos las dos, casi al unísono. Luego del último “uh”, escupimos el agua. Antes de que su expresión pasara de la paz a la consternación, antes de que sus padres, que venían detrás de él, corrieran y se arrodillaran a su lado y lo consolaran, y yo entendiera que lo habíamos hecho, me había sentido llena de confianza.

Me separaron de Shannon, y llamaron a nuestras madres para que vinieran a buscarnos.

De camino a casa mi madre no dejaba de hablar.

—¿Cómo se sintió ese pobre niño? ¿Cómo crees que se sintió?

—Mal —dije. Un segundo después de escupir me di cuenta de que la broma no era graciosa para él, como creí cuando se me había ocurrido. La broma era sólo de Shannon y mía, y terminó en el segundo en que el agua lo tocó.

—Estoy avergonzada. Me siento mal por ese niño —dijo mi madre, manejando a toda velocidad—. Pero Pat también es responsable. ¿Qué esperaba? Pat y sus estúpidos ositos de porquería.

Al año siguiente fui a otra escuela, la Waldorf School de la Península. Era una escuela nueva, fundada ese mismo año. Los padres se habían reunido durante el verano a pintar las paredes de las aulas, además de elegir la madera, lijar y barnizar cada uno de los bancos para el comienzo de clases de primer grado. La matrícula costaba alrededor de seiscientos dólares por semestre (con un descuento). Mi madre supuso que podía pagarlo si no comprábamos ningún mueble. Pero, aun así, muchas veces nos atrasábamos en el pago, y ella tenía que llamar a mi padre para pedirle que le enviara un cheque, cosa a la que él accedió en dos ocasiones.

Un día fuimos en auto desde nuestro departamento en la Avenida Channing hasta Los Altos, donde mi madre trabajaba limpiando una casa. Su amiga Sandra solía hacer trabajos de limpieza y, antes de mudarse, le cedió a mi madre todas las casas en las que trabajaba. Sandra nos tenía cariño; una vez se guardó un recorte de diario en el que se hablaba de una madre y de su niña pequeña que iban manejando en pleno invierno: la niña, de tres años, había caminado dos millas sola a través de la nieve para buscar ayuda para su madre, que había chocado contra un banco de nieve y había perdido la conciencia.

—Lisa hubiera hecho lo mismo —le dijo a mi madre.

La dueña de la casa de Los Altos me enseñó a ponerle mayonesa a las hojas de un ficus polvoriento; así lograba sacarles brillo hasta que el verde se volvía brillante y profundo. Cuando mi madre terminaba su trabajo y la mujer le pagaba, íbamos directo al banco a depositar el dinero y luego a University Art, la tienda de artículos de arte, a unas pocas cuadras de distancia.

—Hola, estoy afiliada a la tienda —le decía mi madre al empleado detrás del mostrador. Los artistas tenían membresías y recibían descuentos—. Me temo que el otro día les pagué con un cheque que puede haber rebotado —dijo. A menudo hablaba de cheques rebotados. Yo no tenía idea de lo que significaba, sólo que sonaba bien, aunque no era algo bueno—. Te daré un cheque nuevo, pero primero voy a elegir algunas pinturas, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —dijo el hombre—. Vuelva cuando haya terminado y nos ocuparemos de eso.

El hombre sonrió y nosotras le devolvimos la sonrisa. Mi madre era sincera y encantadora. Entre las dos iluminábamos los lugares donde entrábamos.

Mi madre se movía lentamente a lo largo del pasillo, tocaba cada tubo y contemplaba los colores que le gustaban aunque no los necesitara o no pudiera pagarlos. Turquesa, carmín, siena tostado, caramelo... todos los tubos estaban colgados del pico, prístinos, sin abolladuras.

—Cada color tiene su precio —dijo mi madre—, dependiendo de los ingredientes.

Los ingredientes eran sustancias de colores que se obtenían de la tierra. Los pinceles estaban hechos de nylon o de pelo de animal, y había distintos tipos de pelo para distintas finalidades, caros. Venían envueltos en tubos de plástico, con puntas duras y afiladas que se quebraban y se ablandaban con el uso. Una vez que usaba y limpiaba sus pinceles, los humedecía para que mantuvieran la forma de las puntas.

Ese día compró un tubo de ocre oscuro. En la caja pagó con un cheque por el monto total. No aceptó una bolsa, sino que llevó el tubo acunándolo en la palma de la mano hasta que llegamos al auto.

De allí fuimos hacia una librería a la vuelta de la esquina desde Peet’s. El hombre que estaba detrás del mostrador, que era además el dueño de la tienda, hablaba con mi madre; se notaba que era un tipo inteligente. Era mayor, llevaba barba y tenía cejas tupidas, como un Dios desaliñado. Yo quería que me prestara atención.

—Mi padre es Steve Jobs —le dije. No debía decirle a nadie quién era mi padre. Mi madre me miró desconcertada... éramos las únicas personas en la tienda.

—¿Ah, sí? —dijo el hombre, y se calzó los lentes en la cabeza.

—Sí —respondí. Era lo mismo que con el brillo de las hojas: le llamé la atención—. Y además soy la chica más inteligente del mundo.

—Vamos a nadar a la casa de los Ellen —dijo mi madre una tarde, luego de recogerme de la escuela.

Eran noticias contradictorias, puesto que los Ellen se bañaban desnudos.

—¿Es necesario que vayamos ahí? —dije.

—Necesito compañía, necesito a otros adultos —me respondió. Los Ellen no eran sus amistades preferidas, pero no conocíamos a otras personas que organizaran reuniones, y nos habían invitado a su piscina.

En la radio, mientras íbamos en auto, se hablaba de la disminución de la capa de ozono. Tenía un agujero y se reducía cada vez más; me la imaginé como un tul rasgado en la parte más alta del cielo: sin la capa de ozono nos abrasaríamos debajo del sol.

La casa de los Ellen era grande, con tejado negro, y quedaba en el antiguo Palo Alto, una zona donde los árboles y los terrenos eran más grandes que en la ciudad. Por dentro la casa era espaciosa y la sala estaba construida en desnivel; predominaban los tonos sepia, había cajas en los rincones y las ventanas estaban sucias y polvorientas. La piscina era un rectángulo de color turquesa situado en un gran jardín rodeado por un alto cerco de madera, que, para mi alivio, obstruía la vista desde la calle. Alrededor de la piscina había un grupo de adultos desnudos, de piel pálida, sentados en sillas que no hacían juego entre sí o en el borde del agua, que conversaban y ocasionalmente se mojaban los dedos de los pies. Cuando las mujeres entraban a la piscina, lo hacían lentamente, extendiendo las manos sobre la superficie y avanzando lentamente mientras se deslizaban hacia la parte más profunda.

—¿Te pondrás traje de baño? —le pregunté a mi madre.

—No pensaba hacerlo.

—Por favor, ponte el traje de baño. Por favor.

—No hables como una abuelita, Lisa. Sería raro ser la única persona con traje de baño.

—Hazlo por mí —dije. Me sentía a salvo cuando ella tenía el cuerpo cubierto.

—Bien —dijo—. Lo haré por ti, ya que eres tan convencional.

Los hippies dejaban que el polvo se acumulara en los rincones de sus casas. No reemplazaban los muebles viejos y amarronados y hablaban estirando las vocales, que languidecían entre las consonantes como sábanas húmedas suspendidas de una cuerda. “Aloo”, decían. Proclamaban la libertad, pero no era la libertad adecuada. Era un concepto a la deriva o que se hundía. Yo estaba segura de que, si nos mezclábamos con ellos, todo sentido de evasión, toda sensación de ir hacia la luz, toda la alegría que pudiera haber percibido en otros se perdería, sería devorada, se hundiría en una ciénaga. Mi madre tendía a frecuentar a los hippies porque estaba sola. Se conformaba con ellos. A veces quería separarse de mí para ser más libre. Pero los hippies me daban escalofríos. Cuando me propuso que pasáramos más tiempo con ellos me volví una retrógrada, un derviche conservador: la guardiana y la carcelera de mi propia madre.

Pero la mayoría de los hippies que conocíamos eran inofensivos y desdichados. A veces le preguntaba sobre un tipo con el que había salido durante dos meses, unos años atrás, y que al parecer le había dicho que sólo seguiría saliendo con ella si me daba en adopción. Las semejanzas entre los hippies me parecían evidentes: las vocales largas y lentas, la ropa de colores pardos, la mirada sin brillo, la falta de empleos comunes; al traer el tema a colación esperaba demostrarle a mi madre su rotunda falta de criterio.

Pero en realidad no estábamos hablando de los hippies, sino de su inseguridad al hacerse cargo de mí cuando yo era niña, e incluso entonces podía percibir su fantasía de huir —de mí, de su vida conmigo— y quería hacerla sentir avergonzada y arrepentida.

—Era repugnante —dije—. Ese novio hippie que tenías. Lo odiaba.

—Odiar es una palabra demasiado fuerte, Lisa. No creo que lo odiaras. —Hizo una pausa—. Aunque me enteré que, después de terminar conmigo, empezó a salir con una mujer que tenía una mascota (un perro al que adoraba), y le dijo que sólo seguiría saliendo con ella si regalaba el perro. ¿Te das cuenta? Los demás tenían que renunciar a lo más importante que tenían por él. Era un hombre perturbado, Lisa. No hace falta odiarlo por eso.

De todos modos, lo odiaba.

Ada Ellen era delgada, un duende de voz agradable y áspera, piel luminosa de color miel, ojos verdes y cabello dorado que manaba de su cabeza en mechones rizados. Sólo tenía cinco años, es decir, era casi dos años menor que yo, aunque era bastante madura para su edad, tal vez porque la educaban en su casa. Las dos llevábamos trajes de baño.

Nos lanzamos a la piscina. Un rato después, dentro de la casa, nos envolvimos en toallas junto a la gran lavadora, lejos de la mirada de los adultos.

—Shh dijo Ada, mostrándome un paquete de chicles Juicy Fruit que tenía escondido en su toalla. Me pregunté de dónde lo habría sacado. Las dos teníamos prohibido el azúcar refinado.

Nos escabullimos entre los adultos desnudos y nos deslizamos con mucho cuidado, evitando las piedras y las hierbas puntiagudas, hasta llegar al único arbusto, situado en medio del jardín, donde podíamos escondernos. Caminé tan rápido como pude, buscando las manchas de tierra entre las matas de hierba seca y afilada y las piedras. El arbusto no tenía suficientes hojas como para ocultarnos detrás. Luego le quitamos el envoltorio plateado a los chicles y empezamos a comer uno detrás del otro, como si las tiras cubiertas de polvo fueran caramelos. La masa de chicles empezó a crecer en nuestras bocas, como almohadillas del color de los dientes.

—¿Qué hacen allí? —exclamó mi madre.

Ada y yo surgimos de entre el arbusto y nos paramos una al lado de la otra, frente a los adultos desnudos, mi madre en traje de baño, y seguimos mascando. Los omóplatos de Ada sobresalían de su espalda.

—¿Están comiendo chicle? —preguntó Anne, la madre de Ada—. ¿Quién te lo dio?

La piel de Anne tenía un tono amarillo cremoso, como la leche fuera de la heladera. Sus senos, pequeños y planos en la parte de arriba, eran verdaderos sacos en la parte de abajo. Llevaba un pareo de batik anudado alrededor de las caderas.

—El chicle le hace creer al estómago que está por recibir comida —continuó Anne—. Entonces empieza a producir ácido para prepararse.

Me dolía el estómago. Pero no pensaba detenerme.

Una mujer, una desconocida que estaba sentada junto a Anne, completamente desnuda excepto por una toalla, dijo:

—El ácido se comerá las paredes del estómago.

A los hippies les importaba poco la vestimenta, pensé, pero tenían reglas estrictas con respecto al azúcar.

—Es cierto —me dijo mi madre.

—Vamos —dijo Anne, ahuecando la mano para que escupiéramos el chicle—. Lo quiero aquí.

Ada lo hizo primera, y yo la seguí.

—Vayan a cepillarse los dientes. Las dos.

Caminamos hacia la casa oscura y subimos las escaleras hasta un baño ubicado en el segundo piso. Usé el cepillo de dientes de Ada, que me observó recorrer cada zona de mi boca y, al mirarme, imitaba involuntariamente mis movimientos, como una débil imagen espejada, la parte izquierda de arriba de su boca sincronizada con la parte superior derecha de la mía, como si se cepillara los dientes al mismo tiempo que yo.

Una de esas tardes, luego de que mi madre se marchara, me quedé a jugar con Ada.

—Sígueme —dijo ella, entrando en una habitación vacía al final de las escaleras.

Anne estaba sentada en el piso, con las piernas cruzadas, en medio de la habitación, mirando hacia la puerta. Llevaba el mismo pareo de batik alrededor de las piernas y tenía el torso desnudo. Su esposo, Matthew, estaba vestido y de pie frente a las ventanas en el otro extremo de la habitación. Ada se paró junto a su madre, mirándome.

—¿Alguna vez tomaste el pecho? —preguntó Ada con una voz insistente y llena de alegría que nunca le había escuchado antes, como si estuviera actuando.

—A Ada le gusta tomar el pecho —añadió Matthew desde el otro lado de la habitación—. Deberías intentarlo.

Me quedé de pie, mirándolos.

—No, gracias —dije.

—Es genial. Lo hago todo el tiempo —dijo Ada con la misma voz dulce de antes, que se convertiría además en uno de los elementos más inquietantes del episodio, es decir, la forma en que mi amiga cambió súbitamente, se volvió robótica y artificial, y se puso en mi contra. El brazo de Anne descansaba sobre la espalda de Ada.

—Gracias —repetí—. No quiero hacerlo.

Sin embargo, sentí cómo aumentaba la presión, igual que el aire antes de una tormenta.

—Muéstrale —dijo Anne, y para mi sorpresa, Ada se arrodilló, se tendió de lado sobre el regazo de su madre, y empezó a mamar.

Matthew avanzó unos pasos, de modo que quedó detrás de Anne.

—Inténtalo. Te va a gustar —dijo—. Inténtalo sólo una vez.

Ada se detuvo y se sentó de rodillas detrás de su madre.

—Me encanta —dijo—. Es genial.

Entonces comprendí que no iba a poder irme de ahí hasta no tomar el pecho de Anne. Tal vez no era necesario extenderme demasiado. Era una situación humillante y me alegré de que no hubiera nadie más allí aparte de ellos.

—De acuerdo —dije, y me recosté sobre el regazo de Anne, tal como lo había hecho Ada.

No tenía leche, la piel del pecho era pegajosa, un poco más fría que mi boca, y tenía un sabor insulso, para nada salado. No sabía cuánto tiempo debía mamar. Si me detenía demasiado rápido, tal vez tendría que volver a hacerlo. Cerré los ojos. Empecé a contar: mil uno, mil dos, mil tres, mil cuatro, mil cinco.

—Gracias. Fue genial —dije, incorporándome.

—Los Ellen me hicieron tomar el pecho de Anne —le dije a mi madre un par de semanas después. Me había armado de valor. Ya habíamos vuelto a verlos, no quería quedarme sola con ellos, y me temía que podía volver a ocurrir si me demoraba en contárselo. Estábamos sentadas en el auto, a punto de salir hacia alguna parte.

—¿Tomar el pecho? —Se había quedado helada.

—No tuve alternativa.

—¿Te obligaron a tomar el pecho?

—No me dejaban ir —dije, con la esperanza de que no se avergonzara de mí por haber cedido.

Entonces gritó: “¿Qué?”, apagó el motor y salió corriendo hacia la casa. Me bajé del auto y me quedé de pie en la entrada, cerca de un arbusto lleno de hermosos estambres. Durante los días que siguieron la escuché hablar por teléfono con algunas personas. A menudo lloraba. Años después me contó que había llamado a mi padre, y que él le había dicho que no debería haber llamado a la policía, quitándole importancia al asunto. También habló con otras personas. A partir de su reacción y de todas las llamadas telefónicas supuse que no iba a tener que volver a quedarme a solas con los Ellen, y de hecho no volvimos a verlos después de aquel episodio. Sentí un gran alivio, aunque me preocupaba Ada. El nuevo novio de mi madre, Ron, opinaba que deberíamos haber acudido a la policía, cosa que mi madre efectivamente hizo, al presentar una denuncia.

Antes de conocer a Ron, mi madre salió durante un tiempo con un hombre que hacía arte con palos.

No me agradaba él, ni la manera en que mi madre revoloteaba a su alrededor, resplandeciente; como si levitara, hecha de aire y no de una sustancia sólida y reconfortante. Él era un hombre distante, hablaba con tono suave, como si ocultara algo, y era tímido y parecía deshonesto. Una noche, después de la cena, lo acompañamos hasta su auto y abrió el baúl. Adentro, sobre una manta, estaba una de sus obras: palos envueltos en tiras de hilo y cuerdas de colores. En un extremo había sujetado un cristal, y en el otro, una pluma.

—Bueno, esto es lo que hago —dijo suavemente.

—Es hermoso —dijo mi madre. Esperaba que estuviera fingiendo.

—Es un cristal muy poderoso —dijo él—. Y encontré la pluma durante una excursión.

—Una pluma de águila. ¡Qué increíble! —dijo ella. La colocó sobre la palma de su mano, con devoción.

—En realidad no te gustan esos palos, ¿verdad? —le dije, una vez que el tipo se marchó.

—Claro que me gustan —dijo ella.

—No son más que palos. No es un artista como tú. —Quería que mi madre recordara que tenía talento, que recordara a la mujer serena en medio del caos de papeles.

—Creo que no son sólo palos —dijo ella—. Quiero decir, los envuelve con cosas; hacerlo le lleva mucho tiempo. Dice que algunos palos le hablan. La naturaleza se comunica con él. Tal vez yo misma haga uno.

—Oh, cielos —dije.

—De veras. Tal vez haga uno yo misma.

—Son palos, mamá. Pa-los.

—De acuerdo. Quizá son un poco tontos —me concedió.

Era de nuevo la misma.

◆ ◆ ◆

Dos o tres tardes a la semana mi madre trabajaba como camarera en un restaurante y pastelería que quedaba cerca de casa, donde me había llevado una vez. Además me había confesado un secreto: el dueño, un maestro pastelero que se sentaba en la parte trasera a preparar petit fours, cortaba las hebras del glaseado de los pasteles lamiendo el pico de metal directamente de la manga. De todos modos, cuando fui a visitarla, pedí pastel. No solían dejarme comer azúcar, y el pastel estaba demasiado rico como para preocuparme por los gérmenes.

—En el mundo predomina el espacio sobre la materia —dijo mi madre, unos días más tarde, cuando estábamos en casa. Estaba leyendo un libro sobre física cuántica que le daba ganas de hablar. Me explicó que los átomos estaban tan alejados entre sí que no había diferencia entre el espacio y la materia, ya que la materia estaba hecha fundamentalmente de espacio; y que, aun cuando parecieran lo contrario, un sofá o una mesa no eran cuerpos, sino que estaban hechos de espacio. Y que si realmente pudiéramos verlo, seríamos capaces de atravesar las paredes.

También dijo que algunos místicos iluminados podían impulsarse a través de las paredes, como si estas no existieran; que debían saber, aunque más no fuera intuitivamente, algo sobre física cuántica, sobre el enorme espacio entre los átomos, más grande, dijo, que un campo de fútbol. Yo nunca había visto un campo de fútbol. Los místicos de los que hablaba no eran susceptibles a nuestras ilusiones del espacio fragmentado, y como comprendían la naturaleza falsa de la materia sólida, ya no se regían por las leyes de la física. Había relatos de gurúes, dijo, que eran capaces de estar en un mismo lugar al mismo tiempo, conversando simultáneamente con dos personas distintas.

Me contó todo esto en la sala de estar. Traté de imaginarme el dormitorio, al otro lado de la sala, y me esforcé por creer tan cabalmente en la ausencia de materia como para que la pared se disipara ante mis ojos. Al día siguiente, durante unas breves y apasionantes horas, luego de poner un dedo ante mi nariz, alejarlo unos centímetros, hacer foco en él y notar que se desvanecía hasta ser semitransparente, creí que podía ver a través de mi dedo. Me creí capaz de hacer milagros. Lo siguiente serían las paredes.

Mínimos peces

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